(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 3: Uriah

 

Volvemos a lo nuestro, que ya tenía ganas. Sigo con la otra cara de la moneda. 

Cintrian Knight Art from Gwent: The Witcher Card Game.
 
Le falta el bigote, pero es la idea.

El incesante repicar de las campanas arrastró a Zhora de vuelta a la realidad. Con una mueca de disgusto, entrecerró los ojos, vivaces antaño y ahora ojerosos, posó suavemente su copa de vino en la mesita junto al ventanal y apartó los pesados y oscuros cortinajes lo justo para asomarse.

Afuera se vislumbraba el fulgor mañanero del madrugador Loiv emergiendo de su sueño bajo el mar. Pero no fue el milagro diario que ilumina el mundo aquello que atrajo su atención, si no una fuente de luz menos benéfica y más mundana.

En el centro de la bahía, al resguardo de los elementos y bajo la protección de la casa real, un fuego amarillo, rojo y fiero, devoraba un bajel, danzando desde las tripas de la bodega, hasta la cofa del carajo. Mientras tanto, las bamboleantes y diminutas luces de sus fanales señalaban la posición de los vigilantes de aduanas.

—¿Pero qué diantres? —murmuró perpleja.

En ese momento, un extraño oleaje agitó las aguas en torno al barco incendiado. La sombra de algo enorme ocultó de repente las llamas. Era como un anillo de oscuridad formado por sombras, agua y espuma. Tal era su fuerza que amenazaba con hacer zozobrar el incendiado navío. Ante los ojos pasmados de Zhora, una mole de oscuridad emergió del fondo de la bahía y ocultó las llamas. Entonces, con una chispa de entendimiento, la reina frunció el ceño y tiró con disgusto de la pesada cortina. Ya había identificado el origen del escándalo. Eran sus invitados, los desagradables anfibios. Muchos habían sido los reparos que puso a la idea de acogerlos, pero Mara había sido muy persuasiva.

—Serán aliados útiles —la había prometido —. No tendrán más lealtad que a vos —zalamera como solía ser la elfa de blancos cabellos cuando se dirigía a la reina —. Y si se atreven a morder la mano que se les tiende —sonreía cruel, enseñando sus blancos dientes —, nada más fácil que volver a los humanos contra ellos.

—Se infiltrarán entre mis súbditos —había protestado ella.

—Solo unos pocos de entre ellos tienen tal capacidad —desestimó la elfa sus temores, con un ademán de sus blancos brazos y el regio desprecio de los primeros nacidos —. Y, de ser necesario, difundir entre el populacho esa información servirá para mantenerlos a ellos también en su sitio. —agregó con un brillo maligno en su único ojo visible, rasgado, de color malva.

Sí, la esbelta clériga de Yinella, con su máscara dorada sobre el ojo y la mejilla derecha, sus cimbreantes caderas y su irritante cinturón cuajado de campanillas plateadas había sabido explotar su rencor y su recelos. Pues bien, ella los trajo, que ella se ocupe de arreglar este estropicio, frunció el ceño la reina, que, dando la espalda al amplio ventanal, tomó entre sus manos la copa de vino, la apuró de con par de largos tragos, con rabia contenida y volvió sobre sus pasos, de regreso a su dormitorio.

Una vez allí, presionó con suavidad el primoroso cristal de cuarzo azul que regía la iluminación de su estancia. Una tenue luz brotó de los restantes cristales vinculados a él. Con decisión, agarró el cordel de terciopelo que conectaba su habitación con la de su Dama de Compañía y, sin reparar en el abismo que separaba ambos mecanismos, tiró de él repetidas veces, amortiguado por los muros de piedra, gracias al silencio de la mañana, se oyó un juego de campanillas repicar. Al cabo de un rato, unos finos nudillos golpearon la puerta.

Zhora abrió. Frente a ella, con el cuello encogido y la cabeza ligeramente metida entre los hombros, las manos delante del pecho y gesto asustadizo, como si temiera una reprimenda de su señora, estaba una mujer en la treintena, menuda, de ojos grandes y grises, y de cabellos rubios y ondulados. Era hija de un terrateniente menor, venida de provincias. Sus padres se habían esmerado en su educación y esperaban conseguir en la capital un buen matrimonio para ella, pero en sus planes no entraba que el azar y las obligaciones sociales llevasen a la reina a escuchar a su hija tocar el piano. Seis años hacía ya de aquel recital. seis años durante los cuales la muchacha, de natural dulce y abnegado había conocido las dos caras de su ama, la pública y la privada, la dadivosa y la vengativa.

—Doina —le dijo —, necesito que vayas a buscar a Uriah, que acuda a mis aposentos sin tardanza.

—Si mi señora —obedeció ella sin dudar.

Uriah, quien fuera la mano derecha del malogrado Rey Iván, ocupaba el cargo de Capitán de la Guardia Real y Comandante en Jefe de sus ejércitos. Como tal, residía en el Palacio Real y se desplazaba a diario a los cuarteles de sus tropas, supervisando las defensas de la capital. Lo mirases como lo mirases, Esgembrer era una ciudad bajo asedio, presa de los miedos y recelos de su reina.

Poco tardó, el otrora paladín de Tormo, en personarse en los aposentos de Zhora. Vestía cómodo, pero era evidente que ya estaba listo para cumplir con sus obligaciones. No era razonable pensar que durmiese vestido con la cota de malla y el tabardo blanco con la torre negra y el corazón rojo en él bordados.

—Majestad —saludó formal, inclinando levemente la cabeza, cubierta de canas prematuras.

Había sido un hombre apuesto y jovial. Fervoroso y esforzado partidario de la casa real. Su fe en Tormo se quebró en los Marjales, pero aquel día creyó contraer una deuda impagable con la mujer y los hijos de su mejor amigo. No había en ninguna corte de Itnor servidor más fiel a su linaje regio.

—Descansa, Uriah, viejo amigo —dulcificó ella sus maneras, relajándose en compañía de un amigo probado.

—Sea pues —afirmó él, mirándola con ojos marrones y tristes, atusándose el bigote blanco —, pero ha surgido algo en la bahía…

—Lo sé, lo sé —lo interrumpió —. Estaba en su sala —no hacía falta decir a qué sala se refería —. Lo he visto con mis propios ojos.

—La Guardia se dirige a la playa mientras hablamos…

—Y estoy segura que mantendrán el orden en el Barrio Bajo —insistió ella —, tus oficiales se encargarán. Los has adiestrado bien.

—Agradezco el cumplido, se lo haré saber.

—Ya lo harás luego, luego —repitió ella, desestimando la idea con un aleteo de su mano izquierda —. Ahora lo que necesito es que traigas a Mara a mi presencia.

—¿A la Tuerta? —con desagrado, como si su nombre le dejara mal sabor de boca, protestó el paladín que conservaba en su interior.

—Sí, a Mara —recalcó el nombre de la ithilithan, apuntando con el índice de su diestra al techo —. Sabes, que éste es un encargo, que sólo te puedo hacer a ti. —haciendo hincapié en las pausas, mirándole fijamente a los ojos, insistió.

—Sea pues —con gesto de derrota, enseñando las palmas de ambas manos, obedeció —. Voy de inmediato.

—Ve, mi fiel amigo —le despidió ella, tomando entre sus delicadas manos de largos dedos, la firme diestra del caballero, áspera al tacto por el duro entrenamiento y el exigente ejercicio de las armas —. Sé que tú nunca me fallarás.

Al escuchar esas palabras, un atisbo del viejo dolor asomó a los ojos de Uriah, que rompió el contacto establecido, como si quemase, y dio un paso atrás, para despedirse con una reverencia más formal que la primera y alejarse de Zhora.

Ella lo vio marchar con una leve sonrisa en sus rojos labios. Poco valor se ha dado al sentimiento de culpa como fuerza motriz de la historia. Si de entre disolutos, crápulas y calaveras han salido los mayores fanáticos, ascetas y reformadores que el mundo ha conocido, de qué no será capaz un hombre bueno espoleado por los remordimientos.

Remordimientos, si, remordimientos, de remordimientos mucho sabía ella.

«El Señor del Rayo dio la espalda a la Balanza y se volcó con el Libro. Aquel día su Justicia se trocó en Ley y los cielos le fueron vedados. Si su Elegido osa reclamar el dominio al que Tormo renunció, obtendrá la victoria y pagará el precio. Si en cambio renuncia a su derecho, su vida será larga y plena de arrepentimiento»

Esa fue la profecía del Olnirimo que su esposo no quiso escuchar y que ella nunca, nunca, había sido capaz de pronunciar en voz alta. En su lugar, un lamento inarticulado surgía de entrañas, un desgarro que abrasaba el pecho, mientras lágrimas que no sabía compartir con nadie corrían por sus mejillas y las uñas de sus dedos la hacían sangre en las manos.

Ya está por hoy. ¿Qué tal os deja el cuerpo? ¿Os trasmite alguna emoción?


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