(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 10: Uriah (El Centro y la Ungida)
Bueno, una de cal y otra de arena, como se suele decir. El otro día le daba protagonismo a Nerdrali de la Alianza de la Espada, hoy se lo doy a Meldoried de la Alianza del Libro. No hay luz que no proyecte sombras.
Continuamos con la Batalla de los Marjales, hoy toca el centro de la lucha, el yunque donde se pulverizan las vidas de los soldados y se decide el destino de los pueblos.
Arte de Michael Phillipi |
Fila tras fila de disciplinados guerreros forqz emergían de las sombras del bosque, como conjurados por un hechicero. Altos como los más altos humanos, de hombros anchos, conservaban un aire feral en su porte, en sus andares ligeramente encorvados, adelantando la cabeza cuadrada con su frente huidiza, los marcados arcos superciliares sobre sus ojos, y por encima de todo, las grandes mandíbulas con los colmillos inferiores asomando fuera de sus bocas. Aunque la variación de tonos de piel, del verde más oscuro al marrón quemado, denotaban su pertenencia a diferentes tribus, todos lucían blancas pinturas de guerra y elaborados tatuajes faciales resemblando calaveras, jabalíes y serpientes. Su armamento evidenciaba también su mayor estatus dentro de la horda, no solo portaban las mejores piezas de armadura cosechadas a su sangriento paso por el devastado continente, sino que también empuñaban las mortíferas armas de hoja curva por las que eran famosos. Lo único que consideraban digno de fabricar con sus propias manos. Brutales, resistentes y consagradas al derramamiento de sangre, como ellos mismos.
—¡Moruk! ¡Goruk! —bramaban, invocando el favor de sus bestiales divinidades— ¡Yabaçamur!
Con ellos acarreaban tres de sus tótems, utilizados como estandartes, tallados en el tronco de milenarias secuoyas por las castas menores. Todo su contorno estaba profusamente labrado, abundaban los mismos crudos glifos de trazos rectilíneos y ángulos agudos que lucían los guerreros tatuados. Por todos ellos se apreciaban tallas de arañas, minuciosas y variadas en forma y tamaño, en las que anónimos esclavos gribzs demostraron un amor al detalle absolutamente inesperado. A muchas de ellas se les había dado utilidad como asideros para trepar, de otras colgaban los despojos encadenados de ofrendas pasadas y recientes, sangre vieja, y no tanto, las teñía. Coronaba cada tronco la cabeza de una criatura devoradora de cadáveres. A la derecha el alado buitre, de calva cabeza y curvo pico. A la izquierda la nocturna hiena, de afilada sonrisa y moteado lomo. Y en el medio el salvaje jabalí, de prominentes colmillos y masivos músculos. Encaramados a cada uno de ellos se podía ver a un chamán tatuado y pintarrajeado, derramando su propia sangre para potenciar la oscura magia que los conectaba con sus divinidades hambrientas de sangre y almas.
«De no haber obligado a los colonos a refugiarse sobre el risco, sería la sangre de sus familias.» Recordó haber pensado Uriah, mientras contemplaba como la infantería pesada enemiga se agrupaba en tres nutridos cuerpos bajo la mirada de las bestiales efigies gigantes, lista para el asalto.
Tras ellos, caminando con torpeza sobre sus cuartos traseros, dominando la escena con su envergadura de lo menos cinco metros, erguía su escamoso cuerpo serpentino, verde jaspeado, con estrías del color de la sangre coagulada, la monstruosa sierpe sobre la que entraba en batalla el epicentro de todo aquél propósito destructor.
El metal de su armadura reflejaba, desnudo de ornamentos, la luz de los tres soles. El escudo redondo que llevaba a la espalda, en cambio, mostraba un bestial rostro repujado, cubierto de rojo cinabrio, que se burlaba de sus enemigos con muecas cambiantes. Era el arma de su elección un curvo yuntoudao de hoja masiva, forjado a partir del acero maldito cuyo secreto solo los escasos herreros de entre los gigantes ologai de músculos de ébano conocen, y templado en la sangre de elfos y enanos. Engastadas en sus colmillos brillaban mágicas gemas protectoras. Un casco, adornado con una cresta osea imitando la de un dragón, y dos pares de joyas encantadas dispuestos a cada lado a guisa de ojos, cubría su calva y tatuada cabeza.
—Amigos míos —se dirigió Iván a sus compañeros de armas, sobrecogido ante la tarea que tenía ante si—, he aquí el momento para el que nacimos. De la fuerza de nuestros brazos y de la convicción en nuestra causa dependen las vidas y el futuro de los que hemos dejado atrás: mujeres, hijos, padres y hermanos. Esta es la hora de la verdad. ¡Nuestro deber es claro! ¡Nuestro camino está marcado! ¡Nuestro destino está en nuestras manos!
—¡Nuestro deber es claro! ¡Nuestro camino está marcado! ¡Nuestro destino está en nuestras manos! —emocionados, con el corazón en un puño, corearon los paladines supervivientes.
—Tenéis vuestras órdenes —recuperando el control de sus emociones, les dirigió la palabra por última vez—. Socorred a la caballería. Envolved juntos el flanco de la horda —y señalando al líder de los sanguinarios guorzs, sentenció—. Yo me encargo de descabezarla.
Al tiempo que se volvía y espoleaba a Sangraal para que emprendiese el vuelo, como respondiendo a su desafío, la gran sierpe alzó su cuadrada y plana cabeza de colmillos venenosos y extendiendo unas membranosas alas rematadas en afiladas garras, emitió un rugido aterrador que resonó por el campo de batalla antes de surcar ella misma los cielos.
Entre tanto, los grandes bloques de infantería se disputaban el control del centro de la lucha. Era aquel el inclemente yunque de la guerra en el que se trituraban vidas e esperanzas para forjar los destinos de los supervivientes. En él, hombres como el margrave Daimiel pulverizaban los huesos de sus enemigos, aplastando cabezas y cercenando miembros, impulsados por el deseo de dejar tras de sí un mundo mejor para sus hijos. Mientras que a otros, como los grandes espaderos que lo circundaban, sin ir más lejos, era el provecho personal y el renombre prometidos, lo que los mantenía firmes en la liza. Pero a la mayoría de los convocados, era el poder coercitivo de sus señores lo que los había conducido al matadero. Y si mantenían la posición tras sus escudos erizados de filos brillantes pese al miedo, los gritos, el dolor, el hedor de las heces y el omnipresente derramamiento de sangre, era por mero instinto de supervivencia. La seguridad conferida por el número, y la vergüenza de ser el primero en volver la espalda al brutal enemigo, se coaligaban para mantener en su mortífero abrazo a los contendientes.
Eran los menos, aquellos cuya visión de los acontecimientos llegaba más allá de la necesidad inmediata o de la ganancia personal. Unos pocos, como la Dama Meldoried, comprendían que allí estaba en juego, no el futuro de un reino, sino el de todo un continente. Por ello había vuelto a trocar cortesano traje, por bruñida coraza, ligera diadema, por pesado yelmo, civilizados aguja y telar, por bárbaros lanza y escudo. En perfecta comunión con Aubea la Defensora, un aura dorada emanaba de su persona, envolviendo a quienes combatían a su lado, ralentizando las estocadas dirigidas contra ellos. Con sus plegarias bendecía las armas de sus campeones, volviéndolas más resistentes y certeras. No había chamán o caudillo hobz que resistiera el impacto de su plateada lanza. Y sin embargo, tan numerosos eran, que ni tan siquiera ella podía romper la formación e internarse entre sus filas, sin arriesgarse a una muerte segura.
Hubo un tiempo, antes del Colapso propiciado por los partidarios de Shira de Namcor, en el que magos como Caedthal y su padre, con un hechizo tras otro, hubieran acabado con decena tras decena de soldados. Ahora, en cambio, habían de fiarlo todo a la disciplina y resistencia de sus tropas. Era la función de los clérigos de batalla presentes, reforzar ambas virtudes. Y cuando se presentaba la ocasión, poner a prueba las de sus adversarios, canalizando en su propio cuerpo el poder de sus dioses guerreros, regando de muertos sus filas.
Pero la presión no cedía. Según lo planeado, los albicelestes lanceros de su sobrino ya deberían haber caído como halcones sobre la retaguardia enemiga. En cambio, los escurridizos hobzs persistían con sus asaltos. Por parejas acosaban a los hoplitas humanos. El uno trataba de enganchar su lanza aserrada en el reborde del gran escudo para tirar de él y dejar desprotegido al soldado, en lo que el otro daba el golpe mortal.
El goteo de bajas era constante. Los equipos organizados la víspera por Englund y ella trabajaban retirando heridos sin cesar. Algunos, los menos, eran atendidos allí mismo y volvían a la refriega. Los más, una vez estabilizados, eran enviados al campamento de los sanadores. Pese a los esfuerzos de los médicos, dada la gravedad de sus heridas, no todos llegaban vivos. Pronto, el desgaste físico y mental que suponía el empleo de sus plegarias, desbordaría la resistencia de los sanadores. Dañar es una habilidad al alcance de cualquiera, mientras que sanar, además de suponer un gran coste para quien lo hace, no lo es.
Un coro de tenebrosos lamentos rasgó el aire, un rugido, poderoso como el de un dragón, los acompañaba. Enfrascada en primera línea de batalla, Meldoried no podía ver la llegada de las tropas de refresco forqz, ni a la bestia que montaba su líder, pero sí comprobar cómo envalentonaba a los guerreros de piel verde que tenía en frente.
Sus tropas, tras el muro de pulidos escudos, vacilaban. Éste se combaba y ondulaba bajo los embates de los guorzs. A su izquierda, el bravo Diocles vio el escudo arrebatado de su cansada presa y una lanza cruel atravesarle el cuello. Sus compañeros dieron un paso al frente, llenando el hueco que dejaba en el frente. El que dejaba como padre ¿Quién podría llenarlo?.
El martillo no llegaba. El yunque amenazaba con quebrarse. Aunque sus allegados, ni tan siquiera su hijo, lo supieran, Meldoried ya había elegido el lugar de reposo para sus restos mortales. Allí, en Esgembrer había encargado su monumento funerario, entre blancos avellanos, rojos cerezos y colmenas de abejas, a la sombra de una estilizada torre con tejado de azul pizarra. De modo que la Ungida aclaró su mente, llenó sus pulmones con el aire turbulento del campo de batalla, despachó con un golpe de precisión casi quirúrgica, que le entró por la boca y le salió por la nuca, al asesino de su campeón e, invocando el poder de Aubea, rompió la formación, internándose entre las filas enemigas, segando guerreros como si no fuera otra cosa que trigo en la mies.
Arte de Lourdes Saraiva en ArtStation |
Imbuida ella misma de poder divino, los hobzs comunes intentaban alejarse de la danzante encarnación de la batalla en que se había convertido, pero la profundidad de su formación lo impedía. El aura dorada los cegaba y la estela plateada de su lanza los hería de muerte, ningún enemigo resistía su acometida, pero pronto el poder de sus plegarias se desvanecería. Ya se disponía a retroceder, cuando la salió al paso un corpulento guerrero hobz. Burlón, vestía un tres cuartos rojo burdeos, numerosos piercings adornaban la afilada nariz y los finos labios. El caudillo de piel verde amagaba estocadas con su curva cimitarra, ganando tiempo para que dos de sus granujientos secuaces armados con lanzas rodeasen a Meldoried. Anticipándose a la maniobra, ella elevó una nueva súplica a los cielos, cargó de energía divina su lanza de inirdia y la liberó como un rayo que atravesó la barriga de uno de ellos. Ni el amarillo jubón, ni la cota de debajo resistieron. Llevándose las manos a la herida cayó el primero. Con un alarido se abalanzó contra su escudo el segundo, pero tampoco le esperó. Se adelantó, agachándose en el último momento, permitió que la aserrada lanza la pasará por encima del hombro y, antes de que su oponente recuperase el equilibrio, lo golpeó en el afilado mentón con el escudo, derribándolo inconsciente. Intentó el caudillo atacarla entonces, todo rastro de humor borrado de su rostro de demoníaco arlequín, pero se encontró con la punta de plata de la lanza élfica. Fue un golpe forzado, que rasgó el rojo gabán, orgullo en el pasado de algún vanidoso petimetre, cargado de brillantes botones, ostentosos puños y charreteras, pero que no logró atravesar las escamas de la armadura enana que llevaba debajo.
Si que fue suficiente, empero, para que el sibilino guerrero achicara los ojos rasgados, y retrocediera ordenando a los otros hobzs que atacasen en su lugar, sin que éstos le obedecieran. Desorden que Meldoried aprovechó para regresar entre las filas de sus soldados, recuperados ya de los temores que momentos antes atenazaban sus corazones, y que veían ahora asomarse a los ojos de sus enemigos.
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