(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 4: El Carnero del Trueno y la Gorrina del Lodo

Bueno, bueno. Esto me ha salido más largo de lo que esperaba. de manera que dividiré la entrada en dos. El relato en esta primera y las tablas para "Ital el JDRHM" e ideas para partidas en la próxima. Espero no demorarme en ello.

 

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"Has de saber, joven amo, que por mucho que los clérigos desde sus púlpitos prediquen lo contrario, el orden divino es cualquier cosa, menos inmutable. Tan cierto es que el Libro, la Balanza, la Espada y los Cometas compiten entre sí para imponer sus designios sobre nuestro mundo, como que entre ellos se disputan la devoción de los mortales, tal que su poder dependiera de la fe de sus seguidores.

Lo único fijo en las entidades que buscan nuestra adoración es la naturaleza de su área de influencia. Así tenemos a Señores del Saber tan opuestos como Namcor de la luz y Mordyr de los secretos, a Señores del Valor tan dispares como Tormo de los paladines y Veniarion de los asesinos, a Señores de las Artes como Dalemir de los bardos y Yinella de los torturadores, y por último, y los más importantes para el tema que nos ocupa hoy, los Señores de los Elementales.

Pues es gracias a que la mayoría de ellos permanecen fieles a la Balanza que Heimad impuso su Edicto sobre Ital, poniendo fin a la intervención directa de estos autoproclamados dioses en nuestras vidas, forzándolos a recurrir a sus agentes aquí. Ellos son los que mantienen la barrera que frena las ambiciones Akasa el Corruptor, o las intrigas de Aloth la Perversa. 

Y sin embargo, muchos fueron los espíritus que renunciaron a su lugar en el plano divino y eligieron permanecer a este lado del Edicto. Famosos son algunas, como Thywaz el Dorado, protector de Pallanthia, o como Nerdrali la de las Alas Negras, la depuesta regente de Osknum, pues es notoria la fascinación que los dragones y su progenie despiertan en nosotros. Pero fueron muchos otros, y de su linaje descienden criaturas sin cuento, que todavía hoy moran en rincones apartados de todo ser inteligente, las unas, mientras las otras, por el contrario, buscan la compañía de los mortales.

Ese era el caso de dos de estos seres: Vaedorden y Yabaçamur. Y esta que voy a contar es su historia.

Vaedorden, el Carnero de las Tormentas, era un espíritu afín a Hercar el Señor Elemental de la Tierra. Amaba los espacios salvajes, los riscos y los glaciares. Disfrutaba desafiando las corrientes de fiordos y torrentes. Las noches de tormenta se lo podía ver cabalgando los vientos, sus alas de oro extendidas, atrapando los relámpagos con sus cascos de hierro y su cornamenta de bronce. Los orgullosos enanos del clan de hierro le dedicaban un culto reverente y temeroso. Era una criatura huraña e irascible. Celoso de sus dominios en las altas cumbres de Thyrrión, no toleraba de buen grado la presencia de los laboriosos khazal. Especial inquina dedicaba a aquellos que pretendieran abrir canteras o desviar el curso de las corrientes de agua para impulsar sus industrias. Más compasivo se mostraba con los solitarios pastores de cabreries khazal, a cuyos rebaños protegía de buen grado de aludes y depredadores.

De depredadores los protegía, sí, de depredadores como la Gorrina de Lodo, y su destructiva prole. Bajo la forma de una descomunal jaburí guorz, siempre embarrada, los colmillos y el morro manchados de sangre, caminaba sobre nuestro mundo Yabaçamur, belicoso y bullicioso espíritu vinculado a Moruk el Cosechador de Cráneos. Criatura caótica, buscaba activamente la compañía de las criaturas de su señor. Disfrutaba de la violencia y del derramamiento de sangre. Se alimentaba de la locura colectiva que mantiene a los ejércitos abrazados entre sí en mortal forcejeo y del terror que invade a los vencidos en sus últimos estertores. No conocía otro júbilo que el de la lucha y la destrucción. De buen grado se unía a las partidas de saqueadores guorzs, impulsándolos a cometer atrocidades cada vez mayores.

Desde los días antiguos habían chocado Vaedorden y Yabaçamur. Desde que los primeros cometas surcaron el firmamento de Ital habían medido sus fuerzas. Ermitaño protector contra expansiva destructora. Pero antes del Edicto no importaba quién prevaleciera, pues una vez recuperadas sus energías en el plano divino, volvían con ansias renovadas a la contienda. La derrota apenas significaba un leve contratiempo en sus existencias inmortales, un ligero escozor en su orgullo. Mas, con el Decreto de la Balanza, aquello cambió. Ahora, una victoria significaba el destierro al otro lado del Velo de su odiado enemigo, y ambos lo sabían. 

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Animada por este propósito, Yabaçamur recorrió las fortalezas de las castas guorzs en el lejano norte de Itnor occidental. Se apareció a jefes y chamanes, llenó de promesas sus mezquinos corazones, hizo hervir la negra sangre de sus guerreros y los azuzó a los unos contra los otros. Sólo los más fuertes merecían marchar bajo su sombra. Los derrotados sirvieron de alimento a los vencedores. Así se instauró entre las castas, ya de por sí brutales, la creencia de que devorando a sus rivales aumentaban su propio poder. Había nacido el “Festín de los Jefes”, el combate ritual por el que se dirimen las diferencias de liderazgo entre los guorzs. 

Mientras tanto, al otro extremo del continente, Vaedorden se complacía en una existencia pacífica. Lejos de los asuntos de seres menores, despreocupado, volaba libre, ahuyentando a los pocos que osaban disputarle el dominio que para sí había elegido, como gigantes errabundos y jóvenes dragones. Hasta que los preparativos de Yabaçamur dieron su ponzoñoso fruto. 

Al fin, llegó el día del fuego y la furia. Los brutales vástagos del caos se desparramaron sobre el mundo como una mancha de tinta que fluye sin freno sobre blanco papel. Prometedoras civilizaciones perecieron antes de alcanzar su pleno desarrollo. Bosques ardieron y montañas se vaciaron, consumidos sus recursos por la esteril industria bélica. Vertidos sus residuos en las aguas, la tierra se envenenó. Y desde su alto refugio Vaedorden escuchó las plegarias de los mortales, pero no acudió en su ayuda. 

Solo los muertos ven el final de la guerra, se dijo para sí. Que los grandes magos, sanguijuelas cuyo poder se alimenta de las heridas de Aystria, lidien con la amenaza, se repetía. A sus ojos milenarios, el gran ejército de Yabaçamur estaba lejos de las huestes con que Moruk y Goruk asolaron el mundo en eras pasadas, muy lejos. Lo que él no sabía, era que una nueva época había dado comienzo, y todos los poderes benignos tenían las manos ocupadas con más de lo que podían manejar. No sabía que la Era de las Llaves había comenzado.

Durante aquel conflicto, no hubo rincón de Ital que no se viera sacudido. Fue tal su magnitud, que la propia Balanza tuvo que inclinarse para preservar nuestra realidad. Y con ella la negativa a intervenir de Vaedorden. Pero su reluctancia a participar en la refriega también tuvo consecuencias para él. 

Consciente del verdadero alcance de su poder, llegado el momento, Yabaçamur dirigió sus ejércitos bajo tierra, a salvo de elfos y humanos, para dirigirlo cual puñal ardiente al corazón de los khazal. En su marcha, otros poderes ruinosos se le sumaron, como los hediondos engendros sin forma, abandonados por Bolvaugh fuera de la vista de los soles, y otras criaturas, hambrientas y ciegas, que horadan nuestro mundo. No estaría solo, empero, el Carnero Dorado. Bruñidas falanges de los orgullosos y esforzados enanos, con sus propios ingenios de destrucción, llevarían el peso de la lucha. Inalterables golems de azghurr y oro les protegerían los flancos. Poderosos elementales de tierra les abrirían el paso y derribarían cuales túneles transitaran sus enemigos. Pero ya no sería la lucha a cielo abierto, donde sus alas doradas le conferían ventaja.

Con esa limitación presente, decidido a ponerle fin a la contienda, el día señalado, los ojos relampagueantes. con un nimbo de tormenta coronando su testuz, Vaedorden se unió a la vanguardia del ejército del Alto Rey de Khar-Hercar. Como un ariete de macizo azghurr atravesó las líneas enemigas, aplastando a cuanta criatura se interpusiera en su camino. Los esquivos gribz eran como briznas de hierba a su paso. Los sibilinos hobz, guijarros que saltaban por los aires. Los negros muros de escudos forqz cedían como hechos de papel. Los pesados golpes de los gigantes ologai, caían inofensivos como gotas de lluvia sobre su cuerpo sin dejar mella. Mientras, a su alrededor, los gritos de dolor eran engullidos por las explosiones causadas por los proyectiles de las máquinas de guerra enanas. Túneles milenarios cedían a la destrucción desatada. Babosas ácidas carentes de órganos envolvían a sus presas para ahogarlas y disolverlas en su interior. Chamanes inducían furia insensata en sus seguidores y convocaban sombras que cubrieran el avance de pequeñas partidas de saboteadores con destino a los cañones enemigos. Clérigos invocaban espíritus capaces de nadar en la roca y detener el avance de los grandes gusanos atraídos por el olor de la sangre y la carne muerta. Pero de Yabaçamur no había rastro, pues el objetivo primordial del espíritu malévolo no era obtener la victoria, sino hacer daño.

Daño que bien sabía dónde provocar. No en vano, ella también había tenido un lugar especial. Un refugio donde estar a salvo de sus amos. Una pequeña y rocosa isla, con una acogedora gruta volcánica, sofocante y sulfurosa, en la que perderse contemplando el siempre cambiante borboteo del magma y la animada danza de sombras de sus rincones. Maravilla natural que era solo suya y cuyo secreto guardaba celosa, hasta que los conflictos entre los N´Arcan superiores alteraron la fisonomía del mundo, hundieron continentes, comunicaron entre sí mares que antes no lo estaban, entregaron su isla al dominio de Istol y dejó de existir.

¿Por qué iba a conservar nadie lo que ella había perdido? pensaba, regocijándose en la destrucción que estaba desatando en las altas cumbres y los escondidos valles de Thyrrión. Exhalando fuego con la misma intensidad que un dragón rojo, fundió glaciares milenarios, provocando coladas de lodo que arrasaron con bosques de abetos centenarios. Con pezuñas incandescentes, igualó empinadas laderas y borró vibrantes y cristalinas cascadas, cegó torrentes, sepultó valles, dispersó a los mansos rebaños y una sonrisa perversa iluminó su hocico porcino.

Y mientras los proyectiles silbaban y el oscuro vientre de roca temblaba, un inquietante pensamiento se abría paso en la mente de Vaedorden. ¿Dónde estaba Yabaçamur? Una remota posibilidad daba paso a un frío temor, a una sorda angustia. Había dado por sentado que su antigua enemiga lo había estado provocando para dar por zanjada su vieja rivalidad. ¿Se había equivocado? Dudaba, al tiempo que descargaba una ráfaga de rayos contra una informe monstruosidad de cuerpo gelatinoso y múltiples ojos facetados, casi tan antigua como él. Giró su testa acorazada a un lado y a otro. El campo, abarrotado de cadáveres, parecía bajo control de sus aliados enanos. 

Pese a su intervención, el coste en vidas había sido elevado. Siempre lo era con los vástagos de Hercar. Lentos y estoicos, confiaban en su fortaleza y sus armaduras para encajar lo peor que sus enemigos pudieran utilizar, para luego contraatacar toda la fuerza de sus corazones. Allí donde la lucha era meramente física, acero, músculos y voluntad frente a frente, habían salido bien librados. Así, una vez se encargó de las aberraciones legadas por Bolvaugh el Viejo Ojo, Vaedorden alteró su densidad hasta hacerse casi transparente y se impulsó hacia la superficie, consciente de lo que le esperaba.

En efecto, en el dominio de su elección estaba Yabaçamur, su cuerpo incandescente recostado en la más alta cumbre, su mirador favorito, derritiendo la roca misma, que se deslizaba montaña abajo con lenguas de fuego y lava.

Burlado, enfurecido y sin necesidad de mostrar contención ninguna, el Carnero del Trueno forzó a su cuerpo a adoptar la densidad máxima posible. Endureciendo cada mechón de su pelaje dorado cubrió su cuerpo de impenetrable armadura. Rayos brotaron de sus extremidades. Los vientos mismos respondieron a su voluntad y rugieron en desafío.

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Satisfecha de sí misma, insolente y orgullosa se irguió la Gorrina del Lodo. Absorbió en su cuerpo las corrientes de lava, hinchándose, fluyendo como plasma incontenible, emitiendo una cacofonía gorgoteante que tal vez fuera una carcajada.

Por tres veces, embistió Vaedorden como una bola de rayos vengativa. Por tres veces, fluyó la forma proteica adoptada por el espíritu del caos. Por tres veces, envolvió Yabaçamur con intención asesina la forma acorazada del espíritu de la montaña. Por tres veces, con truenos y relámpagos se liberó Vaedorden.

Parejos eran el poder y la determinación de ambas entidades. Y aunque bajo tierra, la lucha entre sus partidarios ya había terminado. Ellas continuaron por semanas su pugna con ánimo suicida. Satisfecha la una con el perjuicio causado. Arruinado su idílico dominio el otro. Nada las retenía ya a este lado del Edicto. Chocaban la una contra la otra sin importar el daño recibido. Sólo importaba causar el máximo posible a su rival. Hasta que en un esfuerzo agónico ambas encarnaciones chocaron por última vez y exhalaron el postrer suspiro, aniquilándose mutuamente.

Cuentan que el cuerpo dorado del Carnero del Trueno se deslizó ladera abajo. Que su sangre brotó, brillante y azul, de sus muchas heridas y que unida a las aguas de los glaciares derretidos por Yabaçamur formó el lago montañoso que hoy llaman el Ojo de Vaedorden y en su fondo reposa incorrupto. También cuentan, que en ocasiones, de entre los rebaños que en él abrevan, algunas cabezas adquieren habilidades similares a las suyas, y que la caballería de élite de los khazal las agrupa en unidades especiales.

Igualmente, leyendas siniestras susurran con temor acerca del destino de la carcasa dejada tras de sí por la Gorrina del Lodo. Insinúan, que un chamán y sus seguidores desafiaron el temor supersticioso de las castas y ascendieron para recuperarla. Pero no la llevaron consigo para venerarla, sino para devorarla. Y afirman que aquellos que ingirieron su carne obtuvieron una chispa de divinidad. Chispa que se transmite y aglutina de comensal en comensal de sus banquetes funerarios y “Festines de los Jefes”, hasta despertar en algunos de sus caciques poderes similares a los esgrimidos por Yabaçamur."


"Lecciones en mi Cautiverio" Por León de Rasaol, médico, erudito, viajero y mentor de príncipes


Y de propina un poco de música metal. Hoy Rhapsody of Fire y su "Guardiani del Destino"



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