(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10: De tracos, seros y vagas. Parte seis.
Hola a todos.
Muy buenas. Nueva entrega dedicada a la historia de Sebas y sus andanzas entre la gente grande. En esta ocasión descubre que le han salido imitadores o algo parecido.
"El verano fue particularmente húmedo y caluroso. Los torrentes corrían rápidos y turbios aportando su copioso caudal a los ríos principales. El Vorona, ancho y con numerosos canales artificiales no acusó las crecidas. Tampoco el Robinoa, su región, poco poblada y sin grandes asentamientos cerca del río, pese a puntuales desbordamientos no sufrió mayores consecuencias por las abundantes lluvias. La comarca del Nasde, lo que hoy es el núcleo de Karnol, cuyos habitantes basaban su sustento en la pesca y el comercio fluvial, sí que padeció grandes trastornos por su causa. Las riadas desbarataron las obras de canalización allí emprendidas. Inundaron pueblos y villas. Arrancaron embarcaderos y arrastraron los humildes botes de los pescadores.
Poco a poco, familias enteras que lo habían perdido todo fueron confluyendo a la capital. Los primeros en llegar encontraron trabajo sin dificultad. Los siguientes lo tuvieron más difícil. Algunos recibieron pobre cobijo y magro sustento de los templos de la Balanza. Los últimos en llegar se vieron reducidos a la mendicidad o al robo.
Mientras tanto, la corona y su corte se veían desbordadas por las exigencias de un pueblo al que le habían prometido protección y prosperidad a cambio de su lealtad y trabajo. Los soldados custodiaban los accesos a la Isla del Rey y patrullaban las calles de la capital. Cualquier alteración del orden o desacato a la autoridad se castigaba con dureza. Corrían rumores de bandidos en los caminos e historias de pueblos asolados por enfermedades extrañas. El miedo y la zozobra se habían instalado en el corazón de los tantresios.
Pese a todo, Sebas y su familia de acogida continuaban vendiendo sus setas en el mercado, si bien acudían menos a menudo. Así, un fresco y luminoso día de otoño, estando el mediano con ellos en su carromato, llegó Norbert, uno de sus clientes habituales. Orondo y jovial, era el dueño de uno de los restaurantes favoritos de Gautier, cuyo hijo le suministraba caldos de la mejor calidad. Lenguaraz como solía, aquella mañana se le veía distraído, indeciso, como si quisiera contar algo y no supiera por donde empezar, hasta el punto que, en contra de su costumbre, ni tan siquiera regateó el precio que el mediano le cobró por su compra.
—¿Estás bien Norb? —le preguntó el mediano.
—¿Qué? —se sobresaltó el hombretón— ¡Claro que sí! —se rio nervioso tirándose del bigote moreno.
—Pues pareces preocupado —insitió Sebas.
—¿Y quién no lo está con todas estas desgracias y habladurías?
—Eso es cierto —aceptó conciliador el mediano.
—Además —tras una fuerte exhalación dijo el cocinero—. ¿No te has enterado?
—¿De qué? Ya sabes que ahora venimos a la ciudad solo cada dos semanas.
—¿Nadie te ha contado lo de la banda de los pies descalzos?
—¿«De los pies descalzos» has dicho?
En efecto, Sebas ignoraba que otros medianos habían seguido su ejemplo. Del mismo modo que una piedra suelta rodando ladera abajo puede provocar un desprendimiento mayor, su rebelde inconformismo había despertado la curiosidad de sus congéneres por el mundo más allá de sus verdes colinas. Tal vez los primeros no habían llegado muy lejos. Pero a su vuelta trajeron con ellos historias de Sagal y sus veleros, de Mindol y sus torres de cristal y del mágico bosque de Aystria, de cuyas flores multicolores nacen hadas diminutas. Y con cada nuevo relato, más atractiva resultaba la idea de anudar el petate y recorrer nuevos senderos. A aquellos alborotadores, los medianos de bien los llamaron los vagas, o vagabundos, y ellos se autodenominaron los tracos, o tranquilos. Para complicar más las cosas, con sus idas y venidas habían llamado la atención de la gente grande. Viajeros de distinta catadura visitaban Ursala. La mayoría sólo estaba de paso, pero unos pocos mostraron interés por quedarse. Lo que había comenzado como una aventura juvenil se había convertido en todo un terremoto.
Aún es más, los vagas, ajenos a los usos y costumbres foráneas, igual que el propio Sebas cuando empezó su viaje, causaban no pocos problemas allá donde recalaban. Los más frecuentes tenían que ver con el difuso concepto que tenían de la propiedad privada. A fin de cuentas, en su Ursala natal todos eran familia, o casi, de manera que tomar las cosas prestadas sin necesidad de pedirlas era un hábito arraigado que a nadie molestaba. Todo lo contrario de lo que ocurría entre la gente grande, siempre con prisas y malhumorada.
Pero de todo esto, Sebas, que con sus polainas y el pelo largo y rizado que tapaba sus orejas puntiagudas, pues había aprendido por las malas la conveniencia de no llamar demasiado la atención, no tenía ni idea. Es más, casi todo el mundo creía que era el hijo pequeño de los Dubois. Sólo quienes lo recordaban por su llegada a bordo de la Culona Traviesa y su amistad con Gautier sabían de su origen real.
No obstante, una vez que el cocinero le puso al día del alboroto causado por los otros medianos en la ciudad, Sebas fue incapaz de desentenderse. Máxime cuando supo que dos de ellos languidecían en las mazmorras de la Isla del Rey. Acongojado por el destino de sus paisanos, Sebas pidió al hijo mayor de los Dubois que le acompase a visitarlos. A la sazón, Charles era un mocetón de piel tostada por las largas jornadas a la intemperie y músculos endurecidos por las labores del campo, mientras que él seguía pasando por un niño. Así que era consciente de que iba a necesitar su ayuda para convencer a los soldados que custodiaban los puentes y accesos a la isla donde residía la corte.
Les llevó un buen rato conseguir permiso de los padres de Charles. La posibilidad de que ambos terminasen haciendo compañía en las mazmorras a «los descalzos» estaba presente. Pero cedieron. Sebas había contribuido mucho a mejorar la economía familiar y rara vez pedía gran cosa para sí. Les faltó cuajo para negarse. De manera que poco antes de la hora de comer marcharon en dirección a la Isla del Rey con Duende correteando feliz entre sus pies.
Por el camino, al mediano le entró hambre y pararon delante de una casa de comidas. Sin intención de demorarse, pidieron unas empanadas de pescado con cebolla para llevar. Una especialidad local consumida sobre todo por quienes pasaban la jornada fuera de casa. En lo que esperaban, al menor de los Dubois se le ocurrió que sería buena idea llevar un par de raciones para los presos.
—Buena idea —aplaudió Sebas—. ¿Quién sabe lo que estarán dándoles de comer?
Ambos sabían que el trato dispensado a quienes se consideraba criminales, no importaba el motivo que los llevase a esa vida, era cualquier cosa menos amable. Añadieron también al encargo otra empanada grande para que se la repartiesen los carceleros. No fuera a ser que al final los medianos se quedasen sin nada. Ninguno de los dos era tan ingenuo como para confiar en la absoluta integridad de los soldados del Rey.
En el primer control al que llegaron, el del puente de Xavier III, los guardias de librea azul y amarilla no les causaron inconveniente alguno. Era frecuente que familiares o amigos de los presos se acercasen con comida para ellos y presentes para suavizar el trato que les daban los carceleros.
Acababan de traspasar la muralla principal, era casi la hora de comer y se veían pocas personas en la calle, cuando Charles preguntó:
—Dime, Sebas, tú que pasas tanto tiempo en el bosque y has compartido con ellos comida y canciones ¿De veras crees posible que los elfos estén detrás de los males del reino?
—¡No! —negó con rotundidad— ¡Para nada! Es más —los defendió—, de llegar el día en que abandonen estás tierras lo lamentaréis ¿Quién sabe lo que llenará el vacío que dejen?
—Es que son muchos los que hablan en su contra, como Gautier.
—No hagas caso —meneó la cabeza con la cara redonda teñida de tristeza—. Hay personas que necesitan pensar mal de los demás para sentirse mejor consigo mismos.
De buenas a primeras, aquel razonamiento no convenció al mocetón, pero lo dejó pensativo. Poco imaginaban ambos lo certero de la intuición aventurada por Sebas. Pues aquellos primeros brotes de pestilencia no eran sino la continuación de una guerra anterior a la llegada de los hombres. Un acendrado conflicto mantenido entre poderes antiguos al que pronto se verían arrastrados. Aunque todavía estaba lejos el día en que Niebla Oscura, el dragón negro, clavó con fuerza sus garras en aquella tierra fértil y la echó a perder en nombre de su señor, Piaga el Purulento. El tema de conversación, sumado a la austera arquitectura militar de aquella parte de la isla, tan diferente a la colorida luminosidad imperante en los barrios que acostumbraban a frecuentar, pesó sobre su estado de ánimo. La sombra de las murallas y la mirada suspicaz de sus centinelas los acompañaron todo el camino hasta las mazmorras de la Corona. Al llegar, se cruzaron con otros que, al igual que ellos, se habían acercado hasta allí con la intención de ayudar a sus deudos a superar el mal trago en que estaban inmersos. Los guardias de librea azul y amarilla, acostumbrados a tratar con familiares acongojados, que tan pronto pasaban de la súplica y el llanto al insulto y la rabia los recibieron con desgana. En lo que el más veterano, que ya lucía canas en la cuidada barba, los atendía, el otro apoyó la lanza contra el dintel y se puso en cuclillas silbando para llamar a Duende y acariciar la cabeza del simpático perrito. Su compañero le dedicó una mirada de fastidio, pero no reprobó su conducta. Allí los turnos eran largos y aburridos. Lo consideró una distracción inocente y a los dos suplicantes, inofensivos. Además, al otro lado del rastrillo había otro par de soldados encargados de su mecanismo a los que hizo una seña.
—¡Podéis pasar! —levantó la voz para hacerse oír sobre el ruido de cadenas— ¡Un compañero os llevará hasta el oficial de guardia!
Dicho y hecho. Otro joven guardia de ojos claros y mirada despierta les indicó que lo siguieran. Allí dejaron la primera de las redondas empanadas antes de hacer una reverencia y obedecer. Con paso vivo los condujo hasta un patio interior de tierra apisonada. Allí se veían dispuestos en largas hileras dos docenas de espantapájaros, pero ningún sembrado. Sebas, para diversión de sus acompañantes, preguntó qué sentido tenían. El mediano sabía mucho de la vida en el bosque, pero poco o nada del entrenamiento al que eran sometidos los reclutas del ejército real. Todavía le estaba contando el guardia lo extenuante que podían ser las marchas a pie con todo el equipo de campaña a cuestas, cuando llegaron a un despacho custodiado por otros dos centinelas, donde el muchacho se despidió. Debía retornar a su puesto sin más demora o de la torta preñada no encontraría más que las migas.
Al otro lado de una pesada puerta de roble reforzada con tiras y tachones de hierro, sentado tras una mesa de caoba llena de papeles y rodeado de estanterías atestadas de rollos los atendió un anciano calvo y enjuto, de espesas cejas canas y nariz aguileña. Una vida pasada forzando la vista se había cobrado su peaje y acercaba los pliegos a los ojos para poder leer. Vestía ropas propias de un noble y portaba una lustrosa cadena de oro de la que colgaba una pesada llave de hierro, símbolo de su cargo. Era pues un noble de toga al servicio de la Corona de nombre Julen, un experto en leyes o administración y no un guerrero. Tampoco sería necesariamente de rancio abolengo, lo más seguro descendería de una familia de acomodados comerciantes. Tratar con individuos así podía ser complicado. Algunos arrastraban con ellos el complejo de su humilde cuna y se ofendían si consideraban que se les hacía de menos por ella. Otros, ensoberbecidos por la posición alcanzada, disfrutaban abusando del poder que les había sido delegado. Por fortuna para Charles, quien llevó el peso de la entrevista, el anciano, que se frotaba las manos nudosas como si el frío se hubiese introducido de forma permanente en sus frágiles huesos mientras lo escuchaba, parecía carecer de aquellos defectos de carácter.
—De manera que han venido ustedes a interesarse por un par de ladronzuelos desarrapados y descalzos de los que ignoran sus nombres —resumió sus torpes explicaciones con una tenue sonrisa en los finos labios.
Avergonzados ambos, se miraron las puntas de los pies. En ningún momento pensaron que habrían de vérselas con alguien de mayor rango que un soldado o carcelero común.
—Hace años recuerdo que hubo un cierto revuelo —siguió hablando sin prestarles atención—. Un mercader desaparecido, tras dejar cuantiosas deudas sin pagar, regresó contando de taberna en taberna historias de abordajes piratas y penurias encadenado a un banco de remos. Un extraño niño de orejas puntiagudas lo acompañaba a todas partes. Muchos lo buscaban para convidarlo y poder ver al niño elfo.
Sebas lo miró boquiabierto al comprender que hablaba de Gautier y de él. No sabía que su amigo había hecho negocio gracias a él.
—Tan grande fue la notoriedad de la extraña pareja en esos días que la misma corte se mostró interesada en que llevasen ante ella. Sin embargo, de un día para otro, el peculiar muchacho se esfumó.
Era ahora el mayor de los Dubois el que miraba a uno y a otro con los ojos redondos abiertos de asombro. ¡La Corte Solar buscaba a su hermanito! ¿Cómo era eso posible?
—Después de eso nos llegaron órdenes de estar atentos por si volvía a aparecer.
Bajo la escrutadora mirada del anciano, Sebas se encogió queriendo aparentar que era más pequeño todavía. Al notarlo, Duende se restregó contra sus pantorrillas para reconfortarlo. Al cabo de un tiempo en compañía de Gautier se había cansado de la atención indeseada. Lo mismo que primero adoptó la costumbre de calzar polainas, luego se dejó el cabello rizado largo y suelto para ocultar sus características orejas puntiagudas. Así había podido pasar por un niño campesino más los días de mercado.
—A lo largo de los años la guardia de la ciudad recibió informes dispersos. Pero sin resultados. Con el tiempo, los niños elfos que caminan descalzos y viven en las alcantarillas se convirtieron en un cuento para meter en cintura a los hijos desobedientes: «Vuelve a casa antes de que anochezca o te robarán los dientes» —se rio el oficial de la corona—. Y ahora tengo a una parejita entre rejas y a otro preguntando por ellos.
—¿Y qué va a hacer con nosotros? —tomó Sebas la palabra descubriendo la una oreja. No tenía caso ocultar más su origen.
Le temblaba la voz. Nunca imaginó que otros pudieran imitarlo, ni que hubiese quien lo buscase. Había creído que sus actos eran sólo cosa suya. ¿A quién le debería de importar lo que hiciera con su vida? ¿Con lo grande que es el mundo y las maravillas que alberga? ¿Quién se iba a fijar en él?
—Por de pronto acompañaros a visitar la celda de tus congéneres —dijo Julen levantándose con cierta dificultad—. Llegaron siendo el turno de Pierre, mi aprendiz, y han sido un continuo quebradero de cabeza. Sobre todo el uno. La otra menos. Los tenemos encerrados aparte del resto de presos.
Por lo visto, les contó mientras los guiaba cojeando con un bastón por entre las entrañas de la fortaleza, debido a la afluencia descontrolada de súbditos empobrecidos a la capital, los desórdenes iban en aumento. Allí en la Isla del Rey apenas se notaba, pero afuera la gente prestaba oídos a todo tipo de historias descabelladas. El miedo a la llegada del invierno, y con él el frío y el hambre, se olía en el aire. No, no era conveniente que la corte diera muestras de frivolidad con banquetes y bailes frecuentes. Pero tampoco podía interrumpirlos de golpe. Había que mantener las apariencias y no mostrar debilidad.
—Tal y como están las cosas —les confesó Julen conteniendo una mueca de dolor—, lo mejor para todos es que estos dos alborotadores desaparezcan.
Por el camino se cruzaron con más y más soldados. Estos, a diferencia de los que habían dejado arriba, estaban tensos y malhumorados. Varios de ellos estaban descansando en una estancia amueblada a tal efecto esperando su turno. Julen intercambió unas palabras con quien parecía su líder y Sebas posó sobre una mesa otras dos empanadas sin decir nada. Poco pesaba ya el zurrón de esparto. Pero tenía un nudo en el estómago que, raro en él, le había quitado el hambre. El ambiente, iluminado por escasas antorchas, era frío y húmedo. Estaban por debajo del río. Aún así, aquel era el nivel reservado a borrachines y ladronzuelos. Por debajo estaban las verdaderas mazmorras insalubres a donde iban a parar asesinos y traidores. Pero el alto número de presos era alarmante. Al ver al anciano oficial hubo quienes gritaron pidiendo clemencia o manifestaron indignados su inocencia. En respuesta, los soldados golpearon con porras de madera los barrotes, y un par o más de brazos alargados en exceso, exigiendo silencio. Entre tanto Julen meneaba la cabeza pesaroso.
—No, no es momento de espectáculos extravagantes en la corte —murmuró entre dientes.
Por delante suyo, el pasillo se bifurcaba. El desvío de la derecha continuaba sin interrupción a la vista. Ellos giraron a la izquierda. A un par de pasos había una diminuta celda de castigo.
—Es por su propia seguridad —explicó el soldado mientras aporreaba la puerta—. ¡Cara a la pared! ¡Tenéis visita! —ordenó autoritario— Los otros presos la tenían tomada con ellos.
El mediano reprimió el impulso de protestar. No había olvidado el trato que le dispensó la tripulación de la Culona Traviesa. Así que se mordió la lengua. Sin embargo, su malestar no dejó de reflejarse en su cara.
—Fue un error encerrarlos entre reos comunes —al notarlo se excusó Julen apoyando el hombro izquierdo contra la pared para aliviar el dolor de sus rodillas—. Mi aprendiz se limitó a seguir el procedimiento habitual.
Tras un forcejeo con la cerradura que pareció no llevar a ninguna parte, el soldado abrió la celda. Era un cubículo oscuro en el que solo entraba luz por el enrejado ventanuco de la puerta. Sebas tomó nota de que se podía bloquear, pero lo habían mantenido abierto y su enojo disminuyó. Advirtió que el suelo y los jergones de paja estaban limpios. Había también un par de taburetes. Obedientes, de cara a la pared, estaban los dos medianos, cada uno en una pared diferente. Él, con el pelo negro y largo recogido en una coleta. Ella, con el suyo dividido en dos. Adivinando sus intenciones, el soldado resopló irritado.
—¡Venga ya! ¡Otra vez, no! ¡Basta de juegos! ¡Nin, Flo, comportaros!
Ya habían tratado de escapar cuando nadie se lo esperaba: a la hora de la comida. Dividieron la atención de los agobiados guardias y lograron llegar hasta el cubículo donde el cambio de turno se preparaba para dar el relevo. Tan sólo sirvió para divertir al resto de presos y llevarse unos cuantos porrazos en el pandero. Pero no por eso dejaban de intentarlo.
—No es la hora de la comida. ¿Para qué nos molestas? —con una mueca insolente se volvió el llamado Nin.
Al verle la cara, aun magullada, el labio partido y la sonrisa desafiante a falta de un diente, Sebas lo reconoció. Era uno de los Mimbreros, le recordaba de la pelea de comida durante la boda de su hermano mayor. No fue el primero en secundarla, pero aventajó a muchos en el entusiasmo con que se entregó a la diversión.
—¡Oh, Sebas! ¿De veras eres tú? —exclamó su compañera llevándose las manos menudas a la cara pecosa.
El aludido la miró desconcertado. Sabía que los Mimbreros eran una familia numerosa. Tanto, que junto a Carboneros, Esparteros y otros había quienes los motejaban de Conejeros por vivir toda la familia, tíos y primos incluidos, bajo la misma colina. Pero de ella no conservaba recuerdo alguno. Aún así, al verlos allí de pie, con sus calzas de viaje, la sucia camisa larga y suelta bajo un gabán sin mangas, los pies descalzos y las puntiagudas orejas al aire, Sebas no pudo menos que preguntarse:
«¿Pero cómo han podido llegar tan lejos sin aprender nada?»
—¿Estás segura hermana? —bufó incrédulo el llamado Nin— ¿Este es el primero de los vagas? ¡Pero míralo! ¡Si hasta está calzado!
—Pues esas polainas parecen calentitas y yo habría agradecido tener unas aquí. Este suelo es muy frío…
—¡Y yo no estar aquí encerrado! —protestó con los brazos en jarras su hermano— ¡Esta gente grande está loca! ¡Viven rodeados de cosas muertas!
—Basta de cháchara vosotros dos —los interrumpió Julen sin levantar la voz—. Os venís con nosotros. Remi, ya sabes qué hacer —le dijo al soldado.
Este sonrió y desató del cinto un rollo de cuerda.
—¡Oh, venga! —gimió lastimera Flo— ¿En serio hace falta?
—¡Eso! ¡Es humillante! —la secundó Nin.
—Igual que nos robéis las llaves —les contestó Remi—. ¡Ale, manos a la espalda! Y dad gracias de que no os atemos los pies.
—¡Nos tratáis como a corderos en un matadero!
—Como sacos de cebollas, más bien —murmuró Flo, recordando la vez que cargaron a hombros con ellos atados de pies y manos.
Una vez maniatados, no había disponibles ni grilletes, ni cadenas de su tamaño, salieron de regreso al despacho del oficial. Estar atados entre sí no fue óbice para que Nin se intentase desviar del camino para curiosear, pero un par de tirones y otros tantos coscorrones lo devolvieron a la fila. De esa guisa llegaron a la planta superior. Los medianos cautivos llenaron los pulmones y agradecieron sentir en la piel la caricia de los tres soles. Más relajados todos, el anciano oficial dispensó a Remi de sus deberes e hizo entrega de la ristra de prisioneros a Charles.
—Vamos, mozo —le palmeó las anchas espaldas—, que no se te escapen este par de díscolas acémilas.
—¿Qué nos ha llamado el viejales? —saltó Nin, siempre a la defensiva.
En respuesta, Sebas le enseñó la empanada que conservaba para ellos y los dos hermanos se relamieron. La perspectiva de mover el bigote surtió el efecto deseado y ambos cesaron en sus mohines y desafíos.
—Todavía no nos habéis explicado por qué están presos —dijo Sebas una vez que la puerta del despacho se cerró tras ellos.
—¡Nosotros no hemos hecho nada malo! —corearon al unísono los otros dos medianos mientras se repartían la torta preñada.
—A estos pillastres los sorprendieron robando manzanas en el jardín de la mansión Alanteq…
—¡Es la Gran Madre Silvara quien hace crecer la fruta! —protestó Flo con la boca llena.
Sebas se sonrojó al recordar aquel lejano día en Sagal, cuando él mismo incurrió en un error similar.
—Pero si un terreno está cercado tiene dueño… —la trató de explicar Charles bajo la mirada divertida del anciano.
—¡Dueño! ¡Dueño! —imitó Nin la voz del mocetón— ¡Pero mira que os gusta esa palabra a la gente grande! ¡Hasta a los tres soles les habéis buscado dueeeño!
—¿Y eso es todo? —quiso Sebas reconducir la conversación— ¿Y todo aquello de la banda de ladrones descalzos?
—¡Eh, tú! ¡Cuidadín con eso de ladrones! —le espetó el vagas.
—¡Eso! —se ruborizó su hermana— Polizones puede, pero tan pronto perdimos de vista la costa salimos a cubierta. ¡Así que no cuenta!
El mayor de los Dubois los miraba boquiabierto. Poco se imaginaba lo mucho que se parecían al Sebas recién salido de Ursala.
—¡Y tú, grandullón, cierra la boca! ¡Que te huele el aliento a ajo!
—El ajo es bueno para limpiar la sangre —se enfadó por el comentario del vagas.
—Y cuando les echaron de allí la emprendieron a pedradas…
—¡Encima que apuntamos a las puertas!
—¡Y que no rompimos nada! —añadió Flo en lo que compartía un pedazo de torta con Duende en respuesta sus carantoñas.
—Que fue cuando la ronda de guardia les pilló con las manos en la masa…
—No creímos que con tanta parafernalia a cuestas pudiesen correr tanto —levantó Nin la vista al techo.
—Y los capturaron no sin antes llevarse un par de mordiscos.
—¡Eso fuiste tú, hermana! —se río al ver que agachaba la cabeza.
—Pero no hay ninguna banda de ladrones descalzos. Esa es una exageración propia de ociosos que pierden el tiempo por tabernas y mercados buscando ser el centro de atención.
—Entonces no es tan grave —suspiró aliviado Sebas.
—Al contrario, al contrario —negó el oficial de la Corona con un dedo nudoso y arrugado manchado de tinta—. La resistencia a la autoridad es un delito muy grave. Más aún en los tiempos que corren. De tratarse de varones adultos ya habrían servido de escarmiento y castigados públicamente.
—¡Pero si son unos críos revoltosos! —palideció Charles.
—Por eso mismo siguen aquí —se explicó Julen—. No hay nada ejemplarizante en colgar niños perdidos.
—¿Entonces? —dijo Flo, sentada con Duende en el regazo— ¿Qué vais a hacer con nosotros?
—Se hablaba de encomendar vuestro cuidado a la Orden de Aubea. Es su costumbre acoger huérfanos. Pero si vuestro paisano se hace cargo de vosotros…
—¡Sí, lo hará! —se le iluminó el rostro a la vagas— ¿Verdad que sí, Sebas?
—No sé yo si será buena idea… —estaba diciendo Nin cuando su hermana le propinó un codazo.
—paga la multa correspondiente y os marcháis de la capital sin montar un espectáculo, podríamos dar por zanjado este desafortunado incidente.
—De acuerdo, pagaré —aceptó el mediano sin quitar la vista de encima a Duende.
¿O era la radiante sonrisa de Flo lo que no podía dejar de mirar?"
Y hasta aquí podemos leer. Os dejo con los Celtas Cortos y su "Si me veo no me creo":
"Es muy peligroso, Frodo, cruzar la puerta," solía decirme. "Vas hacia el Camino, y si no cuidas tus pasos no sabes hacia donde te arrastrarán."
Nos leemos.
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