(Ital el JDRHM) Caminos Separados 18: Drinlar y Caethdal
Continuamos con la historia de nuestros amigos aventureros. Por fin se meten en faena. Pronto la mierda les llegará hasta las rodillas...
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Seguía lloviendo cuando Drinlar, completamente equipada, salió de su habitación. En la quietud de la noche, podía oír murmullos de conversación y ruidos de pasos en la habitación de sus compañeros, no así en la de Adrastos.
—Mejor así —pensó ella mordiéndose el labio inferior—, no me gusta la idea de llevarlo con nosotros.
De modo que, dejando detrás suyo las estancias del viejo capitán, caminó hasta la puerta con el dibujo de un caballito de mar y golpeó suavemente con sus nudillos.
—Adelante, está abierto —contestó el menudo venagozariano.
—Con vuestro permiso, entonces —replicó ella, girando el pomo y empujando la puerta.
Dentro, sus amigos estaban preparados también para la misión encomendada. Capuchas, mascarillas perfumadas, justillos de cuero sobre camisas oscuras, pantalones con los bajos por dentro de las botas y botas de media caña para andar sin miedo por las cloacas.
Adicionalmente, Selid, al igual que Drinlar, portaba sus armas envainadas y sujetas al cinto. Pero, mientras ella cargaba con una mochila con equipo adicional, él lucía dos cinturones cruzados sobre el pecho en cuyos compartimientos llevaba los viales con venenos y pociones.
A ambos se los veía cómodos y desenvueltos en su papel de incursores nocturnos y con su impedimenta. No así a Szim. El osrhan había descartado el jubón de cuero y la mascarilla perfumada. Bajo la túnica de viaje asomaban los pantalones con las perneras metidas en las botas, mientras, una holgada camisa oscura colgaba por encima, sin cinturón que la ciñese a la cintura y su bastón sobresalía a su espalda, metido en una funda especialmente diseñada para ese fin.
—No me mires así —se encogió de hombros ante la desaprobadora mueca que le dedicó la elfa—. Bien sabes que mi otro yo no tolera ni arreos, ni arneses.
—Pues no sabes lo que te espera allí abajo si quieres ir con la nariz destapada —dijo ella señalando los descartes.
—Ya se lo he dicho —se excusó Selid.
—Claro que lo sé, no te imaginas lo que he tenido que insistir para calzarme las botas. Pero el jubón... —negó con la cabeza—. Y los olores, os lo advierto: allí abajo hay cosas que es mejor olerlas a tiempo, si esperas a verlas ya estás en problemas.
—¿Llamamos entonces a Adrastos? —para cambiar de tema, preguntó el menudo guerrero.
—Me sabe mal dejarlo atrás —admitió el elfo—. Pero por mucho que me pese, tampoco quiero contravenir los deseos de Madre Cornelia.
—No le hacemos ningún mal al dejarlo a un lado —perseveró Drinlar—. Al contrario, así, si algo se tuerce, las autoridades no podrán cargar contra ninguno de ellos dos.
—Sigue sin gustarme —calándose la capucha sobre la cabeza, insistió él—. Pero sea pues.
—Si, vámonos antes de se nos haga tarde —asintió Selid, señalando la salida de la estancia.
Sus compañeros asintieron. En silencio, comprobaron una vez más que contaban con todo lo necesario para su misión.
—Yendo solo nosotros y Caethdal podemos prescindir de lámparas y antorchas —se justificó Drinlar por dentro—. Selid con sus pociones tampoco precisa de ellas.
Terminado el enésimo chequeo de equipo, intercambiaron un gesto y salieron sin prisa. Cerraron la bien engrasada puerta y se llevaron las llaves en la mochila de la craistari. La llave del almacén por cuya trampilla descenderían a las alcantarillas la tenía también la elfa. La lluvia seguía golpeando en las ventanas. Eso era bueno, el caudal extra arrastraría los desechos y disminuiría el mal olor.
La madera de las escaleras chirrió suavemente. El calzado elegido dificultaba el sigilo del que eran capaces en circunstancias normales. Despacio, bajaron hasta la taberna. Los demás se adelantaron mientras Drinlar se detuvo pensativa en la barra. Tras un momento de duda, introdujo la mano en la mochila, sacó las llaves de las habitaciones y las depositó junto a la espita de cerveza. Luego siguió los pasos de sus compañeros, entró en la cocina y se dio de bruces con un radiante Adrastos y sus compungidos compañeros.
—Vaya, vaya —socarrón, con los gruesos antebrazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa torcida en la boca de finos labios, se choteó él—. Alguien me confundió con un ruidoso enano y me quiso dejar fuera.
—No es eso —se excusó ella apretando los puños y mirando al techo—. Es que no le veo sentido a involucrarte —para terminar diciendo—. Y Cornelia piensa igual.
—¡Ajah! —exclamó él, triunfante y jocoso— ¡Descubrimos la mente maestra tras el complot!
—No es ningún complot —terció conciliador Szim—. Además, ya lo hemos discutido antes —añadió, posando su mano del color de la obsidiana en el hombro de Adrastos—. Nosotros dos cubrimos la retirada y ellos dos abordan el barco.
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó ella la derrota relajando la postura y enseñando las palmas de las manos abiertas—. No hace falta insistir. Haremos lo pactado.
Pero tampoco se le pasó por alto la deliberada omisión que el osrhan había hecho al no mencionar a Caethal. Respirando ruidosamente, la elfa apartó decidida ese molesto pensamiento de su cabeza y retomó la iniciativa dentro del grupo.
—Venga vamos —urgió a sus compañeros, señalando a la puerta del almacén—. No perdamos más tiempo. Caethal nos espera en el punto acordado.
A lo que Adrastos respondió poniéndose su capa azul oscuro, colgándose el escudo a la espalda y bromeando:
—Si, vamos a ver lo qué nos tiene preparado el chaval de Meldoried.
—Si, tú ten los ojos bien abiertos —le siguió la broma Szim—. ¿Tienes alguna poción de infravisión extra, Selid?
—Claro, pero es pronto para usarlas —contestó el aludido—. Luego, cuando estemos con el mago.
Así hablando entraron en el almacén. Era un lugar limpio y espacioso. En él, sobre un entarimado de madera de pino, se alineaban barril tras barril: vinos, cervezas, licores, manzanas, ciruelas y cerezas; y saco tras saco de alimentos: trigo, avena, patatas, avellanas, nueces, harina, sal, zanahorias, nabos y remolachas. De las paredes colgaban ristras de ajos, cebollas, chorizos, salchichas y morcillas. Era aquella la bodega bien surtida de un negocio próspero. Y aún así, lo más delicado no estaba a la vista. Salazones, carnes, pescados, quesos y encurtidos reposaban en otra cámara, un piso más abajo, más fresco. Al que se accedía por una trampilla convenientemente bloqueada bajo una enorme mesa de madera de haya sobre la que relucían brillantes los cuchillos de carnicero, quietos y silentes en compañía de rábanos, puerros, coliflores y lechugas. Allí abajo era donde los habitantes de la posada contaban con un discreto acceso a las alcantarillas.
—Bueno, bueno, muchachos —gorgojeó Adrastos, feliz como un niño el día de su cumpleaños—. Coger vosotros de ese lado de la mesa, que ya me encargo yo del otro.
Entre tanto, fiel a la palabra dada, Caethdal, embozado en su pesada capa, el sombrero calado hasta los ojos, la cara tapada de la nariz a la barbilla, sus rizos negros recogidos en una coleta y la espada ropera al cinto, se dirigía al punto de encuentro acordado. En un túnel descendente de la gran cisterna del Barrio Medio. Con forma de cúpula estrellada, en ella confluía el caudal proveniente de los desagües originales de los enanos. Antaño, todos los ramales contaban con iluminación. Sencillos conjuros de luz imbuidos en gemas semipreciosas que determinaban la tonalidad emitida. Combinadas entre sí en intrincados patrones geométricos, sus diseños daban nombre a cada conducto, a cada intersección. Nombres hoy olvidados por los nuevos señores de la ciudad. Descendientes ellos, de los mismos bárbaros a medio civilizar que arrancaron cada gema encantada que encontraron, para iluminar sus lúgubres templos y palacios. Carentes como eran de los conocimientos necesarios para dotarlos de altura y de luz.
—Los pueblos antiguos sabían conjugar lo útil y lo bello —rumiaba el mago su disgusto, mientras caminaba a paso vivo y tamborileaba sus dedos, hoy cargados de anillos, contra la empuñadura de la ropera.
Con ahínco había explorado las bifurcaciones laberínticas bajo la ciudad. Conocía las rutinas de las cuadrillas de cazadores de ratas que patrullaban por los túneles del Barrio Alto y Medio. Oculto desde las sombras, había visto cómo los desheredados de la ciudad usaban de refugio los túneles del Barrio Bajo. Sumergido en la oscuridad, había observado cómo imitaban a la misma sociedad que los marginaba, organizándose en gremios, disputándose las calles más prósperas para robar y mendigar, y los conductos menos insalubres para habitar.
Además, recientemente, había descubierto entre ellos a individuos singulares, que presentaban profundas alteraciones físicas. Y no era el único cuyo interés habían despertado, cómo atestiguaba su colaboración con Fabián y sus contactos.
No en vano, el reino había sido objeto de perturbaciones esotéricas desde antiguo. El poder de los Cometas había dejado su impronta aprovechando la rivalidad de Sumnia y Thygra, causa última del abandono del lugar por sus constructores.
En lo más profundo de los bosques orientales, propiedad de la residencia de verano de la corona, florecía el Olnirimo, mágico olmo, de lisa corteza plateada y hojas de oro verde, cuyas raíces se hundían en los fértiles sueños de Lardar y sus flores daban vida a las pesadillas de los habitantes de la Vigilia.
Allí, protegido su secreto por la niña que fue la Reina Viuda, Zhora Allysail Khlelvenvich, un poder arcano buscó cobijo huyendo del Colapso provocado por la destrucción de las Llaves. Hasta allí lo persiguieron las ambiciones de unos y otros, destruyendo la inocencia de una niña en el proceso.
—¡Pronto conoció Zhora el dolor de la traición! —Reflexionaba el mago, propenso, como se había tornado, a perderse en oscuros pensamientos.
Y ahora, sus habitantes presentaban el estigma del cambio en su carne, al tiempo que nuevos seres buscaban suplantarlos.
—No cabe duda, acuden como polillas a la llama —sentía acelerarse su respiración—. El último orbe, el tercero, quedó atrás. Y será mío —reforzó el diantari su determinación.
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