(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10: De tracos, seros y vagas. Parte siete.

 Hola de nuevo.

Ahora sí que vengo con algo más sustancioso: la continuación del viaje de Sebas, el primero de los vagas.


"Al contrario que durante el camino de ida a la Isla del Rey, cuando Sebas pudo disimular su origen pasando por el hermano pequeño de Charles, a su regreso en compañía del desvergonzado Nin y su alegre hermana Flo no hubo habitante de la ciudad que no se les quedara mirando. Las reacciones fueron dispares, desde las mudas expresiones de asombro de respetables matronas y prósperos súbditos del reino, a los murmullos y maldiciones de quienes veían en ellos la encarnación de su miedo a lo desconocido. No faltaron bandadas de pilluelos que los siguieran con abierto jolgorio. Si bien, a prudente distancia, hasta que los bien custodiados puentes quedaron atrás, entonces parte de ellos prorrumpió en cánticos y chanzas:

—¡Descalzos y con la barriga vacía llegan, los ratones a la despensa! ¿Con la barriga llena se irán? —llevaba la voz cantante un muchacho con la cara picada de viruela, apenas más alto que Sebas.

—¡No, no, no! —coreaban insolentes sus amigos, crecidos por esa falsa confianza que otorga sentirse arropado por el grupo de iguales.

—¡Mejor que se vayan con ella vacía!

Y los rapaces, mendigos, descuideros y pícaros en su mayoría, señalaban a los medianos y se carcajeaban, felices ellos por tener en quien volcar una crueldad gratuita alimentada por los avatares y desprecios sufridos durante su corta existencia.

De vez en cuando, Nin se giraba para lanzarles hostiles miradas de soslayo. Apretaba los puños y calculaba su número. Demasiados. Flo, con los ojos húmedos agachaba la cabeza, su inicial alegría disipada. Sebas, con el corazón encogido, la ofreció su mano. Ella tras un instante de duda, la aceptó. A todo esto, Duende respondía a los alborotadores con sus penetrantes ladridos. 

Mientras, los viandantes se desviaban por calles laterales y los comerciantes salían de sus locales para proteger la mercancía expuesta en la via pública. Fue en uno de sus puestos, cuyos dueños no se percataron del incipiente tumulto, donde los camorristas volcaron el contenido de un tonel y tomaron las ajadas manzanas que les llovieron encima. 

No tardó ni un segundo en volar una piedra de manos de Nin y el enteco cabecilla cayó redondo. El pacífico Charles, con su piel tostada por el trabajo en el campo y su envergadura de mocetón habituado al trabajo duro se volvió hacia ellos con los labios apretados y la cabeza gacha, el cuello de toro tenso listo para embestir. Su amplio pecho subía y bajaba al mismo ritmo que abría y cerraba las manos callosas. Los tunantes enmudecieron ante la inesperada amenaza. Privada de su líder, la manada de perros callejeros no se atrevía a hincarle el diente al oso que les había salido al paso. El vagas sonreía salvaje, ya tenía otro proyectil listo para su lanzamiento, cuando un chillido agudo rasgó la tensión:

—¡La guardia! —gritó una harapienta niña asomándose por una esquina— ¡Qué viene la guardia!

Entonces, entre gritos de alarma, cuál bandada de gaviotas, los niños de la calle se dispersaron. Un par de ellos, no más, se demoraron en ayudar a su aturdido cabecilla y sacarlo de allí medio en volandas. Para cuando llegó la patrulla lanza en ristre, erguidos y lustrosos con sus libreas azules y amarillas, no quedaban más pruebas del altercado que la fruta estropeada sobre los adoquines.

Los granujas locales conocían bien cada patio descuidado, cada oscuro soportal, y  cada puente donde buscar cobijo hasta que más urgente menester reclamara a los hombres del rey, En tanto que Sebas y compañía ya habían tenido más que suficiente trato con las autoridades. Y ellas con ellos a tenor de lo dicho por el anciano juez.

—¡Estas cosas en Venyagozar no pasan! —parloteaba Nin, todo ufano él, cuando embocaron la plaza del mercado— ¡Allí nadie nos señala por las calles! ¡Mucho menos nos tiran fruta podrida!

—Cálmate —le imploró su hermana tirándole de la manga.

—¡No quiero! —se enfurruñó el mayor de los dos— ¡La gente grande no sabe comportarse! No me extraña que el viejo Carapatata haya dimitido.

—¿Perdona? —se sobresaltó Sebas ante la mención de su padre— ¿Qué es eso que has dicho?

—¡Ah, que no lo sabes! —le sonrió ladino. 

La inesperada intervención de Sebas no le había sentado bien. El hecho de que su hermana pusiera esa cara de admiración cada vez que lo miraba no contribuía en absoluto a mejorar su estado de ánimo. Días atrás, en una situación igual, Flo le habría imitado y sumado sus certeras pedradas a las suyas. Que hoy se hubiera apretujado buscando protección contra el menor de los Carapatata lo sublevaba.

—Llevo mucho tiempo sin tener noticias de casa —musitó con gesto contrito. 

A la mención de su anciano padre, una punzada de nostalgia, y, para qué negarlo, de culpa, lo había sorprendido. Al comprobar lo mucho que sus palabras afectaban a Sebas, Nin se envaró pagado de sí mismo y, restañado su orgullo herido, empezó a ponerle al tanto de lo ocurrido en Ursala tras su marcha.


***

Por lo visto, al principio, acostumbrados a que recorriese los bosques cercanos a su antojo recolectando lo mismo setas, que frutos silvestres, tal y como había previsto el propio Sebas, a nadie le inquietó su ausencia. No fue hasta el segundo día que su madre compartió sus temores con el resto de los Carapatata. Al patriarca de la familia, la mera idea de que un vástago suyo abandonase la región le pareció absurda. Sin embargo, una mala caída o un desafortunado encuentro con las bestias de la espesura sí que entraban dentro de sus esquemas mentales. Así que apeló a su autoridad como Mayor y envió partidas de búsqueda en pos del pequeño Sebas.

La desaparición del menor de los Carapata causó un enorme revuelo entre los apacibles habitantes de Ursala. Fue su hermano Nacho quien con más denuedo se enfrascó en las labores de búsqueda. Incluso semanas después de que la mayoría le diese por perdido, él y sus amigos cercanos seguían buscándolo. Fue durante una de esas agotadoras y desesperantes jornadas, que se toparon con un pastor de la gente grande y su rebaño de ovejas. En su afán por dar con el paradero de Sebas, habían dejado atrás el lindero del bosque que separaba su apacible comarca del mundo exterior. Nunca en la vida se habían alejado tanto de Ursala, y la herbosa llanura despojada de escondrijos les intimidaba.

No menos sorprendido estaba el moreno y rizoso pastor. De complexión menuda y fibrosa, se movía con largas zancadas por entre el rollizo ganado. Dos perros peludos le ayudaban, diligentes, a mantener junto al rebaño. Los lebreles ladraron a los recién llegados. Su dueño les hizo callar con una orden seca. Pero al ver que Nacho y los suyos mantenían las distancias, se encogió de hombros y siguió su camino. Las ovejas tenían sed y él las llevaba al río.

Haciendo de tripas corazón, los medianos le siguieron, ya que habían llegado hasta allí, no perdían nada hablando con el solitario pastor. Todos sabían que la pradera estaba salpicada de granjas habitadas por gente grande. Pero el trato entre ambas comunidades era escaso. Lo que sí había eran reatas de comerciantes que iban de Rasaol a Sagal y de allí a Tarhalsis, pasando por la región. Con ellos traían, no sólo sus mercancías, sino también noticias y espectáculos que amenizaban las ferias improvisadas que surgían allí donde se detenían. Y fueron esas noticias, y no otras, las que, tras intercambiar su queso por el bizcocho de nueces horneado por la seña Carapatata, compartió el pastor con la partida de búsqueda comandada por Nacho.

Primero los tanteó mencionando de pasada los pequeños hurtos que habían sorprendido a los granjeros tiempo atrás, de los cuales nada sabía ninguno de ellos, y después, una vez endulzada su desconfianza con un par de pastelitos de almendra y miel, les contó lo que había oído de labios de una troupe itinerante formada por músicos, malabaristas y tragafuegos sobre un descarado mediano que se había embarcado en Sagal.

Todo esto lo sabía Nin por boca de su primo Sandro, de los Tiznados bajo la colina galbra, un rubicundo mediano de gruesas patillas, grandote, para lo que es común entre ellos, un poco bruto y bocazas, pero de buena pasta, carente de malicia, que acompañaba a Nacho ese día.

No se puede decir que el resultado de sus pesquisas contentase a los Carapatata. Al alivio de saber que le habían visto vivito y coleando, le siguió la desazón por ignorar su paradero.

—¡Dichoso soñador cabeza hueca! ¡A quién se le ocurre convertirse en un vagabundo! ¡Así, sin más! —mascullaba enfurruñado el serio Nacho.

De poco servía que su madre tratase de apaciguarlo. Era lo mismo que pasaba cuando Sebas y él se peleaban. Pero pronto nació el primer nieto de la familia y el rechoncho bebe conquistó con su sonrisa mofletuda los corazones y pensamientos de todos ellos, incluso del huraño Nacho.

***

—¡Tengo un sobrino! —exclamó radiante Sebas.

—En realidad tres —le felicitó Flo, sonriente, tomándolo del brazo.

Él la dejó hacer, quedándose embobado bebiendo la felicidad contagiosa de sus ojos. A la sazón, ya habían llegado a la plaza del mercado. Quedaban pocas horas de negocio y los últimos clientes se agolpaban buscando gangas de última hora. Los campesinos desplazados hasta allí apuraban ofertas. Los productos de mejor calidad ya había sido vendidos a primera hora, y regresar a sus pueblos con lo que quedaba era una molestia. Así, tanto compradores, como vendedores sentían que salían ganando y tenían motivos para regresar. De las setas y trufas que Sebas aportaba al puesto de su familia adoptiva no quedaba ni el recuerdo. Poco quedaba también de la cremosa mantequilla y los quesos por los que eran conocidos desde siempre los Dubois. Atareados como estaban, saludaron distraídos a los recién llegados y reclamaron a Charles que les echase una mano.

Al rumor de las conversaciones y regateos se sumaba la música de pito y tambor. Artistas callejeros, algunos locales y otros venidos de los mismos pueblos que los vendedores, aprovechaban la mayor afluencia de personas para lucir sus habilidades. Mezclados entre el gentío estaban también algunos de los rapaces que asaltaron a los medianos ejerciendo, cómo no, sus malas artes. Al verlos, Nin hizo una mueca y escupió a media voz:

—Sólo espero que se contenten con los huevos y no se coman a las gallinas.

—No te entiendo —dijo Sebas—. Es obvio que si se comen las gallinas se quedarán sin huevos.

—¡Ah! —exclamó con ufanía Nin— ¡Eso es de cajón para nosotros! Pero no para ellos. Deja que te siga contando lo que te has perdido…

***

La historia de tu marcha no pasó desapercibida, se explayó el Conejero con ambos pulgares metidos por el cinturón. Su hermana, que adivinaba el regocijo que lo animaba a contar aquello, desvió la mirada.

No tardó en cundir el ejemplo entre  jóvenes como nosotros, a los que la rutina del poblado y la autoridad de nuestros mayores nos resultaba gravosa. Muchos regresaron a las pocas semanas, pero el goteo era constante. Y con ellos trajeron aventuras propias que contar: de espacios abiertos, de perros grandes y feroces, de elfos de ojos almendrados y de ciudades amuralladas junto al mar.

El mar, esa sola palabra tenía el poder de despertar los más locos sueños. Era a un tiempo llamada y frontera. Hasta que los unos nos enseñamos a los otros en qué puertos nos aceptaban de grumetes y en cuáles podíamos embarcar como polizones.

Pero además, nuestras idas y venidas despertaron la curiosidad de la gente grande por nuestra apacible comarca. Antes, ver un jinete de pegaso cubrir la distancia que separa Mindol de Sagal era un espectáculo inusitado. Primero comenzaron a llegar curiosos atraídos por sus propias historias sobre gente menuda que vivía en limpios agujeros excavados bajo las colinas. Después, la insensatez cundió entre reyes y hechiceros. Ya no eran mensajeros solitarios los que sobrevolaban Ursala, sino escuadrones completos de  elfos a lomos de sus monturas aladas. Y quienes nos visitaban no lo hacían con interés ocioso, sino huyendo de esa locura propia de la gente grande a la que llaman guerra.

El mar ya no despertaba sueños de libertad en quienes escuchaban el rumor de sus olas. Ahora eran pesadillas de hierro y sangre.


***

Nin hizo una pausa para comprobar que sus palabras tenían el efecto deseado en Sebas. El primero de los vagas le había caído mal desde que le vio llegar con sus absurdas polainas. Que su hermana pequeña se le quedase mirando atontada no había contribuido a mejorar esa primera impresión.

Este, por su parte, acariciaba cabizbajo a Duende mientras pensaba en sus amigos del Atrevido: el expansivo Jato, el mordaz Aristo y la serena Milet. No dudaba de que estarían allí donde más encarnizado fuera el combate y, pese a toda su experiencia y capacidad, temía lo que les pudiera pasar.

Interpretando en su beneficio el pesaroso silencio de Sebas, Nin acomodó sus posaderas como mejor pudo sobre el caldero en que reposaban y prosiguió su relato.

***

Todo aquel ir y venir de gente grande sobrepasó al Mayor Carapatata. Desbordado ante situaciones nunca vistas, poco a poco fue relegando en su hijo Nacho el trabajo de lidiar con ellas. Al mediano de los Carapatata le secundaban varios jóvenes de la comarca, mi primo Sandro entre ellos.

Paulatinamente, las praderas más allá del bosque, otrora salpicadas de granjas familiares dieron paso a pequeñas poblaciones. Pero al cabo de un par de años, hubo quienes manifestaron su interés por instalarse en Ursala. 

El primero fue el hijo de uno de los buhoneros de toda la vida y su esposa embarazada. A ellos les concedieron permiso para construir una casa, con su almacén donde vender las telas y cacharros con que comerciaban sus padres. Era una bonita casa, pese a ser de gente grande, con paredes de piedra y techumbre de musgo que, pegada al camino y apartada de las colinas, se confundía con los árboles del lindero del bosque.

Al correrse la noticia, no tardaron en llegar más solicitudes. Una sublevó sobre manera a mi primo el Tiznado. Fue la de uno de esos enanos sin clan que se ganan la vida yendo de un lugar a otro ofreciendo sus servicios como herrero. No sé qué porvenir esperaba tener en la comarca. Escaso era el ganado de tiro y más escasa aún la necesidad de cuchillas afiladas. Además, esa fue siempre la ocupación de la familia de Sandro. No en vano, sobre su colina nada crecía debido a la labor que bajo ella desempeñaban.

No queriendo agraviar en exceso a ninguna de las partes, Nacho, siempre tan serio y formal, se dio una semana para pensar sobre el tema. Otros asuntos más urgentes ocupaban su atención. Los primeros problemas de convivencia: pequeños hurtos, borracheras y otros altercados, habían hecho su aparición entre los recién llegados y los pacíficos medianos.

Aunque la mayoría de los nuevos vecinos tan sólo querían rehacer sus vidas, algunos arrastraban con ellos heridas y vicios de difícil solución. Ese era el caso de un grupo marginal que acampaba al abrigo del bosque. Liderados por un matrimonio joven y sus hijos adolescentes, daban muestras de guardar un enconado rencor por los habitantes de Ursala. Merodeaban por las colinas sin oficio ni beneficio, robando al descuido lo que se les antojase. Les daba igual ropa, que comida. ¡Hasta el banco del jardín del viejo Nando Cebollino!

Alimentada su soberbia ante la inacción de sus desconcertadas víctimas, no dudaron en amedrentar a otros buenos para nada y explotarlos en su beneficio. Ya no se contentaban con entrar en los gallineros para robar los huevos, ahora ni las gallinas estaban a salvo de su rapacidad. 

La gota que colmó el vaso llegó el día que, ahítos de carne de pollo, asaltaron la pocilga de Güel, molieron a palos al pequeño de los Manteca y se llevaron el cochino cebado. Fue Jana, la hermana mayor, quien corrió a pedir ayuda a Nacho, por entonces ya conocido como «el serio de Ursala».

—¡Esto es intolerable! —gritó enfadado— ¿Pero qué les hemos hecho nosotros a esa gente?

Poco se imaginaba que aquellos maleantes habían sido expulsados de Sagal tras un mal encuentro con un mediano acompañado por un perro…

***

Nin dejó la frase en suspenso. Sebas abrió la boca sorprendido, sin saber qué decir. Nunca pensó que las consecuencias de sus actos pudiesen salpicar a sus familiares y convecinos. Satisfecho por el impacto que tuvo aquella revelación, sonriendo igual que un gato que se acabase de zampar un canario, Nin prosiguió.

***

Sin perder el tiempo en elucubraciones, Nacho mandó llamar a sus amigos cercanos. Por más que insistió, Jana se negó a marchar. Pasara lo que pasase, ella quería formar parte. Allí llegaron Sandro Tiznado, Lolín Cebollino, Nel Manzano, Fer Lechuga y varios más. Todos ellos de temperamento afín al Carapata: resueltos y de genio vivo. Proclives todos, lo mismo a discutir entre ellos, que a cerrar filas cuando alguien ajeno a su grupo se atrevía a criticar a uno de sus miembros.

Atardecía cuando los vieron dirigirse al bosque. Iban todos con sus capas marrones y verdes. Empuñaban sus bastones de caminar. Abultados zurrones les colgaban al hombro. A otra hora del día se pudiera pensar que iban a cazar conejos y codornices, o a recoger nueces y avellanas. Pero los tranquilos medianos no se engañaban al verlos pasar. Todos sabían que «el serio de Ursala» y sus amigos iban a repartir castañas. 

En vano trataron de disuadirlos los más sosegados de la comarca. Entre ellos Toni Carapatata, quien temía lo que pudiera desencadenar el temerario Nacho. Este último, fiel a su naturaleza, cuanto más le insistieron, más se empecinó en seguir adelante. Solamente se detuvo una vez para darle a rolliza Jana una última oportunidad de quedarse atrás, pero ella, determinada a recuperar su lechón, se negó con rotundidad.

—Entonces, al menos, no te separes de mí —le pidió Nacho—. No me perdonaría que te pasara algo.

Lo suave del tono empleado sorprendió a los presentes. Cualquier otro día, una consideración semejante habría desatado una incesante sucesión de chanzas a costa del infortunado «blandengue». Pero aquel no era momento para risas. Anochecía, y el sonido de los timbales les avisaba de la proximidad de su objetivo. De manera que, silenciosos como ratones, se dispersaron en un amplio semicírculo.

Los bandidos se encontraban consumiendo el fruto de sus rapiñas. Sobre una fogata daban vueltas a un espetón que atravesaba tres gallinas. Sentada sobre el banco robado estaba su líder. Las pieles de tigre que lo cubrían le daban a la mujer un aire de bárbaro esplendor. A su lado, su pareja tocaba los timbales, mientras su hijo adolescente ejercitaba sus habilidades de tragafuegos. Los demás felones comían con las manos grasientas y bebían la sidra robada en el altarcillo de Yandala. Ninguno montaba guardia. Se sabían grandes y fuertes. Llevaban semanas robando a su antojo con total impunidad y discutían la mejor manera de cocinar al gorrino, que tenían atado a un roble, tan pronto lo sacrificasen. 

Las estentóreas carcajadas de los más borrachos impidieron al resto escuchar el zumbido generado por las hondas de los medianos. Su visión era más aguda que la de la gente grande y en su descuido, con el fuego chisporroteando, los bandidos ofrecían un blanco fácil. La primera andanada de piedras cayó sobre ellos igual que el granizo sobre los cerezos en flor. Tres facinerosos cayeron noqueados sin llegar a saber el motivo. Entre ellos el joven tragafuegos. 

Dado lo benéfico del clima, no se habían molestado tampoco en procurarse refugio alguno, por lo que la siguiente ronda de proyectiles los alcanzó corriendo como pollos sin cabeza. Cuando cesó la granizada, el pequeño claro estaba cubierto de bandidos apedreados, inconscientes o magullados. Tan sólo el matrimonio que los mandaba, la hija, y un par de hombres de su confianza, que habían improvisado un parapeto con el banco de madera y unos barriles, habían salido indemnes.

Sin darles tiempo para reponerse, los medianos irrumpieron en el campamento blandiendo a dos manos sus bastones. Gritando a pleno pulmón desataron un vendaval de garrotazos sobre todo aquel que trataba de incorporarse. Viéndose ampliamente superados, los cabecillas levantaron a su hijo inconsciente y salieron por pies para no volverse a ver. Nada habían construido allí y, una vez vueltas las tornas, tampoco nada los retenía.

En cuanto a los medianos, tan pronto Jana liberó a su cochino, también abandonaron corriendo el lugar. Nacho y Sandro se habían asegurado de mentalizarlos sobre lo arriesgado que podría ser prolongar la incursión de castigo.

—¡Golpear y huir! —les había insistido el Carapatata— ¿Ha quedado claro?

Sin embargo, la premura por regresar entre los suyos no fue óbice para que Nel volcase los barriles de sidra y Lolín arramblase el espetón con los pollos ligeramente quemados.

—Ya que estábamos allí no iba a dejar que se los comieran esos rufianes.

Se justificó después entre risas mientras celebraban juntos el éxito de su aventura con una opípara cena. Ellos aún no lo sabían, pero aquella noche habían sembrado el germen de una nueva forma de entender la vida que los iba a diferenciar de sus tranquilos congéneres. Los seros acababan de dar sus primeros pasos.

***

—¿Los seros? —preguntó Sebas moviendo la cabeza con perplejidad— ¿Qué significa eso de los seros?

—Cuéntaselo todo —lo apremió Flo con cara de pena.

—Que sí, que sí —contestó él pidiendo tiempo con las manos menudas y ágiles.

Estaba disfrutando de la atención prestada y no tenía prisa por terminar su relato. No obstante, la hora de recoger la escasa mercancía sobrante se cernía sobre ellos. A la mañana temprano los Dubois regresarían a su pueblo y Sebas contaba con que los dos hermanos le acompañasen.

—El caso es que Nacho estaba decidido a impedir que se repitiese algo semejante  —continúo el pequeño vagas.


***

Así que convenció a sus amigos para formar parte de un grupo estable de vigilantes. Hay que verlos paseándose por entre las colinas con sus capas azules y sus bastones. Algunos, como Sandro, tienen buenas intenciones. Otros, como Fer, han demostrado un gusto excesivo por la autoridad que les han concedido.

Encima, el propio Nacho fue el primero que apareció calzado con botas de enano y tuvo la desfachatez de culparnos a los trotamundos de haber traído con nosotros a la gente grande y sus costumbres.

Ahora, quienes le dan la razón se calzan como él, los seros, les llaman el resto. Ellos por su parte, a quienes hemos decido ver mundo nos llaman los vagas. Pero con eso tan sólo han conseguido que seamos más quienes estamos dispuestos a salir de la comarca.

***

—¿Y los demás? —le interrumpió Sebas que, un poco asustado, abrazaba a Duende.

—Los demás siguen a lo suyo, no quieren líos y hacen como si nada hubiera cambiado —dijo Flo, queriendo consolarlo.

—Los tracos son mayoría —afirmó Nin con la cabeza—. Piensan que todo esto son cosas de jóvenes y que ya sentaremos la cabeza.

—Yandala lo quiera —invocó Sebas a la protectora del hogar y de su gente.

No dijeron más. Las campanas de la ciudad anunciaron la hora del cierre, los ciudadanos honrados se apresuraron a volver a sus casas y los vendedores a recoger sus puestos y preparar la cena.

Ante la perspectiva de una comida caliente, los tres medianos ayudaron de buena gana a sus anfitriones. Los Dubois acogieron con generosidad a los recién llegados. Lo avanzada de la estación desaconsejaba cruzar las montañas. A Nin la idea de retrasar su viaje no le agradó. En cuanto a su hermana y a Sebas, la posibilidad de permanecer un tiempo juntos les alegró el corazón. Para el primero de los vagas, acostumbrado a la soledad, aquel era un sentimiento extraño y placentero a la par. Las noticias que habían traído consigo en un primer momento le causaron desazón, pero en el fondo agradeció su compañía y se propuso demorar su partida."


Ahora sí, esto es todo por hoy. si el ruido y el calor no me lo impiden, pronto volveréis a tener noticias mías. Os dejo con Patty Gurdy y Marko Hietala en "I am with you":


Nos leemos.

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