(Ital el JDRHM) Caminos Separados 17: Adrastos y Drinlar
Cloaca romana de Asturica Augusta, actual Astorga. |
Los compañeros habían acordado descansar hasta la medianoche antes de pasar a la acción. Tenían hasta las primeras luces para llevar a cabo sus propósitos. Después, los encargados del faro retirarían las cadenas que cerraban la Bahía de Cor, y la flota pesquera descargaría sus bodegas con destino a la lonja. El puerto despertaría con renovada energía y cualquier aventura furtiva se iría al traste.
Llovía con fuerza y en abundancia. Las gruesas gotas golpeaban ruidosas los ojos de buey del despacho de Adrastos. El permanecía recostado en su viejo sillón, las piernas estiradas tan largas eran. En sus manos, grandes y curtidas, sostenía el cuadro en el que estaba retratado en familia con Cornelia y el pequeño Mikeilos.
—¿Cuántos años tendrías ahora? —pensaba con melancolía, mientras con su dedo pulgar acariciaba el rebelde mechón caído sobre su frente, que, con exquisita delicadeza, había plasmado el pintor— ¿Veintitrés, veinticuatro?
Con un suspiro se incorporó. Devolvió el cuadro a su lugar y se puso en pie. Estaba seguro de que Cornelia no quería verlo involucrado y se lo había hecho saber a sus amigos. De manera que los estaría esperando en la escalera ya equipado. De ningún modo iba a permitir que lo dejarán atrás.
Puede que se tratara de una misión de infiltración, pero tenían previsto usar un bote para llegar a su objetivo. Y Adrastos se había comprometido a esperarlos en él. Seguía sin poder equiparse con toda su coraza y demás parafernalia, pero tampoco iba a ir desnudo, murmuraba para si, mientras disponía delante suyo un jubón de cuero teñido de azul con oscuros remaches metálicos. A su lado, colocó los brazales y grebas a juego y su escudo redondo con el delfín y las olas blancas sobre fondo azul.
—Ese color blanco no es nada discreto —pensó por un momento—, pero si lo tengo que embarazar, es porque ya me han visto.
A continuación, alcanzó un cofre de oscura madera de palisandro, liso, sin adornos, casi brillante de lo pulido que estaba, y lo abrió. En su interior, encajada en su cuna recubierta de oscuro terciopelo bermellón, reposaba una maza de aspecto cruel. Sólo su mango de madera de dendrua ya valía una fortuna, pero no era nada en comparación con el azghurr de los enanos de que estaban compuestos su tope inferior y su cabeza. ¡Y qué cabeza! Erizada de pinchos, decorada como la cabeza de un ibis, con uno de los pinchos más largo que los demás con forma de pico curvado. Engastados en las cuencas de sus ojos, brillaban una gema blanca y otra azul que reforzaban las defensas mágicas de su portador.
Era un arma digna del almirante que fue. Casi con reverencia, la empuñó, tanteando el mejor agarre de las tiras de cuero, primero, comprobando su equilibrio con una serie de giros, después. Una vez satisfecho, embrazó el escudo, afirmó los pies, trasladó el peso del uno al otro, tensó y destensó los hombros, acostumbrando de nuevo a ambos brazos al peso de sus armas y una sonrisa torva asomó a sus labios.
La expectativa del combate encendía su pecho. Era una sensación bienvenida que, hasta entonces, no sabía cuánto había echado de menos. Se sentía completo.
Entre tanto, Drinlar, recostada en su lecho, miraba sin ver el entramado de vigas de su habitación. Estaba sola, sus compañeros se habían retirado a otra estancia y ella se lo agradecía. Tenía mucho en qué pensar.
El reencuentro con Caethdal había sido tumultuoso. Lo que antaño no eran más que motivos de debate teórico, constituían ahora diferencias insalvables en el plano práctico. Los años alejados habían dejado su huella. La vieja complicidad seguía ahí, pero cada vez que ella se acercaba, él la rehuía, recurriendo al sarcasmo fácil, al comentario hiriente.
—¿Por qué no podemos volver atrás? —se lamentaba— ¿Tan importante era para ti tener poder que nos abandonaste? —se mortificaba, apretando los puños— ¿De veras prefieres entregarte a Malembeth a carecer de él?
Habían pasado la jornada juntos. Primero, planeando la incursión con Adrastos y después, una vez convencidos que las alcantarillas eran la mejor alternativa para llegar al puerto, solos inspeccionando la ruta hasta la propiedad del mago en el Barrio Bajo.
El acceso a las cloacas les resultó sencillo. En los tiempos en que los craistari fundaron la ciudad, al igual que tantas otras como Sagal, contaron con los servicios de los enanos. Estos se encargaron de caminos, puentes, acueductos y alcantarillados. Mientras que los elfos consagraron sus habilidades al urbanismo, termas, jardines, parques y sus amadas torres.
—Los enanos miran para abajo, los elfos, para arriba y los humanos a lo lejos, siempre a lo lejos —pensaba ella, levantándose de la cama.
Después llegaron los hombres, la contó Caethdal, «atraídos como las polillas a la luz», esas fueron sus palabras. Ellos construyeron el Barrio Medio y conectaron sus edificios al alcantarillado que dejaron los khavil. Este era el caso de La Sirena Varada, en origen la residencia de un próspero linaje de capitanes mercantes, por lo que contaba con un conveniente acceso a la red subterránea en el almacén trasero.
—Usado exclusivamente para los desperdicios de la posada —se había justificado el thaossiano, con fingida indignación, ante las acusaciones de contrabando del elfo.
Afuera seguía lloviendo con fuerza. Eso podía ser bueno, si arrastraba los desechos y limpiaba las alcantarillas. O malo, si las inundaba y bloqueaba. El mayor riesgo estaba en los tramos secundarios, más bajos, estrechos y apuntalados con una obra de sillería y argamasa, del todo diferente a los enormes bloques, encajados unos con otros con precisión milimétrica, con sus altas bóvedas, de la red principal.
—Ambos constructores trabajaron pensando en que su obra los sobreviviría —había dicho el mago—. Pero unos y otros operaban en diferentes escalas de tiempo —apostilló.
Ambos optaron por empapar sus pañuelos en perfume y a anudarlos a la altura de la nuca, cubriendo nariz y boca. Tal era el hedor allí abajo. Lo que no fue óbice para que hablasen mucho esa tarde, mientras la guiaba por los mugrientos conductos.
«Hrt o'Jwl», la contó que llamaron a la ciudad en sus primeros días: «La Joya del Corazón». De ahí el símbolo que aún conserva la enseña del reino, la dijo. Que eligieron su emplazamiento por la bondad del clima, lo fértil de la cuenca del Sgem y lo conveniente, para su defensa, de los riscos que flanquean la bahía. Qué la consagraron a Sumnia Señora de la Belleza y fue famosa por los estanques sagrados de su templo, hoy desaparecidos. Y qué no fue hasta mucho más tarde, cuando los humanos gobernaban ya el lugar, que su madre fundó el monasterio fortaleza de Sengcor. Todo eso la contó y alguna cosa más. No hubo silencios esa tarde, por momentos pareciera que la distancia entre ellos menguase. Pero mientras Drinlar recoge su equipo una incómoda pregunta aflora en su mente:
—¿Por qué sabe Caethdal tanto de este lugar? ¿Qué es lo que está buscando él aquí?
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