(Superhéroes) Tormenta Ancestral: Episodio Piloto.
Tiene los ojos cerrados. Pero aún así percibe la cálida luz que lo rodea. Una agradable laxitud inunda sus sentidos. Siente que forma parte de un todo armonioso, cuando una voz imperiosa y femenina perturba su descanso.
—¡Alfonso!
La beatífica luminosidad mengua. No quiere abrir los ojos. Empieza a ser consciente de su individualidad. Le asaltan recuerdos de las ocasiones en que rechazó la mano tendida, de las veces en que negó su abrazo, de cuando no dijo: «Te quiero.»
—¡Levanta! —ordena la mujer. Y por un momento cree reconocer su voz.
Ahora que lo ahoga el arrepentimiento, son las sensaciones corporales las que reclaman su atención. Tiene las manos frías y empapadas de una substancia pegajosa y de olor metálico. Piensa que es sangre, cuando un dolor punzante le atraviesa el vientre.
—¡Sé mi lázaro! —demanda ella. Y un rostro ovalado enmarcado por una melena ondulada del color del oro viejo se abre paso por su memoria.
Cuerpo y espíritu convulsionan. Dos fuerzas opuestas tiran de ambos. Cintas carmesíes lo envuelven y lo arrastran de regreso.
—¡Obedece!
Alfonso abre los ojos. Lo primero que ve es una noche sin estrellas ni luna. Nubes de tormenta cubren el cielo. Un viento frío las mueve. Pero él no lo siente. Tantea con torpeza a su alrededor. Está metido en una caja de madera. Se incorpora con rigidez. Ante él está la mujer de sus recuerdos. Viste un conjunto de chaqueta y pantalón blancos con una larga gabardina a juego. Sonríe triunfal. El pecho le sube y baja agitado. Tiene un pañuelo con estampados rojos al cuello que revolotea con el viento. En la mano derecha sostiene un arcaico puñal. Su visión desencadena nuevos recuerdos en Alfonso: el túmulo, la excavación de urgencia, su despacho de la universidad, los intrusos, la pelea… Con ojos de espanto mira a derecha e izquierda. Los rodean montículos de tierra removida, marcas de rodadas y orugas atravesando el monte y su vegetación. Un todoterreno con el motor en marcha y los faros encendidos alumbra el que fuese su lugar de trabajo hasta hace bien poco.
—Sara ¿Qué está pasando?
—Que dejaste el mundo de los vivos con muchos asuntos pendientes, Alfonso —lo mira con codicia—. Y yo te he traído de vuelta como mi lázaro.
—¿Qué estupideces estás diciendo? —protesta él en lo que sale del ataúd de pino barato en que lo habían enterrado.
Se sacude el polvo. Viste la gabardina de cuero que compró por su cumpleaños, y tan poco lució, y un traje negro que le está grande y no le suena de nada. Ella le tiende un periódico local con fecha del dos de noviembre. Lo coge con reluctancia. No necesita llegar a las necrológicas. Allí está una foto de archivo suya impartiendo un curso de verano bajo sensacionalistas titulares: «Apagón y Asesinato en Laredo.»
—Ahí lo tienes —alza la barbilla—. Ahora sube al coche —al ver que no se mueve, agrega—. Obedece lázaro.
Alfonso opone resistencia. Deja caer el periódico. Cierra los puños. Aprieta los dientes. Detesta que lo manejen como a un títere. Pero el hechizo se impone y Sara sonríe tan seductora como siempre.
—Esto será mucho más fácil para ti si te dejas llevar —le dice una vez al volante.
Él guarda silencio. Intenta poner orden en su cabeza. Las últimas semanas son un torbellino confuso. El resto de sus recuerdos parecen intactos. Enseguida salen a la autovía. Sin tráfico, el todoterreno devora kilómetros y combustible por igual. Hacía años que había perdido la pista de su compañera de secundaria. Sabía que estudió empresas, que viajó a Italia con una beca y que se quedó allí. Un cártel les indica la entrada sur a Villagarcilaso. Sara la descarta. Alfonso baja la visera parasol y se mira sorprendido en el pequeño espejo de su parte posterior. Un desconocido de cabello cano, tez pálida y profundas ojeras en sus ojos azules le devuelve la mirada. Dubitativo se lleva la mano a la cara.
—Sin gafas —murmura—. Veo bien sin gafas.
—Por fin te das cuenta —se burla Sara—. Y eso no es nada. Ahora que eres mi lázaro posees capacidades que me serán muy útiles.
—¿Y no te preocupa que las use contra ti?
—Nunca un lázaro se ha rebelado contra su amo. Y los dos sabemos que tú jamás me harías daño.
Alfonso devuelve el parasol a su posición y baja la cabeza. Por un momento le pareció que ella había suavizado el tono. Viejos sentimientos de un amor juvenil parecen removerse dentro de él.
—De manera que el empollón y la reina del baile van a salir juntos —sin pretenderlo, pesar y rencor se entremezclan en su voz.
—Ten cuidado con tus emociones —le advirtió, circulaban ya por las calles de la ciudad—. Tu cuerpo no padecerá más hambre, dolor, fatiga, deseo… tu alma en cambio arde ahora con una intensidad mucho mayor.
—¿Qué era lo que tiraba de mí?
—Mi magia, por supuesto.
—No. Tú tirabas hacia arriba de mi cuerpo —menea la cabeza—. Y otra cosa tiraba hacia abajo de mi alma.
—Tonterías —desecha ella tamaña ocurrencia—. Eres mi lázaro. Obedece y calla.
Las preguntas se agolpan en la mente de Alfonso pero la constricción le obliga a guardar silencio. El todoterreno entra en un aparcamiento subterráneo. No lo reconoce. Está medio vacío. Los coches son de alta gama.
—Estamos en el Hotel Real —sígueme lázaro.
Alfonso la acompaña hasta un ascensor. Ella extrae una tarjeta magnética de su gabardina. Suben sin pasar por recepción. La intimidad de los clientes va incluida en el precio. Una habitación doble con vistas a la Iglesia de la Asunción los espera. Desde la lujosa terraza, la noche y las luces de la ciudad enmascaran la suciedad y abandono del casco viejo, torre de los de la Vega incluida.
—Apestas a muerto y tierra húmeda, Alf —vuelve a dulcificar el tono de voz—. Ahí tienes ropa limpia —señala a un sofá—. Pero primero dúchate.
Alfonso no obedece de inmediato. Sobre una mesa algo le ha llamado la atención. Entre una pila de libros hay uno abierto. Es el catálogo del Museo de Prehistoria de Cantabria. Justo en esa página se ve un gran caldero metálico con una hilera de guerreros armados danzando repujados por toda su circunferencia.
Vale, he adornado un poco la realidad. |
—Haz lo que te digo —insiste Sara posando el puñal de antenas sobre el libro—. Cuando te lo cuente todo me ayudarás por tu propia voluntad.
No utiliza la fórmula coercitiva y él experimenta una oleada de cálida gratitud. Hace lo que le pide, se quita la gabardina de cuero negra y la coloca sobre una silla.
—De acuerdo —acepta sus palabras—. Pero ésta la conservo. El resto de la ropa como si la quemas.
—No es mala idea, Alf —asiente con la cabeza riéndose.
Al cabo de un buen rato, Alfonso sale de la ducha en pijama. Está completamente despejado. Es cierto que ahora está fuera del alcance del sueño y el cansancio. Sara lo espera en el sofá, envuelta en una bata y con una taza de café negro en la mano.
—Te has tomado tu tiempo.
—Me ha hecho falta.
—Siéntate, hay cosas que debes saber y, al contrario que tú, yo necesito descansar.
Él obedece. Su curiosidad innata lo devora por dentro. En el baño quiso provocarse una herida. Comprobar si la sangre aún fluía por sus venas. Pero una fuerza invisible lo paralizó. Durante unos momentos de puro pánico estuvo indefenso. Supuso que la constricción que protegía a los amos de sus lázaros funcionaba igual.
—... sabes que estamos en la era de acuario —oye decir a Sara y la mira incrédulo de arriba abajo—. Tenía que ser una era de paz, espiritualidad y progreso. Y en vez de ello, el poder político, el económico y el tecnológico han caído en manos de dirigentes codiciosos que los usan para dominar y embrutecer a sus congéneres.
—¿De veras te crees esa basura new age? —escéptico sonríe él— Me sorprendes, Sara. Siempre te consideré una persona pragmática. Materialista, incluso.
—Si hubieses vivido lo que yo no te burlarías así de mí, Alf —contesta abrazándose a sí misma y desviando la mirada.
Al ver su reacción, una punzada de arrepentimiento sobresalta a Alfonso. El deseo de confortarla, de protegerla, lo reemplaza casi de inmediato. Como cuando estudiaban juntos y cada vez que sufría un desengaño lo buscaba para llorar sobre su hombro.
—Una gran oscuridad se cierne sobre el mundo —continúa—. Pero aún estamos a tiempo de detenerla. Ahí afuera nos esperan las reliquias que nos ayudarán a devolver la historia a su curso. Algunas son de sobra conocidas, como el caldero de Cabárceno. Mientras que otras, como este puñal por el que te asesinaron, sólo unos pocos están al tanto de su existencia.
—¿Y qué más? —bromea intentando desdramatizar la situación como hacía años atrás— ¿Acaso hay un hechicero de antes del hundimiento de la Atlántida detrás de todo esto?
—No, eso no—niega ella apurando la taza de café—. Pero hay muchos estudiosos de lo oculto. Cada uno con sus propios objetivos. Aquí mismo, en Cantabria vive uno que me es hostil.
Alfonso entrecierra los ojos. Reconoce la emoción que lo carcome. Son celos.
—¿Algún exnovio, quizás?
—No te hagas ideas extrañas. Un exsocio. Un traidor que me dejó tirada. De no haber sido mi maestro una persona generosa no estaríamos hablando aquí y ahora.
—¿Entonces, para qué me necesitas?
—¿Qué sabes de esto? —pregunta señalando con su exquisita manicura el catálogo del MUPAC.
—Es un caldero del albor de la edad del bronce. En los años sesenta del pasado siglo, durante unos sondeos en la localidad a la que debe su nombre, unos obreros se toparon con las lajas grabadas de un túmulo. El lugar había sido saqueado, o reutilizado, o ambas cosas, en épocas pasadas. La delegación de gobierno de la comunidad autónoma de Toro tuvo a bien preservarlo y levantar a su alrededor la sede del actual museo de prehistoria. Más tarde completaron la obra original: el parque zoológico.
—Y tú me vas a ayudar a robarlo —lo sonríe satisfecha dejando la taza de porcelana sobre su plato a juego.
—No sé si me gusta la idea —en realidad, su primera reacción era de repulsa—. Además, hasta donde yo sé, profanar mi tumba, robar mi ataúd y llevarlo al monte Gedo no te ha supuesto dificultad alguna.
—Eres un lázaro…
—Y haré lo que me ordenes quiera o no —la interrumpe molesto—. Eso ya me lo has dejado claro. Pero sigo sin saber…
—Cállate, Alf. Eres un lázaro —repite mirándolo a los ojos enrojecidos—. Has atravesado el umbral que separa las tierras de los vivos de las de los muertos y has regresado. Ahora puedes caminar entre ellas y llevar a otros contigo. Además, si tu forma corpórea está dañada, podrás restaurarla a costa de las energías vitales de quienes te rodean.
—Yo no quiero hacer tal cosa —se horroriza ante la idea de alimentarse de vidas ajenas—. Yo no soy un asesino.
Sara se levanta y camina hacia él. Toma asiento a su lado. Lo coge del brazo y apoya la cabeza contra su hombro. Las emociones bullen bajo la piel de Alfonso, pero las sensaciones que le transmite su cuerpo están amortiguadas. Son más un eco, un recuerdo, que la sensación en sí. Ansía sentir su roce, el calor de su cuerpo, el jazmín de su perfume. Pero su fría carne reanimada ya no comprende ese lenguaje de caricias y olores.
—En eso te equivocas —melosa le acaricia a la altura de su inmóvil corazón—. Sí que lo eres.
—¡No! —la aparta con brusquedad y se levanta.
—Sí, Alf —lo obliga a sentarse otra vez—. Por eso mismo me ha resultado tan sencillo vincularte —con la mano izquierda recoge el puñal de antenas—. Haz memoria. Te atacaron y tú te defendiste con el único arma que tenías disponible —mueve la hoja delante de sus ojos—. No hay ancla más firme para un lázaro que aquello que le causó la muerte. Salvo si a su vez es un asesino. Y tú atravesaste las tripas de uno de los asaltantes antes de recibir dos disparos en el pecho.
—El candidato perfecto, pues —el rencor asoma en la voz.
—Exacto —dice ella, besándole en la frente—. Juntos lograremos grandes cosas. Piensa en ello esta noche. Yo voy a dormir.
Lo deja tras de sí, sentado a oscuras, ella se acuesta. Lo ha disimulado cuanto ha podido, pero está rendida. Se duerme satisfecha. Sabe lo que Alfonso siente por ella. Piensa que ha elegido al lázaro ideal.
Puñal de antenas de Peñacaros, en Boal. |
***
Es casi mediodía cuando el sol encuentra al arqueólogo asomado al balcón. Grandes pájaros sobrevuelan en círculos el casco viejo de la ciudad. Años atrás el graznido de las gaviotas, atraídas por la basura del vertedero, rasgaba el aire. Antes no le habría alcanzado la vista, ahora sí los distingue: son buitres.
—Buenos días, Alf —lo saluda la nigromante. Se acaba de duchar. Está en bata. Aún tiene el pelo mojado—. Me alegra ver que no has intentado escapar.
Él guarda silencio. Lo cierto es que lo ha hecho. Ha puesto a prueba su capacidad para teletransportarse. Pero por algún motivo no ha conseguido salir de los límites de la provincia. Sospecha que es otra constricción: no alejarse de su amo.
—Todavía no entiendo para qué me necesitas —insiste otra vez.
—Ya te lo he dicho: vamos a cambiar la historia. Y para lograrlo necesitamos el caldero.
—¿Y qué pinto yo en todo eso?
—Conoces bien el museo. Me vas a llevar allí. Vas a entrar y me vas a traer lo que quiero. Sencillo —replica apartándose un mechón de los ojos marrones.
—¿Y tú, no vas a entrar conmigo? —se sorprende.
—No puedo —admite con desgana.
—¿Qué has dicho?
—Que no puedo —repite mientras se sirve otro café negro de la cafetera.
—¿Y eso?
—Es tierra sagrada
—No me digas, MacLeod.
—Muy gracioso —replica con una mueca de disgusto— ¿Has visto todas esas estelas gigantes de piedra que han reunido allí?
—Sí. Muchos pueblos han protestado. No quieren las réplicas que les han entregado a cambio. Exigen las originales.
—Pues la suma de todas ellas interfiere con mi magia. Por eso vas a entrar tú.
—¿Y a mí no me afectará?
—Ese es un riesgo que estoy dispuesta a correr ¿O acaso quieres vivir para siempre? —le devuelve la pulla.
***
Mario tiene un mal día. Pasa las hojas de los informes en su despacho de abogados en Sanemeterio sin leer una palabra. Puede que la vieja sede episcopal perdiese el pulso por la capitalidad de la provincia con Laredo, pero conserva el encanto decimonónico que llevó a la alta sociedad a escogerla como segunda residencia y lugar de veraneo. Aunque poco de eso importa al moreno y atildado especialista en divorcios. Lleva una semana de perros. La cantinela en su cabeza no cesa un momento:
«Me aburro. Me abuurro. Me abuurroo.»
No creía que la muerte de Alfonso, o volver a visitar su pueblo después de tanto tiempo por su funeral, lo pudiesen afectar tanto. Encima ha pasado la noche en vela. Las malas sensaciones que lo venían persiguiendo se habían confirmado. Había más practicantes de las artes mágicas en la región. Eso no le gustaba. Estaba muy bien él solo. Un pez grande en una charca pequeña, tal vez. Pero era su charca y no había recorrido una senda tan tortuosa desde que se inició en Rávena para compartirla con nadie.
De simbionte a demonio. No es lo óptimo, pero... |
«Déjame salir. Ya me encargo yo.» Se ofrece una voz infantil aunque no exenta de malicia.
«Ahora no Mole. A la noche, en cuanto abran uno de esos molestos portales que no nos dejan descansar.»
«Pero yo me aburro ahora.» Insiste haciendo pucheros la masa de energía oscura con la que comparte cuerpo.
A falta de un nombre mejor, pues debe su comunión a la página incompleta que arrancó de un grimorio, ha dado en llamar Mole a la entidad glotona y perezosa que le confiere gran parte de su poder.
«Pues pide otra pizza. Tengo hambre.»
«Venga, vale, eso sí. Pero carbonara con cebolla.»
«Noo, con cebolla no.»
***
Ha sido un día frío. A media tarde nubes de lluvia ocultaron el sol. A las seis de la tarde parecía de noche. Una pareja de buitres eligió los aleros del edificio de enfrente para refugiarse. Son casi las diez y la Dama Pálida y su lázaro están listos para dar el golpe. Él luce unas nuevas gafas de sol y su gabardina de cuero negro. Asegura que el brillo de tantas luces led lo deslumbra. Ella viste un abrigo blanco forrado con pieles de armiño y capucha. Ha sido él quien ha rebautizado a Sara. Piensa que está en su derecho a hacerlo. Le parece justo. Si a ella no le gusta el nombre que ha elegido, tampoco se ha quejado. Le ha concedido ese capricho.
—Muy bien, Alf. Otra vez. Visualiza la entrada del complejo —lo toma del brazo—. No adoptes la forma espectral todavía —lo regaña al desmaterializarse y hacerla perder su asidero—. Eso es. Rasga el velo. Abre la senda…
Ante ellos, en medio de la suite, se forma una aurora boreal en miniatura. Alfonso alza el brazo libre y lo introduce en la masa luminosa. Hay un destello. Los buitres de enfrente levantan el vuelo. Para cuando regresan a su refugio, el lázaro y su ama desaparecen de la habitación.
Frente a la escalera del MUPAC se forma un remolino de viento que arrastra tierra, hierba y grija. Los animales del arqueoparque se remueven inquietos. Una cacofonía de graznidos, mugidos, aullidos y rugidos rompe la quietud de la noche naciente. Cuando la nube de polvo se asienta, las cámaras de seguridad graban la presencia de dos personas de pie a las puertas del complejo.
—¿Lo sientes? Ahí dentro no puedo usar mi magia.
—No. Para nada.
—Tal vez sea mejor así. Espera un momento.
Con sumo cuidado, la Dama Pálida se hace un corte en la yema del dedo índice. Para eso utiliza el arcaico puñal. Luego dibuja un signo lleno de ángulos en su frente.
—Agacha la cabeza, Alf.
Lázaro obedece. Más que nada por curiosidad. Quiere ver más de cerca el símbolo mágico. Sonríe burlón mientras ella replica la runa en su frente.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—¿Bluetooth, en serio?
—Un signo arcano merecedor de nuestro respeto, que ha sido usurpado por la burda tecnología del presente.
Por un momento la vista se le desdobla. La ve a ella y se ve a sí mismo. Ve lo que hay detrás de ella y lo que hay detrás de él. Un tenue cosquilleo en el lóbulo frontal, amortiguado como todas las sensaciones que le transmite su cuerpo, le avisa de que hay más.
«Ahora estamos conectados, Alf. Si algo nos pasa a cualquiera de los dos mientras estás ahí dentro, el otro lo sabrá.»
«¿Cuánto durará?»
«No mucho, tranquilo. Percibo que no te gusta.» Ahonda más profundamente. «¡Vaya tumulto de emociones que tienes aquí dentro! Esa bola de rabia es casi incandescente…
«No hurgues ahí abajo, Sara. No te conviene.»
La frialdad del pensamiento compartido por Alfonso la paraliza durante un instante. Lo había juzgado mal. Sólo conocía su lado amable, educado, correcto, hasta servicial. No podía ni imaginar la rabia y el ansia de violencia que mantenía a raya en lo más hondo de su alma.
«¿Qué te hemos hecho?»
«Nada. Voy a por tu reliquia. Luego hablamos.»
Dicho eso le da la espalda. Su forma corpórea parece decolorarse y rielar. Se torna un espejismo de gamas grises. Avanza con ambas manos delante suyo. Es como si el aire opusiera resistencia.
«Tenías razón. Me rechaza. Es igual que caminar bajo el agua.»
«¡Empuja! No eres ningún blando.»
Estelas en el MUPAC |
Ya está dentro del edificio. Ambos pueden ver la sala de acceso iluminada por las luces de emergencia. Una vez dentro le es más fácil avanzar. Ahora las corrientes de energía le llevan en volandas hasta su destino. Las estelas discoideas gigantes vibran en armonía. Los motivos solares y lunares grabados en ellas reaccionan a su presencia. Le dan la bienvenida. Rodean en espiral al túmulo que dio origen al museo. Su distribución responde a la fórmula de Fibonacci. Es imposible que las hayan colocado al azar. En el centro de su sinfonía pitagórica resuena un instrumento de metal. Palpita como un corazón. Un pasillo formado por lajas de piedra conduce hasta la vitrina donde se expone el caldero. Alfonso siente cómo la codicia embriaga a Sara y su pulso se acelera. Da un paso al frente. Su forma espectral atraviesa el cristal que los separa. Sus dedos rozan la pulida superficie de la reliquia.
***
Amanece de improviso. Todo el complejo moderno desaparece. El túmulo permanece. Pero su cubierta superior ha sido abierta. Y no está solo. Una joven pareja se defiende en un extremo. Ella es una belleza etérea de larga melena negra, rasgos afilados y ojos almendrados. Traza a sus pies un pentagrama protector. Él es un guerrero embutido en cuero y cota de malla. La cruz cristiana de su tabardo desentona con el brazo plateado que empuña una lanza hecha de luz y relámpagos. Interpone su cuerpo entre la dama élfica y un agresivo coloso de piel de bronce. Su envergadura es de tal magnitud que, aun encorvado, ocupa casi todo el espacio disponible. Salvajes rastas pelirrojas le caen sobre el torso desnudo. La barba engominada, así como el collar de oro y lapislázuli, le dan un aire oriental fuera de lugar. Con gesto airado posa ambas manazas sobre el suelo desnudo y la tierra se rompe. Desata un terremoto salvaje que lo destruye todo a su paso. El túmulo colapsa y la oscuridad se traga a Alfonso.
***
La alarma del museo resuena a todo volumen. La vitrina ha saltado hecha pedazos. El arqueólogo dentro de él contempla embelesado el antiguo caldero.
«¿Qué ha sido eso?»
«¿Tú también lo has visto?»
«Sí.»
«¿Y sabes lo que era?»
«No.»
«Yo tamp...»
«¡Vuelve conmigo de inmediato!»
No necesita preguntar qué ocurre. Lo ve a través de sus ojos. Un individuo envuelto por cimbreantes zarcillos compuestos por sombras oleosas la observa con descaro desde el aparcamiento. El lázaro obedece. Abraza el caldero y corre a toda prisa hacia la salida.
Cintas de sanguinosa energía escarlata protegen a Sara de los aguzados filamentos de sombra que proyecta su enemigo.
—¡Qué brava! —se escucha a una voz aniñada— ¿Nos la podemos comer?
—Ya veremos, Mole.
Ambos nigromantes corren de un lado para otro buscando la cobertura ofrecida por árboles, setos y contenedores de basura. La magia de sangre de ella compite en igualdad de condiciones con la de sombras esgrimida por él.
—¡Fruta de Deméter!
Sara proyecta una ráfaga de proyectiles como pepitas de granada con la palma de su mano. Mario se apresura a abandonar los setos. Hojas y ramas son acribillados. El nigromante decide buscar un enfoque más directo.
—Mole Sombría préstame tu fuerza —invoca
—¡Sí! —ríe con jovialidad infantil el demonio— ¡Vamos a jugar!
Los zarcillos, que antes le envolvían medio cuerpo, ahora lo cubren por completo. Se hinchan. Adoptan una forma grotesca, barriguda y patizamba. Los musculosos brazos simiescos rozan el suelo con los nudillos. Pero lo peor es la mueca burlona esbozada en un rostro plano sin rasgos definidos con cuatro ojos asimétricos sin posición fija.
Las cintas de Hécate conjuradas por Sara lo atraviesan sin encontrar resistencia. El demonio las aferra con su zarpa, pero las suelta con un quejido de dolor. Se lleva los dedos lastimados a la boca. Aun así, la voz de Mario se oye nítida cuando exclama:
—¡Bien hecho Strega! ¡Veo que has mejorado desde la última vez!
—¡Joo! ¡Me ha hecho daño! —protesta Mole— ¡No la animes!
«Traidor.» Piensa ella. No está dispuesta a dirigirle la palabra.
Con un tremendo manotazo, el demonio arranca una papelera y se la arroja. En ese momento se materializa Alfonso al otro lado de las puertas. La mole sombría se abalanza a todo correr contra la hechicera. Ella tropieza con los escombros de la parada del autobús. El lázaro se lanza contra el poseído nigromante. A falta de nada mejor, lo golpea en la deforme cabezota con el caldero. Suena como un gong.
—¡Mira por donde! ¡Si te has buscado una nueva marioneta! —exclama zumbón.
—¡Ése huele a podrido! ¡Yo no me lo como!
Una lluvia de semillas carmesíes les impacta de lleno. Esta vez el nigromante conjura un escudo de crepitante energía púrpura. A bocajarro duda de salir indemne.
«¡Sácanos de aquí, Lázaro!» Le urge su ama.
«¡No puedo concentrarme!» Protesta él volviendo a la forma espectral mientras Mole lanza los oscuros zarcillos en su contra.
«¡Pues contraataca!»
«¿Cómo?»
«Drena su fuerza vital. Mario sólo es un hombre.»
«¿Mario? ¿Mario Fuente?»
Usando el enlace que comparten Alfonso indaga en la memoria superficial de la nigromante. En pocos segundos encuentra lo que busca. Los ve juntos en Rávena. Compartiendo bares y amistades. No indaga más. Se siente engañado, traicionado por su antiguo amigo. Puede que sea un sentimiento propio o uno compartido por su ama. No importa. La bola de rabia de la que hablaba Sara crece hasta nublarle el juicio. Su carne muerta responde. Primero recupera su consistencia. Un zarcillo le atraviesa el muslo. Lo ignora. No siente dolor. No sangra. Su cuerpo gana densidad. Se osifica. Su cerúlea palidez adopta el tono amarillento del marfil. El siguiente zarcillo le golpea en el vientre y rebota. El lázaro salta hacia adelante y propina un puñetazo en la boca al demonio. Éste se lleva la mano a la cara. El segundo golpe le cae en el hígado. Mole retrocede zarandeado. No está acostumbrado a semejante tratamiento. Un tercer puñetazo le desfonda la barriga.
—¿Pero por qué me pega así? —protesta el demonio con quejido pueril.
La Dama Pálida no pierde la oportunidad. Las carmesíes cintas de Hécate rasgan las sombras que envuelven a su antiguo compañero de cábala. Han bebido sangre y desean más. Tres buitres sobrevuelan el aparcamiento. Ellos también han encontrado lo que buscan. Pero se oye romper la barrera del sonido y se alejan espantados. Un relámpago de azul y plata se cruza entre los contendientes separándolos.
—¡Lucecita ha venido a ayudarnos! —aplaude, Mole, alborozado.
Por un momento, Alfonso cree tener delante suyo al guerrero de su visión. Pero no. Un casco de moto gris oculta la cara del recién llegado. Viste una cazadora de motorista y un mono a juego. Arcos de energía azulada le recorren brazos y piernas. Un olor a ozono lo acompaña.
—Te he dicho que me llames Guerrero del Alba, maldita bestia.
—Mucho has tardado —le contesta Mario.
—Me lo he tenido que pensar.
—¿Y eso?
—Antes que nada —lo desafía—, me tienes que convencer de que no tienes nada que ver con lo de Cuadras de San Juan.
—¡Eh! Que yo no voy por ahí profanando tumbas —se ofende Mario.
—¿Ya no? ¡Era divertido! —se lamenta Mole.
—Me lo creeré —bufa despectivo—. Por ahora. ¿Y esto? —vuelve su atención a Sara y Alfonso.
—Allanamiento y destrucción de propiedad pública. Robo de obras de arte de valor cultural incalculable…
—¡Y me han pegado en la cabeza!
—Ya he oído suficiente.
El llamado Guerrero del Alba se mueve más rápido que la vista. Golpea con la fuerza de un misil a Lázaro y lo derriba. Él se niega a soltar el caldero. Responde al ataque. Lanza un puñetazo capaz de derribar un muro de ladrillos. Pero sólo encuentra el aire. Al contrario que Mole, su nuevo rival es demasiado veloz. Recibe un segundo golpe cargado de electricidad. Besa el suelo otra vez. Frustrado, cambia de táctica. Retoma su forma etérea. Ahora es el luchador plateado el que le pega al aire. Pero tampoco tiene manera de atacar. Le repugna la idea de alimentarse de los demás.
En lo que ellos pelean, los nigromantes retoman su mano a mano. La Dama Pálida ha conjurado una niebla escarlata que se expande en espiral. Sea cual sea el efecto buscado, Lázaro parece inmune a él. No así su oponente. Sus movimientos se han ralentizado. Mueve la cabeza como si estuviera mareado.
—¡Es el perfume de Astarté! —le avisa Mario— ¡Aléjate!
Pero la advertencia ha llegado tarde. El Guerrero del Alba se tambalea borracho. El demonio por su parte se chupa el dedo y lo mira con curiosidad.
—¡Parece divertido! —exclama— ¡Yo quiero!
Antes de que Mario se lo impida, Mole aspira la nube venenosa. Entre eso y la protección parcial del casco, es suficiente para despejar las ideas del luchador. Una vez identificado el origen de la amenaza, carga contra ella de cabeza. Concentra las rutilantes energías en su brazo derecho. La sombra de una lanza parece seguirlo. Sara está concentrada en defenderse de Mario. No da a basto. Mole eructa.
—¡Páprika! ¡A Mole le gusta el picante!
Sin pararse a pensar, Lázaro se materializa entre ellos. La lanza de energía lo alcanza de lleno. Para su sorpresa, duele. Una descarga eléctrica le recorre la columna vertebral. Al disiparse ve que lo que le atraviesa la barriga es un cuerno espiral de plata y marfil. La una rodilla le falla. Con la mano libre se agarra a su enemigo. Boquea como si le faltase un aire que ya no respira. El guerrero retuerce y libera su arma agrandando la herida. Lázaro no afloja su presa. Está decidido a hacerlo. Se alimenta.
El Guerrero del Alba siente el frío helar los huesos. Allí donde lo toca el fantasmal siervo de la hechicera, su contacto le quema la piel. Forcejea. Se libera. Pero el viento espectral lo persigue y lo debilita. Está horrorizado. Alfonso balbucea. Se siente sucio. Piensa que ha mancillado lo que resta de su alma. Pero la vida robada le sabe a dulce vino. Las heridas se regeneran a ojos vista. Mario lo mira fascinado. Sara hincha el pecho de orgullo.
Las luces y las sirenas de las fuerzas del orden los interrumpen. Mole se funde en las sombras. El Guerrero del Alba corre como un relámpago. Lázaro se incorpora restaurado. Ofrece el caldero a la Dama Pálida.
—Ten lo que querías. Ahora vámonos.
Ella lo acepta y lo toma del brazo. Con la mano libre, Alfonso abre un nuevo portal. Cada vez le resulta más sencillo. Para cuando la policía hace acto de presencia, ellos ya están de regreso en su suite del Hotel Real.
—Puedes ducharte tú primero, Alf. Sí quieres —lo besa exultante en la mejilla—. Yo tengo que hacer una llamada.
—¿Es seguro quedarnos? ¿No nos vendrán a buscar aquí?
—No. No es seguro. Mañana nos iremos. Pero hoy necesito descansar.
—Yo no. Y puedo conducir.
—Mañana. Hoy me merezco una ducha y una cama limpia —insiste ella. Pese al cansancio está pletórica.
Él hace lo que le dice. Si pasa algo, él estará vigilante. Entra en el cuarto de baño. Abre el grifo de la ducha pero deja el agua correr. Ve a Sara coger el móvil y marcar un número internacional. Prefijo austríaco si no se equivoca.
«Johan, lo tenemos. Pero ha surgido un inconveniente.»
«¿El traidor?»
«Sí. Ha logrado utilizar el hechizo robado al maestro Rafael y encima cuenta con ayuda.»
«El viejo calvorota no estará complacido.»
«Muestra respeto. Tormenta Ancestral es la obra de su vida.»
Alfonso decide que ya ha escuchado suficiente. Se mete en el plato de ducha. El agua fría le borra la runa de la frente disipando el conjuro de comunicación. No sintiendo ni frío, ni calor, carece de lógica gastar energía en calentar el agua.
«A fin de cuentas, sólo tenemos un planeta.»
Y hasta aquí llegaba la historia. Admito que al escribir esta entrada me he sonrojado con una serie de gazapos que se me habían escapado. En fin, escribir en el teléfono móvil tiene la ventaja de que lo llevas a cualquier parte y la desventaja de la pantalla. Tengo que tener mucho más cuidado.
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