(Ital el JDRHM) Caminos Separados 19: Caethdal y Fabián
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Tal y como había calculado, las alcantarillas del Barrio Medio estaban despejadas. Las escasas cuadrillas de mantenimiento, y las de caza de alimañas, por lo general, operaban en las horas diurnas. Solamente los inevitables y desagradables roedores se habían cruzado en su camino. El rugido del caudal, amplificado por el eco de los túneles, lo acompañaba y lo aturdía. También le impediría oír llegar al grupo de Drinlar.
—«El grupo de Drinlar» —pensó Caethdal con un amago de sonrisa—, cómo cambian las cosas. Si no hubiera perdido mi poder, ¿seguiría siendo yo su líder?
Pero no era algo que lo inquietara. Si seguían el camino que enseñara a la craistari, y las indicaciones que dibujara, no tenían pérdida. Así pues, se arropó en su capa y esperó, paciente, sin perder de vista el ramal por donde contaba que llegarían.
En un primer momento, estuvo tentado de enseñarla el camino subterráneo hasta sus almacenes del puerto, pero lo descartó.
—Prudencia Caethdal, prudencia —se repetía una y otra vez—. En ella puedo confiar, en sus compañeros…
Los años pasados en soledad le habían pasado factura. Por un momento, se había escuchado pensar con la voz de su madre.
—La hilandera —sonriendo para sí, evocó su imagen—, siempre laboriosa, tejiendo alianzas, vigilante, desbaratando intrigas —suspiró, al fin—. Más pendiente de la política que de su hijo, arrastrado como un baúl de una punta a otra del mundo.
Llegado a ese punto, el mago frunció el ceño y apartó esa última idea de su mente. No estaba siendo justo con ella, y no era propio de él pensar en esos términos de su madre.
—Demasiados reencuentros —se obligó a centrarse—, demasiados recuerdos y demasiado tiempo esperando —para evitar la añoranza que lo asediaba, recurrió a su perenne disgusto con el mundo que lo rodeaba—. ¿Dónde están que no llegan?
Entonces pudo ver cómo se acercaba un punto de luz en el túnel. Una antorcha, se deducía por la altura, práctica y desechable. Fácilmente fuesen ellos. Los oficiales del alcantarillado portaban aparatosos fanales que posaban en el suelo. Y todavía estaban fuera del área de influencia de las bandas de marginales del subsuelo.
Unas ratas de ojillos malignos corrían a esconderse de los intrusos. De golpe, se detuvieron, una de ellas se alzó sobre sus cuartos traseros y olisqueó, apuntó su fino hocico en dirección al elfo, que pudo ver reflejarse la luz en sus dientes mellados y amarillos, emitió un agudo chillido, o eso pareció, el correr del agua lo ahogó, y emprendió de nuevo la huida por un túnel lateral, seguida por las demás ratas.
Desde su puesto de observación, Caethdal, fiado a sus sentidos, gozaba de ventaja. Por experiencia, sabía de adversarios, ante los cuales, recurrir a sus artes, era igual que lanzar una bengala en la noche. Poco tardó en salir de dudas. Una a una fueron saliendo cuatro figuras embozadas. La más corpulenta de todas portaba la antorcha, Adrastos, la más menuda caminaba a su lado, Selid. Tras ellos dos, con andares elásticos y confiados, se adivinaban las más esbeltas siluetas de Drinlar, y de Szim, una cabeza más alto que ella.
Viéndolos, el mago desveló su posición saliendo al descubierto. No quería que se impacientaran y tomasen un desvío equivocado justo ahora. Tal y como esperaba, fue el osrhan quien primero lo vio, puso su mano en el hombro de Drinlar y lo señaló.
—¡Bien, muchacho, bien! —tronó el thaossiano para hacerse oír— ¡Interesantes vistas!
—¡Claro, que si! —insistió a gritos el mago en su broma privada— ¡Toda una novedad para tí, viejo pirata!
A lo que el grupo no pudo evitar reírse en menor o mayor medida. Incluso Selid, muy a su pesar. Bien sabían, que en la lucha junto a la Resistencia, mucho se había combatido en lugares parejos a éste. Lugares, en donde la aplastante superioridad de los poderes a los que se enfrentaron, podía contrarrestarse.
—¡Ya estamos todos! —retomó la craistari la iniciativa— ¿Ahora para dónde? ¡El tiempo corre!
—¡Ahora es fácil! —los explicó Caethdal— ¡Los ramales se van ensanchando y son cuesta abajo! —y señalando a la antorcha añadió— ¡Pero eso puede darnos problemas!
—¡Todavía no nos hemos mojado los pies y ya empiezan las sorpresas, muchacho!
A lo que Selid le dio un golpecito en el antebrazo, y sacó un par de viales con un líquido dorado de sus compartimentos. Adrastos asintió, tomó uno, parecía diminuto en su mano, curtida por toda una vida de lucha y de trabajo, y sumergió la antorcha en la procelosa corriente del canal hasta que dejó de chisporrotear. No permitió que la corriente se la llevara, anunciando su presencia a quien rondara más adelante, en vez de eso, la depositó en una suerte de acanaladura que recorría el muro a media altura. Luego, él y el menudo luchador intercambiaron una mirada e ingirieron sus pociones.
—¡Sabe dulce! —exclamó el viejo capitán.
—¡Miel de Sengcor! —refrendó Selid su apreciación— ¡El sello de los boticarios de la Orden!
—¡Si habéis terminado —los interrumpió Caethdal, un tanto molesto por verse desplazado—, de ahora en adelante será mejor avanzar con cautela! ¡No queremos alarmar a los habitantes del submundo!
Con lo que se ganó un unánime coro de mudos asentimientos. Ninguno quería propiciar un mal encuentro con ellos.
—¿Y el bote? —atenta a los detalles preguntó Drinlar.
—¡Mis asociados nos esperan al final del desagüe, en la bahía!
Drinlar quiso reiterar su disconformidad con ese punto del plan. Pero se contuvo. No tenía caso. Los acontecimientos se habían precipitado. Meses de vigilancia desbaratados por la irrupción de esos «asociados» de tan mala catadura. Y ahora tener que contar con su asistencia… definitivamente, no la gustaba un ápice.
Tal y como el mago les había adelantado, conforme avanzaban, el canal del alcantarillado se iba ensanchando. Además, el número de afluentes que en él convergían, disminuía, con lo que la velocidad de sus aguas se calmaba, y así, el tremendo ruido que amenazaba con dejarlos sordos en la cisterna del Barrio Medio había dejado paso a un suave murmullo.
Ahora andaban en silencio. Los había sorprendido ver antorchas prendidas en diferentes conductos, iluminando enseñas confeccionadas con retales de diferentes colores.
En su periplo, habían identificado al menos media docena de patrones. El más numeroso parecía ser el que combinaba los colores verde y rojo, seguido de otro amarillo y azul, pero tampoco faltaban otras enseñas, blancas, negras…
—No era consciente de lo territoriales que se han vuelto los vecinos aquí abajo —susurró Adrastos, dando voz al evidente malestar de sus compañeros.
—Esto parece una tierra de nadie en medio de múltiples enemigos —le dio Selid la razón.
—No quería alarmaros, pero como habéis sacado el tema —en voz queda intervino Szim—, hace rato que nos siguen.
—¿Y no deberías habernos avisado, oh avezado explorador? —tenso como una cuerda de arco, presta a disparar, casi escupió el mago.
—¿No son tus asociados, entonces? —con una sonrisa torcida, le contestó el aludido.
—Si no se han acercado, no son un peligro —quiso calmar las aguas Drinlar—, pero pueden ser un incordio.
—Si me lo pides —en tono cantarín, juguetón incluso—, puedo espantarlos —se ofreció sonriente el osrhan.
Drinlar, aminoró el paso, pensativa, sus compañeros ajustaron el suyo a su ritmo. La brisa marina refrescaba el ambiente, la salida del conducto estaba a su alcance.
—¿Qué se te ha ocurrido? —se volvió para mirarlo y preguntó ella en voz baja.
—Una travesura —se hizo de rogar.
—Szim —suspiró ella—. No quiero, ni retrasarnos, ni encontrar problemas a la vuelta.
—Tranquila, será cosa de un momento. Y puede que ni siquiera sospechen nuestra participación.
A lo que Drinlar asintió, bajo la atenta mirada de los demás, que no habían perdido palabra.
—Será cosa de un momento —repitió el osrhan, respirando profundamente, saboreando casi el sabor de la sal en el aire.
Los demás lo rodearon, dejándole espacio libre en medio de ellos, controlando que nadie arremetiera contra el grupo. El descolgó su bastón de la espalda, lo asió con ambas manos y posó su punta en el suelo. Entonces, con una de sus manos lo acarició por un costado, y de las delicadas espirales incisas en la madera surgió un resplandor de un verde vivo, como el de los primeros brotes en primavera. Con elegancia, el dedo índice de Szim recorrió los intrincados diseños luminosos y la oscura piel en contacto con ellos adquirió distintas tonalidades purpúreas. En un instante, su ojos ambarinos lucían vacíos, su mente no prestaba atención a sus compañeros, estaba en otra parte.
Fue, tal y como había prometido, cosa de un momento. Enseguida, los gritos les llegaron amplificados por el eco de las cloacas, y Szim volvía a estar con ellos en cuerpo y mente, satisfecho como el gato que ha atrapado a un ratón.
—Suena más a miedo —reflexionó en voz baja Caethdal, intrigado—, que a dolor.
—¿Qué has hecho? —preguntó Drinlar, sabiendo que el mago no le daría tal satisfacción al elfo errante.
—Nada complicado, dado el lugar en que estamos —se hizo el interesante.
Los gritos se alejaban. Fuera lo que fuera que Szim hubiera desencadenado en contra de sus perseguidores, dio resultado y los compañeros reemprendieron su camino con renovado brío.
—¿El truco de los pájaros? —le dio Selid pie a explicarse.
—Exactamente —lo aplaudió el interpelado—, pero esta vez con ratas y mi bastón aumentando el alcance de mi habilidad.
—Es un buen truco ése, un buen truco —concedió Adrastos—. En su día conté con un clérigo en mi tripulación que lo utilizaba para pescar.
—¿Para pescar? —exclamó extrañado el menudo luchador.
—Así era, así era —aseveró el de Tahoss—. Pero lo hacía para alimentar a los demás. A él no le gustaba comer de ese pescado.
—¿Y por qué no lo comía?
—Remordimientos —abrió sus brazos Adrastos para explicarse—. Sentía que los había traicionado.
—Exageras —bufó Caethdal desdeñoso.
—Para nada, para nada —insistió el viejo capitán—. Hubo una vez, durante una calma chicha inusualmente larga. Estábamos parados en medio de ninguna parte. Con todas esas turbulencias mágicas provocadas por unos y otros, vientos y corrientes no se comportaban como debían. Que estando racionando las provisiones, simplemente, no alcanzaron. El, Goldur se llamaba, nos mantuvo vivos así. Pero él se negaba a comer y estaba quedándose en los huesos. De modo que intentamos engañarlo para que lo comiera —llegado a este punto el tabernero dentro de él le pidió hacer una pausa dramática.
—¿Y…? —le siguió Drinlar el juego, como tantas otras veces, mientras viajaron juntos.
—Y cuando se dio cuenta de lo que estaba comiendo —prosiguió el relato, satisfecho, al comprobar que conservaba la atención de sus oyentes—, empezó a vomitar. ¡Pero qué manera de vomitar! ¡Qué manera! Era imposible que todo aquello saliera de ese cuerpo desnutrido. Imposible, en serio, imposible.
Así iban hablando cuando llegaron al final del conducto de las cloacas. Un gran arco, flanqueado por otros dos de menor altura, se abría ante ellos. Un rastrillo metálico los cerraba, impidiendo el paso a personas y embarcaciones. Pero el arco derecho contaba con una puerta integrada en el enrejado húmedo y cubierto de musgo.
—Tu turno, Selid —indicó Drinlar con la barbilla.
A lo que, con mudo asentimiento, el venagozariano se adelantó, sacando de su bandolera un juego de ganzúas, fuertemente atado para impedir que su ruido delatara al portador, y procedió a forzar la cerradura.
Estaba en ello, cuando Caethdal se asomó al salto de agua. No muy lejos, a su izquierda, a resguardo del viento, tal y como habían acordado, pudo ver un bote en la arena de la playa. Junto a él se adivinaban tres figuras: el amanerado Fabián y sus dos patibularios secuaces.
La cerradura cedió con un chasquido metálico, un ligero chirrido lo siguió. Las tres figuras se volvieron en su dirección. De los redondos anteojos de Fabián surgió un breve destello, la luna azul regía en el firmamento de la noche. Todo iba según lo planeado.
—Excelente —murmuró el mago para sí, sus afilados rasgos acentuados por la escasa luz.
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