(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10: De tracos, seros y vagas. Parte diez.
Hola a todos.
Cuando descargué esta viñeta, hace unas dos o tres semanas, me hizo gracia. Después de que un conductor se saltase un ceda al paso y destrozase la furgoneta de mi hermano (él salió asustado, pero ileso) ya no me hace tanta gracia. Entre el tiempo invertido en buscar talleres con hueco para la reparación y que una compañera está de hospitales y nos hemos repartido sus ausencias entre los demás, pues como que la cabeza no estaba lo bastante despejada para ponerme a escribir.
Pero al final, a ratos, pues la historia pedía salir, algo he avanzado. Aunque todavía no he llegado a esa aparición especial que me hacía ilusión, puede que algunos adivinéis quién será después de leer la entrega de hoy:
"El otoño transcurrió tal y como Sebas había anunciado. La actividad doméstica mantenía ocupados a los granjeros. Su economía no era de total subsistencia, pero se valían por sí mismos en muchos ámbitos de la vida.
—Si lo llego a saber me quedo en casa —rezongaba Nin mientras acarreaba piedras lisas del río para restaurar un muro debilitado por las incesantes lluvias.
Las copas de los árboles rindieron al suelo que les sustenta el tributo de sus hojas. Grandes superficies del bosque se desnudaron de cara al invierno. Malembeth eclipsó a sus hermanas, y las noches, sin luna que las iluminase, se fiaron a las titilantes estrellas. Una vez a la semana, por las tardes, antes de que oscureciera, los campesinos se congregaban en los soportales del templo local.
Al contrario que en ciudades y castillos, donde veneraban a los jueces de Atsocar, en las zonas rurales primaba la adoración a Nova la Sanadora. No faltaban tampoco capillas, advocadas a Loviatar la Mensajera, destinadas a prestar cobijo a viajeros de toda índole, pero su presencia decrecía según te alejabas de las rutas más frecuentadas.
El tañido de las campanas anunciaba la hora de la reunión. Allí acudían niños, mozos y mayores. Al calor de las fogatas se asaban castañas, se intercambiaban noticias. Al ritmo del rabel, el pito y el tambor bailaban y formaban nuevas parejas. También se dirimían pleitos, de manera amistosa de ser posible, o bajo la autoridad de los jueces de Atsocar venidos desde los castillos, cuando no se lograba un acuerdo en primera instancia.
Fue en uno de estos eventos que Charles conoció a la que sería su futura esposa. A ambas familias les pareció bien su unión. Con vistas a estar lista para la fecha de la boda, primos y cuñados arrimaron el hombro, en lo que sus obligaciones les permitieron, y entre todos ampliaron un tanto la casa familiar de los Dubois. El nuevo ala resultante constituiría el hogar de la feliz pareja.
Deseando contribuir a la empresa, Sebas y Nin demostraron su habilidad removiendo más tierra que cualquier mozo de la gente grande. Durante su estancia en la capital, Sebas había visto cómo algunas casas disponían de hornos bajo ellas. No siempre eran utilizados para cocer los alimentos, pero en todas se beneficiaban de una mayor conservación del calor. De modo que se lo propuso a su amigo. A Charles le pareció bien disponer de esa comodidad en su futuro hogar. Y para sorpresa de propios y extraños, Nin se entregó con entusiasmo a la labor.
Aún así, la estación invernal no era propicia para tales empeños. Los horas de luz escaseaban. Las frecuentes lluvias y las ocasionales celliscas retrasaban las obras. De manera que, una vez se levantó el perímetro de la planta baja, el impulso inicial decayó, posponiendo su reanudación hasta la siguiente luna.
Viendo la desilusión pintada en el semblante de la joven pareja, deseosa de compartir el lecho conyugal, el mediano decidió darles una sorpresa preparando un plato especial de fuera de temporada. De modo que, una mañana en que el Loiv, el primero de los soles, arrancaba destellos de diamante de la escarcha prendida en campos y setos, invitó a sus huéspedes a dar un paseo por el bosque cercano.
—¡Oye! —exclamó Nin vacilón— ¿Pero no era el bosque tan peligroso en invierno?
—Si vas solo y te alejas, sí que lo es, sí. Pero nosotros no vamos a ir tan lejos.
—¿Y a dónde nos vas a llevar? —preguntó Flo calzándose.
Los dos hermanos habían imitado la costumbre adoptada por Sebas. Nin había sido el último en dar su brazo a torcer, y si le decían algo por ello, era capaz de enfadarse y andar una semana descalzo, por lo que los otros dos vagas optaron por sonreír entre ellos y dejarle a su antojo.
—A por setas —contestó Sebas relamiéndose.
—¡Tú estás tonto! —se burló Nin— ¡No estamos en temporada de setas!
—Pero ya os conté que hay magia en estos bosques —replicó él guiñando un ojo a Flo.
La mediana sonrió con picardía ante el recordatorio de su primer beso. Desde aquel día habían pasado mucho tiempo a solas. De la mano de Sebas había recorrido en numerosas ocasiones aquellos parajes, visitado fuentes y arroyos, refugios y madrigueras. Pero ignoraba a dónde los quería llevar y ardía de curiosidad por averiguarlo.
Así, con la promesa de un delicioso ágape, los tres vagas, bien abrigados con sus capotes, bastón de camino en ristre, y zurrones de esparto al hombro, dejaron atrás el calor del hogar para dirigirse a ese mágico lugar donde Sebas afirmaba que encontrarían sus anheladas setas.
Una brisa fresca soplaba por la vaguada. Duende correteaba entre ellos. Movía el rabo alegre. Disfrutaba cada momento que pasaba con su amo fuera de casa. A lo lejos, en lo alto, por entre las ramas desnudas de robles, castaños y nogales, se veían las lustrosas copas de los abetos salpicadas de nieve.
—El sitio que buscamos está más cerca que esos árboles —dijo Sebas señalándolos—, y a la vez más lejos —añadió en tono misterioso para luego reírse de una broma que él entendía.
—Ya te vale Carapatata —refunfuñó Nin secándose el sudor de la frente—. Como sea una broma te voy a ahogar a pedos.
En respuesta a tamaña amenaza, su hermana le pegó un codazo.
—Ni se te ocurra o te coso a pellizcos —le amenazó jocosa.
Pero a ella también le pesaban las piernas por la caminata. El suelo irregular y resbaladizo, cubierto a trechos por la nieve, les obligaba a cambiar a menudo de sentido. Ella había estado más veces en el bosque y tenía una ligera idea de por donde regresar, pero su hermano no. En cuanto a Sebas, él se detenía aquí mirando un tronco retorcido, allí contando las piedras de un montón, más adelante oteaba en la lejanía, buscando referencias sólo por él conocidas, y al fin gritó:
—¡Ya estamos al pie de la Colina de los Hongos!
—Hermana, tu novio está tonto —resopló Nin sentado sobre una piedra plana y alargada lo que ellos tres subidos uno encima de otro.
—Espera un poco —dijo ella señalando un bulto entre los árboles nevados—. ¿Eso es una mesa de piedra?
—Para gigantes, tal vez —bromeó Sebas—. Para nosotros será una puerta a un lugar lleno de magia.
—Pues espero que también esté lleno de setas —apostilló Nin levantándose de un salto.
Ajeno a la conversación de los vagas, Duende, que ya había estado allí con su dueño, ladraba y movía el rabo con alegría. Parecía jugar con un amigo invisible, levantando ramas caídas y hojas marchitas, hasta que en una de sus carreras por delante del trio de medianos, atravesó el umbral formado por los megalitos cubiertos de musgo y sus ladridos dejaron de oírse.
—¡Duende! —lo llamó Flo asustada— ¡Duende!
—No te preocupes —la tranquilizó Sebas—. Estará con Fungus.
—¿Fungus? —preguntó extrañada— ¿Quién es Fungus?
—Un amigo algo especial —contestó él haciéndose el interesante.
—¿Pero ese amigo especial tuyo tiene setas, o no? —dijo Nin, atento a lo primordial.
—Las tiene, las tiene —afirmó sin un ápice de duda—. Vamos, que Duende ya ha cruzado para allá.
Y sin más dilación, el primero de los vagas se sumergió en las sombras proyectadas por el antiguo dolmen. Los dos hermanos intercambiaron una mirada mezcla de intriga y de aprensión. En su tierra, la magia era algo venido de Mindol, una cualidad propia de los nobles y altivos diantari, o de las diminutas hadas que, se decía, brotaban de las flores del árbol de cristal nacido de las lágrimas de Aystria, la diosa lunar. Era, en definitiva, un luminoso espejismo, a un tiempo cercano y fuera de su alcance.
Receloso, Nin se demoró recorriendo con el dedo índice los estilizados nudos grabados en una de las grandes rocas hincadas. Fijándose bien, se dio cuenta de que su asiento improvisado de antes debió salir de la misma cantera y, tal vez, en otro tiempo formase parte de esa misma construcción.
—¿Una puerta? —preguntó en voz queda.
Pero allí ya no había nadie para escucharlo. Por el rabillo del ojo vio a su hermana desaparecer entre las sombras y dando un bufido corrió tras ella.
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Para su sorpresa, en vez de aparecer al otro lado de la elevación, sus pies sintieron el roce del pasto veraniego y una brisa cálida lo envolvió. Haciendo visera con la mano libre para proteger los ojos de la brillante luminosidad dorada que reinaba en su alrededor, localizó a sus acompañantes.
Su hermana giraba sobre sí misma con los brazos en cruz, rodeada de mariposas multicolores del tamaño de un puño. Su bastón y su capote yacían olvidados entre la hierba lujuriante salpicada de setas. Ella reía extasiada, mientras las criaturas aladas, blancas, amarillas, azules y púrpuras se enredaban en sus rizos morenos. Duende, juguetón, las acompañaba corriendo en círculos y saltando entre las mariposas.
En tanto que Sebas, acuclillado para devolverle la mirada a su interlocutor, que apenas le llegaba al pecho, departía animoso con un hombrecillo rechoncho de piel blanca y lisa. Portaba un rústico sombrero de paja igual al de cualquier campesino local. Con él protegía de la luz unos extraños ojos glaucos con topos rojos a guisa de múltiples pupilas.
—¡Bienvenidos sois, pequeños amigos! ¡Bienvenidos sois! —le saludó con voz aniñada, similar a la de esos ancianos que han regresado a la infancia.
Nin devolvió el saludo con una sonrisa distraída. Sentía la cabeza liviana. Expuesto por vez primera a la magia de aquella atmósfera cargada de esporas, era incapaz de dejar de sonreír y ordenar sus pensamientos. Ideas e intenciones resbalaban por su mente con la velocidad y consistencia de la miel. Parpadeó y se frotó los ojos que sentía legañosos.
—Y este, Fungus, es mi amigo Nin Conejero —le presentó Sebas.
—Conejero y bendecido por Bryon es él —replicó el onírico de ojos alucinados—. Amigos de amigos amigos sois —canturreó estrechándole la mano al recién llegado.
—Amigo de amigos amigos somos —repitió el sagas sin estar seguro de qué estaba diciendo.
El vagas no daba crédito a la estampa que tenía ante sí. Respondiendo a una señal imperceptible para los medianos, las setas y champiñones que crecían por la colina sacaron unos pies diminutos de la tierra y formaron un corro danzarín en torno a los visitantes del mundo de la Vigilia. Mientras, Nin se preguntaba a sí mismo si no habría comido algo en mal estado y estaría alucinando tumbado al pie de la cocina de Sebas.
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—¿Nos permitirás recolectar los frutos de tu colina, amigo Fungus?
Escuchó que preguntaba este último, aparentemente inmune al bombardeo sensorial que aturdía a sus compañeros.
—Por supuesto, amigo Sebas, libres sois de recoger los que a la sombra de los troncos crecen —respondió el señor del nudo onírico señalando con una ramita los grupos de setas permitidos.
Ya estaba el mediano agradeciendo la cortesía con una educada reverencia, cuando Nin sintió un frío agradable emanar de su zurrón. Fiel a su costumbre, no había salido de casa sin su amuleto azul de la suerte. Con un acto reflejo, metió la mano para cogerlo. A su contacto, sintió un frescor vivificante, los latidos de su corazón recuperaron un ritmo pausado y su mente se despejó. Más concentrado, se apresuró a imitar la reverencia de Sebas y fue tras él. Se reunieron con Flo y comenzaron a recolectar las preciadas setas de Fungus. Aunque no sin que los traviesos oníricos del nudo jugasen con ellos al tiempo que los pastoreaban de un lado para otro.
Nin se percató de que estaban impidiendo que se alejasen en demasía del centro de la colina. Es más, su intuición, o algo más, le decía que había sombras lobunas rondando en el límite de su visión. En un par de ocasiones, incluso le pareció ver deslizarse fuegos fatuos por entre los árboles del lindero. No andaba desencaminado, pero, en aquel entonces, ni él, ni Sebas, sabían que viajar al mundo de los sueños entraña sus propios peligros."
Y hasta aquí puedo leer, que decía Mayra. Os dejo con los Héroes del Silencio y su "Maldito duende":
Nos leemos.
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