(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10. De tracos, seros y vagas. Parte 15.

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        Aquí está la continuación de la batalla por el Gran Nenúfar:

"El gran lobo negro gruñó con ferocidad. Un fuego púrpura asomó por la comisura de sus labios retraídos en un rictus cruel. Sin más advertencia, abrió las fauces afiladas y exhaló una llamarada que podría rivalizar con la de un joven dragón. Las libélulas espadachinas alzaron el vuelo para evitar aquel ataque expansivo. Los duendes arácnidos a los que habían abatido, y estaban a medio convertirse en abejorros fieles a Verdefila, no tuvieron esa suerte. Inmovilizados por los espasmos de la transformación, engullidos por las llamas, revertieron el proceso y Astrosabio se vio otra vez rodeado de enemigos. Con un resoplido que sacudió los bigotes de su barba, el leal consejero emitió en destello repentino destello luminoso. Durante el instante que dura un parpadeo, el monje rana atacó con tal celeridad que un tercio de sus adversarios acabaron chapoteando en el estanque sin saber qué los golpeó.

«¡Qué lástima que este truco no me funcionó con Tenax!», pensó Astrosabio abriéndose paso hasta el malherido Mazapote.

El fornido duende había demostrado su gran fortaleza física desclavándose por sí solo de los afilados prismas de obsidiana. No obstante, el ímprobo esfuerzo lo había agotado y yacía despatarrado con una mano sujetando, testarudo, su mazo.

Las tres libélulas en que se había dividido su amiga Trestia lo sobrevolaban fustigando a Tenax con Púa, Aguijón y sendas Espinas. Tajos, cortes y estocadas se sucedían sin descanso contra el patrón de todos los lobos sombríos. Acosado sin cesar, Tenax desviaba cada ataque con zarpas y cuerno, sin privarse tampoco de devolverlos con fuego y dentelladas. Entre sus secuaces crecía la incertidumbre y con frenesí se abalanzaron contra los disciplinados soldados rana y su blanco muro de escudos. Allí donde lograban derribar a sus adversarios, irrumpían entre ellos formando una cuña de sombrío pelaje, todo músculo y dientes, propagando así la oscuridad e incrementando su número de nuevo. Constituían esas aglomeraciones los objetivos prioritarios de los vagas. Hacia allí los orientaba Verdefila desplazando la terraza sobre la que estaban. Cuando la lluvia de bellotas y castañas sembraba el desorden entre los oníricos oscuros y sus víctimas a medio transformar, los pelotones de duendes rana aledaños envolvían sus flancos para empujar a enemigos y camaradas por igual de vuelta a las aguas purificadoras.

Aquella batalla era un toma y daca continuo, un episodio más del duelo interno que libra la mente fracturada del N’arcan conocido por el sobrenombre de: “el Durmiente”. Por lo común, poco peso han tenido en él las voluntades de quienes han visitado Lardar provenientes de la Vigilia. Sin embargo, sí que hubo un visitante singular cuya presencia alteró el equilibrio entre las cortes oníricas. Un soñador de mente prodigiosa, devenido en revolucionario primero y cautivo después. Alguien cuya ambición fue tan grande que quiso dejar atrás los soles de Ital y descubrir nuevos mundos. Quien tuvo una fuerza de voluntad lo bastante poderosa para privar a las estrellas de su luz y convertirlas en las lunas que conocemos. Un fugitivo en aquel entonces, reducido a pálido reflejo de su auténtico potencial, que estaba esperando pacientemente el momento oportuno para hacer su jugada a la sombra de los vagas.

—¡Ahora o nunca! —croó imperiosa la Reina Rana ordenando a la totalidad de sus duendes pasar a la ofensiva.

Ella misma estimuló el crecimiento del Gran Nenúfar en dirección al epicentro de la batalla. Allí donde Astrosabio y la triplicada libélula intercambiaban golpes con un desafiante y ensangrentado Tenax. 

Siguiendo el ejemplo de su señora, duendes rana, libélulas y abejorros formaron una cuña bañada en luz dorada que penetró imparable en la nube de oscuridad que pretendía asimilarlos a todos ellos. No contentas con ver retroceder a la masa sombría y sus peones, Verdefila añadió una canción nueva a su danza de olas. Un viento arremolinado sacudió a los sauces. Viento y agua se unieron. Un tornado comenzó a tomar forma al son de la música y el baile, creciendo sin mesura, hasta sobrepasar al Gran Nenúfar, arrastrando con él a cuanto fuego fatuo, lobo o araña encontró en su avance.

—Lo lamento, pero esto se acabó—los vagas oyeron decir a una voz melodiosa, sosegada y no exenta de cierto grado de tristeza, entre la gran obra interpretada por Verdefila en conjunción con el viento y el agua.

En ese preciso instante, la sombra bajo los pies de Nin se alargó y cobró forma y substancia. Serpenteando, la masa oscura se enroscó en torno al rechoncho cuerpo de la Reina Rana. Unos ojos blancos sin pupila eran su único rasgo identificable. En cuanto su presa detuvo la danza de Verdefila, el tornado, que amenazaba con barrer toda oposición a los defensores del nudo, colapsó bañando por igual a ambos bandos.

—¡Traición! —croó la onírica sin dejar de forcejear— ¡A mí los míos!

Sin embargo, sus duendes estaban demasiado lejos, afrontando sus propias batallas. Los vagas y su perro, en cambio, nada tardaron en emprenderla a bastonazos y mordiscos contra el serpentino asaltante, pero de sus golpes, tan sólo los de Nin parecían afectarlo. Este, sin soltar a su presa, estiró un poco más su cuerpo para mirar intrigado al mediano. Ya antes, mientras rondaba los límites entre los nudos por encargo de quienes le habían procurado refugio, había percibido un aura mágica en torno al vagas que le resultó familiar. Fue precisamente ese poder latente el que le permitió enmascarar su presencia e internarse en el corazón mismo del bastión fronterizo de la Corte Dorada. No obstante, lo que antes le fue de utilidad, cual falsa moneda, se volvía ahora en su contra.

Con una fracción de su pensamiento conjuró una jaula de espinos. Rodeados por las punzantes hebras de oscuridad, Sebas, Duende y Flo nada pudieron hacer para liberarse. En cuanto a Nin, una energía carmesí disolvió los negros arbustos apenas se solidificaron en torno suyo.

—No sé a qué viene esto, serpientucha —se regodeó el vagas ante el desconcierto pintado en los blancos ojos—, pero te voy a correr de aquí a bastonazos.

Dicho y hecho. Blandiendo a dos manos la vara de avellano de que se servía en sus caminatas, descargó golpe tras golpe. La misma energía carmesí de antes lo dotaba de un aura rutilante. Mientras Verdefila forcejeaba con denuedo, su captor trató de bloquear los ataques que Nin, dando saltos, le dirigía a la cabeza. A consecuencia de los impactos recibidos, los allí presentes oyeron un cristal romperse y vieron disiparse la oscuridad que envolvía al brazo con que el asaltante se estaba defendiendo. Así pudieron ver un sencillo brazalete de madera de sauce entrelazada que le rasgaba la pálida piel y se clavaba en la fibrosa carne. Fue sólo un instante lo que tardó en regenerarse su cobertura de sombras, pero eso bastó para que la Reina Rana comprendiera la naturaleza de su agresor.

—¡Elegido de Madrenoche! —croó acongojada— ¡Huid mis queridos amigos! ¡Huid os digo!

Recurriendo a la fuerza que da la desesperación, Verdefila rompió la presa que la tenía sujeta. Con un giro de muñeca proyectó un remolino de agua luminosa que impactó en el agente de la Corte Oscura. Este resistió impertérrito el baño, pero se vio obligado a retroceder. Nin, fiel a sí mismo, hizo oídos sordos a la onírica y cargó gritando. No le importó tener enfrente a un elfo el doble de alto que él. Por su parte, el intruso, los largos cabellos morenos y los lujosos ropajes decorados con estilizados motivos vegetales bordados en plata totalmente empapados, sostenía contrariado los restos quebrados de un prisma cristalino. Muchos otros similares a ese le colgaban del cuello unidos por una cadena dorada. Sin inmutarse, los lanzó a los pies del molestó mediano, quien desvió su carrera para no pisar los cortantes fragmentos. Aprovechando la oportunidad, el elfo se adelantó de nuevo. Siseó de dolor al derribar a Nin según pasaba a su lado. El poder detrás de su amuleto no simpatizaba en absoluto con el misterioso atacante y le había quemado las manos. 

—¿Pero qué tienes en el bolsillo? —exclamó, más sorprendido que dolorido.

Apretando los dientes, el elfo de ojos tristes, ese fue el recuerdo que más perduró en Sebas: el aura de tristeza que emanaba de él, conjuró un haz de esquirlas oscuras contra Verdefila. Sin tiempo para reemprender su danza, la onírica brincó a un lado para esquivarlas. En medio del salto la interceptó su atacante.

—Los dos sabemos que no tengo tiempo que perder —dijo el elfo apuñalando en el pecho a la Reina Rana.

—Ultwind… Hirax… —croó lastimera, casi sin voz, negándose a hincar la rodilla.

—Ya está hecho. Ella está aquí —con pena, casi con dulzura, la consoló—. Pero a tí no te tendrá. Eso te lo puedo jurar por vuestros falsos dioses. No es mi deseo procurar curación o libertad a ninguno de ellos.

Duende gimoteaba igual que un perro apaleado. Los medianos contemplaban la escena horrorizados. Flo lloraba a moco tendido y se tapaba la cara con las manos. Sebas sacudía la jaula de espinas sin importarle los cortes sangrantes que se provocaba con cada empujón y cada patada. En tanto que Nin temblaba de pies a cabeza, la mirada fija en la negra escarcha que se iba apoderando de la todavía consciente Verdefila.

La melosa luz del nudo se extinguía al mismo tiempo que la fina escarcha en torno al cuerpo de la Reina Rana aumentaba su grosor. Un colectivo aullido de triunfo brotó de las gargantas de los lobos sombríos. La resolución de sus adversarios flaqueaba. Un instante de duda entre las libélulas espadachinas fue suficiente para que Tenax derribase de un zarpazo a una de ellas y de un mordisco la arrancase las alas multicolores. Impotente, Astrosabio no pudo hacer otra cosa que mirar como las ramas de un sauce arrastraban su cuerpo y el de Mazapote.

—¡Bienvenida al banquete, mi dama! —rugió exultante el campeón de la Corte Oscura, antes de abalanzarse contra el descorazonado duende rana que tantos problemas le había causado.

El viejo onírico se defendió con soltura, pero sus contraataques carecían de convicción. Las espadachinas restantes, armadas con Púa y Aguijón, aprovecharon para caer sobre los desprotegidos flancos de Tenax. Una nueva rama salida de las sombras golpeó como un látigo a la que blandía a Aguijón. La libélula cayó sobre el nenúfar y sin darla tiempo a alzar el vuelo, otras dos la cogieron por los pies. Luchando hasta el final se debatió la espadachinas. Con un un zumbido de rabia, la última libélula cambió de objetivo y descargó un tajo a dos manos que liberó a su compañera. Esa distracción propició que Tenax la alcanzase por la espalda y la atravesara con su cuerno.

Ahora la oscuridad era casi absoluta en el nudo. Numerosos eran los duendes que huían en dirección al Viejo Rey. Muchos caían y eran transformados por los victoriosos duendes oscuros. Acosados por todas partes, Astrosabio y la última libélula luchaban sin esperanza. Pues ser defensores era su naturaleza. Al igual que ser agresores era la de sus adversarios. Entonces emergió de las sombras la señora absoluta de la Corte Oscura. Verde oscuro, casi negro era su vestido de seda. Larga y suelta le caía la melena negra cubriendo la espalda desnuda hasta las caderas. Un collar de innumerables perlas colgaba del blanco cuello de cisne. Lúcidos y penetrantes eran los grandes ojos verdes, brillantes de satisfacción, con que contemplaba la nueva adquisición a sus dominios.

Sus pies menudos no tocaban el suelo. En lugar de ello, un sauce milenario la transportaba a guisa de palanquín. De sus ramas colgaban envueltos, cual presas de una tela de araña, Mazapote y otras decenas de oníricos, tal era su envergadura.

—Madrenoche está aquí —susurró el monje rana casi sin aliento—. Todo está perdido.

Dicho esto, intercambió una mirada de desesperación con la última de las libélulas espadachinas y cargaron a la par contra la artífice de su derrota. Por respeto a tan dignos rivales, muy pocos habían sido capaces de plantarle cara durante tanto tiempo, Tenax respetó su última voluntad como duendes dorados y se hizo a un lado.

Las ramas del hombre sauce se abatieron contra ellos. Los primeros latigazos fueron esquivados. Los segundos, desviados. Los terceros, su impacto mitigado. Los cuartos, resistidos. Quintos y sextos, encajados entre lágrimas, dolor y sangre. Con los séptimos sobrevino la inconsciencia. Entonces y sólo entonces, derrotada toda oposición, los pies de Madrenoche tocaron el suelo del nudo y el agua del estanque se tornó negra.

Viendo semejante prodigio, los vagas cayeron de rodillas. No podían creer la tragedia que se desarrollaba ante sus ojos.

—Nada tengo en contra de vuestra gente —dijo su captor a los medianos. Una vez consumada la conquista, bien podía permitirse un mínimo de generosidad.

—Le dijo el escorpión a la rana —farfulló Verdefila justo antes de que el hielo negro la cubriese la boca.

—Ya nada os retiene aquí —insistió el elfo de ojos tristes señalando el monolito que aprisionaba a su anfitriona, el cual crecía sin mesura y echaba raíces bajo el agua del estanque.

En efecto, el otrora Gran Nenúfar se marchitaba sin remedio. El tronco del Viejo Rey estaba ahora sobre sus cabezas. Tan sólo tenían que trepar por una de las ramas que les tendía. No quedaba ni rastro de la luz dorada que antes cubría el firmamento. En su lugar, un manto oscuro salpicado por centenares de fuegos fatuos iluminaba la escena. Sus titilantes y errabundas siluetas púrpuras otorgaban una atmósfera fantasmal al otrora idílico paisaje.

—¿A qué estás esperando, Carapatata? —le reprochó Nin, quien todavía llorando había recogido su bastón del suelo y caminaba decidido en dirección al viejo roble— ¡Ya le has oído! —gritó sin levantar la mirada del suelo.

Si lo hubiera hecho, habría visto cómo Madrenoche daba la bienvenida bajo su servicio a dos valiosos vasallos. 

—Mi pequeño Madskin —decía mientras pasaba los dedos, largos y delicados sobre la cabecita de una ardilla voladora del mismo tamaño que los vagas—. ¿Tienes hambre, mi chiquitín?

La criatura de sedoso pelaje negro en la espalda y rojizo en la barriga se dejaba acariciar y correspondía a la atención recibida con sus propios arrumacos.

—Bien sabe mi señora —intervino un duende con cuerpo de humano y cabeza de zorro albino vestido con las lujosas telas de un gentilhombre—, que mi escudero siempre está hambriento.

Tras lo cual recogió del suelo una de las numerosas bellotas disparadas por los vagas durante la batalla y se la lanzó.

—Cierto, Arthel, ni toda el agua de la Fuente del Olvido podría borrar ese recuerdo de mi memoria —contestó su soberana con una ladina sonrisa pintada en sus finos labios.

Ante la mención de aquel infausto lugar, el esbelto cortesano torció el fino hocico de largos bigotes, pero se abstuvo de contestar. En vez de ello, se esforzó por ignorar la mirada predatoria que Tenax tenía fija en él y chasqueó los dedos. A su señal, el ahora llamado Madskin engulló la bellota, más otra que había atropado por su cuenta, y corrió para abrazarse al cuello del duende zorro. Este movió los hombros para acomodar el peso del duende ardilla colgando de su cuello. Vistos de lejos, fácilmente se los podría confundir con un sólo caballero luciendo una lustrosa capa de piel.

Aceptando lo inevitable, Sebas se limpió las lágrimas de la cara y volcó el contenido de su zurrón. Las malhadadas setas con que había empezado todo rodaron por el suelo. Flo se quedó mirándolo sin entender.

—Duende no puede trepar —respondió él a su muda pregunta.

Comprendiendo que los medianos daban por buena su oferta, el elfo de larga cabellera retiró los espinos que los retenían. En lo que Sebas cogía en brazos a su perrito y lo metía en el zurrón asomando la cabeza, el agente de la Corte Oscura se volvió una vez más hacia Nin.

—Eso que llevas contigo no es ni de este mundo, ni del otro.

—¿Acaso me lo vas a robar?—chilló el vagas apretando con fuerza el amuleto en su puño.

—Para nada —contestó enseñando las palmas en gesto de paz—. Ya he arriesgado mucho aquí —dijo señalando con la barbilla al ominoso monolito y su cautiva.

—¿Entonces? —preguntó Nin cargado de recelos.

—Tan sólo te advierto del peligro que corres si mis sospechas son ciertas—contestó encogiéndose de hombros.

Pese a sus palabras, y aunque el misterioso hechicero no hizo amago alguno por acercarse a él, el vagas retrocedió despacio sin perderlo de vista. Habiendo visto de lo que era capaz, no se atrevió a darle la espalda hasta que llegó su turno de encaramarse al nudoso tronco donde les esperaba la salvación. Su hermana cerraba la comitiva. Un peso en el corazón la reconcomía. Había sentido celos de la infortunada Verdefila y ahora se arrepentía. Por eso se demoró al seguir a sus compañeros y, quieta y silenciosa como sólo un mediano es capaz, se agazapó tras las ramas del viejo tronco para despedirse por última vez del marchito Gran Nenúfar y de sus oníricos.

—...esto no me lo esperaba —escuchó decir a una mujer.

Asomándose con sumo cuidado, la mediana vio al poderoso hechicero que tanto miedo les había dado arrodillarse ante Madrenoche y su séquito. Ella pasó al lado del elfo sin prestarle atención. La regia onírica tenía la mirada fija en el oscuro monolito que contenía atrapada la última mota de luz dorada del nudo. Tenax en cambio sí que le dedicó una mueca sardónica. El elfo agachó la cabeza para ocultar la rabia que sentía. En Lardar se habían equivocado al creer que podían someter la voluntad de quien arrastró a los espectros de la magia al plano mundano. Madrenoche, ajena a los rescoldos del espíritu desafiante que tenía al lado, posó la pálida palma de su mano delicada sobre la lisa superficie. Una vez terminado su crecimiento, el material cristalino había adoptado la apariencia de la obsidiana y resultaba cálido al tacto. A una señal de su soberana, el viejo hombre sauce, que todavía conservaba a numerosos oníricos atrapados entre sus ramas, liberó a gran cantidad de ellos. Fue como si súbitamente florecieran decenas de flores rosas, púrpuras y moradas. Los nuevos fuegos fatuos se quedaron allí, revoloteando, mientras el duende arbóreo descargaba golpe tras golpe contra la prisión de Verdefila. Hasta que a resultas de sus esfuerzos, las castigadas ramas se partieron. Con un siseó de contrariedad, Madrenoche le ordenó detener sus ataques. Ni un rasguño se apreciaba en la esencia materializada de Malembeth. Pues no era otra cosa la negra sustancia utilizada por el elfo para conjurar su magia allí donde no llega la luz de las estrellas.

—No tuve otra opción. Ya os expliqué que mi poder se alimenta de los cristales que traje conmigo —dijo el hechicero con voz neutra, sin asomo de temor—. Además, el tiempo corría en nuestra contra…

—¡Excusas! —aulló el lobo astado con un deje de regocijo malsano— ¡Por tú culpa, nuestra conquista no es absoluta! ¡Este nudo será un punto inestable en el tejido de los sueños! —añadió acercándose amenazador con las fauces conteniendo a duras penas las llamaradas generadas por el fuelle de sus pulmones.

—Descuida, amado mío —le acarició ella recorriendo con las yemas de sus dedos los marcados músculos del costado—. Caródamon no permitirá que este lugar cambie de manos.

—¿Caródamon? —protestó con incredulidad el primero de los lobos sombríos— ¿En serio vas a dejar al mando a este… morador de la Vigilia?

—Sí.

—Mi señora —intervino Arthel, la blanca cabeza de zorro respetuosamente agachada—, me siento obligado a desaconsejar tal curso de acción. Cierto es que la estación en el plano mundano nos favorece…

—Silencio los dos —dijo ella borrando la sonrisa de su rostro—. Mi decisión es firme. Además, el featath no estará solo. 

—¡Ah! ¿No? —bajó la guardia el hechicero por un instante.

—No, querido mío —dijo Madrenoche sonriendo de nuevo al tiempo que levantaba la barbilla del elfo para mirarle a los ojos—. Sé muy bien lo importante queces para tí la familia. De manera que tendrás una.

El hechicero tragó saliva y se llevó la mano a los escasos cristales de poder que no había agotado durante su misión. La imagen de su esposa, investida del poder de Aubea, rompiendo las cadenas que lo maniataban acudió a su memoria. Hasta ese momento no había sido consciente de lo mucho que aquellos oníricos sabían de él. Luego, las duras lecciones aprendidas durante su esclavitud bajo el dominio del maldito Mordyr se impusieron. Recuperando el control de sus emociones, endureció su corazón y dejó caer la mano a su costado. 

Madrenoche, dándole la espalda, ordenó al viejo hombre sauce que bajase a sus tres últimas cautivas. Su séquito, por el contrario no quitaba el ojo de encima a quien veían como un intruso en su círculo privado. Entre tanto, su soberana tomó con las manos jirones de la oscuridad misma que los rodeaba y los restregó por los capullos que envolvían a las últimas defensoras del Gran Nenúfar. Tan sólo una vez que la materia sombría fue absorbida en su interior, a un gesto suyo, las flexibles ramas se desenrollaron liberando a tres bellas muchachas. Alta, morena y de gesto severo era la primera en levantarse. Pelirroja, esbelta y nerviosa, la segunda. Rubia, frágil y menuda, la última en incorporarse. Sus ojos, verdes como esmeraldas, delataban el lazo que las unía.

—Sed bienvenidas, hijas mías —las abrazó Madrenoche—. Vuestro padre se alegrará de recibiros.

El aludido enmascaró sus verdaderas emociones detrás de los exquisitos modales que su noble linaje le había proporcionado, e interpretó el papel impuesto. Fingiendo un cariño que no sentía, besó las arreboladas mejillas de las doncellas de los ojos verdes. 

En ese momento, Flo se percató de que estaba siendo observada. Sin perder ni un segundo más, el corazón latiendo desbocado, abandonó el nudo. Tras ella quedaron Arthel y Madskin, la mirada fija en la menuda vagas, sin hacer el más mínimo amago por delatarla."


Esto es todo por ahora. Quienes habéis leído mis otras historias os habréis reencontrado con algunos de sus personajes y adivinado un par de cosas. Espero que os haya gustado. Os dejo con el Ultimo de la Fila y "Mi patria en mis zapatos":


Nos leemos.

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