(Ital el JDRHM) Caminos Separados 26: Caethdal y Adrastos

 


Las llamas devoraban el vientre de El Atrevido. De la bodega, por los ojos de buey, por la trampilla de cubierta y por entre las cuadernas subía el humo grasiento y apestoso. La cabullería y el velamen de repuesto almacenados a bordo, alimentaban el incendio comenzado por las vengativas prisioneras. Era cuestión de tiempo que las llamas aflorasen al exterior, alertando tanto a los indolentes aduaneros, como a la ciudad misma, sin necesidad de que la luz del amanecer iluminase el firmamento.

Caethdal era consciente de esto, y de cómo la vitalidad robada le devolvía las fuerzas perdidas. De nuevo fundido en la oscuridad, la herida de su pecho había dejado  de sangrar, pero distaba mucho de estar curada. Bien sabía el mago, que tan pronto disipara su conjuro, o agotara sus reservas mágicas, volverían el dolor y la hemorragia.

—¡Ya tenemos lo que queríamos! —gritó con la garganta reseca— ¡Vámonos!

Y diciendo esto, se agachó para recoger su espada con la mano quemada, por el momento insensibilizada, y retrocedió en dirección al trinquete, sin perder de vista a sus compañeros, que en ese momento daban cuenta de otro de los guerreros channas. Ya sólo quedaban frente a ellos dos de aquellas criaturas armadas con arpones y su líder, que se disponía a proyectar otra de sus descargas eléctricas, cuando el navío se sacudió como una montura salvaje que rechazase a su jinete, desbaratando se concentración.

Todos a bordo trastabillaron, pugnando por no perder el equilibrio, aferrándose a lo que pudieron, un par de channas cayeron por la borda. Las esgembresas se abrazaron con todas sus fuerzas a la barandilla de proa. La niña lloraba como si su vida dependiera de ello. La adulta la cubría con su cuerpo. La cuerda que subieron a cubierta, y habían amarrado al asidero que más sólido las pareció, el palo de trinquete, se sacudía como un látigo amenazando con golpearlas.

Por el costado de estribor, una columna de agua, oscura, ensordecedora, coronada de espuma, se levantaba hasta la altura de la cofa. En su interior se adivinaban los palpitantes corazones luminosos de los elementales de Adrastos, arrastrados por la fuerza del agua, debatiéndose por liberarse, así como los cuerpos exánimes de varias criaturas.

—¿Pero qué se propone ése hombre? —exclamó Selid con los ojos fuera de sus órbitas, alejándose de sus adversarios, que, ocupados como estaban en no caerse, no le prestaban atención.

—¡No creo que sea cosa suya! —contestó Drinlar, al tiempo que esquivaba un barril rodante y se ponía a su par— ¡Mira allí! —añadió señalando al channa de la aleta carmesí.

En efecto, el portador del Corazón del Rey, harto de convocar en vano a la bestia serpentina que dormitaba en el lecho de la bahía, sus llamadas incapaces de romper el sopor de la criatura, reforzado por las habilidades de Szim, recurrió a las suyas propias. Dando un paso al frente, desplegó su llamativa aleta dorsal con forma de vela, estiró sus largos brazos cubiertos de escamas color turquesa señalando a estribor, a la oscura masa de agua sobre la que se mecía la pinaza defendida por Adrastos, e hizo el gesto de agarrar y jalar, como si de una red tirase, una vez, dos veces, tres veces, y cuanto más insistía, mayor era el volumen sometido a su voluntad, mayor altura alcanzaba la columna y más violento era el balanceo del barco.

—¡Nos quiere ahogar a todos! —gritó Selid, encarándose con los restantes guerreros, dispuesto a enfrentarse a ellos con tal de acabar con el aquamante.

—¡Detente! —le ordenó Drinlar— ¡Ocúpate de ellas! —gritó señalando a las prisioneras, paralizadas y mudas, mirando a la masa de agua, como si fuera el mismísimo dios de la muerte, que viniese a buscarlas.

Junto a ellas se alzaba Caethdal, imbuido de sombras, había envainado su espada, con un alarde de reflejos, agarró la cuerda que amenazaba a las mujeres y la enroscó en torno a su antebrazo, mientras con la mano libre trazaba en el aire los signos de un conjuro de mayor nivel.

—¡Alejaros de ellos! —los avisó, perentorio.

A lo que sus compañeros respondieron echando a correr en su dirección, perseguidos por el channa con los bigotes de bagre y uno de los guerreros restantes.

—Cráter de Malembeth —susurró el mago, casi con dulzura.

Y sin embargo, su voz pudo oírse en toda la cubierta, apagando todo otro sonido. Ni el retumbar de la columna de agua, ni el crepitar del fuego que lamía ya el palo mayor, ni el crujido de las torturadas cuadernas, ni los chillidos del channa de la aleta carmesí, que giraba entonces sobre sí mismo como si fuera a lanzar una red sobre los intrusos, pudieron imponerse a esas tres palabras, pronunciadas con el mismo sentimiento que si fuesen el nombre del ser amado.

Ante la atónita mirada de los presentes, la madera del palo mayor se hinchó hasta el doble de su diámetro, antes de que haces de energía oscura lo desgarrasen de dentro afuera para luego explotar, convirtiendo un tercio de su longitud y parte de la cubierta en astillas. La criatura más cercana soltó su arpón y quiso correr por su vida, pero las aguzadas astillas la alcanzaron, perforando músculos y órganos, derribándola para que la esfera de energía negativa conjurada por el mago, creciendo a cada latido, como un corazón que bombease muerte en vez de vida, lo engullera y abrasase.

Mismo destino pudo tener el aquamante, que, alcanzado en un ojo por las astillas, interrumpió su baile ritual, llevándose mientras chillaba, dolorido y rabioso, la mano palmeada al ofideo rostro, permitiendo que la descomunal columna de agua cayese sin control sobre cubierta, pero retrocedió a tiempo. Menos suerte acompañó a los otros dos combatientes, pese a todos sus esfuerzos por resistir el embate de la monstruosa ola, arrastrados ambos por la borda de babor, el guerrero restante y la criatura de placas óseas en la espalda y bigotes de bagre. 

Aquel lance, liberó a los elementales atrapados por la insólita habilidad del líder channa, que volvieron a proteger a su invocador, al tiempo que anegó de agua salada la bodega, sumando vaharadas de vapor de agua al pestilente humo.

—¡Se acabó! —gritó Drinlar, sujeta a una maroma de carga, empapada de arriba abajo, la capucha arrancada en algún momento de la lucha, el pelo castaño chorreando— ¡Vámonos de aquí!

—¡Aún podemos arrancarle el Corazón! —protestó Caethdal, airado.

—¡Loco sanguinario! —sin comprender de qué hablaba, se le enfrentó Selid, todavía espantado ante la magia negra desatada por el diantari.

Ambos se encararon con evidente hostilidad, torciendo con desprecio sus facciones como talladas en mármol el elfo, dominando la escena con su mayor altura, empuñando sus armas con fuerza, hasta blanquear sus nudillos, tenso como una cuerda de arco, listo para saltar, el humano.

—¿Qué tienes tú que decir? —en tono venenoso le espetó el mago, señalando con un ademán a las fugadas— ¿Acaso no has hecho lo que has querido?

No tuvo oportunidad de decir más, de una zancada, Drinlar se interpuso entre ambos, fulminando con la mirada a uno y a otro.

—¡Que se acabó, he dicho! ¡Tú —siguió, sin darles tiempo para reaccionar, dirigiéndose al guerrero—, son tu responsabilidad, ayúdalas a bajar! ¡Y tú, Caethdal, baja y cúbrenos!

Este último quiso protestar, pero la joven craistari le puso una mano de largos dedos sobre el pecho, y con la otra apuntó al cielo, y lo que vió, lo frenó en seco: Loiv asomaba por el este, y las siluetas de las lanchas aduaneras se acercaban a su posición. Crispado, le dedicó una mirada cargada de codicia al Corazón del Rey, mientras su portador y el resto de channas saltaban al agua, para escapar de unos y de otros.

—Que desperdicio de poder —torció el gesto disgustado—. Si ni siquiera lo han usado.

Y dicho esto, su cuerpo de sombras se deformó, escurriéndose por la borda, hasta recuperar forma y sustancia a bordo de la pinaza. Allí encontró a unos fatigados Adrastos y Szim. El paladín de Istol, empapado de agua del mar y de sangre,  sonreía con orgullo y ferocidad. Del pico de ibis goteaban sangre y sesos, las fabulosas joyas de sus ojos cubiertas de los restos coagulados de sus enemigos, el hermoso escudo, con su blanco delfín irreconocible, astillado y deslucido, el reborde metálico machacado. El osrhan, en cambio, continuaba su duelo mental con la criatura de los abismos, uno tras otro había agotado los conjuros druídicos de su bastón y se fiaba ahora a su mera habilidad innata. La mayor dificultad residía en localizar a sus objetivos, después, en mantener el contacto con ellos en la distancia, para solventar ambos retos, Szim contaba con la ayuda de su cayado, precioso regalo de los adeptos de Silvara.

El truco —recordaba las lecciones de los ancianos de Shislaran, frunciendo el ceño—, consiste en amplificar sus sensaciones, animar a seguir los dictados de su naturaleza, no en imponer tu voluntad —así le dijeron y ése modo de actuar adoptó como suyo.

Una vez entre ellos, Caethdal los miró y asintió sin decir nada. No sabía qué se traía el otro elfo entre manos, pero guardó un prudente silencio. Adrastos se lo agradeció con un asentimiento y aflojó el cabo que mantenía a la pinaza sujeta a la cadena del ancla de El Atrevido. En lo alto se adivinaban las formas de Selid y Drinlar bajando por esa misma cadena. Llevaban a hombros a las prisioneras. Iban despacio, por la carga y por lo resbaladizo del metal. La mayor se abrazaba con fuerza al cuello de la elfa, la niña iba a la espalda de Selid. De improviso, el barco se balanceó, el mantenimiento defectuoso, el fuego, la lucha, el agua derramada… demasiados daños para su maltratado mascarón.

—¡Se hunde! —gritó Adrastos, fatigado— ¡Daos prisa!

—Hemos de alejarnos —comentó el mago—, o la succión nos arrastrará con él.

Los gritos de urgencia y la cada vez más acusada inclinación del navío asustaron a las prisioneras. La mujer hundió la cara en el pelo mojado de Drinlar y se aferró a ella hasta casi impedirla respirar, el calzado prestado, demasiado grande, cayó al mar, pero ella se mantuvo firme. La niña no, cansada y asustada, al oír los chapoteos de las botas al caer, empezó a llorar, tal vez pensando que eran sus captores que regresaban, y  miró hacia abajo. La debilidad y el vértigo hicieron el resto, las fuerzas abandonaron sus bracitos enclenques y se soltó, un pequeño bulto, envuelto en blancas ropas revoloteantes, cayendo directamente contra Szim.

Adrastos gritó. El osrhan abrió los ojos ambarinos, súbitamente de regreso de un mundo de arena, rocas, oscuridad y tenues corrientes, a cuyo hipnótico son, bailan las algas, desconcertado  por la interrupción, miró a derecha e izquierda, pero no pudo hacer nada. Caethdal lo apartó de un empujón y, todavía protegido por sus conjuros, recogió a la niña en brazos justo a tiempo. Luego se dejó caer, la espalda contra el mástil, y se sentó, dispersada su magia, las heridas abiertas de nuevo.

—¡No sabes lo que has hecho! —protestó Szim, izando la vela y aprestando la pinaza para salir de allí.

—He salvado a la mocosa —riendo, incrédulo, llevándose la mano sana al costado, tratando de contener la hemorragia—. He salvado a la mocosa —repetía, mientras ella hipaba y le miraba con los ojos tiznados y llorosos muy abiertos.

—Y te has llevado una buena —se acercó el paladín, retirando su mano de la herida para poner la suya, elevando una plegaria a su divinidad, transfiriendo parte de su vitalidad al mago, mientras un aura de energía azul rodeaba su palma y a su contacto la perforación cicatrizaba, sustituyendo con tejido sano el cruel desgarro causado por la salida del arpón.

Así los encontraron sus compañeros, una vez terminaron su azaroso descenso. Reprimiendo un grito, la mujer corrió hacia la niña y comprobó que estuviera sana y salva. Después, la tomó de la mano, para separarla del mago negro, pero, cosa rara, en un primer momento, ella no quiso separarse de él. La mujer insistió de nuevo, y no fue hasta que Caethdal asintió, que la niña no obedeció, pero, aun así, se sentó entre ambos, sin dejar que su madre, pues  se comportaba en todo momento como si lo fuera, se interpusiera entre ellos.

—Se acerca —anunció Szim, soltando amarras del todo.

—No creo, El Atrevido se hunde —negó Drinlar con la cabeza—. Los arrastraría, y los aduaneros lo saben.

—¿Los aduaneros? —exclamó el elfo— ¿Quién habla de los aduaneros?

—¿Pues a qué te refieres? Yo no veo nada

—A la Sangre de Thalis.

Dicho esto, una sombra  más oscura circunvaló al barco y a la pequeña pinaza, provocando una nueva perturbación en la superficie. Era grande, muy grande, una forma serpentina, el doble, o más, de ancha que la más pequeña de las embarcaciones y tan larga o más que la carabela. Ascendía perezosa e intrigada, moviéndose en círculos, merodeando a su presa.

—¿No puedes hacer nada? —preguntó Selid.

—Ahora está despierta y alerta —negó el osrhan—. Adrastos, amigo, te toca otra vez.

—Y no queríais que viniese —bromeó sonriendo bajo la barba empapada.

Sacando un cuchillo del cinto, se cortó la palma de la mano, cerró el puño y, extendiendo el brazo, permitió que las gotas de sangre, imbuidas de la magia azul de su dios cayeran por la borda, formando un nuevo elemental tras otro. Por más que carecieran del poder necesario para enfrentarse a la estirpe de su antigua enemiga, ellos los sacarían a todos de allí antes de que la bestia se abalanzara sobre su embarcación. 

Antiguo y amargo era el rencor que se procesaban Istol y Thalis, durante eras sin cuento se habían enfrentado, ellos y sus criaturas, por el control del líquido elemento, de modo que, percibiendo su mutua presencia, la serpentina criatura aceleró su ascenso, provocando un mayor oleaje, en tanto que, la mitad de los elementales se sumergían a su encuentro y los demás impulsaban la pinaza de regreso a la costa.

Los compañeros aún tuvieron tiempo de ver, como la gigantesca criatura emergió junto al costado de la galera, sus fauces partiendo al medio un remolino conjurado por la sangre de Adrastos, su corazón luminoso palpitar y apagarse, para luego zambullirse de nuevo, atrapando a otro más con un espasmo violento de su sinuoso cuerpo cubierto de escamas del color del jade, sacudiendo a la desarbolada galera de un lado para otro, como si fuera un barco de juguete, hasta terminar por volcarla y desaparecer ambas, tragadas por las olas. Tal vez su furia aplacada por la llamada del Corazón del Rey, tal vez no.

—Así que eso era lo que te tenía ocupado —dijo Drinlar.

—Eso era, si —contestó Szim.

—Pero vinimos a por respuestas y nos llevamos más preguntas —intervino Caethdal desde su asiento, visiblemente recuperado.

—Alguna respuesta tendremos aquí —dijo ella, abriendo su mochila, cargada con los diarios de a bordo, permitiendo a Adrastos sacar uno de ellos y mirarlo con reverencia al ver el nombre de su viejo amigo y mentor en él.

—Algo sacaremos en claro de entre todos estos legajos —asintió el mago, sacando el ensangrentado  cartapacio de debajo de su ropa, 

—Júntalos con estos —dijo el venagozariano ofreciendo las cartas marítimas del cuarto del timonel.

—Vamos a necesitar ayuda con todo este papeleo, vaya que si vamos a necesitar ayuda —silbó como respuesta Adrastos.

—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó ella.

—Oh si, claro que sí —contestó él, adoptando de nuevo las maneras del tabernero socarrón—. A Englund le va a encantar todo esto, claro que sí.

—¿Englund?— intrigado, preguntó el mago— ¿Englund de Atsocar? ¿Todavía sigue en esta ciudad?

—El mismo que viste y calza —se rio el thaossiano—. El mismo que viste y calza.

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