(Ital el JDRHM) Caminos Separados 23: Adrastos y Selid
El agua en torno al bote hervía de actividad, la espuma salpicaba a sus defensores, las olas provocadas por los combativos channas zarandeaban la embarcación. Sus zarpas y dientes, por muy poderosas que fueran, no hacían mella en los elementales invocados por el viejo paladín de Istol. No había sustancia que asir, ni que morder, solo agua salobre, origen de la vida. Sus denodados esfuerzos dispersaban las formas acuosas que los circundaban, pero apenas su núcleo luminoso tocaba el mar, se reconstituían de nuevo, las gotas de sangre de Adrastos palpitando cual diminutos corazones.
Conforme más y más humanoides acuáticos se sumaban a la lucha, mayor era el alboroto. Cuánto mayores eran las turbulencias en la superficie y más channas caían bajo los cortantes ataques de los elementales, mayor dificultad tenía Szim para mantener aletargada a la bestia que dormitaba en el lecho marino. Peor aún, el thaossiano había alcanzado su límite de invocaciones, podría reemplazar a los caídos, de haberlos, pero no aumentar su número, y sus adversarios empezaban a evadir a los entes marinos, tratando de alcanzar a los ocupantes del bote, identificados como el origen de esa magia que no podían dañar.
Inmóvil como estaba el elfo de obsidiana, circundado por la verde energía que emanaba de las runas talladas en su bastón, era presa fácil. El sudor corría abundante por su frente, la salobre espuma le empapaba la ropa, de repente, un chapoteo, ruido de pies descalzos sobre tablones, un borrón verde azulado en movimiento, seguido del crujido de huesos rotos atrajo un segundo su atención. El primer channa que logró abordar el pequeño bote fue interceptado por el escudo de Adrastos, el golpe le destrozó la prominente mandíbula, para después perforar su cráneo aplanado con el pico del ibis. El cuerpo, escamoso y resbaladizo, cayó por la borda, de regreso al mar. Sus compañeros dudaron, es difícil saber cuántos son, se sumergen vertiginosos como un banco de peces, bailando de babor a estribor, han aprendido a eludir a la sobrenatural ayuda conjurada por los solitarios defensores y buscan su oportunidad.
El viejo paladín no desaprovechó el respiro que le proporcionan, entonando una salmodia, mostró su maza a las estrellas y canalizó de nuevo el poder de su patrón. En respuesta, una suerte de energía estática lo circundó, erizando su vello corporal, encrespando sus patillas, barba y mostachos, que aún siendo grises, pasaron a despedir destellos azules, para luego expandirse en torno suyo, creciendo hasta cubrir, protectora, al bote y a sus ocupantes.
Entonces sucedió lo inesperado. Una luz atravesó los ojos de buey en la bodega y el desconcierto cundió entre los channas que se habían sumado al fallido abordaje, varios empezaron a alejarse del combate. El cese del tumulto liberó la presión sobre Szim, que seguía con los ambarinos ojos entrecerrados, sus púrpuras cabellos mojados y aplastados, la ropa empapada pegada al musculado torso, pero sus rasgos perfectos, como cincelados por un artista, distendidos, su respiración más acompasada.
Había sido el venagozariano quien prendiera un quinqué a bordo, no por que él lo necesitara, es más, con las pupilas artificialmente dilatas tenía que desviar la mirada para no deslumbrarse, si no para presentar una imagen humana a quien allí estuviera.
En efecto, tras despejar el paso, había localizado el origen de los angustiosos susurros. En el fondo de la bodega estaban dispuestas dos parejas de jaulas, dos a cada lado, parecían espaciosas y su paja limpia. Tres estaban vacías, en la cuarta se adivinaban dos bultos temblorosos, abrazados el uno al otro. El mayor le daba la espalda a Selid, escudando con su cuerpo al más pequeño, que sollozaba con la cabeza escondida en el pecho de su protector, mientras esté murmuraba palabras de consuelo.
Se acercó despacio, con la cara descubierta, la capucha bajada y las manos a la vista. Depositó el apestoso quinqué de grasa de ballena en el piso, lejos de la paja seca, donde su resplandor no dañase sus ojos potenciados por la poción compartida con Adrastos, y extrajo de su cinturón el juego de ganzúas.
Sus precauciones no obtuvieron el resultado deseado, en vez de eso, ambos cuerpos se retiraron al rincón más alejado de la puerta, la forma más pequeña llorando ahora a más no poder. Entonces las pudo ver, una mujer joven y una niña pequeña, vestían a la moda de las mujeres trabajadoras del Barrio Medio, ropas de buen corte, discretas, la sucia y maltratada tela de una calidad correcta. Tanto la una como la otra compartían los mismos rizos morenos, largos y sueltos los de la pequeña, de tal vez nueve o diez años, y cortos y recogidos los de la mayor, presumiblemente su madre, además de una cara pecosa y una nariz respingona. Además, la mayor presentaba numerosos cortes y moratones en brazos y piernas, a todas luces heridas defensivas que, empero, no habían conseguido quebrar su espíritu, como atestiguaban sus ojos marrones, desafiantes y secos.
Pronto, las miradas de las enjauladas, se fijaron en la meticulosa manipulación del grueso candado que las mantenía aprisionadas. El llanto fue dando paso a la curiosidad, la hostilidad a la esperanza, las manos entrelazadas, una y otra contenían la respiración. El candado sonó como las campanas del juicio y con un chirrido, Selid apartó el pasador y abrió la jaula, retirándose después, para no bloquear la salida, situándose junto al ojo de buey, entonces escuchó los inconfundibles sonidos de lucha y se asomó a tiempo para ver cómo varios channas rodeaban la pinaza en la que estaban sus amigos, mientras otros muchos saltaban a bordo de El Atrevido. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, habían olvidado la naturaleza anfibia de sus oponentes y abusado de su buena suerte, debían reagruparse y salir de allí sin demora, peor aún, había desobedecido a Drinlar y puesto en riesgo a esas dos infortunadas que seguían mirándolo sin atreverse a salir.
—El tiempo se agota —sin dejar de mirarlas a los ojos, con voz firme, las dijo—, si queréis ser libres, seguirme.
Y dando un paso al frente, las tendió su mano morena para ayudarlas a salir de su jaula. La mujer ya no dudó más, se incorporó sobre sus pies descalzos, aceptó la ayuda de Selid, puso su mano menuda y rosada al alcance del venagozariano, que al tomarla sintió las durezas propias de una costurera en ella, y así, los tres dieron la espalda a aquel escenario de horror para volver a ver las estrellas, al menos, una vez más.
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