(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 14: Uriah (Los Grandes Chamanes)
Buenos días a todos. Hoy os escribo desde una tierra oscura, preñada de tristeza, donde nubes de ceniza ocultan el sol. No, no me he mudado a Mordor, aunque imagino que el aire que allí se respira bien puede compartir el mismo sabor que el de Cantabria estas semanas. En torno a un centenar de incendios provocados en el mes de octubre. Cerca de 44 en las mismas 24 horas...
Lo siento si el mundo que me rodea tiñe lo que escribo. En fin, volviendo a lo nuestro, hoy os traigo otra entrega de la Batalla de los Marjales.
Autor Joseph C-Knight en ArtStation |
«Tu no eres Iván.» No dejaba de repetir Uriah para sus adentros, el rubor de la vergüenza oculto bajo la celada de su yelmo, mientras contemplaba la marcha del caballero negro.
Sus restantes camaradas esperaban, pacientes, sus órdenes. Los que no esperaban a nadie eran los regimientos de infantería que perseguían a los hobzs fugitivos. La segunda oleada de la horda corría en franca desbandada. Allí donde eran frenados por los batidores montados, las lanzas de Aubea y las alabardas de Esgembrer daban cuenta de ellos. Los que alcanzaban las filas de los guerreros forqzs eran rechazados con desdén y obligados a formar de nuevo.
La tercera oleada, la definitiva, avanzaba, descansada y confiada, a la sombra de sus tótems tribales. Su número aumentado con los forqzs supervivientes del asalto previo. A ellos sí que les habían permitido apiñarse.
Los monstruosos regimientos de la hiena y el jaburi corrían bramando embravecidos al combate, empujando a los restos de las formaciones hobzs de nuevo a la refriega. El tótem del buitre, en cambio, se quedaba rezagado. Sobre él se enfrentaban el Señor de la Horda y su sierpe alada al Rey Iván y su grifo. Mientras su chamán aullaba maldiciones y plegarias impías, los espíritus celestiales de Tormo combatían los espectros entrópicos que éste alimentaba con su sangre.
Con su cuerpo serpentino, la montura del guorz aventajaba en agilidad a Sangraal. Su vuelo, fluido y grácil le permitía evadirse de los embates feroces y poderosos del grifo. Éste, por su parte, con sus dos pares de garras afiladas, representaba una amenaza más que real en el cuerpo a cuerpo.
—Ejem, ejem —carraspeó Ambrose con prudencia—. Los enanos y nuestros caballeros están listos.
—Pero el desorden reina en el grueso de nuestras fuerzas —más atrevido y una mayor urgencia en la voz intervino su pelirrojo compañero.
—Si, si —como despertando de un sueño profundo, contestó él—. Tenemos que retrasar el avance de sus fuerzas.
—¿Nosotros solos? —exclamó Zacarías, que no imaginaba cómo pudieran lograr tal cosa.
—Si, nosotros solos —rehecho de sus dudas, al menos de cara a la galería, afirmó su líder—. Mira —añadió señalando al tótem del buitre, asediado por Adam y el otro enviado celestial.
—Entiendo —sonriendo malicioso bajo su barba, asintió Ambrose—. Los chamanes.
—¡Ah! —abriendo mucho los ojos, comprendió al fin— ¡Ya lo veo!
En ese momento una explosión como nunca habían escuchado retumbó a sus espaldas, sacudiendo el suelo bajo sus pies. Boquiabiertos, volvieron la vista atrás. Allí donde habían instalado el campamento principal, una columna de humo oscurecía el firmamento. Todavía estaban asimilando lo que veían, cuando resonó otra explosión, y otra, y otra, y otra más. Cinco eran ahora las ominosas humaredas que se cernían sobre la loma donde se atendían a los heridos.
Tan sorprendidos como ellos, los soldados cejaron en su acoso a los enemigos en fuga, y retrocedieron dubitativos en dirección al grueso de su ejército.
Las menguadas tropas de proyectiles enanas, por el contrario, formaron en columna de marcha y volvieron la espalda al enemigo, que avanzaba ahora con cautela.
—¡Los arcabuceros khavil abandonan el campo de batalla! —incrédulo ante lo que veía, exclamó Zacarías.
Efectivamente, así era. De hecho, los restantes guerreros enanos procedían a alargar el frente de su formación para ocupar el espacio que sus camaradas dejaban vacío.
—¡Rápido, veamos qué explicación nos da Khorzam para esto! —apretando con fuerza las riendas, les ordenó Uriah.
Sobre la mesa y los mapas, habían creído tener previstos todos los movimientos posibles del enemigo. Y sin embargo, por tres veces los había sorprendido y robado la iniciativa en la batalla: Los carros, los gigantes y ahora esto.
Más de media jornada había luchado el ejército aliado, y aún tenían por delante tropas frescas contra las que luchar.
Fue un vuelo breve el que los llevó hasta el estandarte azul medianoche y dorado bajo el que combatían los mercenarios Magma.
A su sombra, cubierto por igual de sangre y barro, que con poco éxito trataba de limpiar de su barba trenzada, los esperaba el capitán de la compañía.
—¿Qué, de visita de cortesía? —desafiante, tronó con su ronco vozarrón.
—¡Haya paz! —se contuvo Uriah, por encuentros anteriores ya sabía de lo rudos que eran los modales del pentio.
—A mis muchachos apenas les queda munición para dos rondas de disparo —sin esperar a qué le preguntasen—. Y con las bajas sufridas, serán de más ayuda en la retaguardia, que aquí —añadió señalando a los forqzs que avanzaban golpeando sus escudos.
—Hablando de la retaguardia —dijo el paladín, aceptando el curso de acción tomado por el enano—. ¿Qué es lo que sabéis de las explosiones?
—Que han sonado como nuestras reservas de pólvora —gruñó con disgusto—. ¡Nos han mordido el culo! —gritó, para luego, refrenando a duras penas su mal genio, añadir— Los cabalgalobos, seguro.
—¡No es posible! —protestó Uriah— ¡Los dispersamos!
—¡Pues se habrán reagrupado! —se le enfrentó Khorzam— ¡Para eso se usan las tropas ligeras!
—¿Se habrán topado con las tropas rezagadas? —conciliador, sugirió Ambrose.
—Puede ser —cedió a desgana, mientras calmaba la inquietud de Espolón, y la suya propia, con caricias distraídas—. Pero aquí no hay modo de saberlo. ¡Zacarías! —llamó al tercer paladín, que se mantenía respetuosamente alejado.
—Si, mi comandante —con formalidad en él desacostumbrada, respondió.
—Estamos perdiendo un tiempo valioso —disgustado, dijo—. Adelántate a los enanos. Ve a la retaguardia. Ayuda en cuanto puedas. Y una vez pase el peligro, regresa al frente.
—¿Y vosotros? —hizo el amago de protestar el joven.
—Nosotros vamos a lo que hemos dicho —con autoridad, zanjó la cuestión—. Obedece.
—Así sea —contestó el paladín pelirrojo y se apresuró a obedecer.
No era momento, ni quedaban ganas, ni de exultantes gestos, ni de confiadas proclamas. La realidad de la batalla, sucia, costosa y desagradable, se había impuesto sobre el oropel de crónicas victoriosas y románticos cantares.
—¿Y vosotros dos? —enarcando una tupida ceja, hizo Khorzam suya la pregunta dejada en el aire.
—Volvemos a la lucha —contestó, seco, Uriah.
—Me pido al del jaburi, que está más cerca —aprestando sus armas, dijo Ambrose—. El de la hiena para tí, que Acerada ya no es tan rápida como antes.
—Ni su jinete tan delgado —obligándose a sonreír para distender el ambiente, aceptó el reparto—. El contingente del buitre os lo encargamos a vosotros —añadió para los enanos.
Éstos, que no se habían perdido palabra alguna de lo dicho, encajaron la cabeza entre los hombros y gritaron a pleno pulmón:
—¡Aquí se cobra!
Y mientras los dos paladines emprendían el vuelo, la adelgazada línea de batalla khavil avanzó contra su ancestral enemigo, seguidos al paso por la caballería liderada por Daimiel, que los había estado esperando con impaciencia.
Pérdida la oportunidad de retrasar el avance guorz, como sí había logrado el Rey Iván, los contingentes restantes habían establecido contacto con los alabarderos de Esgembrer y los hoplitas de Aubea.
Aquellos cabezas calientes que se habían excedido persiguiendo a los derrotados hobzs, habían sido aplastados por el rodillo que formaban los guerreros de la tercera oleada.
Los restos de la segunda, obligados a volver al combate, contenían a base de bajas y amargura a los elfos y sus camaradas dancos, mientras los batidores montados hostigaban con disparos su retaguardia.
El cansancio hacía mella en los soldados humanos. Sus reflejos se veían mermados. Sus bajas crecían. Y desde lo alto de sus tótems, los chamanes forqzs inspiraban terror en sus corazones enviando contra ellos sus espectros y maldiciones.
Era imperativo acabar con ellos. Cómo, a costa de sus compañeros celestiales, había dado muerte su Rey al chamán de la tribu del buitre. En efecto, ya no iluminaban con luz divina el horizonte ninguno de los dos. Pero con su sacrificio habían arrojado tierra sobre el fuego que alimentaba la ferocidad de sus enemigos.
Con su ejemplo siempre presente, Uriah y Ambrose disiparon las dudas que pudieran albergar y picaron espuelas. La fuerza espiritual de sus adversarios era superior a la suya. Con fruición habían bebido del manantial ofrecido por sus abdominales patrones, amantes de la destrucción por la destrucción. Eran las destrezas marciales, resultado del entrenamiento de toda una vida de entrega a la protección de la ley, las que permitirían a ambos paladines plantearles cara.
Así, imbuyó Ambrose su poder divino en el mangual y en los refuerzos metálicos del pico y las garras de Acerada. Su mera aparición alivió la pesadumbre que pesaba como una losa sobre los brazos de los soldados esgembreses, quienes encontraron en su interior nuevas fuerzas desconocidas para proseguir la lucha.
Los diabólicos espíritus alimentados con sangre se lanzaron contra él. Era su número superior. En él, y en el miedo, basaban su fuerza. Pero el barbado paladín había desechado el miedo de su corazón y su fuerza era conocida a una y a otra orilla del Mar Interior. Imparable, cual estrella fugaz los atravesó, disipando sus sombras, evaporando su palpitante núcleo de sangre. Irrefrenable, estrelló su mangual bendecido contra el cetro de hueso preñado de runas blasfemas de su tatuado adversario.
Elevando plegarias a su patrón, éste le abría viejas heridas. Y tras años de sostener el escudo frente al mal, esas eran muchas. Pero el paladín mantenía el ritmo de sus ataques. A golpes de mangual quebró el yelmo de hueso del chamán.
Las garras metálicas de Acerada desgarraron su piel decorada con escarificaciones rituales. En su negra sangre canalizó el impío poder de los Cometas y su salpicadura quemó como el ácido.
Acerada graznó de dolor y refrenó sus picotazos. El chamán sonrió, ladino, y concentró ataques y maldiciones en la montura alada. Ambrose, veterano en mil lides, contaba con ello, y no esperó más. Volteó su mangual, cargado de poder, y propinó un golpe demoledor en el porcino carrillo izquierdo de su adversario, demasiado centrado en Acerada. A un tiempo le reventó ojo, colmillo y mandíbula, arrojándolo al vacío desde lo alto de su tótem. Ambrose no pudo reprimir un grito de triunfo. Y libre de oposición, clamó por el tronante poder de Tormo, aturdiendo a los guerreros forqzs que, bajo su sombra, luchaban contra los alabarderos esgembreses.
A su frente se encontraba el margrave Daimiel, el Viejo, recubierto de buen y honesto acero. Con vigor blandía su montante, sus grandes espaderos lo escoltaban. Era su ejemplo inmediato el que seguían los otros nobles que, en tiempo y forma, habían respondido a la convocatoria de su Rey.
El estandarte negro y amarillo de su casa hondeaba orgulloso allí donde más enconada era la refriega. Respetuoso, Ambrose, cruzó por un instante la mirada con él y se despidió señalando en dirección a su próximo objetivo.
En la distancia, se podía ver el aura divina de Uriah parpadear, igual que una estrella entre nubes de tormenta. Con denuedo luchaba contra el enjambre de demonios atraídos por las ofrendas de sangre del último gran chamán. La bendición de Tormo en su maza rasgaba, límpida y pura, la oscuridad que lo circundaba. Veloz y agresivo atravesaba Espolón el coagulado ectoplasma de sus enemigos. Pero poco importaba lo alto que ascendiese, o lo rápido que abandonase las alturas. Las malignas entidades no les daban tregua, y con zarpas y fauces hambrientas atormentaban su carne. Mientras que el paladín trataba en vano de acercarse a su invocador.
Con creciente frustración lo veía desde la primera línea de batalla la Ungida de Aubea. Estaba demasiado lejos para ayudarle. Aunque agradecida de que distrajera al chamán. La hervía la sangre cada vez que recordaba a los valientes consumidos por sus canales oscuros: Celso, de frente despejada, que no regresará al abrazo de su esposa; Plotino, el muy bravucón, tan orgulloso de sus cultivados músculos; y Timeo, sensible y melancólico aeda en tiempos de paz. Impotente, los había visto morir entre atroces dolores, sangrar por los ojos, ahogarse en su sangre y sus cuerpos descomponerse estando aún vivos. Todo ello para deleite morboso del Enemigo Primero y sus vástagos, que jaleaban a su chamán sin dejar de luchar contra los hijos de los hombres.
Estaba retorciendo el asta de su lanza plateada para liberarla de otro guerrero derrotado, cuando la sombra de Acerada pasó sobre ella. Su llegada despertó gritos de júbilo entre los fatigados hoplitas, que a tantos de sus camaradas habían visto caer. Pero a los agudos ojos de Meldoried no se le escaparon, ni las marcas de golpes y heridas que arrastraban montura y jinete, ni la fatiga que traicionaban sus movimientos.
Estaban siendo demasiados combates para el veterano paladín. Con torpeza manoseó sus arreos. Necesitaba tomarse una poción que le devolviera sus fuerzas. Una inoportuna ráfaga de viento provocó que Acerada virase y la redoma se le escapó de entre los dedos.
«Ahí va mi última poción. No pasa nada. Un último esfuerzo. Entre los dos podemos con esto y con más.» Pensó Ambrose, siempre voluntarioso y seguro de sí.
En ese momento, otra inesperada ráfaga de aire los sacudió, y luego otra más, y otra. Entonces los vio, sobre su cabeza, Sangraal y la sierpe alada habían llevado su duelo hasta el centro mismo del campo de batalla.
Y de propina os dejo esta colaboración entre Sir Christopher Lee y Rhapsody: "The Magic of the Wizard`s Dream. También tiene versión en italiano, por si os llama la curiosidad.
Iba a haber puesto la de "Guardiani del Destino" pero ya la había compartido en esta otra entrada.
Gracias por vuestro tiempo. Nos leemos.
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