(Ital el JDRHM) Caminos Separados 16: Drinlar y Adrastos

 

     Arriba en la habitación, Drinlar comprobaba el filo y el agarre de sus armas de manera compulsiva. Sobre una de las camas descansaba abierta su mochila y un gran surtido de equipo y herramientas estaban desperdigadas a su lado: cuerda de escalada, guantes de cuero, yesca y pedernal, papel, vendas, aceite para antorchas, aguja e hilo…

     Entre las dos camas había una mesa baja. Sobre ella se veía desplegado un mapa del Mar Interior. En él se apreciaban los trazos vigorosos de los cálculos de Adrastos. Vientos y corrientes. Tiempos y distancias entre puerto y puerto. Intentos de discernir el origen del falso Filodiel. Y en medio de él, posada sobre la posición de la isla de Malvan, la dorada moneda con que jugueteara en la taberna.

     Esa fue la estampa que encontraron Selid y Szim al abrir la puerta. El primero apenas prestó atención al desorden dejado por su compañera. Mucho habían viajado juntos para sorprenderlo. No era ese el caso del vagabundo osrhan, cuya ambarina mirada se iluminó con expresión de soñador reconocimiento al verse asaltado por el recuerdo del desorden imperante entre sus congéneres.

     —Llegamos —lacónico, saludó Selid.

     —Al fin. Empezaba a preocuparme —contestó ella envainando su wakizashi para posarlo sobre la cama.

     —Traemos noticias.

     —¿Ha pasado algo? —dijo en lo que se sentaba en una esquina despejada del lecho e inspeccionaba de nuevo la sujeción de la hoja de su tantō.

     —Si, pero puede esperar —decidió Selid posponer el relato de la lucha en el río—. Te veo alterada —y en tono agrio añadió—. ¿Ha hecho algo que nos comprometa el famoso mago?

     —¿Eh? —sorprendida por el, en Selid inusual, tono empleado se revolvió inquieta— ¿De donde ha salido eso de «famoso»?

     Ahora fue el turno del venagozariano de tomar asiento y rebullirse incómodo. Lo molestaba la facilidad con la que Caethdal se había introducido en su reducido círculo de confianza. Para él era un extraño. Peor aún, un acólito de Malembeth, un futuro enemigo.

     La luna negra regía celosa y dominante sobre los practicantes de sus misterios. Daban igual sus intenciones. O se sometían, o las Voces los quebraban. Siendo esclavo en Slateran lo pudo ver en primera persona. No había negociación posible, elfo o humano, daba lo mismo, tarde o temprano la oscuridad lo engulliría. Pero nada de esto expresó Selid en voz alta. En su lugar, fue Szim quien contestó divertido:

     —Parece ser, que Madre Cornelia también conocía a nuestro común amigo. Y nos contó lo de aquella vez que la salvó usando la pólvora de los khavil.

     —¿Estaba ella presente en la Batalla de los Marjales? —se asombró la joven.

     —Por lo visto, era una novicia en la enfermería.

     —Seria una niña…

     —Si, si que lo era —y mirando de soslayo a su compañero añadió malicioso—. Y parece que guarda un hondo recuerdo de aquel día.

     —Vale, vale —todavía enfurruñado protestó Selid—, pero entender esto: Vosotros compartís un pasado con él y yo no.

     —Ese es el punto —cabeceó asintiendo, ya más sosegada, Drinlar—. Si le damos una oportunidad, tal vez deje de ser cosa del pasado.

     Selid sintió el impulso de negar tal posibilidad. Pero se contuvo al ver que esa esperanza nacía de tan adentro de su compañera, que incluso podía atisbar cierta humedad en sus ojos grises. En vez de eso, dirigió su atención a la dorada moneda que reposaba sobre el maltratado mapa. Y tomándola en su mano, la sopesó admirado.

     En todos sus viajes, nunca había visto moneda tan pesada. Tan grande era, que cubría casi por completo la palma de su mano. Por supuesto, había oído rumores sobre las grandes monedas de los enanos, pero ésas eran hexagonales y, si era cierto lo que se contaba, de valiosas aleaciones plateadas desconocidas para los humanos.

     Por un lado, una barbada efigie de regio porte y redondo halo de luz daba testimonio de la nobleza de sus acuñadores. Y por el otro, un intimidante quinquerreme pregonaba la base de su poderío.

     Por seguro que las palabras plasmadas en ambas caras de la moneda proclamarían la justicia de su causa, pero Selid desconocía el idioma en el que lo hacían.

     —¿Y esta moneda de oro? —preguntó al fin, al tiempo que la devolvía a donde estaba.

     —Es un «prisobar» malvanés —le contestó ella—. Del tiempo de sus reyes.

     —Anterior a la Era de las Llaves, entonces —ahora sí interesado, la cogió Szim.

     —Valiosísima —afirmó ella—. En sus primeras estancias en la ciudad, la tripulación del falso Filodiel las gastaba a manos llenas.

     En ese momento, tres toques a la puerta anunciaron la llegada de la cena prometida. Selid se levantó y abrió la puerta para dar paso a un jubiloso Adrastos.

     Fiel a su palabra, traía consigo en una de sus callosas manazas una olla con el humeante, espeso y nutritivo marmitaco de bonito, con sus patatas, guisantes y zanahorias, cuyo olor despertó el apetito de los allí reunidos. Mientras que con la otra sujetaba un caldero del que sobresalían una botella del vino prometido, pan, platos y un cacillo.

     —¡Despejar la mesa! —exclamó encantado de estar rodeado de amigos— ¡Los asuntos serios hay que tratarlos con el estómago lleno!

     —Esa es mucha comida para el postre que nos espera —objetó Drinlar con suavidad, mientras Szim asentía y enrollaba cuidadosamente el mapa.

     —¡Tonterías! —desestimó el viejo capitán sus protestas—. Hay tiempo de sobra para digerir esto y más.

     —¿El postre? —extrañado, preguntó Selid—. No entiendo de qué habláis.

     —Luego, luego —meneando su redonda cabezota, rechazó el tahossiano toda protesta, sin dejar de sacar vasos, cuencos y cubiertos del caldero.

     Rindiéndose a la energía desplegada por su anfitrión, los compañeros allí reunidos se sentaron alrededor de la mesa y, pese a todas sus objeciones anteriores, dieron buena cuenta de la comida caliente y el vino afrutado que les pusieron por delante.

     Entre bocado y bocado, el elfo y el venagozariano contaron su accidentado viaje, momento que Szim aprovechó para informarles de la extraña habilidad desplegada por su solitario oponente en la barca que usaron como cebo.

     —Esto empieza a complicarse —mordiéndose el labio inferior comentó la craistari—. Y no me gusta nada eso que contaba el capitán de La Rana Saltarina de sus viajes.

—¿Lo de los… «channa» aquellos de más allá del Telegureh? —preguntó Selid, dando un trago de vino después.

     —Exacto. Es cómo si quisiera recordar algo que se me escapa.

     —Déjalo estar entonces —se encogió Szim de hombros, consciente de que una vida larga y azarosa, como eran las suyas, podía provocar ese tipo de lagunas—. Centrémonos en la tarea que tenemos entre manos.

     —Así se habla —lo felicitó Adrastos frotándose sus manazas con emoción—. Pero que no parezca que nosotros hemos estado ociosos mientras vosotros luchabais.

     —¿Es que no ha sido así? —bromeó Selid.

     —Pues un poco, si. Pero no del todo —le siguió la broma su anfitrión, dándole un codazo en las costillas—. El caso es que he movido unos hilos en la Casa Portuaria. Allí trabajan varios de mis antiguos alumnos de Sengcor. Así, he podido averiguar que nuestro objetivo declara navegar bajo bandera de Shagir y dedicarse al comercio de esclavos —llegado a ese punto, su mirada se endureció—. Propongo hundirlo para bien y para siempre.

     —Ya lo hemos discutido antes —se negó Drinlar, sin dar tiempo a los demás, en especial a Selid, para secundar la iniciativa de Adrastos—. Necesitamos más información. Más aún si cabe, después de comprobar que han extendido su influencia río arriba.

     —Entonces —intervino el antiguo esclavo con un brillo peligroso en los ojos—. ¿Qué habéis pensado hacer?

     —Aprovechar que está fondeado en el puerto. Subir a bordo esta misma noche. Llevarnos tanta documentación tengan a bordo…

     —Y hundirlo —insistió el de Tahoss.

     —No, no lo vamos a hundir —respondió la elfa pacientemente—. Puede que tengan esclavos en la bodega. Los condenaríamos a una muerte atroz…

     —Pues los liberamos —la interrumpió Selid, al tiempo que miraba a Szim en busca de apoyo.

     —¿Cuántas leyes queréis transgredir en una sola noche? —protestó ella cruzándose de brazos, a la defensiva—. Además. ¿Dónde los pensáis esconder?

     —Vale, vale —se aplacó Selid, consciente de lo descabellado de su propósito—. Tampoco nos habéis dicho cómo pensáis llegar al barco. Hay guardias patrullando…

     —Tampoco es que pongan mucho empeño —bromeó Adrastos otra vez.

     —… y están las lanchas aduaneras del puerto.

    —Ahí es donde entra Caethdal —anunció sonriente la elfa mostrando hacia arriba las palmas de sus manos.

     —No sé si esto me va a gustar —con un mohín protestó Szim.

     Ignorando su queja, Drinlar se volvió hacia el revoltijo de sus pertenencias, alcanzó un pliego de papel meticulosamente doblado y lo desplegó con gesto triunfal a la vista de todos los reunidos.

     —¿Ahí pone: «alcantarillas»? —echándole teatro y con ironía exclamó el osrhan— ¿Por qué siempre que me traéis a una ciudad me metéis en las alcantarillas?

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