(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.18: Una Sola Ley.

     Hola a todos muy buenos días.

     Ruego que me disculpéis por la escasa actividad de estos meses. Han sido durillos y para rematarlo yo sólo me he machacado el dedo gordo del pie derecho. Una tabla con unos tres quilos de masa de integral. Roto no está, pero guerra da como un tonto. Cosas del directo.

  Bueno el caso es que aquí regreso con una nueva pieza del rompecabezas que tengo entre manos. Venga, no os mareo más. Cortinilla y dentro cámara:

Tudorache enfiló el largo pasillo malhumorado. Fruncía el ceño y torcía la la boca con disgusto mientras volvía sobre sus pasos. El joven Martín lo esperaba en el Salón de la Verdad. Renegando para sus adentros, bajó las escaleras con paso vivo. El fardo que le había entregado Zacarías no le pesaba. Lo llevaba bajo el brazo con cuidado de no perder la misiva a él dirigida. En ese momento, lo que más lo irritaba era no poder pararse a leerla. 

Una vez en el piso inferior, giró hacia las dependencias adscritas a la biblioteca y los archivos. Era allí donde se encontraba su destino. Una joven clériga, bajita y regordeta, vestida con el hábito blanco estampado con los símbolos de Tormo y del Libro, le salió al paso por entre las estanterías abarrotadas.


—Bien hallado caballero —lo saludó con una educada sonrisa pintada en su cara redonda enmarcada entre los negros mechones de su corta melena—. Soy la novicia Celia, bibliotecaria en funciones.  ¿En qué puedo servirle?


La muchacha de ojos miopes lo miraba con curiosidad. No daba muestras de reconocerlo. Así que Tudorache se obligó a suavizar su actitud.


—Bien hallada, bibliotecaria Celia —la devolvió el saludo con una ligera inclinación de cabeza—. El caballero negro se encamina al Salón de la Verdad para compartir sus experiencias con el rememorador Pavel.

—¡Oh! —sofocó una exclamación llevándose las manos a la boca— ¡Disculpe mi atrevimiento! —dijo agachando la cabeza con la cara roja por la vergüenza.

—No hay de qué disculparse —la excusó—. Podéis continuar con vuestro trabajo. Conozco el camino.


Un poco menos abochornada, la novicia se hizo a un lado para que Tudorache siguiera su camino. Llevaba un par de años al servicio de Tormo. En todo ese tiempo no había visto más hombres de armas caminando por entre los fondos de la biblioteca que a los jóvenes iniciados y al Maestre. Es cierto que en los últimos meses había oído rumores acerca del caballero negro. Pero en un primer momento los había ignorado. No había sido hasta que la iniciada Catalina se lo había pedido semanas atrás, que buscó entre los archivos la localización de las crónicas sobre sus peregrinaciones. Lo que allí encontró la dejó sin aliento. Los tomos encuadernados con cuero negro dedicados a sus andanzas superaban la docena. Aquel paladín llevaba décadas luchando bajo el juramento del Sin Nombre. Ningún otro había sobrevivido tanto tiempo, ni recorrido tantas tierras distantes, como él. Con su entrega se había convertido en una figura legendaria para los nuevos integrantes de la orden. Y la joven novicia, que hasta hace un instante creía imposible llegar a tenerlo delante en carne y hueso, no era una excepción.

Un poco más relajado, Tudorache llegó a su destino. Las amplias puertas del Salón de la Verdad estaban abiertas de par en par. Al otro lado de la entrada se divisaba el alto sitial de blanca madera de haya reservado al Maestre de la Orden. No en vano, también era utilizado para las raras sesiones plenarias y juicios que requerían de su presencia. Frente a él, en el centro de la estancia octogonal, se alzaban dos atriles. De pie junto a uno de ellos estaba el joven Martín. Convocado de improviso mientras practicaba con los iniciados, se había despojado de la parte superior de su armadura, refrescado con agua de rosas y sustituido la ropa sudada por otra fresca y limpia. Al oír que alguien se acercaba, volvió la cabeza hacia las puertas. Era de cabellos morenos como su madre, pero lisos como los de su padre. Los ojos claros y las facciones afiladas, en cambio, no dejaban dudas: era la viva imagen del difunto Rey. Había en él, sin embargo, algo fuera de lugar. Pese al rostro juvenil, la intensidad de su mirada delataba la verdadera edad del príncipe.


«Sangre de Karameth.» Maldijo el caballero negro.


Era cierto que la sangre de los celebtir, enriquecida en tiempos antiguos por el intercambio frecuente con las familias élficas corría vigorosa por sus venas. Lo que de por sí no suponía un menoscabo a ojos del común de los mortales. Lo que suponía un quebranto a la confianza a depositar en él era la desmesurada ambición demostrada a lo largo de los siglos por algunos de sus más destacados antepasados. El daño provocado por la traición de Martogo al resto de sus aliados seculares tardaría en ser olvidado.

Dejando a un lado sus prejuicios, el paladín llenó los pulmones igual que si fuera a sumergirse bajo el agua y entró en el salón. Las bancadas de madera blanca que rodeaban la estancia dispuestas en tres alturas estaban vacías. Con la salvedad del joven Martín y un anciano calvo y entrado en carnes que con una lucerna prendía los incendiarios colocados a los pies de las efigies de los maestres de antaño, allí no había nadie más.


—¡Saludos al caballero que regresa! —exclamó jovial el anciano apenas Tudorache cruzó el umbral de la puerta.

—Saludos al caballero que regresa —repitió el príncipe la fórmula ritual empleando un tono mucho más contenido.

—¡Saludos rememorador Pavel! Saludos espada Martín —les contestó el caballero negro con una leve inclinación de cabeza. 


Pese a su juramento, entre los muros del Nido su rango era superior al de los allí presentes. Con Pavel tenía cierta confianza. Era una vocación tardía. Durante años sirvió como clérigo menor al servicio de las mesnadas de nobles locales. Pero tras combatir en los Marjales se unió a la Orden de Tormo. Fue el primer rememorador que lo interrogó. Todavía se sonrojaba al recordar como, por pura vergüenza, quiso ocultar la manera en que perdió a su montura alada y el tacto con que el veterano clérigo guerrero supo manejar la embarazosa situación. 

En cuanto al hijo menor de su venerado Rey Iván, detectaba en su porte una cierta hostilidad. Los brazos, cruzados sobre el pecho, ocultaban la torre de Tormo y el corazón radiante de Sumnia bordados en su tabardo. Negro y rojo sobre blanco portaba los símbolos de los dioses protectores de Esgembrer. La cabeza echada hacia atrás, sumada a su altura, no ayudaba en absoluto. Tudorache enseñó los dientes con una sonrisa forzada. Aquel muchacho bien podía albergar sus propios prejuicios hacia él. A fin de cuentas, no dejaba de ser quien abandonó a su padre poco antes del fatal lance de batalla que le costó la vida.


—He aquí un momento de los que marcan el devenir de la historia —parloteó Pavel para llenar el incómodo silencio—. El encuentro entre dos generaciones de servidores de Tormo que sentará las bases del futuro de nuestra Orden…


El hecho de que el aliento de sus palabras no se congelase a la vista de los presentes constataba lo convencido que estaba de su veracidad. Era tal la convicción que imprimía en sus afirmaciones que ambos se rindieron a su locuacidad mientras el empalagoso olor del incienso inundaba la estancia.


—El ayer y el hoy dándose la mano de cara al mañana —al no interrumpirlo su entusiasmo iba en aumento—. La experiencia de la veteranía y el vigor de la juventud sembrando de esperanza un nuevo amanecer…


Orador nato, el anciano estaba desatado. Que la audiencia intentase disimular el bochorno que sentían no hacía otra cosa que aumentar su satisfacción. Estaba disfrutando como nunca atormentando a aquellos dos necios orgullosos. Y lo mejor era que lo hacía sin faltar a la verdad. El caballero negro, que había sufrido esa faceta suya en más ocasiones, lo encajó con deportividad. Es más, aprovechó para poner a prueba el temple del joven Martín. Quien, habituado a las empalagosas lisonjas de nobles y cortesanos lo soportó con una educada sonrisa.


—¡Ya, Pavel! —levantó la mano Tudorache— ¡Valió! Déjanos hablar a solas.


Riéndose sin disimulos, el fornido rememorador les dedicó una ligera reverencia y se despidió diciendo:


—Marcho, pero no pienses ni por un segundo que te has librado de mí. Luego tenemos trabajo que hacer.

—Luego, luego hablamos tú y yo. Pero por ahora sal y cierra esas puertas.


Sin dejar de sonreír, el antiguo clérigo guerrero obedeció. Al joven Martín le desagradaban aquellas muestras de confianza que se permitían entre sí los veteranos de la orden. Acostumbrado a la rígida etiqueta de la corte le hacían sentirse fuera de lugar. Cuando oyó que las puertas se cerraban, el príncipe adoptó una postura más relajada. Con los brazos a los costados, el corazón de Sumnia de su heráldica, representado como un sol radiante al mediodía parecía latir al compás de su respiración.


—El Maestre Zacarías insiste en que debemos hablar —sin más preámbulos, abordó Tudorache el motivo de aquella reunión— Presupongo que habéis sido informado de mi identidad.

—Sí, lo he sido —el joven lo miraba suspicaz. Además había tenido acceso a los informes sobre el caballero negro gracias a Catalina.

—¿Y qué os parece la idea de servir bajo el mando del hombre que abandonó a vuestro padre? —estaba cansado, los años, y las heridas mal curadas, pesaban más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Éso depende —cruzó los brazos sobre el pecho otra vez y se puso de nuevo a la defensiva.

—¿De qué? —sonrió. El joven hablaba poco. Éso le gustó.

—¿Creéis que vuestra presencia habría cambiado lo que pasó? —soltó a bocajarro.


El caballero negro movió la cabeza igual que si estuviera encajando un puñetazo en la cara. Pero no dejó de sonreír. Es más, enseñó los dientes tal que un lobo desafiado por el control de la manada.


—Directo a la yugular —resopló complacido. También le gustaba esa decisión en un soldado. Muy a su pesar le empezaba a caer bien—. Aquí la mentira no tiene cabida así que te diré que no. De haber estado al lado de mi Rey aquel día no habría supuesto ninguna diferencia en el desenlace de la contienda.


Sus palabras quedaron suspendidas en el aire de la estancia consagrada sin que el vaho delatara doblez en ellas. Martín asintió con la cabeza. Había interrogado a cuanto testigo ocular pudo encontrar. 


—Uriah, mi tutor durante años, no opina lo mismo. Aún hoy se culpa por no haber llegado a tiempo.

—Uriah siempre tuvo un concepto demasiado elevado de sí mismo —negó el caballero negro. La enemistad con el que fuera su compañero asomó a su voz—. Habríamos muerto igual que murió Ambrose. No estábamos a la altura de aquel desafío —insistió volviendo la mirada al techo—. Nosotros no éramos Iván.


Aquel fracaso personal los perseguiría a ambos hasta la tumba. En cierta manera, cada uno de los paladines supervivientes a los Marjales había hecho la debida penitencia por sus faltas, reales o imaginarias.


—Pienso lo mismo —asintió Martín. Ahora sí que se lo veía más distendido—. La naturaleza del enemigo fue una incógnita imposible de adivinar. 

—Éso no quita que faltase a mí deber…

—¿Tirarías por la borda todo el bien que has hecho desde entonces? —lo interrumpió con la mirada clavada en sus ojos.

—Hay días que sí —contestó entre dientes arrastrando las palabras.

—No esperaba otra cosa de un paladín de Tormo. Sois la clase de hombre que quiero a mí lado.


El caballero negro agradeció el cumplido con una leve inclinación de cabeza. Sin embargo, no le pasó inadvertido que el joven creía gozar de una posición igual a la suya.


—¿Y careciendo del toque de la divinidad, qué os ha movido a ingresar en la Orden del Señor de la Justicia? —aprovechó para recordarle la capacidad que los diferenciaba.

—La necesidad —contestó con absoluta franqueza.

—¿Necesidad? —replicó Tudorache perplejo— ¿Qué necesidad? Explicaros mejor.

—El estado del reino no es el deseable —comenzó diciendo—. El gran proyecto de mi padre quedó inconcluso. Y yo —dudó un momento para luego chasquear la lengua contra los dientes y continuar—... Y yo he cometido errores que perjudican tanto a mí reputación, como a la Corona.


El paladín asintió. Sabía a lo que se refería. Ahí quería llegar.


—El duelo en Sengcor —dijo con suavidad. No cargó las palabras con tono inculpatorio. Quería escuchar lo que Martín tenía que decir.

—Sí, así es. La muerte del hijo de mis maestros —esta vez fue el joven quien desvió la mirada, cabizbajo, se llevó las manos a la espalda—. Por aquel entonces mi hermana yo éramos unos niños consentidos. Nuestro tutor pensó que alejarnos del ambiente de la corte era buena idea.

«Uriah y sus buenas intenciones…» pensó el caballero negro sin interrumpir al príncipe.

—Y de paso mejorar las deterioradas relaciones con la Orden de Aubea. Pero no resultó como debiera… por mi culpa.


Tudorache guardó silencio. Paciente, esperó a que continuara y le animó con un ademán de su diestra para que lo hiciese.


—El pequeño Mikeilos se enamoró de mi hermana. Un sentimiento infantil que ella alentó para su diversión. Pero que a mí me ofendió. No me malinterpretéis. Quiero a Olaya como a una parte de mi ser. Pero nuestro tutor estaba en lo cierto. Éramos unos niños arrogantes y consentidos. Y mi hermana jugó con mi orgullo lo mismo que con la ingenuidad del pobre muchacho —empezó a caminar mirando los ajedrezados suelos de mármol mientras hablaba—. Sabía lo mucho que me molestaban las confianzas que permitía a su enamorado. Éramos sus únicas diversiones en el pacato y austero ambiente del monasterio. Hasta que un día los sorprendí en el jardín del claustro. Estaban besándose a la sombra de la estatua de Aubea. Y ultrajado como un necio lo tiré al suelo de un empujón y lo reté a un duelo —dejó de andar y negó con la cabeza—. Humillado delante de su amada no le quedó otra que aceptarlo. A mi hermana ser el centro de la disputa no hizo otra cosa que alimentar su ego. Pero lo que pasó después fue sólo culpa mía y de nadie más. 


De pie a un costado, miró de reojo al caballero negro. Éste le devolvió una mirada escrutadora. El joven parecía arrepentido de veras. Tudorache sabía bien lo que era cargar con las consecuencias de una decisión precipitada. Martín reanudó su inquieto caminar. El paladín se aseguró de no perderlo de vista mientras retomaba la palabra.


—Tampoco recibimos un verdadero castigo por todo aquello —chasqueó la lengua con desagrado—. Nuestra madre lo impidió. Y así volvimos a la corte aún más soberbios y malcriados. Creyéndonos que podíamos hacer nuestra voluntad y salir impunes sin importar el daño que causáramos.


Martín apretó los dientes y endureció el gesto. Durante años su memoria se había negado a recordar lo ocurrido. Hasta que una noche de jarana por el Barrio Bajo cómo tantas otras, acompañado por la camarilla de aduladores disolutos de rigor, se topó con el cuerpo abandonado en el fango de un muchacho malnutrido. Algo en la patética indefensión del difunto desenterró sus recuerdos reprimidos.

Desde entonces, la imagen del rostro cerúleo de Mikeilos, mirándolo con ojos vidriosos sin comprender que la vida se le escapaba a borbotones lo perseguía. Habían sido meses de pesadillas recurrentes y aislamiento en su ala de palacio, rumiando cada detalle: la vanidad de su hermana, su ofendida indignación, la encendida defensa que de sus sentimientos pronunció el hijo del maestro Adrastos, y la certera estocada con que le atravesó el corazón…


—Pero un día encontré los diarios de mi padre —cambió de tema volviéndose hacia Tudorache—. ¡Tenía tantos proyectos destinados a engrandecer el reino y mejorar la vida de sus habitantes! —agachó de nuevo la cabeza— Descubrirlos me hizo sentir tan pequeño… tan… mezquino. 


Calló de repente. El momento de autocompasión terminó. Apretó los puños. Levantó el mentón y se encaró con el caballero negro en claro desafío. Tudorache le enseñó los dientes con los brazos en jarras.


—Por eso, para sorpresa de todos, volví a frecuentar la compañía de mi viejo tutor. Él me convenció de que la mejor manera de poner en práctica los planes de mi padre pasaba por restaurar primero la Orden de Tormo. Necesito una base de poder al margen de la nobleza y de la corona. Un medio con el que restringir sus abusos.

—¿Y ese medio cuál es? —el paladín imaginaba la respuesta. Largo y tendido habían hablado los miembros del Círculo Interior sobre lo que vendría tras los Marjales.

—Una sola ley que rija sobre todos los habitantes de Esgembrer. Aplicada por jueces seleccionados y formados en el seno del credo de Tormo.


Tudorache asintió. La intensidad con que hablaba el joven Martín igualaba a la de su padre cuando compartía con ellos sus proyectos. Eliminar el control de los terratenientes sobre los tribunales regionales y unificar los códigos legislativos era el primer paso. La nostalgia lo embargó. Suspiró al recordar la camaradería y las esperanzas vividas en aquel entonces.


—¿Y para ti, Martín? —insistió aún receloso— ¿Qué es lo que quieres?

—Ser el juez supremo del reino y que me recuerden como un rey justo —contestó sin un ápice de duda.


El caballero negro silbó admirado. Lo que el joven Martín pretendía era revolucionario. El ideal que se había propuesto hacer realidad, aunque había quien opinaba que era más fácil erigir una torre desde la que tocar los astros con las manos, ya se había intentado antes. Pero los teóricos previos y sus idealistas seguidores lo habían intentado enfrentándose a los poderes establecidos. Lo que el Rey Iván no pudo hacer, y ahora su hijo quería poner en práctica, era reformar las relaciones entre gobernante y gobernado, mediante leyes que los obligasen a todos por igual, desde dentro de las instituciones existentes. Y aun así la oposición que iba a encontrar no sería poca.


—Me has dado mucho en qué pensar Martín hijo de Iván —al escuchar ese apelativo el joven le dedicó una ligera reverencia—. Puedes retirarte. Si Pavel sigue afuera, el incienso hacía rato que se había consumido, hazme el favor de pedirle que entre.


En respuesta, el joven juntó los talones con un golpe metálico, se llevó el puño al corazón y exclamó con voz firme:


—¡La justicia, como el rayo!


Pillado por sorpresa, el paladín se quedó mirando como los rayos solares bordados en el tabardo del príncipe rodeaban su puño. Luego, tragó saliva antes de corresponder de igual modo y repetir la antigua fórmula.


—¡La justicia, como el rayo!


Sólo entonces el joven Martín le dio la espalda y abandonó con paso confiado el Salón de la Verdad. Atrás quedó el caballero negro meditando sobre su futuro. Conservaba una buena dosis de desconfianza. Daba igual su sinceridad presente, los humanos somos arcilla en manos del tiempo y las circunstancias. Pero tenía que darle la razón a su amigo Zacarías: El joven parecía salido del mismo molde que su padre.


«Una sola ley. Un nuevo comienzo. Después de todo, tal vez sí que sea posible.»


Y eso es todo por hoy. Sin que sirva de precedente la siguiente entrega ya la tengo escrita y he empezado el que será el cierre de esta historia. Por ahora os dejo con los Héroes del Silencio y su "Oración":



Nos leemos.

Comentarios

  1. Muy interesante. El chico parece sincero pero tiene ante sí una tarea muy importante... en la que, además, va a tener enemigos irreconciliables que no querrán perder sus privilegios. Espero que pueda llevarla a cabo.
    Saludos cordiales.

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    Respuestas
    1. Hola Mercedes.
      Sí que lo va a tener difícil, sí. Estás en lo cierto. Enemigos no le van a faltar.

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