(Ital el JDRHM) Caminos Separados 6: Szim y Caedthal



El cielo despejado parecía sonreír con bondad. Los tres soles irradiaban su luz por igual. La brisa marina limpiaba el aire de malos olores. Tanto los antiguos tejados de azul pizarra del Barrio Alto, como los nuevos de roja teja del Barrio Medio, lucían limpios. Floridas macetas coloreaban soportales y balcones. Las gaviotas revoloteaban ruidosas y las palomas paseaban atrevidas e irreverentes, por entre los pies de los transeúntes, con sus andares de matrona bien alimentada y su gorjeo incesante.

La ciudad bullía de actividad, los comerciantes pregonaban a gritos las virtudes de su mercancía, ciudadanos acomodados paseaban indolentes, criados presurosos cumplían los encargos de sus patrones y Caedthal observaba todo aquello con indiferente desapego.

Desde el cobijo que proporcionaban los soportales de la plaza del mercado, el alto y pálido elfo de diamante miraba fijamente el lugar de reunión elegido por Drinlar y dudaba.

Se sabía ajeno a las ambiciones y afanes de los humanos que habitaban Esgembrer. No le impresionaban, ni su pretendida alcurnia, ni su ilusoria prosperidad. Para él, eran poco más que sombras efímeras, a punto siempre de desaparecer a un parpadeo de sus almendrados ojos oscuros, casi negros. 

Sombras pegajosas, siempre danzando a su alrededor. Atraídas hacia él, como las polillas a luz, con sus ruegos, con sus llantos, con sus promesas y sus exigencias. Un cacofónico coro de plañideras del que decidió desprenderse, junto con tantas otras metas, esperanzas y obligaciones heredadas. 

Y sin embargo allí estaba, jugueteando con un pequeño prisma de ámbar, pasándolo por entre los largos y finos dedos de su mano derecha, con la mirada fija en las puertas abiertas de "La Sirena Varada", a punto de asumir de nuevo, aunque fuera por escaso tiempo, el papel que tanto dolor y desengaños le causaron, entre los mismos que le conocieron por el sobrenombre de…


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—… "el Brillante", Caethdal "El Brillante" —Su inveterada calma trastocada, repetía incrédulo el elfo de ébano, mientras el zumbido de las abejas adquiría un tono amenazante —¿Estás seguro de que Drinlar le llamó así?

—Caethdal, si, así llamó a ese mago de Malembeth —Perplejo por la reacción que aquél nombre había provocado en su amigo, contestó Selid —¿Y a caso de qué viene eso de "el Brillante"? —Preguntó, mirando primero a Szim y, al no obtener respuesta, después a Cornelia —¿Madre?

—Es algo que viene de antiguo —Tras un incómodo silencio, roto tan solo por el zumbido, ya menos agresivo, de las abejas, habló aquella —y no tenéis tiempo que perder. Si las criaturas averiguan que estáis tras ellas, escaparán sin dejar rastro.

—Es cierto, a estas horas Drinlar debiera estar con Adrastos y el mago negro —Asintió Selid —Pero sigo sin entender…

—Es hijo de la Fundadora —Tajante, directo, señalando con su bastón a la estatua de la divinidad, atajó sus preguntas Szim.

—Y por lo que cuentan, digno de ella —Intervino Cornelia, sin dar tiempo al oshran de airear los reproches que bien sabía, albergaba hacia el mago.

—Hasta que el reino de Anquei cayó —Lapidario insistió el luchador.


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Anquei, el reino luminoso, doblemente bendecido por los N'Arcan del Libro y el poder de Balembeth, la luna blanca —Ensimismado en sus pensamientos divagaba Caedthal.


Con cuánto embeleso escuchaba a su madre describir la belleza de sus palacios y jardines, el conocimiento acumulado en sus bibliotecas y las hazañas de sus antepasados. 

Con cuánto anhelo deseaba regresar con ella de su exilio voluntario en tierras de vulgares humanos y rudos enanos, pasear por sus calles mezclado y aceptado entre sus pares, reintegrarse en su sociedad, reclamar su legítimo lugar en ella.

Con cuánto ahínco se esforzó por ampliar sus conocimientos, por perfeccionar sus habilidades en el sendero de la luna blanca y por alcanzar cada objetivo requerido por los designios de su madre.


No, no fui yo quien fracasó —Con amargura pensaba él, mientras apretaba con fuerza el pendiente de ámbar —Fueron los estúpidos humanos. Incapaces de comprender el alcance de sus actos.


Y con una mueca de disgusto, mientras con su mano izquierda amoldaba los rizos de su cabello para ocultar sus orejas, con la derecha devolvía el pendiente de Drinlar al bolsillo de su chaleco.

No tenía sentido dudar. Sus investigaciones, sobre los efectos que las energías desatadas en los últimos conflictos estaban teniendo sobre los humanos, habían dado un giro inesperado. 

Su heterodoxo anatomista, Fabián, había compartido con él la teoría de que no hubiera solamente individuos aislados con habilidades independientes. Algo ya infrecuente, aunque conocido, como los diversos cambiaformas, como su viejo conocido Szim y su habilidad para adoptar la forma de una pantera. Si no que hubiera grupos humanos que, por compartir lazos de sangre, o haberse visto afectados en un mismo modo o lugar, hubiesen desarrollado unos rasgos y habilidades comunes, estabilizando y transmitiendo esa divergencia evolutiva. 

Lo que sería algo excepcional, sólo comparable a los trabajos de los N'Arcan Hercar y Gûlcam que dieron lugar a enanos y guorzs. Y cuyos entresijos obsesionaron a la Gran Azul de tal modo que canalizó todo su tiempo y sus recursos en desentrañar sus secretos.

Desde hacía relativamente mucho, según el concepto de tiempo de los mortales, eran abundantes los rumores, sobre individuos con habilidades sobresalientes o desconcertantes en los populosos reinos humanos. Pareciera que a mayor densidad de población y mayor tasa de intercambios con poblaciones similares, hubiera una mayor incidencia de estos fenómenos.

Con desalentadora frecuencia, tales rumores no eran más que eso: rumores. O leyendas sobre hechos incomprendidos y peor recordados. Pero sin embargo, una historia se repetía una y otra y otra vez: La Ciudad bajo la Ciudad.

En un principio lo descartó. Era un motivo común entre los humanos. Gran parte de sus ciudades se levantaban sobre las ruinas de otras. Sin que entre ellas hubiera más relación, que el exterminio y la destrucción de la cultura, e incluso de la memoria, de sus anteriores habitantes. De modo que con el paso de las generaciones, los escasos restos que pudieran sobrevivir, recibían variadas explicaciones, la una más caprichosa y peregrina que la otra. Hasta que el número de informes, y el deseo de poner un mar de distancia entre él y el grueso de supervivientes de la ruina de Anquei, le llevó a Esgembrer.


Su indolencia permitió, primero, que los humanos les arrebataran la iniciativa en los asuntos mundanos, y después, en los divinos — Había cogido como costumbre repetirse —Destruir las Llaves —Aún incrédulo movía la cabeza —… ¡y ninguno lo impidió!


Y así se reconcomía, en el preciso instante en el que empujaba la puerta de roble macizo, reforzada con negras barras y tachones de hierro, de la taberna de Adrastos.

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