(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.10: Orujo con Miel.
Buenos días a todos
Aquí estamos una vez más con la siguiente entrega de "El Caballero Negro y El Corazón del Bosque". Las piezas empiezan a encajar por sí solas.
"Lorena se llevó los dedos a los labios y silbó repetidas veces. Pese a lo penetrante del sonido y a la magia inconsciente que imbuía en él, los animales no respondían a su llamada.
Tudorache elevó una silenciosa plegaria rogando que se le desvelase el poder detrás de su conducta. No le sorprendió confirmar que se trataba del corazón del bosque. Oleada tras oleada de energía sacudía a plantas y animales compartiendo con ellos el dolor que sentía a causa de las llamas. Ante sus ojos, un par de gallinas cayeron muertas sin que nadie las tocase. Pronto, un cerdo se desplomó entre espasmos con espuma en la boca antes de que el rigor mortis reclamase su cuerpo. Lorena se arrodilló a su lado. Lágrimas asomaron a los vivaces ojos castaños de la sanadora.
Mordiscos se debatía contra su jinete como nunca lo había hecho. De haber portado una armadura completa sin duda el paladín habría dado con sus huesos en el suelo. Por fortuna no era el caso y de repente, tal y como había empezado, el lamento del hijo de Silvara menguó hasta ser sólo un sollozo distante. Entonces los animales sí que se dejaron conducir de vuelta a la cuadra.
—Ésto es cosa mala, muy mala —fue lo único que se le ocurrió decir al paladín.
—Espera que coja mis cosas y llévame al pueblo —apretando la mandíbula con determinación le ordenó ella tras limpiarse los ojos llorosos con un pliegue del delantal.
Al cabo de un momento salió cargada con un par de abultados zurrones cruzados a derecha e izquierda. Había cambiado el delantal sucio por otro limpio y vestía unos pantalones a los que les sobraban varias tallas. Dejando el decoro a un lado montó a grupas abrazada a la cintura del caballero. Tudorache podía sentir su aliento en la nuca. El calor de su cuerpo contra el suyo lo reconfortaba.
Por el camino se cruzaron con labriegos azorados que acudían con sus carros y niños que corrían de casa en casa llevando la noticia.
—¡Fuego! ¡Fuego! Cabildo abierto! ¡Cabildo abierto! —gritaban, algunos sacudían cencerros para llamar la atención— ¡El alcalde Castaña convoca a cabildo abierto! ¡Fuego! ¡Fuego!
En la plaza del pueblo, donde días antes se festejaba a la luz de las hogueras, ahora se congregaban los vecinos asustados por llamas aún mayores. Incluso Ramiro y Amelia habían salido de su posada. En medio de todos ellos estaba Pascual, tratando de imponer un mínimo de orden. En su empeño colaboraba Conrado.
—¿Pero quién ha sido el loco que ha prendido el monte con esta surada?
Ésa era la pregunta que todos, hombres y mujeres por igual no dejaban de repetir. Las rozas no eran prácticas desconocidas en la región, ni mucho menos. Pero todos tenían algún familiar ahí fuera trabajando en la madera. Labriegos, pastores o leñadores, ante tamaña emergencia lo mismo daba.
—¡Tranquilizaos! —gritaba Pascual— ¡Los arroyos harán de cortafuegos!
—¡Pero las cuadrillas están al otro lado! —protestó una mujer con lágrimas en los ojos— ¡Mis hijos…
—¡Éso no lo sabemos! ¡Centrémonos! —la calló Conrado.
—¡Así es! ¡Aquí no arreglamos nada! —se impuso el alcalde— ¡Carros! ¡Necesitamos carros!
—¡Y calderos!
—¡Y mantas!
Varias voces se sumaron al esfuerzo común. Pese a la confusión, la muchedumbre comenzaba a moverse en la dirección correcta.
—Algunos podemos ir por delante —sugirió Ramiro señalando a los recién llegados Lorena y Tudorache—. Ayudad a mi mujer a cargar nuestra carreta con lo que haga falta, pero dejadme un caballo.
El alcalde asintió vigorosamente. Conrado no tanto. En cambio abrió y cerró el puño convulsivamente mientras llenaba los pulmones como si se fuese a ahogar. El paladín sintió compasión por él. Sabía bien lo que tenía ante sí: Un hombre de acción que, tras toda una vida de resolver sus problemas a base de esfuerzo y trabajo, se encontraba con las fuerzas mermadas, lisiado, justo cuando más necesitaba de ellas.
Sin demorarse un minuto más, ayudaron a la pareja de posaderos a abrirse paso. Conrado y un par de pequeños sobrinos suyos los siguieron. Sus caballos pastaban en un cercado colindante a la sombra de los manzanos. Pegada al edificio estaba aparcada la carreta de Amelia. El armazón semicircular del que amarraban el toldo aparecía desnudo. Mientras los Bellotos empujaban la carreta, Ramiro ensilló con manos expertas un manso percherón de color oscuro y se aprestó a cabalgar junto al paladín y la sanadora. Los demás ya los seguirían.
Estaban saliendo al trote del pueblo, cuando un grupo de pastores asustados les bloquearon el camino con sus rebaños. Corrían tras sus cabras y ovejas que balaban despavoridas. Los perros que les acompañaban poco podían hacer para mantenerlas juntas. Sus ladridos contribuían a reforzar la cacofonía imperante más que otra cosa. Los jinetes se vieron obligados a refrenar sus monturas.
—¡Hay fuego! ¡Fuego! —vociferaban agitando sus varas de avellano. Querían disuadirlos de continuar adelante.
Tras unos momentos de desconcierto llegaron a su altura. Las llamas habían cruzado el Turbulento. No sabían cómo era eso posible con el viento soplando en sentido contrario. Éso les contaron antes de conducir sus rebaños de vuelta a los corrales.
Semejante noticia no hizo sino que espoleasen con mayor urgencia a sus monturas. Tenían a su favor que el sendero había sido desbrozado a conciencia los días previos por los leñadores. A ese lado del arroyo su trabajo no había sido en vano.
Llegados a una bifurcación Ramiro les hizo señas para que lo siguieran y tomó un desvío inesperado.
—¡Será sólo un momento! —les prometió— ¡Sólo un momento!
En efecto, enseguida abandonó el descuidado ramal por el que los condujo. El bosque bajo y sus matorrales medraban allí donde árboles mayores habían sido reducidos a tocones. Unos pocos retoños dispersos destacaban aquí y allá. Entre ellos, cubierta por abundante hiedra se veía una rústica cabaña. Para llegar hasta ella tuvieron que vadear una laguna de espinosas zarzamoras. Gruesos tablones bloqueaban puertas y ventanas. Un par de panales de abejas rebosaban de miel. Los zumbidos de sus moradoras eran la única señal de vida. Parecía un lugar en total abandono.
El posadero desmontó. Con manos firmes arrancó los tablones que obstruían la entrada. De la escasa resistencia que ofrecieron, Tudorache dedujo que aquello era intencionado.
Curiosa como una gata, Lorena hizo pie con cuidado entre las zarzas. Calzaba las mismas botas gastadas de la vez anterior. Y lo siguió adentro. Un ruido metálico, seguido de voces no tardó en oírse.
—Así que es aquí donde escondes tu destilería a los alguaciles —se reía Lorena.
—¡Calla y ayúdame a bajar el alambique! —protestó Ramiro— ¡Venga, rápido mujer!
—Ya voy, ya voy. Pero quiero algo a cambio.
—Ya estamos. Tú nunca haces nada gratis.
—En éso te equivocas. Sí que lo hago. A quien de veras lo necesita y lo agradece.
—¿Y qué quieres?
—Pues algo de lo que veo que andas sobrado: alcohol.
—¿Y tú desde cuándo bebes?
—No me seas zoquete, Ramiro, que tú sabes perfectamente para qué lo quiero.
—Está bien, está bien —claudicó—. Coge lo que puedas llevar y sal de la bodega.
—Ya está. Cierra la trampilla.
—Ayúdame a volcar la mesa encima.
Se escuchó un golpe sordo y ambos salieron de la destilería ilegal. De uno de los zurrones de la sanadora asomaban tres botellas de potente licor.
—Nada mejor para desinfectar heridas —explicó al paladín agarrando el cuello de una.
—Un desperdicio, éso es lo que es —se lamentó Ramiro del triste uso que las esperaba.
El caballero sonrió a Lorena y le dedicó un gesto de aprecio al posadero. Ahora comprendía sus frecuentes ausencias del negocio. No era hombre ocioso el enjuto Ramiro. En aquel rincón tenía cuanto necesitaba para surtir de bebida a sus paisanos por un precio más que razonable. Agua cristalina, miel, moras, abundante combustible y seguro que el resto de ingredientes estaban a su alcance. No en vano le había dicho que en el pasado aquella fue tierra de viñedos.
Una vez que colocó los tablones de la puerta en su sitio, el posadero montó de nuevo. Él tampoco se iba de vacío. Las botellas tintineaban con el trote de su percherón. En vez de desandar el camino, Ramiro los guió por entre los retoños de replantación. El olor del humo les llegaba con mayor intensidad conforme cabalgaban. Era cierto que el fuego había cruzado el arroyo. Llegados a un punto, cercos de llamas los obligaron a variar de rumbo. Parecía que no les iba a ser posible alcanzar su destino, cuando desde más allá de la humareda les llegó un coro de voces pidiendo auxilio.
Sin pararse a pensar, el paladín espoleó a Mordiscos. Lorena se abrazó a él con fuerza para no caerse. El percherón de Ramiro apresuró el trote sin conseguir alcanzarlos. El humo dio paso al fuego. Secciones de matorral y árboles jóvenes ardían a un lado y a otro. Media docena de hombres gritaban. Dos de ellos retrocedían heridos. Otros cuatro enarbolaban sus hachas de leñador. Frente a ellos se erguía herido y amenazador un gran oso pardo. El animal, confuso y desorientado, tenía varias flechas clavadas. Rugía y lanzaba zarpazos a los leñadores. Mezclado con el olor a humo se percibía el del pelaje quemado del depredador. Mordiscos relinchó y se encabritó. Sus cascos surcaban el aire en pos de la bestia.
—¡Bájate! —ordenó a Lorena.
La mujer desmontó y corrió hacia los heridos. El que presentaba peor aspecto trataba de contener la pérdida de sangre abrazándose la barriga. Era uno de los infantes de marina. Había perdido el vistoso turbante, pero conservaba arco y carcaj. Hasta la última flecha había disparado antes de que el oso lo hiriera de gravedad. Lo acompañaba un leñador que arrastraba la pierna derecha. En su caso eran heridas defensivas de diversa consideración.
—¡Sostenlo mientras atiendo esa herida! —le urgió la sanadora mientras abría una botella de licor y empapaba un paño limpio— ¡Y tú! —le tendió la botella al soldado— ¡Echa un trago!
A sus espaldas escucharon un trueno metálico. Al volverse vieron que Tudorache blandía un martillo de luz sólida. Su montura sangraba por el costado. Mordiscos relinchaba y pateaba al tiempo que su jinete golpeaba al oso con denuedo. Era su intención espantarlo. Se creía capaz de derrotarlo. Pero no sin que antes causará más daño a quienes lo rodeaban.
—¡Vamos! ¡Echémosle de aquí! —los arengaba.
En esas estaban cuando los alcanzó el posadero. Su voluminoso caballo sumó sus relinchos a la confusión reinante. Entre el ruido y el humo, incapaz de detenerse a tiempo, chocó contra el oso y lo pateó en los riñones. El animal, acosado y aturdido, cedió a su instinto de supervivencia y abandonó la lucha corriendo a cuatro patas.
Los hombres estallaron en gritos de júbilo. Habían visto a la muerte reflejarse en los colmillos de la bestia asustada y ahora estaban eufóricos.
—¡Ese Ramiro!
—¿Qué Ramiro?
—¿El posadero?
—¡El posadero no! ¡El Mataosos!
—¡Ramiro! ¡Ramiro!
Tiznados, ensangrentados y agotados como estaban, era la pura adrenalina lo que los mantenía en pie. De no haber estado el posadero montado a caballo, seguro que lo habrían levantado en volandas. Todos lo aclamaban y lo buscaban para darle la mano. Había nacido un nuevo héroe en el pueblo.
Tudorache se mantuvo al margen de tanta algarabía. Desmontó para comprobar la gravedad del zarpazo que había recibido su caballo. La herida en la pata no era profunda. Pero Mordiscos cojearía una temporada.
Abrumado por el agradecimiento de sus convecinos, Ramiro no sabía qué decir. Tampoco creía que se lo mereciera. A fin de cuentas, había sido pura casualidad. Él cabalgaba con los ojos cerrados y los puños apretados para no soltar las riendas sin saber lo que tenía por delante. Respiró con alivio cuando la sanadora reclamó la atención de todos ellos.
—¡Bajaros de los caballos! —les ordenó sin consentir que la replicasen— ¡Estos hombres no pueden caminar!
Su antes impoluto delantal estaba manchado de sangre. Lo mismo que el paño con que se limpiaba las manos. Había cosido y vendado a los heridos. Pero cualquier esfuerzo podía hacer que los puntos se abrieran de nuevo. El soldado era el que más sangre había perdido. Se quejaba del frío que hacía cuando todos sudaban copiosamente.
Los hombres obedecieron sin rechistar. Tudorache se pasó el brazo del soldado por encima de los hombros para acercarlo a su caballo. Al reconocerlo, el muchacho lo agarró por el pecho y con voz entrecortada dijo:
—¡Tierra! ¡Para apagar el fuego necesitaréis tierra! ¡Agua no! ¡Tierra!
El paladín asintió por complacerlo. No entendía qué pretendía decirle.
—Tierra, de acuerdo —lo tranquilizó—. Usaremos tierra.
Tras lo cual el joven lo soltó y permitió que lo subieran a la montura. Las llamas estaban cada vez más cerca. Era imperativo salir de allí. Los leñadores les disuadieron de continuar por donde querían ir. De manera que tuvieron que desandar lo andado para regresar al sendero principal. Por el camino les confirmaron que el fuego había cruzado el Turbulento. No sabían dónde o cómo se había originado. Ellos habían escapado del incendio subiendo arroyo arriba. Yendo contracorriente. Había sido idea de Joaquín, el infante de marina. Él los había salvado, primero del fuego y luego del oso. La víspera les demostró que sabía lo que se hacía con los extraños ciervos que llevaban meses atacando a los leñadores.
—Y ahora es nuestro turno de devolverle el favor.
Así decía la cuadrilla a la que habían rescatado, cuando uno de ellos se llevó la mano a la cara sorprendido.
—Caen gotas…
—Llueve —dijo otro levantando la cabeza.
—¡Gracias al cielo! —añadió otro abriendo los brazos en cruz.
En efecto, el viento sur había pasado y un fuerte aguacero lo reemplazó. Esperanzados y empapados prosiguieron la marcha hasta reunirse con la columna de socorro encabezada por la carreta de Amelia y los Bellotos. Lo primero que hicieron fue acostar a los heridos. El soldado, febril, deliraba.
—¡Agua no! ¡Agua no! —insistía con un hilo de voz."
Y hasta aquí llega la entrada de hoy. Os dejo con los fineses de Korpiklaani y su "A Man With a Plan":
Bebed con moderación.
Nos leemos.
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