(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 9: Uriah (El Flanco Derecho y la Compañía Magma)

    Prosigue la acción. Hoy le dedico unas líneas más a los enanos, siempre fueron mi origen de PJ predilecto. La cabra tira al monte, que le voy a hacer si de ese pie cojeo.

Imagen de Grafit Studio encontrada en ArtStation

Una inclemente lluvia de flechas castigaba sus filas, pero los hobzs de rostros alargados avanzaban a buen paso, con torcidas sonrisas pintadas en sus labios finos y crueles, alzados los escudos robados por encima de sus cabezas.

Eran sus regimientos de arqueros los que más bajas sufrían. Pues sus arcos de negras flechas eran más cortos que los de sus contrapartidas élficas y humanas. Los cuerpos de vistosos y coloridos ropajes yacían como fardos abandonados en la pantanosa llanura.

Viendo aquello, los sacerdotes de sus brutales dioses comenzaron a esgrimir conjuros que se nutrían del poder del miedo y de las sombras. Así, nubes de oscuridad bloquearon la visión de los defensores, al tiempo que brumas fantasmales daban forma a los terrores de los hombres.

A ellos contraponían los clérigos de batalla plegarias de luz y valor. Pero allí donde el miedo hundía sus frías garras, enseguida le seguían, primero el desconcierto, y luego el pánico. Las filas de arqueros se desbarataban y retrocedían sin orden. Para cuando los oficiales lograban reagrupar a sus soldados, los enemigos se habían acercado lo suficiente para devolver los disparos. Eran ahora ellos quienes los obligaban a agachar la cabeza, mientras sus compañeros arrojaban venablos de aserradas puntas contra los escudos de los hoplitas, tornándolos pesados y torpes, antes de entrechocar sus aceros y derramar mutuamente su sangre.

Parecida suerte corrían los alabarderos esgembreses, mientras los ballesteros, tras sus paveses, descargaban virote tras virote contra la estridente horda verde que se abalanzaba contra ellos.


—¡Yabaçamur! ¡Yabaçamur! —repetían una y otra vez, sin cesar, echando espuma por la boca — ¡Yabaçamur!


Todo esto recordaba bien Uriah: los gritos de guerra, el estruendo de voluntades y cuerpos puestos a prueba, los aullidos de dolor y los sollozos de los moribundos. De todo ello tuvo su ración junto al Rey Iván y su Circulo Interior, mientras causaban estragos entre los guerreros enemigos. Planeaban sobre ellos para luego caer en picado. Con garras y picos, un alto tributo se cobraban sus monturas, después alzaban el vuelo y dejaban caer los cuerpos de sus presas entre los conmocionados supervivientes. 

Pero entre tanto, los gigantes, con sus misteriosos fardos, habían detenido su avance fuera del alcance de los arcabuces enanos. No llegaban a una veintena, tal vez ni a la docena y media que dijeran los exploradores. Cubrían sus cuerpos con cueros tachonados y pieles de oso negro. Collares con sus dientes y cuentas de oro batido colgaban de sus gruesos cuellos de toro. Se agrupaban por tríos o parejas, reflejo de los pequeños grupos familiares en los que se sabía que convivían.

El varón de mayor tamaño al frente, la tosca manaza velluda alzada a guisa de visera, protegiendo los ojos. La hembra y la cría, o solo una de ellas, detrás suyo, acarreando el saco. 

Inquietos ante lo inesperado, los arcabuceros khavil mantenían la posición. Expectantes, un par de zancadas más y los grandes corpachones de sus adversarios conocerían el ardiente beso del plomo. No importaría que se mantuvieran dispersos, pero a esa distancia, las cerradas descargas de sus arcabuces verían menguada su efectividad.

Aprovechando sus dudas, los jinetes de jaburies ganaban terreno sin oposición. Cubiertos de malla se protegían con redondos escudos en los que todavía se podían ver pintada en escarlata la marca de quien los sacó de sus fortalezas subterráneas y sus montañas. Aquí un zarpa, allí una cabeza cornuda, más allá la silueta completa de su amo Kaizthalavell el Dragón Rojo.  


—¡Primera y segunda línea, pies firmes, armas prestas! —ordenó Khorzam prepararse para resistir la carga de aquellas bestias con colmillos afilados como puntas de lanza— ¡Escudos, todos!  —¡Hek bes pogarbi! —contestó a coro la pesada infantería, obedeciendo, diligente, entre el ruido del metal— ¡Aquí se cobra!


El frente de la formación enana, solapado cada brillante escudo uno con otro, rodilla en tierra la primera línea, superpuestos los escudos de la segunda, ambas filas con las puntas de sus armas encaradas hacia el enemigo, parecía la escamosa piel de una serpiente gigante erizada de púas.  

A su derecha, la caballería, los estandartes del Rey y la Orden de Tormo ondeando al viento, salió al encuentro de la marea de jinetes guorzs. Había más que de sobra para todos. Igual que el oleaje se divide al tocar el cabo antes de chocar con la playa en la bahía, así se dividió la fuerza montada forqz.

Como estaba previsto, con sus lanzas, los caballeros derribaron a gran número de contendientes, pero una vez perdido el impulso inicial, sus líneas se trabaron en sangriento combate. Espadas, mazas y martillos golpeaban los rojos escudos. Alfanjes, cimitarras y mayales devolvían los ataques. Caballos y jaburies coceaban y mochaban a la par. 

Entre las líneas enanas, la tensa espera tuvo abrupto final. Los jinetes forqzs entraron en rango de disparo. Al unísono dispararon los arcabuceros, humo, fuego y plomo expelieron los cañones de sus decoradas armas. Al primer impacto cayeron pocos guorzs, eran en vitalidad, y agresividad, equiparables a sus bestiales monturas. Los derribados fueron aquellos que encajaron dos o más disparos. 

Disparadas sus armas, los experimentados mercenarios retrocedieron para cargarlas de nuevo y permitir que sus camaradas abrieran fuego con las suyas. Estaban sembrando semillas de muerte con su polvo negro, flores sanguinolentas brotaban con sus certeras andanadas, cuando el cielo cayó sobre sus cabezas.

Desde lo alto, los paladines de Tormo vieron cómo los gigantes se pasaban de uno a otro el contenido de los sacos, lo tomaban entre sus manos, giraban sobre sí mismos para tomar impulso, y con la fuerza de sus brazos, gruesos como troncos de árboles, arrojaban una roca del tamaño de un niño crecido tras otra hacia lo alto.

El Rey Iván había visto la oportunidad de retrasar los progresos de la horda en el centro del campo de batalla, de ganar tiempo para que arqueros y ballesteros diezmasen sin misericordia a la infantería hobz y la aprovechó. El precio por su osadía, empero, lo estaban pagando sus aliados enanos.

Las rocas caían sobre ellos quebrando huesos, aplastando esperanzas, extinguiendo vidas. Su disciplina de disparo interrumpida, su ordenada defensa desbaratada, tozudos, sin embargo, mantenían la posición frente a la furibunda carga de los jinetes forqzs.

Con los colmillos de sus bestiales monturas bañados en la sangre de sus adversarios, la embestida se vio frenada por la comunión de fuerza de voluntad y resistencia sobrehumana de los khavil.

"Aquí se cobra" era el lema de los Magma. Con el fatalismo y el humor negro propio de su gente, así lo había elegido el patriarca del clan. Ellos ya habían cobrado, ahora era el turno de sus enemigos.

Khorzam alzó la mirada, a su lado, muchos bravos guerreros habían caído. Otros tantos habían dado un paso adelante, aceptando el desafío, honrando su memoria, dando sentido a su sacrificio.

Aquellos guerreros montados que habían atravesado las líneas enanas, rodeados por los vengativos alabarderos, fueron derribados y ajusticiados con fría furia y profesional eficacia. 

En medio de todos ellos se revolvía un oscuro campeón, con los molinetes de su mayal mantenía a raya a los Magma. Era tan agresivo como su bestial jaburi, cuya alzada era superior a la de los khavil que lo acosaban con sus armas, tal que era la criatura la que bajaba la masiva testuz para mirar a sus enemigos acorazados a la cara. Atrapado, carecía del espacio necesario para tomar impulso, pero eso no era óbice para revolverse coceando, mordiendo y mochando con sus afiliados colmillos.


—¡Edim! ¡Edim khuzalak! —rugía provocador, sus colmillos inferiores, decorados con anillos de acero y rubíes, asomando por encima de la prognata mandíbula cuadrada— ¡Mestizos! ¡Mestizos sin barba!


Así se burlaba de ellos. Pues hubo un tiempo en que los khavil fueron perseguidos, marcados, rapados y afeitados, esclavos del Clan de Fuego. Y la provocación surtía efecto. Obcecados con el desafío del caudillo guorz, los más jóvenes se arremolinaban sobre él, estorbándose. Y el poderoso mayal los golpeaba a placer. Y con cada golpe, siniestras runas emitían malignos destellos verdes y rojos. Y cascos y escudos cedían bajo los impactos, derribando a sus portadores. Y no todos volvían a levantarse. 

La situación era insostenible, de manera que Khorzam intercambió una mirada llena de entendimiento con su experimentado segundo, y guardaespaldas designado por sus mayores, para cederle el control de la lucha. Este roteó los grandes ojos negros, expresando su desaprobación y aceptó la orden directa.


—¡Lekashist! ¡Lekashist!—gritaba ahora el capitán mercenario, desafiando al caudillo forqz— ¡Comeceniza!


Pues si los khavil habían sido esclavizados por los enanos del caos, los guorzs habían sido sus carceleros, tratados por sus amos en todo igual que a sus cautivos, salvo en el nombre.

Profundo era el rencor que ambos pueblos se profesaban. Una nueva página se aprestaban a escribir ambos guerreros en su común historia de odio.

Una y otra vez caía el mayal con el poder de los Cometas imbuido en él. Todas ellas era repelido por el hexagonal escudo del enano. Era azul y brillante la luz de sus runas, cargadas de magia de la Balanza. Tras cada nuevo golpe, Khorzam daba un paso más en su dirección. En la diestra asía firme su misericordia, el espacio disponible era escaso. Fuerza irresistible contra objeto inamovible, notaba su brazo izquierdo entumecerse. Pero en su soberbia, el caudillo guorz luchaba solo con la ayuda de su feroz montura, mientras que el khavil luchaba rodeado de su clan, su familia de elección. Concentrado en el insistente enano, que parecía capaz de encajar golpe tras golpe sin dejar de avanzar, el jinete forqz descuidó la protección de su montura. Los guerreros Magma, al ceder la lucha a su capitán, dejaron de estorbarse unos a otros y concentraron su atención en el violento jaburi. Así consiguieron herir a la bestia, que se encabritó dolorida, espuma sanguinolenta asomando en la boca. Desequilibrado, cejó en sus ataques el guerrero guorz, pugnando por no ser desmontado. Reaccionó sin dudar Khorzam, propulsando con toda su fuerza el brazo derecho, cubierto de malla del puño al hombro. Su punzante hoja de azghurr rompió los enlazados anillos de la robada armadura enemiga. Atravesó grasa, músculo y órganos. El enano la retorció con satisfacción, aumentando el destrozo, impidiendo que quedase atascada, y la extrajo con igual rapidez. Un chorro de espesa y humeante sangre la acompañó.

En su dolor, el caudillo soltó su arma y se llevó la mano callosa al costado herido. Su suerte estaba echada. Los restantes khavil, libres de la amenaza de su mayal encantado, cayeron sobre su montura con los filos de sus alabardas. Una y otro, con indistinguibles aullidos de dolor, besaron el barro de los marjales. Atrapado bajo su jaburi, todavía se debatió el guerrero forqz, tratando de mantener su porcina nariz fuera del agua y de empuñar un puñal de oscuro metal y tosca empuñadura de hueso.

Con torva determinación se le acercó Khorzam, empuñando, ahora sí, a dos manos su alabarda.


—Hek bes pogarbi, lekashist —dijo.


Y con un diestro tajo cercenó limpiamente las vértebras de su cuello, liberando su cabeza de toda preocupación.

Los gritos de triunfo de los soldados magma le acompañaron al tiempo que él se encaramaba encima de la carcasa del jaburi muerto.


—¡Tharr! ¡Tharr Angma! ¡Tharr Khorzam Angma! —repetían triunfales, alzando sus armas— ¡Campeón! ¡Campeón Puño de Hierro! ¡Campeón Khorzam Puño de Hierro!


Más no era una concesión a la teatralidad lo que lo motivaba al subirse a aquella montaña de carroña. Por el contrario, era su intención contemplar la evolución de la batalla.

Al frente, Azgathorn, su segundo, mantenía firmes las líneas. A su izquierda, los arcabuceros khavil, libres del castigo al que los gigantes los sometieron primero, se habían adelantado para disponer de mejores soluciones de disparo, y ahora eran ellos los que disparaban a placer.

Pues fiel a su promesa, el Rey Iván, liderando a los paladines de Tormo, había caído sobre los monstruosos montañeses. 

En ese momento, uno de los adultos, tres metros o más de alto, consiguió aferrar con sus velludas manazas la pata de una de las águilas que con frenesí batía sus alas. Desesperado, su jinete golpeaba con su maza cargada de crepitante electricidad la dura cabezota de su enemigo, quien no renunciaba a su presa. En tanto que su cachorro, levantando con ambas manos una de aquellas rocas que tanto daño habían causado, corría hacia él con rabia homicida. El primer golpe cayó sobre su espalda, el segundo sobre el costado, el tercero y último aplastó la cabeza de Adam el Jovial. Nunca volverían sus canciones a animar la velada en taberna alguna. Sólo entonces liberó el gigante la tenaza que la retenía y ésta, al faltar su jinete, emprendió el vuelo de regreso al Nido de Rayos.

Por su vida luchaba allí Uriah, nunca había estado tan cerca de ascender a los Bastiones de los Señores del Valor, como aquél día. Espolón atravesaba con sus garras el amplio pecho de su enemigo, con su pico laceraba las abultadas mejillas y él, la magia divina de Tormo corriendo por sus venas, lanzaba un golpe tras otro, que resonaban como truenos. 

Y sin embargo, aún con el favor del Justiciero, su desempeño palidecía en comparación con el del buen Rey Iván.

Si las águilas de sus paladines rivalizaban en tamaño con sus adversarios los gigantes menores, Sangraal lo hacía con los verdaderos gigantes.

Si era el trueno el poder de la maza de Uriah, el del martillo del Rey era el mismo rayo.

Rampante, el leal grifo destrozaba incluso las costillas de sus desmesurados contrincantes, mientras su pico dorado buscaba sus grandes ojos redondos.

Pero ni Uriah, ni Iván, podían estar en todas partes. Entre dos gigantes atraparon con un saco a Encapuchada, la más joven de las águilas, la arrancaron sus alas y a Jerome su paladín le quebraron los huesos, lo derribaron, y lo ahogaron como si fuera un indefenso recién nacido.

No quedó su crueldad impune. El propio monarca se encargó de vengar a su camarada. No tenía Sangraal nada que temer por luchar con las zarpas sobre la tierra. A una señal de su jinete, emprendió la carrera contra ellos. Iván concentró su energía espiritual y la desató contra el menor de los gigantes, que quedó paralizado, los ojos en blanco, los brazos como troncos de árbol colgando. De lleno recibió en su pecho todo el poder divino canalizado a través del martillo de Iván, brillante como una estrella que hubiera descendido de los cielos.

Humeando igual que si un meteorito lo hubiera golpeado se derrumbó el primer gigante. Con un coraje y un orgullo acorde a su tamaño se revolvió el segundo contra el justiciero rey. Pero era su defensa perfecta, un torbellino de luz eléctrica, infranqueable, y Sangraal no perdía ocasión de empapar en sangre garras y pico. Así, juntos lo dieron muerte, pero con mucho más esfuerzo que al primero.

Derrotados los varones adultos, las hembras y cachorros supervivientes, en torno a media docena, no más, emprendieron la huida hacia el Trono Nuboso. 


—¿Los perseguimos, mi señor? —ansioso por descargar su furia sobre ellos, preguntó Jebediah el Moreno, hermano mellizo del caído Jerome el Rubio.

—No —desestimó su implícita súplica con tristeza por la pérdida de sus camaradas—. Es aquí donde mayor bien podemos hacer, luchando por los vivos. Además, esta batalla se ganará o se perderá en los flancos…


En esos términos se expresaba el monarca, cuando el viento les trajo el sonido de cuernos. Pero no graves y orgullosos como los de sus aliados enanos, cuyo objetivo era reforzar el coraje de sus tropas, sino lúgubres y siniestros, preñados de amenazas, destinados a atemorizar los corazones de sus enemigos.

La élite forqz salía del bosque envuelta en sombras y con ellos hacía por fin su aparición el caudillo que tantas desagradables sorpresas les había preparado a los defensores del reino.


Bueno, bueno ha estado bien. En breve más. Hoy os dejo con Clamavi de Profundis y su versión de la B.S.O de "El Hobbit": "Far Over The Misty Mountains Cold":


        

No, no es metal. Esta vez no. Además si os gusta tienen más temas inspirados en la obra de Tolkien que tal vez os resulten interesantes.


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