(Ital el JDRHM): La Ciudad bajo la Ciudad 8: Uriah (El Flanco Izquierdo y los Comerranas)

     Entrada número 100 del blog. Vamos a por otras tantas ¿Qué os parece?

    Bueno, hoy, en uno se esos cambios de enfoque que me tenéis que soportar, paso, de lo más alto, a lo más bajo. De reyes y reinas, a la sufrida infantería. De nobles paladines, a degolladores de baja estofa. Viejos conocidos, todos ellos han aparecido antes.

Rello (Soria) Pueblo Medieval Amurallado

Entre tanto, las vanguardias de hostigadores habían derramado la primera sangre. Las larvas guorzs, como despectivos los llamaban los enanos, corrían dispersos, chapoteando casi a cuatro patas, para minimizar las bajas causadas por las tropas de proyectiles a las que pretendían llevar al cuerpo a cuerpo. Los jóvenes forrajeadores armados con sus jabalinas, sus números reforzados por los batidores irregulares y sus arcos de caza, los habían salido al paso. Equipados de forma aún más ligera, los apoyaban honderos aportados por la Orden de Aubea, voluntarios de última hora reclutados de entre sus porteadores. Los guerreros dancos, en cambio, altos y orgullosos, con sus petos circulares atados por cintas de cuero a la espalda, sus lanzas, sus amplios escudos y sus largas espadas, se mantenían a la expectativa, esperando piezas mayores. Si a caso un grupo especialmente numeroso de asaltantes amenazaba con atrapar a sus aliados, a una señal de su othain, caían sobre ellos con fría furia, descabezando a sus campeones tatuados, para retirarse después, alejando a los gribzs de su objetivo. De esta manera, entre todos los iban acercando al risco de De la Turbera y a sus empalizadas repletas de expertos arqueros. Así, sangre roja y negra corría por los marjales y se entremezclaba con el fértil limo fangoso.

En medio de aquella vorágine estaban envueltos los Comerranas, luchando con denuedo por sus vidas.


—¡Moveros, mocosos de mierda! —vociferaba el fornido batidor que los mandaba, su ancho cuchillo de caza hasta la empuñadura empapado en humeante y negra sangre— ¡Moveros, me cagüen las putas!


No le hacía falta añadir que se refería a cualquiera de sus madres. Desde el primer momento había dejado claro lo mucho que le desagradaban, lo mismo los muchachos, que la encomienda. 


—¡Retroceder, piojosas ratas de río! —los ordenaba con malos modos— ¡A las empalizadas, joder!


No, Marcial no tenía un ápice de heroísmo en su encallecido corazón. Criado en las calles del Barrio Bajo, había visto en el ejército, la manera de conseguir un techo y un plato de comida, y en el cuerpo de batidores, el modo de rehuir el frente de batalla. Sin embargo, muy a su pesar, pragmático y despiadado, había destacado en el desempeño de sus misiones de exploración, lo que había llevado a sus superiores a promoverlo a instructor y líder de los jóvenes reclutas.


«Esta es la recompensa por un trabajo bien hecho, un trabajo aún más difícil, me cagüen…» Pensaba mientras miraba malencarado a los cabecillas de los autodenominados Comerranas. «Estos dos me van a dar problemas.»


En efecto, los jabalineros prestaban más atención a las indicaciones de los jóvenes Gilbert y Román que a las suyas. Tampoco es que buscaran activamente minar la autoridad del veterano, pero en nada había éste procurado ganarse su respeto. 

Gilbert, con sus ojos chispeantes y despiertos, en cambio, había demostrado ser capaz de mantener la cabeza fría frente a las provocaciones de Marcial, sin dejar de tener detalles con ellos: una capa o una manta, un poco de comida extra, unas vendas limpias… En tanto que el moreno Román, que le sacaba una cabeza a sus compañeros, a tan pronta edad, era ya un prodigio de fuerza y resistencia. Durante los largos días de marcha, no había dudado en cargar con los pertrechos de aquellos debilitados por las magras raciones de comida o las fiebres transmitidas por los mosquitos. 

Así que, no solo los Comerranas procuraban mantenerse cerca de ellos, sino que también miembros de otras partidas de hostigadores, diezmadas en la intensa lucha, buscando la seguridad del número, se les iban uniendo.


«Mierda, mierda, mierda. Estamos atrayendo la atención.» Juraba Marcial.


Ilustración de Paizo

Efectivamente, cada vez más gribzs se arremolinaban en torno a los muchachos, incrementando la presión sobre ellos. Entre los chapoteos, el entrechocar del metal y los gritos de dolor, Marcial podía oír los penetrantes chillidos y el traquetear de huesos que acompañaban la danza de los encapuchados chamanes. Un miedo atávico inundó su corazón y un sudor frío le recorrió la espalda. Giró la cabeza a un lado y a otro. Los Comerranas y los demás hostigadores mantenían la posición. Gilbert se dio cuenta del cambio operado en su superior y pegó un codazo a Román. Los pequeños guorzs que los asaltaban atacaban ahora con ferocidad creciente, resistiendo heridas que antes los dejaban fuera de combate. Era hora de retroceder, pero los salvajes de dientes puntiagudos no aflojaban su presa.

Entonces, un silbido tras otro atravesó el aire y una flecha tras otra se clavó en los semidesnudos humanoides. Eran los batidores a caballo, que tras rodear el risco, alargaban sus líneas para disparar a placer a sus enemigos.

Marcial les dedicó una de sus miradas turbias, entrecerrando los ojos. Había intentado que lo admitieran en las unidades montadas, pero, chico de ciudad cómo era, no sabía montar, ni siquiera de perros y gatos callejeros sabía, y fue rechazado.


—¡Vaaamos! —bramó, despachando de un tajo a otro enemigo— ¡A las empalizadas, joder!


Esta vez, liberados momentáneamente del abrazo mortal en los que los habían tenido sujetos, los muchachos obedecieron. En su retirada, algunos se desprendieron de sus restantes jabalinas y maltrechos escudos. Aquello molestó al joven Gilbert, que chilló:


—¡Si es amarillo, aguanta y dispara! ¡Si es verde, dispara y corre!


Tras lo que se detuvo y dio la vuelta para arrojar una jabalina contra sus perseguidores. Para contrariedad de Marcial, muchos otros, inspirados y avergonzados a partes iguales, siguieron su ejemplo, rechazando a los salvajes gribzs. 

Así se dieron cuenta de que Román no les acompañaba. En vez de ello, un torrente de cuerpos cubiertos de barro corría a su alrededor dejándole atrás, mientras él los asestaba un lanzazo tras otro y, varios metros delante suyo, un chamán lo señalaba y golpeaba el suelo con su cayado adornado de cráneos chillando:


—¡Edim! ¡Edim! ¡Edim guok!


El no entendía lo que pasaba. Sentía el corazón latir acelerado, golpeando en su pecho, como si quisiera salir de la caja de sus costillas. Estaba aterrado como nunca antes lo había estado. Enseñaba los dientes como un animal acorralado. No podía pensar. No quería pensar. Quería salir de allí. Quería correr. Y aquellas criaturas, todo piel y huesos, ruido y odio le bloqueaban el paso. De modo que, con un rugido animal, echó a correr en línea recta, directo contra lo que percibía como el origen de ese ruido ensordecedor, de ese odio aterrador que lo golpeaba físicamente.

Viéndolo, Gilbert y unos pocos Comerranas dieron media vuelta y dirigieron sus jabalinas contra los gribzs que rodeaban a su amigo. Renegando, Marcial echó mano de su arco de caza, y disparó una flecha certera tras otra.


«Sabía que estos dos me iban a dar problemas.»


Estaba pensando en eso, en lo cómodo que estaba a esa distancia de la lucha y en que no iba a dar un paso más, cuando de repente sintió un dolor agudo en la pierna. Una de aquellas bestezuelas, malherida y henchida de malicia, se había hecho la muerta hasta esperar su oportunidad. Y ahora mordía con fuerza al zonrozao, mientras le acuchillada con un estilete roñoso. Marcial perdió pie, dejó caer su buen arco de tejo, se zambulló en las aguas embarradas, sujetó el brazo armado de su oponente y aprovechó su mayor peso para hundir su cabeza calva bajo el agua. A su alrededor oía gritar su nombre. Venían en su ayuda. No la necesitaba. No era su primera pelea en el barro. Tampoco sería la última. Con la mano libre, agarró del pescuezo a la criatura y apretó, y apretó, y siguió apretando hasta que los afilados dientes dejaron de morder su pierna para intentar respirar un aire que no había bajo el agua y el humano le impedía alcanzar.

Victorioso y satisfecho consigo mismo, se alzó Marcial. Cojeando, desdeñó la ayuda que los muchachos le ofrecían y recuperó su arco. Estaba dolorido, empapado y harto de todo aquello.


«Si salgo vivo de esta, voy a montar una taberna, con timbas de cartas y putas.» Decidió en ese momento, mientras se apoyaba en su arco y caminaba hacia las empalizadas.


Tras él, Gilbert y un danco cargaban entre los dos a un Román cubierto de heridas y los gribzs se retiraban al fin. De algún modo, la antinatural ferocidad de la que habían hecho gala durante los primeros compases de la batalla, los había abandonado. De tanto en tanto, otros líderes de hostigadores y otros dancos se acercaban a ellos y felicitaban al mocetón, que asentía sin dar muestras de entender nada. Luego volverían los recuerdos, y con ellos las pesadillas, y los ataques de pánico en mercados y festivales. Pero ahora todos miraban con esperanza a la empalizadas de De la Turbera, pues del bosque continuaban saliendo más y más enemigos. 

Era el turno ahora de los turbulentos hobzs, con sus justillos de cuero y sus ropajes de brillantes colores, armados con la heterogénea colección de armas conseguida en los campos de batalla conquistados bajo el estandarte del Gusano Rojo.


—¡Yabaçamur! ¡Yabaçamur! —gritaban, sin que sus oponentes supieran qué significaba— ¡Yabaçamur!


Y no venían solos. A su izquierda, justo en frente del risco y las empalizadas, una larga hilera de carros, cargados de guerreros forqzs, equipados con pesadas armaduras y protegidos con grandes escudos, empujados desde atrás por pesadas jaburies de cría, aún más grandes que los machos que usaban como monturas, avanzaban decididos hacia sus puertas. Reagrupando a su paso a los menguados gribzs, o aplastándolos inclementes, si se negaban a reemprender el ataque. 

En tanto que a su derecha, los poderosos gigantes menores, protegido su flanco por los temidos jinetes de jaburies, enfilaban de frente contra los arcabuceros y alabarderos khavil, arrastrando tras ellos pesados sacos.

Aquello no era lo esperado. El desconocido caudillo guorz no seguía las pautas previstas, recordó Uriah haber pensado. Y todavía seguía oculto en el bosque, envuelto en las sombras conjuradas por sus chamanes, mientras ellos viraban siguiendo a su rey, dispuestos a acudir en ayuda de los khavil.


Hasta aquí llegamos hoy. En las entradas anteriores disfrutamos de la altura de miras, los ideales y el esplendor de la épica, en esta hundimos los pies en el barro y el pragmatismo del grimdark. Si os desconcierto, os puedo recomendar leer la novela corta Bartek el Vencedor del premio Nobel Polaco Henryk Sienkiewicz, el escritor de "Quo Vadis". Lectura de juventud que preconfiguró parte de mi manera de entender según que cosas.

Y de propina, un video musical que me a acompañado estos días en los que iba perfilando el relato: "Querida Milagros" de El Ultimo de la Fila y que yo siempre llamaba "la del soldado Adrián".




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