(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 4: Englund

Seguimos un poco más. Englund y Melchor ¿Qué pueden tener en común personajes tan dispares? Vamos a descubrirlo en el relato de hoy.


Minas de Sal de Cardona. Foto de https://elgiroscopo.es/viajes-2012/

Se oía ruido de cacharros entrechocando, de pasos apresurados, de órdenes breves y precisas. El lento pero constante caminar del veterano prospector lo había llevado hasta las cocinas. Estómago y corazón de todo lugar habitado. Hasta sus grandes y bulbosas narices llegaban los deliciosos olores de lo que allí se guisaba. Esponjosos bizcochos se habían cocido para el desayuno de los khavil que ya estaban de camino a las minas de sal. La espesa sopa de pescado y huevo cocido, especialidad de Anca, la jefa de cocinas, esperaba el pronto retorno del turno de noche.

No había descanso en las minas de los penthios. Era lo mismo en todas sus explotaciones. Turno tras turno de abnegados mineros horadaban la tierra arrancando sus riquezas del lecho de roca. Cuarzos luminosos marcaban los tiempos de trabajo y con sus cambios de color anunciaban los relevos al frente del túnel.

Meditabundo, Englund se quedó mirando, distraído, la palma de su mano libre. Las durezas propias del duro trabajo manual seguían ahí, pero costaba verlas.

«Llevo mucho tiempo sentado detrás del escritorio.» pensó sonriendo satisfecho.

Nunca se había sentido atraído por los trabajos físicos por los que era famosa su gente. Darle forma a la roca en la mina, o al metal en la fragua no era su vocación. Sus inclinaciones eran más intelectuales, transgresoras incluso. El trabajo duro, por sí mismo, no tenía valor para el jovial enano. Lo que sí amaba eran los números. Los cálculos, los índices de rendimiento, los porcentajes de beneficio y todo tipo de código o encriptado le apasionaban. Era un loco de los rompecabezas y desentrañar el funcionamiento de complejos mecanismos constituía su deleite.

A ambas facetas, aplicadas a la gestión de la concesión minera en Esgembrer, debía su éxito con los humanos. Enseguida se percató de que los operarios locales no rendían bien a las órdenes de los enanos. Les exigían un ritmo del que pocos eran capaces y muchos desistían. Fue él quien, primero, implementó los relevos entre cuadrillas de un mismo turno y, después, empezó a poner al frente suyo a humanos, para escándalo de sus propios congéneres.

Al contrario que el inquieto clérigo, ellos no estaban habituados a viajar, a pasar largas temporadas lejos de los suyos, conviviendo con todo tipo de gentes, a tratar de comprender otros modos de ver el mundo, y a adaptarse a costumbres ajenas.

«Adaptarse, no. Integrarse, esa es la idea clave.» Sostenía con tozudez el alborotador enano. Pero su postura acostumbraba a verse en minoría. Eran más, aquellos para los que el resto del mundo era el que tenía que amoldarse a su conveniencia, igual que la roca y el metal al que daban forma a martillazos.

Ese era el camino que habían tomado los otros clanes enanos. El que los había llevado a aislarse en sus cordilleras, en sus volcanes. Así se habían ido alejando del centro de los acontecimientos, de la toma de decisiones. Así habían permitido que el mundo girara en su contra. Pero ese no era el camino que había permitido a los khavil sobrevivir a la persecución del cruel clan de fuego y al desprecio de los orgullosos khazal de Khar-Hercar. Era la estrecha alianza e intervención en los asuntos de los reinos de los hombres lo que había llevado la prosperidad a Penthia. 

Por fortuna, Englund no estaba solo, esa era también la opinión de los fundadores y socios mayoritarios de «Hermanos Magma y Asociados», hasta el punto de haber adaptado el nombre del clan, Angma o Puño de Hierro, a su nomenclatura actual. Lo que parecía responder, tanto a un acercamiento a los efejim, como a una broma privada del pelirrojo patriarca del clan, Culfang Angma.

Pero esos cuidados estaban lejos de sus pensamientos mientras apagaba la llama de su quinqué y con paso tranquilo, entró en el amplio y luminoso comedor. Allí canturreaban un grupo de muchachas, con sus vestidos azules y sus cofias y delantales blancos, mientras recogían los restos del desayuno del turno de mañana y preparaban la mesa para la cena de los integrantes del turno de noche. Las saludó con gesto afable, casi como si de un abuelo cualquiera se tratase, y prosiguió hasta las cocinas, reino privado de la oronda y rubicunda aba Anca. Aquella buena mujer era torbellino de actividad, yendo de fuego en fuego, avivando el uno, tapando la olla en otro, removiendo el apetitoso contenido de la de más allá, con sus característicos andares, como los de un pato, recuerdo de un mal marido.

Sonriendo silencioso, sin querer molestar, Englund se acercó a su rincón favorito, justo al lado de los quesos y fiambres, y tomó asiento. Le gustaba ver trabajar a aquellos que disfrutaban con sus quehaceres.

Al cabo de un rato, Tras cerciorarse de que todo marchaba a su gusto, la madura cocinera se volvió hacia él. Las arrugas de su cara se marcaron al sonreír. no en vano, había sido la primera efejim que Englund contrató al hacerse cargo de las Seis Torres.

—¡Buenos días, mi señor! —saludó efusivamente— ¿Qué tal se porta mi muchacho?

—Estupendamente —contestó él sin dudar. Mientras ella le acercaba una jarra con leche caliente y una bandeja con un tarro de oscura miel, bizcocho de nueces y mantequilla cremosa.

En efecto, parecía mentira que de la mala semilla de su padre pudiera haber salido un mozo tan despierto y voluntarioso como era el joven Melchor. Con un don para los animales como pocos y una mente inquisitiva, tal vez esto último resultado de haberse criado entre los khavil de «Hermanos Magma y Asociados», había sido el primer efejim en conseguir un puesto de responsabilidad en las norias hidráulicas que accionaban las bombas y las cintas de material en la mina de sal.


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Por supuesto, los comienzos no habían sido fáciles. En especial por la mala actitud con que el esposo de Anca recibió la noticia de que su mujer había encontrado un trabajo con los enanos. Un trabajo estable, cuando él carecía de uno. Herido en su orgullo, tal vez. Temeroso de perder el respeto que creía merecer, igual. Maliciado por terceros, puede ser. O puede que ya viniera de antes, ella nunca hablaba de ello. El caso es que los golpes y malos tratos despertaron la preocupación del afable enano, hasta el punto de hacerse acompañar por un par de aprendices para acercarse a hablar con el viejo Melchor. Lo encontró en una taberna de mala reputación, donde se sorprendió al encontrar tras la barra a uno de los soldados a los que él mismo ayudó a salvar en los Marjales. Si bien al precio de una pierna.

No fue una entrevista agradable. Al contrario, los parroquianos hicieron piña con el estibador. El hombrón se creció. Relucieron los puñales y fueron las plegarias de Atsocar las que tuvieron que restablecer el equilibrio. Con aquel fracaso, Englund solo consiguió que su humillado marido la prohibiera volver a trabajar.

Aquel estado de cosas duró varias semanas, hasta que una tarde se presentó a las puertas de las Seis Torres un niño pequeño, llorando desconsolado, con la cara llena de mocos y una herida sangrante en la ceja, gritando que iban a matar a su madre. Era el joven Melchor. Incrédulos todavía por el alcance de la brutalidad del humano, Englund reunió a la veintena de khavil presentes en el palacio y marcharon por las calles de la ciudad como un pequeño ejército ante la sorprendida población local. La misma, que primero no había mostrado si no indiferencia por los lloros del harapiento niño.

De lejos los vio también la guardia dirigirse al Barrio Bajo, nerviosos, sin saber muy bien qué hacer. Con cautela los siguieron a prudencial distancia, mientras despachaban mensajeros a sus superiores. Nunca habían visto a tantos enanos juntos ir por la ciudad. Y por algún motivo que desconocían, estos estaban enfadados y portaban con ellos picos y martillos. Lo que técnicamente, no eran armas, pero teóricamente, bien que se podían usar como tales.

Ni el mismo Englund sabía decir lo que hubiera podido pasar de haber encontrado al maltratador en su casa esa fría tarde de invierno. Pero, al igual que la vez anterior, las puertas y ventanas estaban atrancadas, las luces apagadas y ningún humo salía de la chimenea de la pequeña casuca, con su pintura desconchada y su tejado desvencijado. Sobre el alféizar de una ventana, una solitaria maceta, con lo que parecía una planta de geranios, pugnaba por hacer de aquel lugar, un hogar.

Llegado ese punto, el clérigo se obligó a serenarse. Hubiera sido más fácil si hubiera encontrado oposición, pero no tenía delante un objetivo adecuado sobre el que descargar la rabia que sentía. En vez de eso, respirando pesadamente, posó su mano sobre la puerta cerrada y cerrando los ojos, elevó una plegaria a su patrono, rogando una señal. En respuesta, en su mente se formó, nítida y luminosa, la imagen del interior de la vivienda. La cocina fría, los platos rotos por el suelo y la forma caída, inmóvil, de la mujer en el suelo.

Los demás enanos guardaban silencio, sus grandes ojos redondos, adaptados a la vida en la oscuridad, fijos en él, esperando sus órdenes.

—Derribar la puerta —dijo, haciéndose a un lado.

Sin tener que repetírselo, dos jóvenes khavil se pusieron manos a la obra con sus picos. A todo esto, la guardia seguía manteniendo las distancias, moviendo inquietos los pies y sujetando inseguros sus lanzas.

Dentro, todo era tal y como su plegaria le había revelado. Se arrodilló junto a la mujer y le tomó el pulso. Débil, pero seguía ahí. Presentaba una contusión grave en la cabeza, le abrió los párpados y comprobó que tenía las pupilas dilatadas. Vio que tenía la pierna rota, afortunadamente sin heridas externas, y probablemente la cadera fracturada también.

—Está muy grave. Tenemos que llevárnosla —informó a sus acompañantes—. Arriba habrá algún tipo de lecho. Necesitamos una superficie plana para moverla.

Dejando en sus capaces manos esa tarea, Englund suplicó de nuevo la intervención de su divinidad, como siempre con un deje de temor a ofenderla. Los límites entre restablecer el equilibrio y alterarlo pueden resultar borrosos de un lado del Edicto al otro. Pero la vía de conexión con su poder seguía abierta y transfirió parte de su propia vitalidad a la convaleciente. Antes de proceder a colocar los huesos en su lugar, debía fortalecer a su paciente.

—Hay que sujetarla —indicó a los enanos más cercanos, una vez el color retornó a las mejillas de la mujer. 

Ellos obedecieron, dos por cada lado, mientras él giraba la pierna rota y sonaba un chasquido amortiguado. Al cabo de un rato, el ruido de pesadas botas bajando la escalera de madera anunció que la camilla estaba lista.

—En bloque, a la vez, entre tres, cabeza, columna y piernas rectas —les recordó Englund.

Quien más, quien menos, todos ellos tenían experiencia en auxiliar a los accidentados en simas y pasos de montaña. A la de una la levantaron y la depositaron con suavidad sobre la camilla improvisada con parte de un somier apolillado y unas sábanas raídas.

De esta guisa salieron llevándola inconsciente. Una pequeña multitud se agolpaba en los laterales de las calles, murmurando. Algunos asentían con la cabeza, aprobando lo que hacían. Otros, ociosos, simplemente no querían perderse el espectáculo. Al cabo de un rato, cerca del límite del Barrio Bajo, se oyó el sonido de cascos caballo contra los adoquines. La autoridad, al fin, hacía acto de presencia.

Frente a los enanos, cortándoles el paso, una hilera de dubitativos guardias interponía sus escudos. Tras ellos se veía llegar tres jinetes armados con media coraza, brazales, grebas y yelmo de pico de cuervo. Aquél que iba en cabeza, lucía tres vistosas plumas blancas y rojas sobre el yelmo.

—¿Qué es todo esto, maese Englund? —alzando la cimera para permitir al interpelado identificarle con certeza, preguntó el Capitán de la Guardia Real, cuya barba empezaba ya entonces a encanecer, motivo por el que no tardaría en afeitársela.

—Uno de mis empleados requiere atención médica —replicó desafiante, brazos en jarras, el enano desde el otro lado de la línea de escudos.

—Desde aquí arriba veo una mujer —objetó Uriah.

—Para exigir lo que se me debe, he de cumplir con lo que me corresponde —desechó su objeción el clérigo alzando la barbilla.

Al oír esas palabras, un escalofrío recorrió la espalda del caballero, cuya montura caracoleó como si percibiera el nerviosismo de su jinete. Por un momento le pareció escuchar la voz de su difunto rey: «Para exigir, hay que cumplir». Así zanjaba él la cuestión siempre que discutían.

—Sea, pues, maese Englund —una vez sobrepuesto, dio por buenas las razones esgrimidas—. ¡Despejar el paso! —levantando la diestra, ordenó a los aliviados guardias, quienes se apresuraron a obedecer.

Por supuesto, no quedó así la cosa. En varias ocasiones se personó el diligente Uriah en las Seis Torres para entrevistarse con la mujer y su hijo. Mucho porfió el viejo Melchor. Reclamó la tutela del muchacho, con la intención de chantajear así a su madre. Al no conseguirlo, incluso trató de llevarse al muchacho por la fuerza. Tal fue su despecho, que no dudó en difamar y malmeter contra los enanos y contra los que para ellos trabajaban. En este empeño sí que obtuvo cierto éxito. Durante un tiempo, a Englund le resultó complicado encontrar mano de obra, y fue gracias a la Orden de Aubea, que le puso en contacto con Adrastos, que consiguió solventar los inconvenientes que el estibador y sus amistades le estaban causando. Lo que a la larga fue en beneficio de «Hermanos Magma y Asociados», pues aquellos que prestaban oídos al viejo Melchor y a los de su calaña, no se encontraban entre los mejores, si no todo lo contrario.

Y de propina aquí os dejo a Wind Rose y su "Diggy, diggy hole":


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