(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 5: Uriah

“que comparezca en mi presencia ni desnuda ni vestida, ni en ayunas ni saciada, ni de día ni de noche, ni a pie ni a caballo”.

Extracto de "La Campesina Prudente" Italo Calvino

O lo mismo también os suena, que "ni sola, ni acompañada".

Creo firmemente que todo lo que vivimos, vemos o leemos lo guardamos por ahí dentro, en algún lugar, aunque no lo recordemos conscientemente. ¿Estáis de acuerdo?

Obra llamada "El Desengaño"

El aire de la mañana se sentía fresco y limpio. La lluvia caída por la noche permitía disfrutar de la fragancia del jardín de palacio. Allí, blancos lirios compartían espacio con rojos geranios. A la sombra de exuberantes magnolios y exóticas palmeras traídas de allende los mares, florecían rosas y claveles. Pero eran los perfumes de la lavanda y el jazmín los que dominaban la pacífica atmósfera del lugar.

Rompían la quietud de la estampa los rápidos pasos de tres encapuchados. Espada al cinto dos de ellos, una compacta y bruñida maza el tercero. Alargados escudos de tipo cometa cargaban a la espalda. Su blanco capote con grecas rojas y negras los identificaba como miembros de la Guardia Real. Avanzaban por el camino de grava con la confianza que la autoridad y la costumbre otorgan.

Todavía adornaba los espinos de las zarzamoras, el dosel de telarañas con que los cubrían cada noche, las gotas de rocío en él prendidas, reluciendo como diminutas joyas bajo la luz del sol naciente. Pero si los curtidos guerreros eran conscientes de la sencilla belleza que los rodeaba, no lo parecía. Impertérritos caminaban en dirección a la fuente de la cual irradiaban, cual sólido reflejo de los rayos solares, los blancos senderos flanqueados de fragantes setos, otrora trazados al capricho de la élfica sensibilidad de los fundadores de la ciudad.

El cantarín borboteo del agua acompañaba el gorjeo de los pájaros que en acebos de rojos frutos y en espigados cipreses anidaban confiados de que nunca les faltaría el alimento proveniente de las sobras de pan de palacio. Saltaban, descarados, los jilgueros por las estatuas de mármol que adornaban el lugar. Luctuosos recuerdos de la dinastía reinante. En parejas se agrupaban reyes y reinas, imitando es eso a la pieza central que coronaba la fuente.

En ella se representaba a una hermosa mujer de larga melena, peinada ésta con elaboradas trenzas que dejaban a la vista unas delicadas orejas puntiagudas. Sus torneadas formas cubiertas tan solo por una red de pescar, inmortalizada en el momento de atrapar con esa misma red a una sorprendida águila, que, con las alas extendidas, trataba en vano de liberarse del triunfante abrazo de su captora. Bajo el agua de la fuente, un conjunto de cristales luminosos, blancos, rojos y dorados, daban forma a la leyenda: «El Triunfo del Corazón», escrita con los estilizados caracteres de los elfos.

Al pasar a su vera, el antiguo paladín no pudo reprimir una mueca de desagrado. Por más que su factura y antigüedad delatara su origen, anterior a la ocupación de la ciudadela por los humanos, no dejaba de ser una afrenta al que fuera su patrón, Tormo el del Rayo, derrotado por la mera belleza de Sumnia, Señora de las Artes. Sin dedicarle una segunda mirada al exquisito trabajo del anónimo escultor, Uriah condujo a su escolta hasta el invernadero de acero y cristal situado al lado opuesto del jardín.

En el pasado, fue el lugar predilecto para la joven corte de la pareja real, donde tantos bailes, banquetes y recepciones de notables se celebraron. La Reina Viuda se había encargado de que se cuidara con esmero. Pero no había ya bajo su cúpula multicolor ni música, ni alegría. Convertido en mausoleo para su llorado esposo, allí estaba la fría tumba que para sí misma había encargado, en la que pretendía descansar junto a él hasta que la faz del mundo cambie de nuevo.

—Montar guardia hasta que salga —les ordenó a sus acompañantes —. Que nadie me interrumpa.

Y diciendo esto, sacó del cinto una ornamentada llave de plata con incrustaciones de rubíes, franqueó la puerta del santuario y se internó entre la lujuriante vegetación que allí crecía. Dentro la temperatura era al menos un par de grados superior. El curtido guerrero se descubrió la cabeza. Su viejo maestro, y de su Rey, Fyodor de la Torre, les había intentado instruir acerca de los secretos esgrimidos por los elfos para lograr tal milagro. Iván sí, él sí que había logrado comprender los mecanismos que hacían posible ésta y otras maravillas desperdigadas por el palacio. Él no, él había preferido dedicar su atención a otros conocimientos, como la red de túneles que según su maestro comunicaba cada edificio original de la ciudad e incluso más lejos.

El viejo caballero sostenía que, lo que hoy era el Palacio Real, antes era un lugar público, un centro cívico, destinado a la reunión y el esparcimiento, abierto para todos sus habitantes. Afirmaba que la ciudad de los elfos, mucho menos poblada que su contrapartida humana, era en realidad un único edificio interconectado, con terrazas unidas por puentes ajardinados y largos pasillos jalonados de árboles frutales.

Uriah no estaba en posición de contradecir lo predicado por su maestro. Si era cierto, o tan solo un bello sueño fruto del bondadoso corazón del anciano, tampoco importaba. Lo importante eran los planos que durante años había trazado, siguiendo los retazos de túneles que perduraban bajo los muros de la ciudad, bajo las alcantarillas mismas, incluso. Como Comandante de los ejércitos reales, con el beneplácito de su Reina, él había continuado con dicha labor. Muchos eran los pasadizos bloqueados por la construcción de las murallas y otros edificios más modernos, pero otros se conservaban en perfecto estado, como aquél que llegaba hasta las raíces de cierto árbol de corteza de plata y cantarinas hojas de oro, a cuya sombra acudía en pos de consuelo una niña solitaria hace muchos, muchos años.

Delante de Uriah se encontraba el sepulcro de granito, mármol y oro en el que reposaba su amigo y sus sueños de juventud. Haciendo una pausa, se arrodilló y presentó su oscura arma, preñada de amenaza, en reverente gesto de respeto, esperando, tal vez, una señal desde el otro lado del Edicto. Mas la efigie del Rey no dio muestras de conmoverse y tampoco surgió respuesta alguna de sus labios de mármol. Al cabo de un rato se alzó, con la tristeza grabada en su mirada, y rodeó el sepulcro inacabado. Como tantas otras cosas allí, la obra humana se superponía a la élfica. La tumba de mármol y oro tenía forma cuadrada y se alzaba sobre una preexistente plataforma circular de granito rosa decorada por todo el grosor de su canto con esos entrelazados motivos florales que tanto gustaban a los elfos. Sendas inscripciones se habían grabado en el granito, nombres y fechas, a los pies y a la cabecera. Uriah sacó de nuevo la llave de plata, y con sus dedos firmes y fuertes desengarzó el mayor de los rubíes, aquél tallado en forma de lágrima. Luego, se arrodilló de nuevo y, casi sin mirar, lo insertó en una discreta ranura camuflada en el primorosamente tallado corazón de una rosa, para a continuación, girar como si de una llave cualquiera se tratara.

Un leve chasquido le confirmó que el mecanismo estaba en funcionamiento. Retiró el rubí, lo devolvió a su lugar y guardó la llave. Cuando levantó la cabeza, el pedestal de granito, como si no fuera otra cosa que un tornillo gigante, giraba sobre sí mismo, ascendiendo hasta dejar a la vista una oquedad en su interior y unas oscuras escaleras de caracol a los pies de Uriah, quién, sin dudar, se adentró en ellas, justo antes de que el mecanismo llegase a su tope y empezara a girar en sentido contrario, sellando de nuevo el pasadizo.

Y de propina mi canción favorita de Gammaray: "Send me as Sign"


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