(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.19: La Carta.

       Buenos días a todos.

    Ayer os comentaba que la siguiente entrega de las andanzas de Tudorache ya estaba escrita y hubo quien, con toda la razón del mundo, pensó que no era cierto. Pues bueno aquí esta la entrada número 19 dedicada a este arco argumental de la serie "Caminos Separados".

    Tampoco es que sea muy larga. No llega a las 1.300 palabras. En principio iba a ser el final de la novela corta. Todavía no he juntado los capítulos en un solo documento para repasar y maquetar. Sin embargo, estoy escribiendo una última entrega, la número 20, y termino por un tiempo con los paladines de Tormo. Aunque no con Esgembrer. Allí queda tela que cortar.

        En fin, silencio, se lee.



La sesión con el rememorador fue mucho más llevadera. Debido a lo avanzado de la jornada, Pavel encargó a la clériga de ojos miopes que les consiguiera un refrigerio de las cocinas del castillo. Las bandejas que les llegaron distaban de ser comida caliente. Todo aquello que pudiera deteriorar los preciados códices y documentos de la zona de archivos y bibliotecas estaba restringido. Las porciones de queso, cecina y chorizo no duraron mucho. Las uvas y cerezas tampoco tardaron en desaparecer. Tudorache habría agradecido una ración mayor de agua. Era su turno de dar explicaciones y Pavel tenía una gran capacidad para detectar lagunas en el discurso de sus interlocutores. El rememorador también tenía una lengua afilada y una faceta maliciosa. Pero sabía cuándo y dónde podía darles rienda suelta. De modo que la entrevista transcurrió sin incidentes. Tudorache habló y habló. Pavel tomó nota cuidadosamente, pidió las aclaraciones que consideró oportunas y se despidió con material suficiente para un primer esbozo de la que sería la crónica del decimocuarto peregrinaje del caballero negro de los Marjales. A lo largo de las siguientes semanas se reunirían en más ocasiones para revisar y ampliar ese primer borrador.

Para cuando el paladín se pudo permitir el lujo de acostar sus huesos doloridos en los aposentos que antaño compartió con su hermano, la luz de la tarde claudicaba. Sólo entonces echó mano a la carta que de tan lejos había llegado. Acarició el dorso del sobre con una delicadeza insospechada. Sus manos encallecidas por el uso de las armas no eran duchas en tal menester. La cera que lacraba la misiva no mostraba ningún relieve identificativo. Aún así, prefirió recurrir a una daga para abrirla. No conservaba más recuerdos o trofeos de sus peregrinaciones que las numerosas cicatrices que surcaban su castigada anatomía. Esa carta y la capa con la que la entregaron serían los primeros. 

Dentro del sobre, doblada con precisión simétrica, venía una cuartilla de papel escrita con la misma letra redonda y cuidadosa, pero carente de ligaduras, que la dirección del sobre. Lorena se había esforzado en imitar con pulcritud la caligrafía del antiguo libro de pociones. Aquí y allá se apreciaban algunos tachones. Palabras que no había sabido transcribir y decidió sustituir antes de entregársela al danfori. Con un suspiro, la distancia le producía un dolor casi físico, Tudorache empezó a leer:


«Querido caballero, sin duda te sorprenderá recibir esta carta tanto como a mí me sorprende escribirla. 

Te alegrará saber que aquí estamos mejor y es gracias a ti. La feria de otoño fue la más triste que se recuerda. Sólo los colas rojas la disfrutaron. Desde el Fuego, cuando el (aquí se veía un borrón) viento sur arrecia, los vecinos dejan leche y cecina como ofrenda en patios y ventanas para estar a bien con ellos. 

El concejo se reunió y Eulogio es ahora el alcalde en lugar de su tío. Él y la cuadrilla del oso llevan las riendas del pueblo. Pascual no lo aceptó nada bien y se dedica a beber, tal y como hizo su abuelo, el primer Castaña.

El invierno fue suave y nuestros mayores miedos no se hicieron realidad. Así, la llegada de la primavera nos trajo esperanza. En la feria vendí numerosos lechones para criarlos. Otros compraron semillas y roturaron nuevos campos. La vida se abre paso. Pocos frecuentan los bosques. 

La nueva rutina se instalaba en el pueblo, cuando la llegada de dos extraños alteró la paz de los vecinos. Una pareja de elfos visitó la posada del Oso. Así la llaman ahora. Ramiro hasta encargó que tallaran una cabeza del animal y la colgó a la puerta. Preguntaban por “el caballero errante”, “el amigo de bosques y  oníricos”. Los vecinos se asustaron. Temían haberse ganado un nuevo castigo. Amelia los acompañó hasta mi casa.



La Carretera se ha portado muy bien conmigo todo este tiempo. Yo estaba en los últimos meses del embarazo. En el pueblo hay quien me evita. Ahora entiendo lo que tanto te desagrada de ser temido. Gracias a Amelia y a (un nuevo tachón) la elfa el parto fue bien. La niña nació fuerte y robusta. Tiene la mandíbula cuadrada y los labios finos de su padre. La he llamado Milagros…»


El paladín sintió que le daba un vuelco al corazón. Abrió los ojos como platos y se sentó al borde de la cama. Acercó la hoja a la luz del quinqué y releyó esa última parte una y otra vez. 


—Milagros, Milagros —repetía cada vez más alto. Primero entre susurros y luego a gritos—, Milagros ¿Milagros? ¡Milagros!


Acababa de recibir la noticia de que era padre. Un sentimiento cálido lo embargó. La idea tardó más en abrirse paso hasta su cabeza de lo que lo hizo en su corazón. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Nadie la vio y él se apresuró a secarla con el dorso de la mano antes de seguir leyendo.


«El hermano de (otra enmienda en el texto) la elfa ha prometido ir a (otro borrón) buscarte. Entre tanto, ella se ha quedado a vivir en el Corazón del Bosque. Otros como ellos se han dejado ver. Viene a verme de vez en cuando. Me enseña sobre plantas que no conozco. Me cuenta que el fuego ha dispersado sus semillas y una nueva vegetación sustituirá a la anterior. No comprendo cómo puede ser eso posible. Pero también me ha enseñado cosas sobre mí que no sospechaba.

Te echo de menos. Espero que estés sano y salvo y que esta carta llegue pronto a tus manos. 

No te olvida: Lorena.»


Inquieto, el paladín se asomó a la amplia terraza. Allí en un rincón estaba el armario de roble donde reposaban la silla y los brocales de Aguerrida, su águila. Ahora entendía la insistencia del yarath en proporcionarle una montura alada. Con ella, viajar hasta Matapuercos le llevaría semanas en vez de meses. Volvió la mirada a sus dependencias. Tan sólo ocupaba una pequeña parte del espacio a su disposición. Estaban pensadas para un caballero y su séquito, o familia. Él, en cambio, casi no pasaba tiempo en ellas. Su mobiliario era austero y funcional. Con un suspiro, se apoyó en la balaustrada y contempló la noche estrellada. No encontró solaz en ella. 

A sus pies la ciudad cumplía con el toque de queda. Conforme descendía la vista, las luces y los espacios verdes, lujos de unos pocos, disminuían. Comprendía el rechazo de Lorena, criada en espacios abiertos, a vivir en un lugar semejante. Pronto los hombres de Uriah, y puede que él mismo, saldrían a patrullar las calles. Al menos la mayoría de ellas. No se engañaba sobre el estado de la capital. La Reina Viuda había retenido la Corona a cambio de ceder parcelas de poder cada vez mayores frente a terceros. La fértil llanura aluvial del Sgem era el coto privado de la nobleza terrateniente. La explotación de las minas estaba en manos de la Compañía Magma y Asociados. El joven Martín estaba en lo cierto. Urgía restaurar la confianza de la gente en las instituciones. Y a fuer del recibimiento que le habían dispensado los habitantes de Esgembrer, estaban más que dispuestos a darles una nueva oportunidad.

La prueba fehaciente de que soplaban vientos de cambio estaba en la Turbera. Siempre celosos de su independencia, que hubieran accedido a la construcción de una fortaleza en su territorio era un hecho insólito. 


—¡Éso es! —exclamó Tudorache en la soledad de su alta torre— ¡La Turbera!


Allí, en los Marjales, llenos de vida, con sus truchas y sus garzas, con esa tierra negra y fértil, rodeada de densos bosques a los pies de las montañas, allí sí que Lorena y él podían tener una vida en común. Ver juntos crecer a su hija.


—Milagros, sí milagros —susurró ilusionado—. Estamos en tiempo de milagros.


Y hasta aquí podemos leer hoy. Os dejo con Héroes del Silencio y su propia carta:



Nos leemos.



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