(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.13: La Higuera.
Hola a todos. Muy buenos días.
Aquí estoy de vuelta con una nueva entrega de "El Caballero Negro y el Corazón del Bosque". El caso es que quería terminar con la historia de Matapuercos, pero la cochina se resiste (perdón por los chistes malos). Esta entrada es para leerla con calma, son algo más de 3.000 palabras. Quería terminar de un tirón. Por eso he tardado tanto también. En fin, aquí tenéis un episodio más antes de regresar a Esgembrer:
"A la mañana siguiente, apenas Loiv asomó su gentil rostro, reemprendieron la lucha contra un incendio ya agonizante. Negándose a cruzar el Turbio, divididos en cuadrillas organizadas por Don Celes, se dispersaron por su cauce sofocando las escasas llamas restantes en su ribera y trazando cortafuegos. Al otro lado, sin el Kazelrus para avivarlo, gracias a las lluvias y a los fantásticos habitantes del bosque, una vez consumido el fuego malvanés, también era más el humo que el peligro.
Aún así, las gentes del pueblo dedicaron la jornada entera a buscar el más mínimo rescoldo y enterrarlo. Todos ellos lamentaban lo ocurrido. Hubieran perdido a alguien o no, todos se conocían. Caía la tarde cuando encontraron los cuerpos de otros dos leñadores. Los hallaron atrapados entre las rocas de un vado arroyo abajo. Habían intentado huir del incendio, pero el fuego líquido los había alcanzado. Si alguien mantenía la esperanza de encontrar más supervivientes, la visión de los restos quemados y abotargados de aquellos desgraciados terminó con sus ilusiones.
El paisaje era desolador, lo que días antes era un frondoso vergel, ahora era un páramo de tierra quemada y tocones abrasados. Pese al poder regenerador del Hijo de Silvara, reparar el daño causado llevaría años. El oro verde, que bien administrado habría mantenido a los habitantes del lugar durante generaciones, había sido arrasado. Mientras los ayudaba, Tudorache no dejaba de repetirse las palabras de Dundenis: «campos de cultivo, campos de cultivo». Y lo maldecía para sus adentros.
En el improvisado campamento, los heridos recuperaban sus fuerzas a ojos vista. La reputación de Lorena había pasado de hábil sanadora a milagrera. Gran parte del mérito era del paladín. Pero para los lugareños, Tudorache era una figura distante, a temer y respetar. La idea de que hubiese intercedido ante su hosca divinidad para sanar a los heridos se les antojaba imposible.
Uno de los beneficiados por las plegarias del caballero negro había sido el soldado Joaquín. En un primer momento, tan pronto abrió los ojos, Quino acudió ante Don Celes con la intención de rendirle preso al igual que a su compañero de armas. Sin embargo, la enconada defensa que la «cuadrilla del oso» hizo del muchacho lo salvó de sufrir tal castigo. Por lo visto, el infante de marina se había criado en un pueblo de interior no muy distinto a Matapuercos, y al averiguar lo que se esperaba de él se negó a obedecer. Todavía débil, permanecía en la carreta tallando palos. O más bien, desbastando la madera. Aún no había recuperado suficiente fuerza en las manos para emplearse a fondo. En un principio había preguntado por sus camaradas. Pero luego no había mostrado ninguna intención de reunirse con el otro soldado superviviente. En cuanto al hermoso caballo y su letal carga. Se alegró de ver al animal sano y salvo, pero recomendó enterrar sus alforjas lo más hondo posible en algún lugar remoto. Hubo a quien le pareció buena idea, pero la mayoría opinó que eso era cosa del cabildo en pleno.
De todos modos, cansados y resignados, poco a poco se fueron haciendo a la idea de que todo lo que allí se podía hacer, ya estaba hecho. Así que aprovecharon las últimas horas de la tarde para levantar el campamento y regresar al pueblo.
El estado de ánimo de los lugareños variaba en función de la suerte que habían tenido. Aquellos que no habían perdido a ningún ser querido respiraban aliviados. Algunos incluso hacían planes de futuro: aquella res que siempre decían que iban a comprar, aquel campo que habían hablado de cultivar… Los menos afortunados, quienes habían perdido a uno o más de sus familiares cercanos: aquel padre y su hijo, o aquellos hermanos, que trabajaban juntos caminaban con desgana, en silencio con la mirada vacía los unos, descargando su rabia, jurando y blasfemando, los otros.
El camino de vuelta les llevó hasta entrada la noche. El ruido de bestias y carros anunció su llegada. Los que se habían quedado atrás corrieron al encuentro de sus deudos. Allí se abrazaban unos y otros. Risas y llantos se entremezclaban. El dolor a duras penas contenido de muchos rompía el dique de su voluntad al verse obligados a informar a unos padres, a una esposa, a unos hijos, que a quien despidieron como un día cualquiera no regresará.
En medio de todo ello, un amedrentado prisionero, con las manos atadas a la espalda, agacha la mirada y se pregunta qué será de él. Un sudor frío le recorre la espalda. Comienza a pensar que está viviendo tiempo prestado. El siniestro maderero de manos de estrangulador no ha vuelto a empuñar su cuchillo. Pero tampoco le ha quitado el ojo de encima. El estricto paladín en cambio, tras una breve entrevista con el alcalde, ha seguido su camino acompañado de la carreta del posadero, varios caballos y otro carro. El corazón le late desbocado. Parece mentira que, después de burlarse del esgembrés durante días, su ausencia le haga sentirse indefenso. Ahora, rodeado de los mismos pueblerinos a los que creyó tener comiendo de su mano, teme por su vida. En cada sombra ve una amenaza. En cada cuerpo que se le acerca siente la intención homicida. Así que se encoje, sin dejar de buscar una vía de escape. Mientras Quino lo observa y sonríe como el lobo que ha encontrado su próxima comida.
Tudorache tiró de las riendas y desmontó de Mordiscos. Sus heridas sanaban a buen ritmo, el descanso le había sentado bien, pero todavía cojeaba. Amelia acercó la carreta con los heridos a los establos. La mitad de ellos bajaron despacio y con cuidado ayudándose entre sí. Al resto los bajaron los sobrinos de Conrado. Buenos muchachos aquellos, fuertes y voluntariosos. Bajo la vacilante luz de las velas, Lorena no perdía de vista a sus pacientes. Más que las heridas en sí, la preocupaban las fiebres que las seguían. Acababan de acomodarse en el hospital improvisado, cuando Ramiro se presentó con una olla humeante de caldoso estofado de sobras en una mano y una hogaza de pan duro en la otra. Amelia lo acompañaba con las escudillas de madera y los cubiertos en una bandeja y una jarra de agua en la otra.
—No es gran cosa —se disculpó la mujer al repartir la cena—. Pero era lo más rápido.
—Al contrario, es justo lo que nos hace falta —le agradeció Lorena sus desvelos—. Así, con algo caliente en el estómago dormiremos todos mejor.
En esas estaban cuando llegaron los familiares de los heridos. Tal y como Tudorache había esperado insistieron en hacer noche en su compañía. Nadie presentó objeción alguna. Para sorpresa de todos, incluso Joaquín tuvo la visita de una joven del pueblo, aunque ella no se quedó. Fue cuando los vio juntos que el paladín reconoció al soldado que, esa noche de festejos ahora tan lejana, el cortesano y el alcalde enviaron a hablar con los rabelistas. Entonces Tudorache sonrió y se rascó el bigote descuidado. Lorena lo miró intrigada sin atreverse a preguntar qué era lo que le hacía tanta gracia. El cansancio pudo con la curiosidad. Se había hecho tarde y su merecido descanso los aguardaba. Dejaron una solitaria vela prendida en su fanal colgado de un gancho en medio de la cuadra, bien lejos de la paja, y durmieron todo lo que sus preocupaciones o dolores les consintieron.
El canto de los gallos los despertó sin esperar al pleno amanecer. Los heridos respondían a las curas administradas por la diligente Lorena. El paladín y los Bellotos cambiaron el agua de los barriles. Para la hora de comer el establo estaba medio vacío. Sólo aquellos que habían necesitado puntos permanecían bajo los cuidados de la sanadora. Éso le permitió ausentarse para ir a su casa a por más ungüentos y pócimas. Por allí rondaba de nuevo la enamorada de Joaquín. Ponía gran cuidado en ayudar a Lorena, quien parecía disfrutar enseñándole el modo correcto de limpiar y vendar heridas.
Los sobrinos de Conrado también se habían ido. Tenían sus propias obligaciones que atender. En cuanto a Pascual no le volvieron a ver hasta entrada la tarde. Se había hecho cargo de la onerosa tarea de ayudar a identificar a los difuntos y entregarlos a sus familiares. Tudorache no le envidiaba, había presenciado ese doloroso ritual en demasiadas ocasiones. El manco y Don Celes lo asistían en tan triste labor. Los cuerpos estaban en tan mal estado que eran sus pertenencias las que terminaban por desvelar su identidad: la alianza de casado; el colgante recuerdo del abuelo, el cuchillo del que tan orgulloso estaba en vida…
Con cada amigo y conocido del que se despedían, más viejos y derrotados se sentían. Era un pedazo de sus vidas el que enterraban con ellos. Casi respiraron de alivio cuando la llegada de nuevos visitantes les dio la excusa para salir de la casa de juntas. Afuera les aguardaba ni más ni menos que el Alguacil Real de Barzas de Yuso y su escolta.
—¡Menudo quilombo que tenéis aquí montado, Pascual! —protestó nada más verlos.
Era un hombre grueso de mediana edad. El pelo panizo y los ojos claros delataban la sangre pallanthia que corría por sus venas. Tanto él como sus hombres montaban sobre pequeños pero resistentes caballos montañeses. Sobre las cotas de malla vestían tabardos verdes y marrones. Su lealtad era para con el Rey del Llano. Se les veía bregados, duchos en correrías de frontera y molestos por estar allí.
—¡No es lo que pensáis, Don Ordoño!
—¿Y qué es lo que pienso? —preguntó con desdén.
—Conrado, trae las alforjas del demonio.
—¿Ahora es cosa de demonios? —lo zahirió para diversión de sus acompañantes.
Pascual guardó silencio. El Alguacil Real era un hombre poderoso. No sólo comandaba la tropa de frontera destacada en las Barzas, también recaudaba los impuestos y administraba justicia. A todos los efectos era el rey del lugar. Y puestos a tener uno, era mejor tenerlo contento. O si no era posible, distraído castigando a otros.
Al cabo de un momento, el sonido de unos cascos atrajo la atención de los allí presentes. Por propia iniciativa, Conrado había cargado de nuevo al esbelto alazán con las alforjas verdes y azules del Rey del Mar. El hecho de ir retorcidas y arrugadas no desmereció el efecto que el manco quería provocar. La rivalidad entre los banderizos se lo puso fácil. Apenas lo vieron llegar, las sonrisas de suficiencia dejaron paso a malas caras.
—¿Qué me traes ahí, Belloto? —agrio, parecía que acababa de morder un limón.
Ordoño podía no ser de trato fácil, pero sabía a quienes debía tener en cuenta en cada pueblo bajo su jurisdicción y alrededores. El aludido, guardándose muy mucho de mostrar el regocijo que sentía, metió la mano en la alforja y extrajo una granada.
—¡La puta su madre! —exclamó uno de los soldados.
—¡Silencio ahí detrás! —ladró su superior.
El escolta se enderezó sobre la silla y apretó los dientes. Habían bajado al pueblo convencidos de que los locales habían prendido fuego al bosque para ahuyentar a los animales salvajes y se les había ido de las manos. Contaban con encontrarlos amedrentados, romper un par de cabezas y regresar a celebrarlo. Y no lo que tenían delante.
El Alguacil Real espoleó a su montura y cogió con su mano, encallecida por el continuo uso de las armas, el artefacto incendiario. La agitó y tanteó su peso sin temor. Gruñó algo para sí y se la devolvió a Conrado.
—¿De dónde ha salido ésto? —preguntó al alcalde.
—De la capital. Junto a otros cuatro caballos y sus jinetes.
A sus espaldas se estaba congregando la gente del lugar. Las caras eran largas y las miradas estaban cargadas de reproche. Tenían ante ellos a la más alta autoridad de la región. La misma que había desoído sus peticiones de ayuda durante semanas.
—¿Y dónde están los demás?
—Allí —se volvió para señalar el bosque quemado—. Muertos, salvo…
—Salvo el dueño del caballo —se apresuró a decir Conrado—. Mal rayo le parta —añadió antes de escupir al suelo.
Había visto entre el gentío a la cuadrilla del oso. No estaban nada contentos y con su nueva popularidad eran más que capaces de empezar un tumulto. Además, la enamorada de Joaquín era prima de uno de sus sobrinos. Si podía dejar al muchacho fuera de aquello, mejor que mejor. Pascual miró de reojo al manco y luego a los corrillos que se estaban formando delante suyo.
—¿Y ese hombre, dónde está? —se impacientó Ordoño.
—Preso.
—¿Preso? ¿Y con qué autoridad lo habéis hecho preso?
Estaba indignado a la par que divertido. Qué aquellos destripaterrones se hubiesen atrevido a ponerle las manos encima a un soldado real era algo inusitado.
—¡Con la de los muertos! —gritó una mujer.
Pascual la reconoció. Unas horas antes había identificado a su marido y a su hijo mayor entre los cadáveres abrasados.
—¡Sí! —la corearon sus convecinos— ¡Con la autoridad de los muertos!
—¡Pascual controla a tu gente! —aquello ya no le hacía gracia.
Había visto un grupo de arqueros. Y entre la multitud destacaba un extraño. No tenía el porte de un campesino. Alto, moreno, fibroso y con los antebrazos surcados de cicatrices. Aquél sujeto del poblado bigote lo examinaba igual que un halcón a su presa. A su lado caminaba la curandera del pueblo. En un momento dado lo cogió del brazo para retenerlo.
«Al fin encontró esa yegua quien la monte.» Malpensó Ordoño con un punto de envidia.
Años atrás, de compararse con Tudorache, habría salido bien parado. Pero ahora ya no. Atado al despacho el último lustro, había descuidado su forma física. De media edad ambos, se veían reflejados el uno en el espejo del otro. Y a ninguno de los dos les gustaba dicha imagen.
—¡Calma! ¡Calma! —lo obedeció el alcalde— ¡Éste no es el momento! ¡Ni el lugar!
Pero era en vano. Las emociones reprimidas se desbordaban. Encontraban apoyo en el gentío y se reforzaban. Los gritos iban en aumento. Entonces llegó Quino y tomó al pie de la letra lo dicho por su primo el alcalde:
—¡Es cierto! ¡Éste no es el lugar! —bramó con todo su ronco vozarrón, silenciando a sus convecinos. Él era un Castaña de pura cepa. Con gran envergadura y mal carácter se había ganado el temor de muchos de ellos— ¡Vamos a la higuera!
—¡Sí, éso! —le secundaron los más exaltados— ¡A la higuera! ¡A la higuera!
Tudorache no sabía exactamente qué querían decir con eso. Pero se temía lo peor. La turba pedía sangre. El alcalde y el Alguacil Real conferenciaron entre ellos. Mal que bien, se les ofrecía una salida a todo ese embrollo.
—Está bien, Quino —dijo Pascual con fastidio—. Trae al prisionero. Vamos a la higuera.
Lo dijo sin levantar la voz. No sentía ningún placer con la perspectiva de lo que iba a ocurrir. Su primo en cambio sí. Un brillo salvaje iluminó sus ojos oscuros y una sonrisa lobuna asomó tras su barba descuidada. Entre tanto, el gentío coreaba:
—¡A la higuera! ¡Que baile! ¡A la higuera!
Tudorache torció el gesto. Ya no tenía dudas del destino que le esperaba al infante de marina. No sentía ninguna simpatía por él. Pero aquel espectáculo le repelía hasta lo más hondo. Allí no había ni reparación, ni justicia, sólo venganza ciega y estéril revanchismo.
Uno de esos resultados inesperados arrojados por las IAs. Que aquí me sirva para encarnar al caótico viento del delirio.
El Castaña volvió enseguida con el desafortunado. Otros dos leñadores lo escoltaban. El viento sur, cálido y molesto soplaba de nuevo. El infante de marina iba encorvado, como si quisiera hacerse pequeño. Cojeaba de un pie y tenía el rostro amoratado. Al ver a los jinetes trató de acercarse a ellos, pero sus captores se lo impidieron tirando de sus ataduras. Por un momento, el silencio se adueñó de la escena.
—Soldado, identifícate —con tono frío que no daba lugar a esperanzas vanas, ordenó el Alguacil Real.
—Índice de la mano Atilio. Tercer Brazo Explorador del Quinto Cuerpo Expedicionario del Rey del Mar —respondió el aludido mientras se enderezaba todo lo que sus ligaduras le permitían.
—Estás muy lejos del mar, Índice de la mano.
—Órdenes, son órdenes.
—¿Y el resto de tu mano?
El tal Atilio miró a un lado y a otro buscando a Joaquín. Al no encontrarlo, se encogió de hombros.
—Muertos —por un gesto postrero de lealtad, o por pensarlo de veras, contestó.
—Se os acusa de destrucción de la propiedad del Rey del Llano y homicidio de sus súbditos. ¿Algo que alegar?
—Órdenes, son órdenes —repitió con voz átona—. Soy un hombre del Rey del Mar —añadió con un poco más de energía—, merezco ser juzgado por mis superiores.
—Los hechos de los que se te acusa han ocurrido en mí jurisdicción —replicó Ordoño con desgana—. Desestimo la alegación.
El infante de marina bajó la cabeza. Bien sabía que sólo en nombre de la victoria se perdonaban los excesos cometidos. Y aquella operación distaba mucho de haber sido un éxito.
—Sois libres de colgarlo —sentenció con un escupitajo al suelo.
La multitud estalló en vítores de siniestro regocijo. Bajo la luz del atardecer parecían más bestias que hombres, una manada de lobos hambrientos aullando al son del viento del delirio. El bruto de Quino tiró del prisionero con evidente satisfacción y encabezó la marcha de camino a la funesta higuera.
El desdichado árbol se alzaba solitario sobre una loma. Un círculo irregular de losas hincadas adornaba su perímetro. Estaban cubiertas de musgo y medio tapadas por las zarzas. Tudorache las contempló intrigado. Los habitantes del pueblo inmersos en la celebración de su venganza no las prestaron mayor atención. Nudoso y retorcido, el árbol no daba fruto. Que hubiera sido designado como patíbulo del que colgar a ladrones y asesinos no dejaba de tener un cierto sentido.
El reo contempló su lugar de ejecución con los ojos desorbitados. Tal vez en sus viajes oyó alguna historia sobre lugares así. O puede que fuera un recuerdo atávico el que acudió a su mente. Pues aquel túmulo era un lugar de sacrificios anterior a la propia higuera. Un legado de los primeros hombres que ocuparon aquellas tierras. El infortunado se debatió sin esperanza. Sus captores se lo pasaron a empujones de uno a otro. El caballero negro apretó los puños y endureció la mirada. Ya iba a intervenir, pese a los ruegos de Lorena, cuando el Alguacil Real hizo valer su autoridad.
—¡Basta! —gritó. Una sola palabra suya fue suficiente.
Los lugareños se detuvieron. Ordoño hizo un gesto a su comitiva y todos les cedieron el paso dando muestras de respeto. Para desilusión de Quino, uno de sus hombres se hizo cargo del prisionero. Se había hecho la idea de ahorcar lentamente al condenado. Pero el Alguacil no lo iba a consentir. En vez de eso, el infante fue subido a un caballo y, una vez se le puso la soga al cuello, con un palmetazo en la grupa le hicieron salir al galope. El cuello del reo sonó igual que una rama seca al partirse y su cuerpo quedó colgado, balanceándose lacio e inerte.
«Al menos ha sido rápido.» Pensó el paladín.
Se sentía sucio por aquella otra muerte que no había podido evitar. Le mortificaba el imaginar al verdadero culpable sabiéndose impune y libre para seguir con sus turbios manejos. El populacho se felicitaba por el triste remedo de justicia impartida, cuando uno de los soldados fronterizos, quien volvía de buscar al caballo empleado en la ejecución, preguntó:
—¿Es normal que salga tanto humo del pueblo?"
Como podéis adivinar la siguiente entrada ya está encarrilada. Por ahora os dejo con los Blacksmore´s Night y su "Hanging Tree":
Nos leemos.
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