(Ital el JDRHM) Caminos Separados 15: Selid y Drinlar
Aquí volvemos otra vez a pasear por las adoquinadas calles de la capital en compañía de nuestros amigos aventureros.
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Para cuando La Rana Saltarina atracó en el Puerto Viejo, la madrugadora Loiv ya se había ocultado en su lecho marino, tras las élficas torres del Palacio real con sus espigados ventanales y sus tejas de pizarra azul. El diligente Heid comenzaba a declinar y sólo el curioso Fasol iluminaba con fuerza la bóveda celeste.
Cornelia, fiel a su promesa, permaneció en el puerto para asegurarse de que muertos y heridos recibieran el trato y la compensación debida.
Hubo algunas objeciones por parte del hombre de confianza de la Orden. Era aquel un hombre entrado en años, menudo y calvo, de miopes ojos saltones, que, nervioso, entrelazaba las manos, manchadas de tinta, mientras echaba cuentas de cabeza. Tulio era su nombre, como Tulio fue antes el nombre de su padre y del padre de su padre. Pero pronto cedió a la superior autoridad de la clériga.
Más costó convencer a los estibadores de cargar los cuerpos en uno de los carros para llevarlos a la Cofradía del Río. No es que fueran gente pusilánime o supersticiosa. Es que cada estibador cobraba por bulto cargado, y ya habían perdido buena parte de la tarde esperando la mercancía de la Orden. Primero, ninguno quería renunciar a las ganancias derivadas de su trabajo. Y después, ante el pago prometido por Cornelia, eran más los voluntarios, a lo que se les antojaba un encargo descansado, que los necesarios para llevarlo a buen término.
Entre ellos, pudo ver Selid a los mismos individuos patibularios que lo guiaron hasta el almacén de Caethdal. Visto que el cargar cadáveres no era nuevo para ellos, no le extrañó verlos en primera fila.
Así se separaron los compañeros. No sin antes prometer mantenerse informados.
—Mejor no involucrar a la Orden —dijo la clériga.
—Mejor así —asintió Selid.
—Esperemos que ese cabeza hueca de Adrastos tenga el suficiente sentido común para dejaros hacer a vosotros y quedarse al margen —con voz queda suspiró ella.
—Eso lo veo difícil —sonriendo al tiempo que negaba con la cabeza contestó Szim—. Poco he tratado con él, pero, o mucho me equivoco, o no es hombre de quedarse mirando en la orilla, cómo otro nada.
—No, no te equivocas. Por eso temo que se meta de cabeza en otro lío más —se lamentó ella sonriendo con un deje de tristeza—. Prometerme que cuidareis de ese viejo cabezota.
—Eso no hace falta, Madre —solemne, intervino Selid, llevándose el puño derecho al corazón—. Bien sabéis que nunca dejamos a nadie atrás.
—Lo sé, mi buen amigo —contestó ella, tomando su puño entre sus manos—, lo sé. Y si algo se tuerce, llamarme. Hasta que todo esto termine, me quedaré en la ciudad.
Asintieron los dos compañeros y siguieron su camino. En soledad reinaba Fasol en el cielo. Pronto cerrarían los puertos con sus cadenas, sus eslabones gruesos como el brazo de un hombre. Tendidas de torre a torre en el Viejo. El doble de largas en el Nuevo, divididas en dos secciones. De los baluartes de la costa, al antiguo faro de los elfos, en el rocoso islote que resistía en medio de la desembocadura del Sgem. Allí la línea de cadenas era doble, y un cuerpo de aduanas la patrullaba en sus embarcaciones.
En otros aspectos, el gobierno de la Reina Viuda pudiera ser negligente, pero no era el caso en lo que concernía al contrabando. Raro era ver desnudas las horcas que ominosas pendían, tanto de las «Puertas del Corazón», en el puerto marítimo, como de las «Torres de las Cadenas», en el fluvial, tal y cómo las habían dado en llamar quiénes allí moraban.
A su sombra caminaban a buen ritmo la singular pareja de amigos, las capuchas echadas sobre la cabeza y sus petates al hombro. Sobre ellos bailaba al ritmo del viento la última cuadrilla de ajusticiados. Selid abría camino, estaba en su territorio. Las sombras se alargaban en los callejones. Las personas honradas y trabajadoras disfrutaban de su bien merecido descanso. Los vendedores ambulantes hacía rato que habían recogido sus mercancías y estaban saliendo con sus carros de la ciudad, apremiados por la guardia de azules sobrevestas.
Los bandos reales estipulaban que tenían, desde la salida de Loiv, hasta la de Heid, para entrar en la ciudad y desde la puesta de Heid, a la de Fasol, para salir. Expuestos como estaban a multas y abusos, y siendo escaso el beneficio a última hora, con pocos se toparon en las empedradas calles. Era en hogares, posadas y tabernas donde se congregaban los habitantes de Esgembrer.
Alguna invitación procaz pudieron recibir a su paso por delante de balcones adornados con la flor lis. Y no faltaron los muchachos que los confundieron con viajeros perdidos y los quisieron conducir a los negocios de sus amos. Pero ninguna de estas distracciones los desvío de su camino, de modo, que Fasol no se había ocultado todavía, cuando entraron en La Sirena Varada.
Allí apuraban sus últimos tragos tripulaciones y mercaderes. Incluso un par de guardias con su sobreveste azul, con el escudo del rojo corazón y el águila coronada bien visible. Su presencia era, a un tiempo, promesa de orden y de cierta permisividad en la hora de cierre.
En la última mesa del lado izquierdo, estaba sentada la craistari, las puntiagudas orejas desnudas ahora. Las galas que luciera horas antes, habían sido sustituidas por unas mucho más cómodas y prácticas. Un conjunto de túnica y pantalón en oscuros tonos marrones y verdes, en todo similares a las ropas de viaje que portaba el recién llegado Selid. Salvo por la ausencia de la capa y su capucha.
Jugueteaba entre sus largos dedos con una brillante moneda, mientras vigilaba con aire distraído la puerta de la taberna. Entonces se cruzaron sus miradas, intercambiaron un silencioso saludo, abandonó ella la mesa y subió las escaleras.
En la barra, ruidoso y familiar como solía, estaba Adrastos atendiendo a un grupo de clientes habituales. Al ver que los dos amigos apoyaban los codos en la barra preguntó:
—¿Y los señores? ¿En qué puedo servirlos?
—Cena y habitación —respondió el menudo y fibroso venagozariano.
—Hoy tenemos marmitaco de bonito. Es fresco, quiso escapar saltando de la cesta de la compra. Les recomiendo un vino con cuerpo...
—¿Y la habitación? —intentando quitarse de la cabeza la asociación de ideas que lo asaltó, asintió Selid.
—¿La de siempre? —contestó Adrastos, echando mano a los llaveros colgados de una viga a su costado.
—Si es posible.
—Por supuesto que sí —le alcanzó la pesada llave, con su llavero de madera decorado como si fuera una estrella de mar—. Enseguida les subo la cena.
—Muy agradecidos —se despidieron ambos.
Y así, una vez cumplieron con las apariencias, subieron escaleras arriba, deseando compartir novedades entre todos.
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