(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 11: Marcial (El Flanco Izquierdo y el Poder del Mundo Antiguo)
Muy buenas a todos, aquí vuelvo con la que llaman la última batalla del mundo antiguo y con el amigo Marcial. De modo que ya sabéis lo que podéis esperar: mala leche, palabras malsonantes y peores pensamientos. No os enfadéis con él. No lo tuvo fácil y tampoco tomó las decisiones acertadas.
Imagen de April Lee |
La taberna, iluminada por la vacilante llama de un candil, estaba sumida en la penumbra. Con andares fatigosos y desganados, un envejecido Marcial barría con una escoba de paja el serrín que cubría el piso. En general, había sido una buena noche. El aviso de naufragio había llegado en el momento justo. Cuando los clientes ya habían consumido todo lo que podían pagar, pero antes de que los malos bebedores empezasen a vomitar.
Podía haber sido mejor, pensaba el tabernero, si ese truhan de Melchor no hubiera aparecido. Ese sinvergüenza solo era bueno con los naipes y, como de costumbre, había desplumado a los tahúres de la casa.
Cansado, Marcial se sentó en un banco alargado y se rascó con descuido el muñón en que acababa su pierna derecha. La maldita, por tres décadas, no había dejado de dolerle de la mañana a la noche, recordándole su ausencia. Notó húmeda la tela del pantalón. El exceso de peso y de horas en pie se confabulaban en contra suya. Recostándose contra el respaldo, se quitó la prótesis de madera y desnudó el maltratado muñón. Un tenue alivio recorrió su espina dorsal. Respiró pesadamente unos segundos y el viejo escozor regresó de nuevo, cual perro fiel.
—¿Cómo dice la Señora? —con una sonrisa torcida pensó en voz alta— ¡Ah, si! Que en el mundo hay una cantidad finita de dolor y sufrimiento. Que una vez agotada todo será gozo y alegría —se carcajeó, descreído, moviendo la cabeza con incredulidad— ¡Y una mierda! —para luego murmurar entre dientes— Poco la veo sufrir yo a esa. No —negó con la cabeza—, por mucha venda que la cubra, desde la punta de los pies, a su alargada cabeza, a mi no me engaña esa bruja de ojos malva. A esa elfa le gusta usar su látigo en los demás. No para autoflagelarse como exige a los demás, no.
Recordaba bien el día que le amputaron la pierna. El olor a alcohol del aliento del físico. Las manos temblorosas de su asistente sujetándolo. El rasgar de la sierra contra el hueso. El crujido de su molar izquierdo al morder la cuña de madera que le metieron en la boca para que no gritase. El olor de sus heces al cagarse encima.
«Cagarme encima, yo, que había mantenido la puta posición, con la ayuda de cuatro putos críos, a las puertas de De la Turbera.» Renegaba en silencio. «Pero yo no era lo bastante bueno para recibir los cuidados de un sanador, no. Esos estaban reservados a los putos nobles y sus jodidos caballeros.»
Al asistente de ojos saltones que lo sujetó mientras contemplaba con mirada extraviada como le serraban la pierna, lo había vuelto a ver hacía poco. Vestido como un próspero mercader, lucía unos pequeños anteojos sobre la nariz y con afectados modales le preguntó por los zoquetes de Melchor y su hermano. Si él lo había reconocido, no dio muestras de ello.
«¿Cómo se iba a acordar?» Pensó con resignación pasando la mopa por la barra del bar de la Tuerta, mientras, cojeando, se apoyaba en ella. «¿Que había sido para él? Otra res más que despiezar en la mesa del matadero. El matadero al que los había conducido el meapilas del Rey Iván.»
*****
Los carros forqzs avanzaban impertérritos bajo la lluvia de flechas que caía sobre ellos. Parapetados bajo sus grandes escudos, los acorazados pasajeros, con golpes y amenazas habían reagrupado pequeños contingentes de gribzs, que eran los que mayor daño recibían. Las moles de tiro que empujaban los carros de asedio, sin embargo, con su grueso pellejo y su abundante grasa corporal, parecían ignorar las decenas de proyectiles clavados en sus fofos corpachones.
Los restos de los hostigadores, honderos y batidores se agolpaban a la sombra del risco. Desde allí veían a sus habitantes descargar andanada tras andanada de flechas sobre la fuerza asaltante. Se esforzaban con denuedo. Eran gente de frontera. Pioneros endurecidos, hombres y mujeres por igual. Y aunque tarde, al fin habían comprendido el alcance del peligro que se cernía sobre ellos.
Desde sus torres y empalizadas habían visto el castigo que las bestias del cieno, como llamaban con desprecio a los primitivos gigantes de las montañas, habían impartido a la infantería enana. Y no les quedaba la menor duda de que la primera intención del caudillo guorz al reclutarlos, no era para combatir a los khavil, sino para derribar sus precarias defensas y dejar expedito el camino a los brutales guerreros que tenían frente a sí.
Poniendo en ello cada onza de energía que les restaba, Marcial y los Comerranas habían logrado llegar a las puertas de De la Turbera. Allí atrapados, las golpeaban, implorando en vano que les dejarán refugiarse dentro.
—¡Joputas! —gritaba el veterano batidor— ¡Abrirnos!
Era inútil, mientras los hombres y mujeres capaces de disparar un arco largo defendían la empalizadas, cada niño y anciano del puesto avanzado había acarreado lo mismo rocas, que muebles y sacos de turba bloqueando los accesos al lugar. La pierna herida le ardía como el fuego. Los vendajes, empapados en sangre y agua estancada, sucios de barro, no le proporcionaban alivio alguno. Como un animal acorralado, Marcial miraba a un lado y a otro, buscando una escapatoria. A su izquierda, los dancos se reagrupaban en torno a su líder, el othain Elugón, su cimera astada destacaba entre ellos. Sus gritos de guerra rivalizaban con los gruñidos de dolor de las bestias de tiro guorz. A su derecha, tomaba posiciones la infantería élfica con sus yelmos de plata y sus escudos con forma de lágrima. Ya no cantaban. Ya no tenían en sus ojos almendrados esa mirada perdida, como si viesen lo que en el pasado fue ese lugar, en vez de lo que en el presente era. En su lugar, una fría furia transfiguraba sus rasgos afilados, mientras avanzaban dispuestos a morir matando. Agotado, Marcial apoyó la espalda contra las puertas que había creído su salvación y apretó los dientes, a un tiempo resignado y resentido con las cartas que el destino le había deparado. Podía oír los latidos de su corazón, tomaba cada bocanada de aire como si fuese la última.
Los carros guorzs estaban ya a distancia de carga. Cada proyectil lanzado por los defensores alcanzaba su objetivo. El veterano batidor se sumó a sus esfuerzos, poniendo en cada disparo todo el rencor que sentía. Una vez elegida una posición ligeramente elevada que defender, lo mismo hacían las filas posteriores de la infantería élfica. Ahora sí, el daño causado a las resistentes jaburies hacía mella en sus fuerzas. Muchas se desplomaban, obligando a los forqzs a abandonar sus carros y proseguir el asalto con los grandes escudos sobre sus cabezas. Marcial apuntó a un guerrero colmilludo que iba en cabeza, pendiente de los proyectiles que le llovían desde más arriba, y le alojó una flecha en el ojo. Con enorme satisfacción lo vio caer en el fango.
Abajo, pudo ver al líder de los lanceros elfos que mantenía el vacío brazo derecho doblado ante sí, y movía los labios como un cetrero que estuviese dando instrucciones a su halcón. En efecto, una vez retirado el brazo, una ráfaga de aire sacudió el penacho de plumas blancas y azules de su casco plateado. Un estremecimiento le recorrió la espalda con un sudor frío.
«Brujeria élfica.» Pensó, alzando el arco mientras elegía otro objetivo. «Están de nuestra parte. Están de nuestra parte.» Se repitió antes de soltar la flecha, que alcanzó a otro guerrero en el hombro, pero no lo detuvo.
Fue un disparo proveniente de los exploradores a caballo, que continuaban su hostigamiento, el que le atravesó el pie, y lo detuvo. La puntilla se la dio una jabalina arrojada desde las filas de los Comerranas. De reojo, echó un vistazo a los muchachos, el grandullón seguía con los brazos colgando y la mirada ausente, al fondo, de espaldas a la empalizada, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. El que se creía más listo que nadie era el que se había expuesto para arrojar esa última jabalina. La cara sucia traicionaba las lágrimas, tal vez de rabia, que el crio no había podido contener.
Los aliados dancos cargaron a los forqzs gritando en el galimatías con que hablaban entre ellos. Su agilidad contra la resistencia de los pesados guerreros. Las bellas espadas largas de Shislaran frente a los recios escudos guorzs. Alejado del fragor del combate, de repente, su othain se quedó quieto, mirando fijamente un punto en el aire delante suyo. Asintió y señaló con su brazo en dirección a la hilera de arqueros a caballo. Marcial reprimió el impulso de posar la mano derecha sobre el corazón para repeler el mal de ojo.
—Están de nuestra parte. Están de nuestra parte —murmuraba, supersticioso, sin dejar de disparar una y otra vez.
A continuación, el druida hizo una seña a sus escoltas, que no llegaban a media docena, e impartió una serie de órdenes rápidas a aquellos guerreros que se habían privado de participar en la carga de sus camaradas. Fueran las que fueran, era evidente que les agradaban. Se golpeaban el pecho, mientras cantaban y bailaban en círculos en torno a Elugón.
—Están de nuestra parte. Joder, joder… ¡Joder! ¡Menos mal que están de nuestra parte!
Ante la espantada mirada de los civilizados esgembreses y karnolianos allí congregados, los danzantes, ya de por sí velludos y corpulentos, comenzaron a crecer a lo alto y a lo ancho. Abundante pelaje cubrió abultados músculos. Sus manos devinieron zarpas y garras, sus bocas hocicos repletos de colmillos, sus cánticos, aullidos, rugidos y berridos. Mitad hombres, mitad bestias, todo poder animal e instinto asesino. Y en medio de todos ellos, superándoles en estatura, se alzó el propio Elugón, cual avatar de su sombría divinidad, Sariagón el Depredador, el cráneo de ciervo fusionado a su cabeza mutada, la cornamenta revigorizada y crecida. Había llegado el momento de demostrar el poder de los viejos caminos. Ahora sí se sumaron a la refriega, abalanzándose contra los carros guorzs, arrebatándoles la iniciativa, incluso volcándolos entre varios, deteniendo en seco su ofensiva. Uno de ellos, dotado de ursina testa, sin duda embriagado por el inhumano vigor que bullía en sus venas, pretendió tumbar por sí solo uno de aquellos carros. Con ambos brazos peludos lo levantó, ante el estupor de la decena de acorazados guorzs subidos en él. Pero los forqzs no iban a quedarse de brazos cruzados y dejarle obrar a su antojo, claro que no. Uno de ellos se adelantó por la inclinada rampa y con un golpe seco cercenó la zarpa derecha del danco. Rugiendo de dolor, éste soltó su carga, que cayó al suelo embarrado salpicándoles o todos. La mayoría de los pasajeros saltó por los lados para rodear al cambiante. Éste, encolerizado, de un bocado arrancó la cabeza al valiente guerrero, para luego asir su cuerpo por una pierna y usarlo como una porra con la que golpear a sus compañeros. A cada impacto caían derribados, pero sin dejar de protegerse tras sus grandes escudos, varios lograron levantarse y unirse de nuevo a la lucha. Aquellos que perdían sus escudos fueron los que peores golpes encajaron, hasta no levantarse más. Mientras sus camaradas de armas lanzaban una estocada tras otra, hasta matar al ursino guerrero, gracias a innumerables heridas. La mitad de las cuales, una sola habría bastado para matar a un hombre normal.
Pero en su asalto rampante, a todos había dejado atrás. Incluso a Elugón y sus seguidores, que sembraban el terror entre las encallecidas tropas de asalto. En su ayuda corrieron una docena de dancos con sus lanzas de madera de dendrua y afilado acero. Solo llegaron a tiempo de enfrentarse al trío de magullados forqzs aún en pie. Quienes espalda contra espalda vendieron caras sus vidas. Con ellos se llevaron al otro mundo a cuatro de los bárbaros lanceros. Pero ahora los vientos soplaban en contra de la horda invasora.
Las tornas estaban cambiando. Con inteligencia, sangre, sudor y lágrimas, la alianza empezaba a imponerse. El equilibrio de fuerzas en el flanco izquierdo pendía de un hilo. Y entonces, el mar de caballos y jinetes que formaban los batidores montados se partió al medio, cortado por una cuña de plata y acero, abriendo paso a la caballería élfica.
Al frente de sus caballeros cabalgaba Nilvaet, enfundado de arriba a abajo, tanto montura como jinete, en brillante inirdia. El estandarte azul y blanco con las montañas de la pérdida Anquei le seguía. Lanza en ristre acometieron a los guerreros forqzs. En ese momento, el oficial elfo ordenó a la infantería mixta pasar a la ofensiva. Juntos, bárbaros humanos y civilizados elfos trabaron reñido combate con los invasores. Éstos, sin cohesión en sus filas, luchaban a vida o muerte, intentando romper el cerco de músculos y acero que amenazaba con ahogarlos. Algunos trataban de aprovechar la posición elevada de sus carros para enfrentarse a la caballería. Otros se protegían las espaldas con los restos de los volcados, intentando no verse rodeados por la infantería. Todos ellos se veían superados en número, acorralados. Por cada miembro de la alianza que despachaban con su fuerza brutal, otro le sustituía. Y en medio de todo ello, igual que una estrella de hielo y plata, se revolvía el Príncipe Proscrito, su escudo de lágrima abollado, el azul halcón de su emblema borrado, su lanza estelar teñida de negra sangre y su ansia de muerte insatisfecha.
«Joputas. Menos mal que están de nuestra parte. Joder.» Se repetía Marcial una y otra vez, empapado en frío sudor, sentado en el duro suelo del risco, respirando con dificultad, agotadas las flechas, doloridos los brazos, despellejados los dedos y el veneno gribz gangrenando su pierna herida.
Imagen de April Lee, salvo que me equivoque. |
Y hasta aquí puedo leer. La próxima entrega tomará derroteros más elevados, o eso espero. Os dejo con dos canciones que no han dejado de sonar en mi cabeza esta semana mientras le daba a la tecla, y que puede que os sorprendan.
La primera se la dedico a toda esa fiel infantería que he sacrificado a lo largo de los años jugando a Warhammer, Kings of War, La Guerra del Anillo, Flames of War, Bolt Action...
Y la segunda va para el pobre Nilvaet, que no se diga que carezco de corazón y la tengo tomada con los elfos:
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