(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10. De tracos, seros y vagas. Parte 16.
Hola a todos.
Hoy es 11 de noviembre: San Martín. El día de la matanza del cerdo. Una de esas festividades vinculadas a los ciclos agrarios, igual que San Juan y la Pascua, que nos retrotraen a aquellos tiempos en que el ámbito rural distaba de ser un parque temático sin gallos que nos despierten, ni campos abonados cuyo mal olor nos moleste.
Sin embargo, para mí tiene otro significado. Hoy mi difunto padre habría cumplido 81 años. El mes que viene hará 14 años que un cáncer lo puso sobre una mesa de quirófano y una infección de postoperatorio segó la cuerda de su vida.
No os voy a pintar un cuadro bucólico. La realidad es que teníamos una relación complicada.
Cinco años tenía yo cuando empezó a llevarme a la panadería hasta las dos de la madrugada para adelantar el pan candeal. Aquello duró un par de meses. Hasta que un día me dormí en un banco durante el recreo del colegio. ¡Menudo escándalo que montaron!. Eso sí, justo después, cuando me pusieron a repartir pan casa por casa cada día no lectivo, eso ya no dieron muestra de que les importase. Puede parecer banal, pero aquello no fue más que la primera de muchas situaciones que, ley en mano, se supone, no debían haberse producido. Diez años tenía cuando empecé a trabajar de mozo de almacén a las seis de la mañana antes de ir al colegio (y si no lo había luego iba a repartir casa por casa). Trece años tenía cuando empecé a ir los viernes a las diez de la noche a trabajar de panadero (y luego a cargar los coches de reparto y luego a repartir). Veinticuatro años tenía, en fin, cuando me marché de su casa con una maleta. Experiencias todas que hacen callo, primero, y a la larga te dejan los nervios a flor de piel.
Pero bueno, lo que pasó, pasó, o así decían en "Perdidos". Aquí tenéis a nuestros amigos medianos y sus andanzas por el ancho mundo:
"La transición del Ensueño a la Vigilia se produjo sin sobresaltos. Más aún, la pequeña de los hermanos Conejero creyó percibir la calidez de un espíritu benéfico que la acompañaba y procuraba consuelo.
«A lo mejor eran los duendes que Verdefila esperaba que llegasen en su ayuda», pensó Flo echando a perder la tibia sensación.
Miró a su alrededor. A su espalda se erguía una laja de piedra. Era de un gris azulado. Estaba hincada en el suelo. Desnudos castaños y nogales la circundaban. Flo recorrió con sus dedos regordetes los deteriorados grabados que la adornaban. En el un lado se apreciaba un nutrido grupo de manos y estilizados helechos. Por el otro se adivinaban las sinuosas figuras de una manada de lobos con las cabezas alzadas, aullando a un cielo de piedra. Al darse cuenta, la vagas retiró la mano de la piedra con un escalofrío. Una suave brisa enfriaba su carita redonda. Aguzando la vista descubrió las leves huellas dejadas por sus compañeros en la nieve. Ahora sí que estaba de regreso en el bosque de Auxerr. Al oír su nombre levantó la mirada del suelo. Sebas y Nin la llamaban a gritos. Duende sumaba su penetrante ladrido formando una algarabía imposible de ignorar. La voz de Sebas traicionaba una angustia mal disimulada. El otro vagas escondía el miedo a perder a su hermana detrás del enfado que aireaba a los cuatro vientos.
—¡Todo esto es culpa tuya, Carapatata! —le reprochaba con el rostro congestionado— ¡Flo! ¡Florecilla! —la llamaba haciendo bocina con las manos— ¡Florecilla! ¡Flo!
—¡Flo! —gritaba Sebas con la culpa grabada en la cara, haciéndole eco— ¡Flo!
—¡Esto es inútil, Carapatata! ¡Tenemos que volver! ¡Florecilla!
—Venía detrás nuestro. Ha tenido que salir. ¡Flo!
La mediana, sintiendo cómo un peso enorme se la quitaba de encima, corrió en su dirección. El zurrón la golpeaba el costado y su contenido amenazaba con desparramarse por el camino. Así que lo abrazó contra su pecho mientras gritaba:
—¡Aquí! ¡Sebas! ¡Nin!
La alegría de sus gritos no tardó en contagiarse a los suyos. En su prisa por reunirse resbalaron en la nieve, tropezaron con raíces y ramas, cayeron de bruces y se levantaron de un salto. Todo ello sin dejar de llamarse los unos a los otros. El primero en alcanzar a Flo fue Duende. El perrito marrón y negro brincaba de contento y movía el rabo sin parar. Los dos sonrientes vagas le siguieron. Se abalanzaron sobre ella sin dejar de gritar su nombre. Fundidos en un triple abrazo, todos lloraban ahora de alegría.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Nin después de limpiarse los mocos con la manga.
—En ninguna parte —dijo ella abriendo muchísimo los ojos marrones—. Acabo de regresar ahora mismo.
—¡No puede ser! —exclamó Sebas señalando el cielo plomizo— Era plena tarde cuando llegamos nosotros y el día languidece.
Era cierto, entre las copas desnudas de robles y castaños se podía ver como el cielo, plomizo y cargado de nubarrones, empezaba a oscurecerse. Pronto caería la noche invernal. La estación, regida por la luna negra, Malembeth, estaba en su cénit. Los vagas juntaron sus cabezas para darse valor y reconfortarse mutuamente.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Sebas—. Los osos pardos duermen todo el invierno…
—¡Esos sí que son listos! —bromeó Nin.
—...pero los lobos están ahí fuera, hambrientos.
—No podemos pasar la noche a la intemperie —susurró Flo. Se sentía culpable. Había sido su curiosidad la que los había retrasado.
—Creo que sé a dónde podemos ir —les trató de insuflar ánimos el primero de los vagas.
—¡No será a otro de esos sitios mágicos poblados por locos! —protestó Nin cruzándose de brazos.
Sebas dio un respingo y levantó las manos pidiendo paz. También él había tenido suficiente trató con oníricos para una buena temporada.
—Para nada. Para nada. Se trata de una cabaña que pastores y leñadores comparten a lo largo del año —explicó el mediano—. Estará atrancada. En invierno nadie se atreve a internarse tanto en el bosque.
Una sonrisa torcida iluminó la cara del mayor de los Conejero. Anticipándose a la pulla que su hermano tenía preparada, Flo sopló un rizo rebelde que la caía sobre los ojos y, sacando fuerzas de flaqueza para aparentar una energía que distaba de conservar, exclamó:
—¿Y entonces qué hacemos aquí plantados? ¿Esperar a que llueva?
—Tienes toda la razón hermanita —concedió Nin, olvidada la chanza que antes asomaba a sus labios.
—Vamos, pues. Seguidme conozco el camino —les exhortó Sebas a ponerse en marcha.
Llevaban ya un buen rato caminando bordeando la ladera del monte, cuando vieron restallar un rayo contra las cumbres montañosas. Mucho después oyeron el primer trueno.
—¡Menos mal que la tormenta está lejos! —silbó Nin admirado por el espectáculo que les brindaba la naturaleza salvaje.
—Cierto —asintió Sebas—. Más me preocupan los lobos —dijo señalando las heces desperdigadas bajo un saliente rocoso.
—No son frescas ¿Verdad? —aventuró Flo posando la mano sobre el brazo de su pareja.
—No, no lo son —lo confirmó Nin hurgando en ellas con una ramita.
—Pero es mala cosa —dijo Sebas poniéndose en cuclillas—. Yo tuve que vaciar mi zurrón para meter en él a Duende y poder trepar por el Viejo Rey ¿Y vosotros?
Los demás lo miraron sin comprender, Nin sacudió un capazo medio vacío.
—A mí se me cayeron la mitad de las setas mientras peleaba con el elfo larguirucho —gruñó contrariado—. Tantas molestias para nada.
—No te pongas así, hermano —lo consoló Flo con una tímida sonrisa de circunstancias en los labios—, yo conservo todas las que recogí.
—Bien, después de todo no ha sido en balde —suspiró Sebas con pesar.
Sus compañeros lo miraron intrigados mientras recogía piedras del suelo y las guardaba en su zurrón. Un brillo de inteligencia asomó a los ojos de Nin.
—Le das muchos rodeos, Carapatata —dijo al mismo tiempo que se agachaba para recoger munición para su honda.
Ninguno de los dos añadió una palabra más. No era necesario hacerlo. Del mismo modo, sin que hiciera falta decirlo, Nin dejó que su hermana lo adelantase y él se quedó guardando la retaguardia.
Después de caminar un buen rato, la oscuridad cubrió el firmamento. Jirones de nubes empujadas por el viento tapaban de vez en cuando las estrellas. La lejana tormenta había remitido, o había sido arrastrada al otro lado de la cordillera. La aguda vista de los medianos les permitió continuar sin procurarse luz alguna. Los robles y castaños habían dado paso a espigados pinos y abetos. El camino de cabras que seguían, ahora discurría por un repecho de lisa pizarra. Sebas estaba asegurando que estaban muy cerca de la cabaña, cuando escucharon los primeros aullidos. Duende gruñó a la oscuridad. Los tres compañeros se vieron asaltados por los recuerdos de los fantasmales lobos sombríos. Ninguno quería reconocerlo, pero estaban cansados, muy cansados. La senda que recorrían zigzagueaba por una ladera escarpada. Al girar cada recodo, Sebas esperaba divisar el ansiado refugio.
—He visto brillar unos ojos —anunció Flo con voz temblorosa—. Un lobo nos sigue pendiente arriba.
—El peligroso no es el lobo que ves… —recitó Sebas echando mano a su honda.
—...sino el que no ves —terminó de decir Nin por él.
Todos sabían que esos animales actuaban en manada. Así que extremaron la precaución. De repente, unas piedrecitas rodaron cuesta abajo. Miraron de reojo al pinar. No tardaron en vislumbrar un par de ojos brillantes, luego otro par, y otro par, y otro más. Los tres vagas intercambiaron una mirada de entendimiento y cargaron sus hondas. El familiar zumbido del cuero al girar se acompasó al ritmo de su respiración. Los lobos corrían hacia ellos con las fauces goteando saliva. Un ejemplar de pelaje gris los encabezaba.
Sebas fue el primero en lanzar la piedra. Sus compañeros dispararon en rápida sucesión. Su esperanza era que, después de un par de tandas, la manada se marchase con el rabo entre las patas. Duende ladraba y gruñía sin cesar. Un proyectil impactó en la cabeza de un macho pardo que soltó un gañido y rodó ladera abajo. Su caída no se detuvo hasta chocar contra un tronco abandonado a guisa de banco cerca del camino. Sin darle tiempo a recuperarse, Flo corrió a toda prisa, y, haciendo palanca con su bastón, lo tiró por la empinada ladera. No tardó en acompañarlo un segundo lobo derribado por las zumbantes pedradas de sus amigos. Apresurándose para disparar, la mediana alcanzó a un tercero en el costado, pero este no acusó el golpe. Ya lo tenía encima cuando una bola de pelo marrón y negra se abalanzó sobre él. Era el pequeño ratonero demostrando que tenía un corazón enorme. Ágil y veloz, Duende atacó con saña las patas traseras del lobo. El voraz depredador, mucho más grande y fuerte, se revolvió sobre sí mismo lanzando dentelladas con rabia. Previendo el resultado de tan dispar enfrentamiento, Flo la emprendió a bastonazos contra el lomo de la bestia parda.
—¡Ayuda! —gritaba con desesperación al ver qué el animal resistía sus golpes— ¡Ayudadme!
Lamentablemente, Sebas y Nin tenían sus propios problemas. El lobo gris, tras recibir varias pedradas, los rondaba con cautela, gruñendo y salivando mientras esperaba la oportunidad de saltar sobre ellos. Sin embargo, fueron los vagas quienes, una vez el depredador tuvo el terraplén a sus espaldas, atacaron al unísono. Con lo que no contaban era con que el lobo atrapase el bastón de Sebas con los dientes y aprovechara su impulso para derribarlo. El vagas se revolcó en por el suelo en un intento desesperado por alejarse de esos mismos colmillos afilados. Nin, muerto de miedo, por lo que le pudiera pasar a él, a su hermana y, sí, también a Sebas, gritaba y lanzaba golpes como un loco. Si en algún momento se había hecho ilusiones de que su misterioso amuleto lo ayudase, se estaba llevando un chasco morrocotudo. De repente, un gañido penetrante surcó el aire. Lo inevitable había ocurrido. El lobo zarandeaba a Duende entre sus fauces igual que si fuera una rata. Flo lloraba sin dejar de golpear con su bastón al cruel animal. Un bastonazo afortunado le alcanzó en un ojo. La bestia soltó a su presa, que cayó aullando de dolor.
Sebas chilló con desconsuelo. Casi parecía que era a él al que habían desgarrado la carne. Entonces oyeron los primeros ladridos. Una jauría corría en su dirección. Al cabo de unos segundos, en el eco nocturno resonaban igual que mil demonios. De entre todos ellos, graves y profundos, destacaban los de un número indeterminado de mastines.
Los lobos también los escucharon. Indecisos entre el premio y el peligro, gruñeron en dirección al camino. Corriendo tras los perros de caza, media docena de puntos luminosos avanzaban en su dirección. Sebas aprovechó el inesperado respiro para recoger su bastón e incorporarse de nuevo. Impulsado por la rabia, el vagas le tiró una piedra al verdugo de Duende. El animal, alcanzado en el morro ensangrentado, decidió que ya había tenido bastante y, cojeando, se dio la media vuelta. Al verse solo, el lobo gris siguió su ejemplo justo cuando los jadeantes lebreles hacían su aparición con la lengua fuera. Nin aún tuvo tiempo de hacer zumbar su fustibéndulo una última vez. Sebas no. Él, en cambio, corrió hacia donde su valiente perrito yacía despatarrado. Duende lo recibió meneando la cola despacio. Flo lloraba a su lado con las manos manchadas de sangre. Uno de sus pañuelos hacía de vendaje improvisado. El pequeño ratonero había perdido media oreja, pero eso no era lo peor. Las dentelladas recibidas en cuello y lomo eran profundas. Mientras los medianos acunaban a su malherida mascota, sus rescatadores llegaron hasta ellos. A luz de las antorchas y vestidos para una batida, incluso su amigo Charles daba una impresión amenazadora. Dos de ellos cargaban con largos arcos de tejo, lo cual pudiera acarrear más de un problema si un noble los descubriera. En tanto al resto, iban armados con esas pesadas lanzas de caza provista de un tope transversal pensado para evitar que se queden atoradas en la presa y dejen indefenso a su portador.
Nin les salió al paso. Todavía embriagado por la adrenalina. Se reía como un tonto señalando las antorchas. Acostumbrados a moverse sigilosamente por entre la gente grande, a ninguno de los vagas se les ocurrió recurrir a ellas.
A lo lejos oyeron aullar de dolor a un lobo. La jauría había dado caza al ejemplar cojo. Ignorando la llamada de la selva, un viejo mastín marrón se acercó pesadamente para olisquear a Duende. Ninguno de los medianos, amedrentados por su mole, osó molestarlo. Tan sólo su cabeza ya era tan grande como todo el ratonero. Ambos respiraron aliviados cuando el perrazo le dio un par de lametones al pequeño mestizo, para luego tumbarse junto a ellos.
—Veo que Grodo ha decidido acompañaros, pues —los sorprendió una voz ronca.
Los medianos asintieron sin saber qué decir, todavía demasiado aturdidos para asimilar lo ocurrido. Quien les hablaba era uno de los arqueros. Un hombrecillo bajo y curtido envuelto en un gastado abrigo lleno de remiendos. Él mismo parecía compuesto de retales rescatados de otros hombres. Tenía la una pierna más corta que la otra y un hombro más bajo que el otro. Si era de nacimiento o consecuencia de algún accidente no se sabía. Él no hablaba de ello y nadie se atrevía a preguntar.
»Ahí tenéis a un buen amigo, pues —siguió hablando el dueño del mastín señalando al joven Dubois—. Lleva dos días sin parar de buscaros.
—¿Dos días? —exclamó Sebas con los ojos muy abiertos— ¿Tanto tiempo ha pasado?
—Tres, Carapatata, tres días —lo apabulló Nin de sopetón con el joven Dubois tras él.
Daba la impresión de que iba a decir algo más, cuando la mueca insolente desapareció como por ensalmo de su cara de niño. Había reparado en el cuerpo cosido a mordiscos de Duende. Durante el fragor del combate a duras penas había prestado atención a otra cosa que no fuera su supervivencia.
—Veo que ya conocéis a Espinosa y a Grodo —intervino entonces Charles—. ¿Qué opinas, viejo, saldrá adelante?
Silbando con suavidad, el cazador furtivo, y contrabandista, y quién sabe qué más, extendió una mano nudosa para palpar levemente los improvisados vendajes que cubrían las heridas de Duende. El perrito dio muestras de dolor, pero no opuso resistencia. Bastante tenía con respirar. Sebas lo observó con una mezcla de aprensión y curiosidad. Era una cabeza más alto que él. A su amigo Charles no le llegaba a los hombros. Olía a sudor, a humo, a grasa rancia y a cuero. Sin embargo, a la luz de las antorchas, su rasgo más llamativo eran los ojos, vivaces, brillantes y de distinto color: el derecho marrón y el izquierdo azul.
—Va a necesitar un buen zurcido, pues —carraspeó el montañés—. Pero será mejor que lo hagamos en la cabaña.
—¿Estamos cerca? —preguntó Sebas temiendo que Duende no resistiera mucho más.
—A la vuelta del camino —lo tranquilizó Charles posando la manaza sobre el hombro menudo del vagas—. Nos estábamos preparando para pasar la noche cuando escuchamos aullar a los lobos primero y desgañitarse ladrando a este pequeñajo después.
—Será mejor que nos demos prisa, pues —insistió Espinosa—. Déjamelo a mí —dijo tomando a Duende entre sus brazos— ¡Mendo! —gritó, y el otro arquero se acercó al pequeño grupo.
Si Charles era un mozo apuesto, grande y fuerte, tal Mendo era un gigante tallado en la roca. Calvo y barbudo, de facciones cuadradas y ojos azules medio escondidos bajo unas espesas cejas oscuras, vestía también gruesas ropas de abrigo desparejadas y remendadas en mil ocasiones. Caminaba con pie firme ladera abajo. Otro mastín, más joven que Grodo, le seguía a los talones. El viejo perrazo se desperezó al sentir su presencia. Los demás perros ladraban alegres. El que más y el que menos lucía las mataduras propias de la violenta fachenda. Entre todos se habían cobrado su presa. Un macho que pudiera ser espléndido si no se le marcasen las costillas.
—El invierno está siendo duro para todos. Eso sin necesidad de andar de aquí para allá cuando se tiene un techo y un fuego para cobijarse —dijo con voz neutra y rasposa.
En un primer momento, los medianos lo miraron perplejos. ¡El montañés los culpaba del mal fin que había tenido el lobo!. Después agacharon la cabeza, Sebas y Flo avergonzados, Nin, contrariado, por no discutir con el gigantón de la nariz rota.
—Venga, hombre —chasqueó Espinosa la lengua contra los dientes—, dales un respiro.
El hombretón se limitó a soltar un bufido. Los dos mastines meneaban la cola a su lado esperando algo de él.
—Toma Grodo —dijo mientras, con toda la calma del mundo, rebuscaba en su zurrón—. Toma Bruot —añadió lanzando sendos mendrugos de pan duro.
—Si ya has terminado —le llamó la atención el otro furtivo—, qué te parece si te haces cargo de este valiente.
Por toda respuesta, Mendo volvió la cabeza en su dirección. Su amigo le tendía el cuerpecillo malherido de Duende. El gigantón pareció ablandarse cuando tomó al ratonero entre sus brazos.
—Así que este es el pequeño escandaloso.
Sebas se mordió la lengua intranquilo, pero no les quitaba ojo de encima. Al contrario que a los demás integrantes de la partida de rescate, a quienes conocía de antes, con esos dos hombres, a bien seguro peligrosos, no se había cruzado nunca.
—Sí, lo es. Y sería una pena que no pasara de hoy. Así que nos vamos a asegurar que llega a la cabaña sin más percances. ¿Te parece bien, pues?
El tosco montañés no dijo nada. Estaba ocupado soplando suavemente sobre la cabecita de Duende. El perrito meneó la cola despacio. Al ver la tierna estampa, Sebas se relajó. Una vez repartidas cargas y tareas, la comitiva al completo se puso en marcha. A Flo y a él se le cerraban los ojos de puro cansancio. Tan sólo Nin les mantenía el ritmo a la gente grande y a sus perros. Lo cual debería hacer que se preguntara de dónde sacaba la energía suplementaria.
«Un techo y un fuego para cobijarse. No le falta razón, no», evocó Sebas las palabras del montañés, mientras lo seguía de cerca y se esforzaba por no retrasar al resto de la comitiva."
Y eso es todo por hoy. Os dejo en compañía de Accept y su versión de "Night in the bald mountain" de Mussorgsky:
Nos leemos.



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