(Ital el JDRHM) Caminos Separados 14: Cornelia y Selid.

Aquí vamos otra vez con nuestros amigos aventureros. Hoy desvelamos el origen de la enemistad entre la Reina de Esgembrer y la Orden de Aubea.

Imagen de Bishnu Sarangi en Pixabay 

Esgembrer se alzaba ante ellos. La ciudad no les ofrecía su lado más amable. Tras ellos iban dejando aglomeración tras aglomeración de precarias cabañas de madera levantadas a nivel del río, comunicadas por estrechos y enrevesados vericuetos de tierra apisonada.
Hasta la Rana Saltarina llegaban los olores de las sopas de puerro y guisantes que, en corrillos, fuera de sus elementales hogares, cocinaban en familia para cenar. Sufridos padres, atentos al fuego. Consumidos abuelos, con leales canes calentándolos los pies. Y alborotados y descalzos hijos de toda edad. Todos revueltos, contrastando la alegría contagiosa de los más pequeños, persiguiendo o espantando, no se podía saber, a gallinas y ovejas, con la serena resignación de sus mayores.
También los alcanzaban los olores menos agradables de los desperdicios generados por la concentración de humanidad y sus labores. 
Allí donde se concentraban pequeñas barcas de pesca, el olor a pescado podrido y a la brea de calafatear pregonaban a los cuatro vientos los quehaceres de sus propietarios. 
En donde el olor fuerte y agrio del ácido y la descomposición prevalecían, se adivinaba que era la curtiduría del cuero su medio de vida, sin necesidad de ver las manos y antebrazos decolorados de sus practicantes. 
Labores todas, sin cuyos frutos, la vida tras los muros, esa suerte de paraíso que con sus cantos de sirena los atrajo a su sombra, sería muy diferente.
De todo ello tomaba nota mental Cornelia. Demasiado honesta para disimular su disgusto, se adivinaba en su rostro ancho y cuadrado. Pero ya había expresado su opinión antes de llegar a los arrabales de la ciudad. No quería resultar cargante.
Szim tampoco daba muestras de estar a gusto con lo que veía. Entre su gente no se daban los lujos, su existencia nómada, perseguidos por mil peligros, primaba la ligereza de equipaje y la rapidez de desplazamientos, de modo que, tamaña desigualdad como contemplaba entre las culturas urbanas, lo consternaba profundamente. Casi tanto como desorientaba a su bestia interior la sobrecarga de estímulos, de ruidos y olores que, aún sin llegar a la ciudad propiamente dicha, los circundaban. Podía sentirla agazapada en su pecho, inquieta, a la defensiva.
Selid, en cambio, sonreía mientras estiraba brazos y piernas, calentando músculos y articulaciones. Todo aquello le traía recuerdos felices de su primera infancia. Cierto que fue en una tierra más cálida, junto a un río preñado de misterio, a la sombra de palmeras datileras en vez de castaños. Pero ver a aquellos rapaces correr, descalzos y despreocupados, conjuraba en su mente la imagen de sus hermanos mayores, corriendo delante suyo, y la sensación de hundir sus pies desnudos en la húmeda y tibia arena, intentando alcanzarlos, mientras su madre embarazada tiende la ropa y tararea una nana para su hermana pequeña, arropada en un canasto.

—Al fin llegamos, maese —lo sacó el timonel de su ensoñación—. Tras ese meandro enfilamos derechos al Puerto Viejo.

Selid asintió, llevaba en la ciudad lo suficiente para saber que el vertiginoso desarrollo económico, auspiciado por la derrota del Rojo en Itnor Oriental y la apertura de nuevas rutas comerciales con Alrus, había dejado pequeño el puerto original, o Puerto Norte, quedando reservado para el tráfico fluvial. Era en el nuevo puerto, el Puerto Este, diseñado para naves de mayor calado, donde fondeaba el objetivo designado por Adrastos. 

Llegamos más tarde de lo previsto —pensó con desazón—, pero el viaje ha valido la pena. —se confortó a sí mismo.

Ante él, solemnes, alinean los cuerpos amortajados de los caídos en combate. Ordena el capitán ondear la bandera a media asta. Cuentan con que les esté esperando el intendente de la Orden con un grupo de estibadores y carros para llevar la mercancía a los almacenes de su propiedad. Esta vez servirán para otro propósito.

—Eran buenos hombres. —pesarosa, comenta Cornelia.
—Los mejores a este lado del río —asiente Gilbert conteniendo sus emociones—. Dos dejan viudas. Uno, huérfanos.
—Ordenaré al intendente que curse compensación a sus deudos. —firme, prometió ella.
—Vuestra palabra os honra Madre. La Cofradía del Río dispone de fondos para ellas, pero —masculló a desgana, refunfuñando bajo su mostacho—… ni siempre estaban ellos al día con las cuotas, ni las pensiones llegan en tiempo y forma.
—Si hemos de perdurar, así ha de ser —rotunda, se expresó la clériga—. El día que dejemos de velar por los demás, que le demos prioridad a riquezas y comodidades, mereceremos desaparecer.
—Hay poderosos que anhelan ver llegar ese día. —cómplice, la confesó en tono quedó el capitán, mirándola de reojo, tanteando su reacción.

Ella suspiró con pesar y se abrazó a sí misma, encogiendo el cuello, como si quisiera volverse diminuta, insignificante a ojos del mundo. Gilbert abrió los ojos asombrado. No esperaba esa muestra de vulnerabilidad. El elfo, protector, se acercó a ella, inquieto.

—Si, si que los hay —se rehízo ella,  posando su mano recia y rechoncha en el hombro de Szim, le agradeció su preocupación—. Es un secreto a gritos que Zhora y los grandes terratenientes desean la destrucción de la Orden.
—La codicia pierde a los poderosos.
—La codicia mueve a sus aliados —negó ella con la cabeza—. No a ella, lo suyo es más… personal.
—¿Es cierto entonces?
—¿El qué?
—Lo que unos pocos repiten.
—¿Y qué repiten? —sonriendo con tristeza, le siguió ella el juego.
—Que en las postrimerías de la Batalla de los Marjales, cuando llevaron ante ella el cuerpo quebrantado del Rey Iván, se despojó de toda dignidad real y lloró besando su rostro como esposa enamorada que era.
—Así fue —admitió Cornelia—. Yo lo vi.
—Y que, desgarrada por el dolor, se volvió contra los representantes de los Jueces de Tormo y de la Orden de Aubea allí reunidos y dijo dolida: «Tengo reunido todo un ejército de clérigos, y ninguno es capaz de devolverme a mi marido»
—Cierto palabra por palabra —se lamentó ella, apartando un rizo oscuro de su amplia frente—. Sólo unos pocos elegidos tienen ese don. Yo misma no alcanzo a tamaña proeza —añadió, mirando con tristeza a los amortajados—. Y aún ellos, sólo una vez pueden engañar al destino.

—También se dijo —dispuesto a apurar la copa hasta el fondo, prosiguió el veterano capitán—, que la Orden se reservó los servicios de un mago para proteger su campamento, en vez de desplegarlo donde más falta hacía.

Al oír aquello, Cornelia se rio con suavidad. Mientras negaba con la cabeza.

—Ni si. Ni no. Ni todo lo contrario. En verdad, aquel día ganamos una batalla, pero perdimos la concordia en el reino.
—¿Y eso significa…? —dejó la pregunta en suspenso.
—¿Llegaste a ver al tesorero de la Orden de aquel entonces?

Ahora fue su turno de reír. Con expresión socarrona, la miró de arriba a abajo.

—Pero Madre, qué cosas se os ocurren. Los simples forrajeadores en audiencia con los altos señores.
—¿Pero sabéis a quien me refiero?
—Por supuesto —afirmó—. Nada menos que el hijo de la Ungida.
—Que fue mago blanco hasta el Colapso.
—Entonces, los rumores que cuentan cómo una fuerza de flanqueo fue repelida en la retaguardia con ayuda mágica, son infundados.
—No del todo, no del todo —concedió ella—. Hubo un ataque a la impedimenta del contingente aliado. Imposible olvidarlo: fue mi primer muro de escudos.
—¿Pero no habéis dicho que eras apenas una novicia en la enfermería? —exclamó él.
—Cierto, cierto, eso era —le quitó ella importancia—. Pero nadie había previsto esta eventualidad. Apenas había soldados propiamente dichos, los encargados de transportar a los heridos del frente de batalla, y los heridos mismos. De modo que todos nos apiñamos armados con lo que pudimos: cocineros, mozos de cuadra, escríbanos, novicias, mercaderes… —hizo una pausa para tomar aire y abrió los brazos—. Éramos más un tumulto, que un muro de escudos. De no ser por los heridos, que se interpusieron entre nosotros y los cabalgalobos hobz, no habríamos resistido el primer embate.
—¿Cómo repelisteis el ataque, entonces?
—No lo hicimos nosotros —confesó ella con llana simpleza—. ¿He mencionado a los mercaderes?
—¿Los mercaderes? —intrigado , exclamó él—. Si, en el muro de escudos. Pero no entiendo…
—La mayoría eran humanos, había varios elfos de las ciudades, con sus finas espadas —se explicó Cornelia—, y nos acompañaban unos pocos enanos penthios. Como los alabarderos y arcabuceros cuyos servicios consiguió la diplomacia de la Orden.
—Empiezo a entender —sonrió malévolo Gilbert—. ¿El polvo negro?
—Exacto, el polvo negro, y no la magia, fue lo que hizo volar por los aires a nuestros enemigos. La idea fue del tesorero, Caethdal, y también fue él quien negoció el precio con ellos.
—Seguro que, aún con su pellejo en peligro, el precio fue caro. —silbó con admiración—. He tratado mucho con ellos y son gente reservada, se niegan a compartir sus secretos con los demás.
—Y con razón. El día que los humanos consigamos desentrañar los misterios de su tecnología, el mundo cambiará para siempre.

—Pues ese día está cada vez más cerca, Madre.


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