(Ital el JDRHM) Caminos Separados 25: Drinlar y Caethdal

 


Espoleada por la urgencia y por sus disciplinas mentales, la esbelta figura de Drinlar, arropada por el manto de sombras conjurado por Caethdal, se movía con celeridad sobrehumana por entre sus adversarios, dejando tras de sí un reguero de miembros cercenados. Los espigados channas que habían regresado primero a El Atrevido no estaban a la altura de sus habilidades, tanto las sombras, como la estela de vapor en que devenía el sudor de su piel cobriza, al evaporarse como consecuencia de su metabolismo acelerado, los confundía. Y ella, animada por una furia sorda, descargaba en ellos el dolor que su impostura le causaba. Aquel navío había sido el silencioso testigo de momentos clave de su vida, el rescate de su familia cuando huían de la destrucción de Anquei, sus primeras aventuras al servicio de Meldoried, su primer beso... Sí, bien podía ella afirmar que sus recuerdos más dichosos los había vivido a bordo de El Atrevido, bajo la tutela paternal de su capitán y la compañía de Caethdal.
     Pero aquél era un Caethdal del todo diferente al que luchaba a su lado. Uno luminoso, sonriente, capaz de infundir seguridad y esperanza a quienes lo rodeaban. No la figura sombría, sarcástica y despiadada con que se había encontrado en Esgembrer. Tanto el barco que fue su salvación, como el amigo que fue su amante, habían sido ambos maltratados, convertidos en lo opuesto de aquello que fueron. Su vista hería mucho más de lo que había dejado traslucir. Sus vivencias de ayer se veían empañadas por la cruda realidad presente. Evocarlas ya no la reconfortaba con la misma calidez que le había dado fuerzas para seguir, para reencontrarse con él.
     La ilusión había sido truncada, el lugar de ensueño, tornado pesadilla, pero en su pecho aún ardían los rescoldos, todavía habitaba la esperanza, y conforme combatían juntos al mismo enemigo, con mayor fuerza brillaban, alimentando su espíritu.
     Entre su gente, de largas y pausadas existencias, pacífica sociedad, y vida sosegada, en equilibrio con el entorno, el tumulto del cambio era una experiencia traumática, opuesta a su naturaleza, algo «propio de humanos», como diría Caethdal y aquellos de su parecer, «de efímera existencia y mutable naturaleza». Por eso, aún arrastrados por la tormenta de los siglos, ella y los suyos se habían mantenido fieles a los viejos modos de vivir, respetando los antiguos pactos, venerando a los mismos dioses y practicando las mismas artes. Pocas veces uno de ellos había quebrantado las costumbres de su pueblo como el hijo de Meldoried había hecho, y todas y cada una de ellas habían deparado trágicas consecuencias para sus congéneres.
     Este, por su parte, continuaba lanzando descarga tras descarga de energía oscura, hostigando a sus adversarios, siguiendo la estela dejada por Drinlar, pegado a ella como si fuera su sombra, una sombra imposible bajo la luz menguante de la luna azul, que protegía a la joven de los últimos channas en sumarse a la lucha. Eran éstos más corpulentos y feroces. Había sido la falta de determinación de sus enemigos lo que les había permitido llevar la iniciativa, pero no era voluntad de lucha algo de lo que sus nuevos adversarios carecieran. Al contrario, dirigidos por un espécimen de mayor tamaño, de grises escamas y protuberancias óseas todo a lo largo del espinazo, en cuyo morro destacaban largos apéndices como los bigotes de un bagre, los restantes channas espigados se replegaron, rodeando al poseedor del Corazón del Rey, y retrocedieron hasta el camarote del capitán, donde se habían ido reuniendo los heridos, dejando que fueran los crueles y aserrados arpones de sus compañeros, los que llevasen el peso de la lucha.
     Entre muertos, heridos, acobardados y combatientes, Drinlar calculó que en la cubierta había dos docenas de criaturas. En tiempos del capitán Filodiel, tres docenas de avezados marineros componían la tripulación de El Atrevido, haciendo un quiebro para evitar un arpón, se apoyó en la barandilla de estribor y se asomó fugazmente por la borda. Una esfera de energía del color del mar profundo cubría la pinaza, que estaba rodeada por los cuatro costados de torbellinos de agua salada y de espigados channas que se zambullían evitando sus ataques.
     Habían perdido la iniciativa en aquella lucha. Debían retirarse. Pero para lograrlo necesitaban recuperar el control de los acontecimientos. Entonces, sin dejar de parar y devolver los golpes que la dirigían, dijo para que Caethdal la oyera:
     —Jaque al rey.
     Y sin mirar atrás, con la confianza de años de combates juntos, Drinlar recurrió a sus disciplinas para saltar de sombra en sombra, dejando a unos confusos channas mirando al vacío que antes ocupase, y aparecer de regreso en el camarote del capitán, a espaldas del channa de la roja cresta. Sin tiempo para dudar, la joven guerrera lanzó un tajo cruzado con ambas armas contra la desprevenida criatura, pero quiso la fortuna que uno de los channas estuviera curioseando entre los libros del arcón y la viese, cargando con su hombro contra ella, desequilibrándola, convirtiendo su ataque mortal en heridas superficiales.
     —¡Sácame de aquí! —gritó ella frustrada por el fracaso de la maniobra mil veces ensayada.
      Pero su compañero, su amigo, su amante, no había saltado tras ella. En lugar de ello, Caethdal mantenía un mano a mano con el feroz channa de escamas grises, la espada desenvainada, la mano izquierda bañada en sombras solidificadas y afiladas como cuchillas. Los espectros de poder desean ser usados en sus propios términos y según su naturaleza. Y Malembteh era celoso y egoísta con aquellos a quienes favorecía. Al sentir el recurso a su poder para ayudar a quien, por más que lo negase, despertaba en él sentimientos que quería olvidados, con regocijo maligno, lo impidió, despojando al mago de su forma de sombras, provocando en él un breve momento de perplejidad. Momento que bastó a su masivo adversario para trabarse en combate con él, blandiendo un arpón imbuido ahora de rayos.
     Todo esto pasó en los segundos que tardó Selid en subir a cubierta y cerciorarse de que era seguro para las recién liberadas seguir sus pasos. En un momento estaban luchando Drinlar y Caethdal como un solo ser, una de esas terroríficas manifestaciones de cuatro brazos con que los vendhios gustan de representar a las divinidades y al instante siguiente estaban separados. Peor aún, el mago estaba superado en número y era ahora vulnerable a las armas de sus enemigos.
     —¡Descolgaros por estribor, deprisa! —urgió a las liberadas abriendo mucho los ojos, mirando al costado donde esperaba la pinaza, al tiempo que se llevaba una poción a los labios y lanzaba un par de golpes al aire con su cimitarra para acompasar sus sensaciones con el incremento de su agilidad.
     Las dos mujeres corrieron en la dirección indicada, pero una vez llegaron a la barandilla, se quedaron mirando por la borda, sin atreverse a ir más allá. La más pequeña no pudo reprimir un grito de espanto. La magia desatada por Adrastos era algo desconocido para ellas y no sabían cómo actuar. Además, Selid no estaba pendiente suyo, cogiendo velocidad gracias a su poción, acudía raudo en ayuda del diantari, sus diferencias aparcadas hasta más tarde.
     El mago combatía a la desesperada, cedía terreno a cada envite, sin recurrir ahora a los veleidosos poderes oscuros. Temía por él. Temía por Drinlar. Y sobre todo se reconcomía por dentro, plenamente consciente de la sardónica presencia que, refugiada en los recovecos de su mente, disfrutaba con ello.
     —No soy un mero mago mortal —se repetía ofendido—. ¡Mi experiencia se cuenta en siglos! —se exaltaba.
     La intervención del venagozariano le proporcionó la ayuda que necesitaba para recuperar el terreno y la serenidad perdida. Sus esfuerzos combinados dieron cuenta de uno de los guerreros channas, al tiempo que mantenían a raya a su líder. Por un momento, el elfo se sorprendió de la facilidad con que, pese a sus diferencias, sus movimientos se complementaban. Allí donde su espada contenía el aguzado arpón del enemigo, allí hurtaba el humano la distancia que lo separaba de su objetivo y hería su carne. Así zigzagueaban ambos por cubierta, aprovechando el hueco abierto de la escotilla y el palo mayor para evitar verse rodeados.
     —Es como si siguiera combatiendo junto a Drinlar —cayó al fin en la cuenta, aceptando a regañadientes la valía del humano.
     Mientras tanto, en torno al líder de las criaturas parecía acumularse energía eléctrica, al igual que antes las sombras rodeaban a Caethdal, de repente, la energía recorrió su cuerpo, de las protuberancias óseas de su espalda, a lo largo de su brazo musculoso, y de ahí, al arpón, desatando un haz de relámpagos que barrió la cubierta alcanzando la espada del mago, que la soltó con un grito de dolor, la mano quemada y cubierta de ampollas en un instante, el olor a ozono y a carne quemada impregnando el aire.
     Pero era algo más que su mano lo que se quemaba. En el camarote del capitán, Drinlar, al recibir el golpe del channa, desequilibrada, después de malograr su ataque, dejó caer su tantō y apoyó la mano en el suelo, sintiendo cómo el calor del infierno desatado en la bodega empezaba a subir por cubierta. Sin pararse a pensar, tomó aire igual que si le fuera la vida en ello, y antes de tener que hacer frente a más ataques, saltó de nuevo por las sombras.
     —¡El barco arde! —gritó apenas surgió en cubierta, al otro lado de los channas, mirando acusadora, primero a Selid, que estaba defendiendo a Caethdal de sus enemigos, y luego a las desconocidas, que seguían al lado del trinquete, sin atreverse a bajar del barco.
     —¡Es el sebo de ballena! —contestó, a gritos, la mayor de las mujeres, el pelo revuelto, la cara tiznada y la mirada extraviada, riéndose, histérica— ¡Nadie volverá a enjaularnos, nadie!
     Sin dedicarle una segunda mirada, la joven se volvió de nuevo hacia sus compañeros, que retrocedían en su dirección, para socorrerlos. El incendio en las bodegas había crecido hasta tal punto, que el humo se filtraba por entre las mal ensambladas cuadernas, olía a pescado e irritaba los ojos. En un lance, ocupados por defenderse del líder, otro de los guerreros channas alcanzó en el estómago a Caethdal, perforando su chaleco, su camisa y la carpeta de cuero que llevaba bajo ella. Manó la sangre, roja y espesa. La criatura lo celebró con uno de esos gritos agudos suyos, pero su alegría murió cuando el mago, con un rictus de dolor le puso la mano quemada en su hombro y mordiendo las palabras dijo:
     —Drenar vida.
     Ante los ojos enrojecidos por el humo de los allí presentes, la criatura pareció angostarse, desecarse, envejecer de golpe. Boqueó como si le faltara el aire, en tanto que el mago recuperó la vitalidad perdida, aún sin curar las heridas abiertas, no eran esos los modos de Malembeth.
     —Luna Negra —dijo Selid con desprecio, al tiempo que daba una muerte piadosa a la criatura con uno de sus puñales.
     Nada contestó Caethdal, el mismo despreciaba lo que había hecho. La vida robada animaba ahora su cuerpo, y lo contaminaba. Se sentía sucio, forzado a recurrir a los aspectos más impíos de las artes esotéricas. Pero esos, y no otros, eran los modos de Malembeth, que, complacido, le permitió fusionarse de nuevo con la oscuridad, protegiéndolo y abrazándolo como un amante posesivo.


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