(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10: De tracos, seros y vagas. Parte tres.
Hola a todos.
Tal y como os adelanté, comparto la siguiente entrega de las andanzas de Sebas.
"El Atrevido cortaba las olas como un cuchillo candente la mantequilla. El viento soplaba a favor. Grupos de delfines nadaban a su lado. De vez en cuando alegraban la vista de la tripulación con sus acrobacias. Los elfos cantaban mientras recogían parte del velamen. Sus voces limpias y cristalinas transmitían una paz casi religiosa. Los escasos humanos a bordo los ayudaban en silencio. Sebas, ágil como un mono los contemplaba desde lo alto del palo mayor. Viendo semejante estampa nadie sospecharía el violento negocio al que se dedicaban: la caza de piratas.
Dos días llevaban siguiendo el rastro a su última presa. Desde que el humo del saqueo perpetrado contra un pueblo costero los alertó. Silfos y ondinas invocados por el capitán Filodiel eran sus ojos y oídos. No podían estar lejos. Pero el viento húmedo del oeste amenazaba tormenta.
El minotauro ascendió a cubierta. Caminaba a grandes zancadas. Tan tenso como las jarcias sometidas a la creciente fuerza del viento. Fue derecho al extremo de la proa. Allí estaba Aristo, la mirada fija al frente, una rodilla levantada, el brazo derecho apoyado en la balista principal. Otras dos más pequeñas la flanqueaban. Los toneles con su munición encadenados para evitar que rodasen por cubierta. La maestra artillera, una diantari de pómulos afilados y cortos cabellos rubios llamada Milet, comprobaba con su ayuda que la torsión de los mecanismos fuera la correcta y ningún engranaje estuviese desportillado.
Si les preguntases por su motivación para arriesgarse a ocupar una tumba acuática, la mayoría de la tripulación te contestaría que era su deber. Pero no esos tres. Para ellos era personal. Pues Aristo, Hattusil y Milet habían conocido el peso de los grilletes y el beso del látigo, vivido las penurias del galeote encadenado a un banco de remos o peor aún transportados igual que mercancía hacinados en la hedionda y sofocante bodega de un barco esclavista.
De entre toda la tripulación, ellos eran los más cercanos a Sebas. Él los consideraba sus amigos. Y sin embargo, el cambio que se operaba en ellos tan pronto entraban en acción lo entristecía. El malvanés, siempre jovial y dispuesto a bromear por todo, se tornaba pura rabia. Hoja curva en mano no mostraba piedad o remordimiento. Milet, siempre dulce y calmada, se trocaba en témpano de hielo. Inmisericorde dirigía la batería de proyectiles con la precisión de un autómata. Ni siquiera pestañeaba ante la lluvia de muerte desatada bajo su mando. En cuanto al minotauro, tan cuidadoso y protector con él, una vez empuñaba su alabarda daba rienda a un salvajismo desaforado y aterrador.
No tenía el pequeño Sebas estómago para aquella sangrienta labor. Era su corazón demasiado grande. Consciente de ello, Filodiel le había ofrecido refugiarse bajo cubierta, donde su mascota daba cuenta de los roedores atraídos por las provisiones almacenadas. Pero el mediano, leal a sus amigos, insistió en permanecer allí donde era útil con su honda. Por más que el oleaje se encrespara y el viento cargado ahora de lluvia los dirigiera de cabeza a un cúmulo de nubes oscuras cargadas de tormenta. Y en medio de ellas, cual hoja desprendida en otoño, bailaba su presa al son de los elementos, de costado a la tempestad. Mostraba así buen juicio su capitán. Pero la aparición del Atrevido truncó sus planes. Todavía contaba con ventaja, de modo que soltó trapo y viró de cara a la tormenta. Mejor enfrentarse sólo a la naturaleza que a ella y al élfico navío.
Filodiel, desde su puesto junto al timón, no dudó ni por un instante. Su tripulación obedeció con presteza. Las velas se hincharon al momento. Sebas escuchó con aprensión el sufrimiento de jarcias y palos.
Para desesperación de los piratas, su barco perdía terreno. La bodega cargada de botín lo retrasaba. Desde el Atrevido ya se veía su bandera: una espada negra atravesando un cráneo blanco sobre campo rojo. Isleños de Targorn, aliados del pujante Imperio Khenmita. La presa predilecta de Aristo. El antiguo infante de marina malvanés se rascó las marcas de grilletes de sus muñecas antes de reunirse con los demás humanos de la tripulación. Su sitio fue ocupado al momento por un nutrido grupo de lanceros elfos, sus blancos escudos listos, tras ellos se apostó una hilera de arqueros. El viento racheado y el creciente oleaje retrasaría su entrada en acción, pero el momento les encontraría preparados.
Frente a ellos, el bajel pirata viraba otra vez. Su capitán desistía en su empeño y se aprestaba a plantar cara. Un surtidor de agua sorprendió a Sebas. Otro le siguió. Y uno más. Los piratas contaban con su propia artillería de a bordo: catapultas. Su intención era hundir al Atrevido.
Este, por su parte, avanzaba de frente, exponiendo tan sólo su proa afilada, el águila metálica de su mascarón apuntando al blando vientre de su presa. Su intención era abordar el barco pirata y liberar a sus cautivos. Veterano en su siniestra profesión, el capitán viró en diagonal. Así su perseguidor tuvo que elegir entre continuar su rumbo y pasar de largo, o imitar su curso y avanzar en paralelo a él.
—¡A mí señal! —levantó el brazo la maestra artillera.
Todavía era posible descargar una andanada de afilados virotes, en todo similares a los arpones balleneros, antes de verse obligados a cambiar las balistas de posición. Con sangre fría, Milet esperó un momento y bajó el brazo. Al instante, los proyectiles surcaron el aire, alcanzando su objetivo para atravesar madera, carne y huesos por igual. Lejos de amedrentarse, los piratas respondieron con sus catapultas. Esta vez el Atrevido les ofrecía el costado.
Una ráfaga de viento ascendente tras otra sobresaltó a Sebas mientras veía a los redondos proyectiles dirigirse contra la nave. Bajo la copiosa lluvia se adivinaban las etéreas formas de los silfos invocados por Filodiel. La tripulación del Atrevido podía mover sin miedo sus balistas, que no caería el cielo sobre sus cabezas. La andanada entera fue desviada por aquella ínfima demostración de las artes a disposición del elementalista
Bajo las cubiertas de ambos bajeles, sacudidos por las olas, los remeros bregaban por imprimir mayor velocidad a sus navíos. Pero la diferencia de propósito se hacía notar en el rendimiento logrado. Encadenados y cargados de grilletes, los del barco pirata, sometidos a parcas raciones y abundantes latigazos, ni podían, ni querían, dar lo mejor de sí.
Sobre la cubierta en cambio, ansiosos se aprestaban los piratas para el inminente abordaje. Conformaban un grupo colorido y variopinto. Despiadados degolladores reclutados de entre lo peor que los puertos del Mar Interior tenían que ofrecer. Malencarados y crueles, cada uno de ellos rivalizaba con los demás en lo estrafalario de su apariencia. Bombachos y tafetanes alternaban con justillos de cuero, ostentosas pieles de exóticos animales y fajines de vistosas sedas. Igual de variopinto era el armamento que empuñaban: Lanzas de puntas aserradas, hachas de mano, sables de abordaje y siniestros cuchillos, en todas sus formas conocidas, curvas y rectas, de un filo y de dos. Una última ronda de virotes segó la cubierta derribando a media docena y clavando a un par de ellos contra la madera. Aquellos que los contemplaban encaramados al castigado velamen rieron con sorna.
Arqueros de uno y otro barco intercambiaron disparos. La mayoría cayeron con ruido sordo sobre escudos alzados a la defensiva. Aquí y allá se escucharon los lamentos de quienes no fueron lo bastante rápidos. Garfios y arpones volaron de un lado a otro. Desde la cofia del carajo Sebas apuntaba con esmero. Un pirata recibió un impacto de su honda en la cabeza, se soltó de la escala de cuerda y cayó desde lo alto. El mediano sintió una punzada de remordimiento, pero eso no impidió que preparase otro proyectil y eligiera un nuevo blanco.
Los navíos estaban ahora abrazados como dos amantes. Los más intrépidos de cada tripulación saltaban a la cubierta enemiga arma en ristre. Con las planchas de abordaje tendidas, la disciplinada infantería de marina liderada por Aristo acudía en ayuda de Jato, quien con grandes arcos de su alabarda defendía ya una cabeza de playa en territorio enemigo. Su risa de júbilo competía con el estruendo de la lucha mientras regaba de sangre la cubierta.
Tres piratas eligieron como objetivo a Milet y sus artilleros. Con el arrojo de quienes creen haber encontrado una presa fácil se lanzaron a por ellos. Poco les duró la sonrisa de chacal pintada en el rostro. Todavía no había puesto pie a bordo y el primero recibió un flechazo en la frente. El mar, que todo lo traga, lo acogió en su seno. Una lanza en el vientre recibió al segundo. La cara picada de viruela se contrajo en una mueca de incredulidad antes de escupir sangre mezclada con bilis y caer por la borda. El tercero no sé arredró ante el fin de sus camaradas. Un intrincado tatuaje le subía desde el cuello hasta el ojo derecho. Fue el elfo que acababa de lancear al segundo pirata quien recibió su envite. El sable del pirata le alcanzó en la clavícula con todo el impulso del abordaje. Cortó lo mismo armadura, que carne y hueso. Un surtidor de sangre surgió tras liberar el acero. El cuerpo del artillero quedó apoyado contra los barriles. El pirata se revolvió como un gato en medio de una jauría de perros. Entrecruzó sus aceros para bloquear la espada de Milet y la propinó una patada. A sus espaldas otro grupo de asaltantes abordaba el Atrevido. Silbaron las flechas. Gritos y zambullidas anunciaban éxitos y fracasos. La maestra artillera giró sobre sí misma y el puñal de su adversario erró el golpe. Tomado por el costado, el pirata vio brillar la hoja plateada antes de sentirla, fría y húmeda, atravesándole un riñón. Una oscura satisfacción embargó a la elfa. Pero no tuvo tiempo de saborear su venganza. Un nuevo asaltante tatuado profería amenazas y blandía su hacha contra ella.
Ajenos a los apuros de su amiga, Jato y Aristo se abrían paso lanzando tajos hacia el puente de mando enemigo. Al lado del timonel estaba el impío al mando del barco esclavista. Arrogante y orgulloso de sí mismo, vestía con el mismo mal gusto de los carroñeros que le lamían las botas. Tan sólo la superior calidad de las prendas mal conjuntadas, rematadas por un sombrero emplumado, lo distinguía en ese aspecto. Aun así, destacaba por la profusión del oro que lucía en forma de anillos y collares. De hombros anchos y poblada barba negra, también estaba mejor equipado para la lucha. El verde jubón de piel de cocodrilo que portaba no le salvaría de la alabarda de Jato, pero tampoco lo estorbaría en combate. A voz en grito arengaba a su tripulación señalando al minotauro con una cimitarra digna de un sátrapa. Al tiempo que un escudo de escamosa textura le protegía el costado.
Sebas estaba calculando la distancia que le separaba del capitán pirata, cuando una oronda figura de cabeza rapada, embutida en una túnica carmesí, salió de bajo cubierta y se puso a su vera. Pálido bajo la piel profusamente tatuada, el recién llegado daba muestras de no llevar nada bien los viajes por mar. Trastabilló y se sujetó de una escala para no caer. La iracunda mirada que le lanzó el patrón del barco, empero, no le amilanó en absoluto. Sin soltarse de su asidero, el mago rojo comenzó a trazar símbolos místicos y una niebla malsana lo circundó. Carcajeantes demonios se desgajaron de la misma y ascendieron en pos de los silfos invocados por Filodiel.
La respuesta del elementalista no se hizo esperar. Obligado hasta el momento a contenerse por el bien de los cautivos en la bodega del bajel tangorniano, domó con su voluntad parte de la tormenta y descargó sus rayos contra los desmadejados fragmentos de Carembeth.
Frustrado su primer empeño, el diabolista entrecerró sus ojillos porcinos e insistió de nuevo. Una sombra violácea cobró entidad propia. Al momento se abalanzó contra los guerreros elfos. Con garras etéreas acarició el cuello de uno y la sangre arterial brotó rica en oxígeno. El líder del grupo se revolvió contra el demonio. Trazó un arco con su espada de plata y la criatura aulló incrédula. Antes de que el esforzado diantari vengase a su camarada, el ente malévolo se perdió entre las velas. Una vez a salvo de hojas encantadas, abrió sus fauces más de lo humanamente posible y vomitó una bola de ácido contra la cubierta tras otra. Tanto le daba herir a unos, que a otros. Su tiempo en este plano era limitado y no iba a desaprovecharlo siendo cuidadoso. Abajo, aquellos protegidos con escudos salieron mejor parados que los demás. Pronto, los silfos restantes repararon en él y pusieron fin a su diversión. Cuerdas y aparejos crujieron aún más al chocar las energías opuestas encarnadas en las criaturas de ambos invocadores.
Identificada la fuente de los demonios, Aristo arengó a los malvaneses que le acompañaban. Una delgada linea de enemigos se interponía entre ellos y su objetivo. El patrón del barco los dirigía cimitarra en mano. Un hacha trabó el escudo del infante a su derecha y le hizo perder el equilibrio. Sin que nadie lo pudiera evitar otro pirata le clavó al infortunado una lanza en el ojo. Con un rugido de rabia, Aristo lanzo una estocada directa a las tripas del primero, que retrocedió soltando su arma para sujetarse las entrañas antes de caer despatarrado.
Jato se había atrás. Con su ayuda, los estoicos diantari habían embolsado a la tripulación esclavista. Los más valientes fueron quienes trataron de abordar la posición de Milet y sus artilleros. Sus lanzas y flechas les obligaron a desistir. Entregados al frenesí del combate ninguno se percataba del sanguinolento fulgor que emanaba de los cadáveres tatuados. Aristo empujó al barbudo capitán con su escudo. Era un duro rival y rodeado de sus mejores luchadores constituía un serio peligro. Un destello de metal sorprendió al malvanés por la izquierda. Una lanza aserrada buscó trabar su escudo. Desesperado, la golpeó con su borde y desprotegió la pantorrilla. Conservó el escudo, pero se llevó un corte en el muslo. La sangre oscura manó despacio. Instintivamente dio un paso atrás. Apretó los dientes, recuperó la posición y lanzó otra estocada. El escamoso escudo del capitán pirata lo desvío para a continuación descargar su cimitarra contra el yelmo de Aristo.
Entre tanto, Filodiel tomó de nuevo la iniciativa. El grueso de la tripulación pirata se agolpaba en la proa. Jato y los diantari no les daban tregua. Así que aprovechó para desencadenar la furia de la tormenta contra ellos. Zigzagueantes relámpagos iluminaron el cielo encapotado. En la cofia del carajo, Sebas se protegió los ojos. El trueno ensordecedor apagó los gritos de dolor, pero las sacudidas espasmódicas de los alcanzados no dejaron lugar a dudas. Un olor a ozono y carne quemada se impuso momentáneamente al salitre del aire marino.
Sudando como un descosido, el diabolista khenmita extrajo de su túnica un orbe cristalino de crueles aristas. Apretando con fuerza su mano regordeta, permitió que el vedrial abriese heridas en ella. La sangre manó humeante y un pulso luminoso surgió de la joya, cual corazón vitrificado. Al contemplar los apuros de los infantes de marina, canturreó una salmodia venenosa preñada de perfidia y la dirigió contra ellos bajo la forma de vapores púrpuras. La energía así invocada susurró verdades a medias y mentiras malintencionadas en cada uno de ellos, tanteando su resolución, buscando debilidades, miedos o rencores. Pues de todos los poderes esgrimidos por los Cometas, el de sembrar discordia es aquel que más se ha de temer. Hasta que el efluvio semiconsciente halló lo que buscaba en uno de ellos. Nunca sabremos que ofensa o envidia medio olvidada le sirvió de asidero. Pudo ser una deuda, un comentario condescendiente, una mujer… no importa. El caso que la entidad penetró en el infortunado, enraizó en su corazón, exacerbó sus pasiones, nubló su razón y este volvió su espada en contra del camarada de armas a quien debía cubrir con su escudo. Una vez sacó la hoja bañada en sangre del cuerpo inerte del otro infante, el espíritu diabólico abandonó su cuerpo. Pero el daño ya estaba hecho. Rota la línea, los piratas cayeron sobre ellos aullando como lobos. Su primera víctima no fue otra que el consternado asesino de su amigo. Aristo, todavía aturdido por el golpe recibido en el yelmo bastante tenía con defenderse del capitán.
Viendo peligrar a sus hombres. Filodiel elevó las apuestas convocando la ayuda de un gran elemental tormentoso. Al contrario que los silfos, encarnaciones menores del espectro azul, los grandes elementales tendían a dar rienda suelta a sus energías sin percatarse de las consecuencias. Recurrir a ellos era arriesgado. Lo mismo podría hundir él sólo el barco pirata condenando a los inocentes encadenados en su bodega. Su llegada al plano material vino acompañada de un trueno explosivo que rasgó las velas, ya de por sí castigadas por las inclemencias del tiempo. Incluso Sebas tuvo que sujetarse con ambas manos para no caerse de su alta atalaya. Enseguida, la forma colosal, gris cual nubes de tormenta ribeteada de electricidad, se cernió sobre la lucha de popa. Con imparables ráfagas de viento derribó a varios piratas. Estos, sobrecogidos por temores supersticiosos se encomendaron a las múltiples baratijas y abalorios que portaban. Unos pocos se rascaron los tatuajes que compartían.
Esa era toda la ayuda que Aristo y sus hombres necesitaban para rehacerse. Sin demora reemprendieron la refriega con ímpetu renovado. Tras ellos dejaron los cuerpos de los caídos. Mermado su número, los piratas retrocedieron a la escalera que subía hasta el timón. Allí se enzarzó de nuevo el malvanés con el capitán pirata.
Entre tanto, en la proa, Jato y los guerreros diantari daban buena cuenta de los últimos lobos de mar. En un intento desesperado, los arqueros habían concentrado los disparos de sus arcos cortos contra el minotauro. Sin escudo que lo protegiera, Jato confiaba en el yelmo y las voluminosas hombreras para cubrirse entre envite y envite. Sin embargo, las grebas reforzadas no le cubrían los muslos, gruesos como árboles. Así, varios proyectiles asomaban clavados en su carne. Pese a ello, tal era la vitalidad del vástago de Knox, que no bastaron para ralentizar sus ataques. Lo que sí lograron fue endurecerlo hasta el extremo de arremeter contra ellos con la cabeza gacha. Arrinconados como estaban, hubo quien se arrojó por la borda con tal de esquivar su acometida. Con la cara descompuesta, Sebas contempló cómo su amigo, casi siempre afable y jovial, empitonaba por el pecho a un enemigo y lo zarandeaba igual que si fuera un muñeco desmadejado, para después lanzarlo a un lado con un mugido aterrador. Aquella demostración de brutalidad terminó por quebrar la determinación de los supervivientes, quienes dejaron caer las armas e imploraron clemencia a gritos.
Al oírlos, su capitán los maldijo en cuantos idiomas conocía. Ni él, ni los que luchaban a su lado siguieron su ejemplo. La tripulación podía ser condenada a galeras, que en realidad era una condena a muerte en diferido, pero a los cabecillas no les esperaba otra cosa que la horca. Sabiéndolo, el malnacido se giró para mirar al diabolista y aulló:
—¿A qué esperas? ¡Hazlo! ¡Ahora!
Aristo aprovechó ese instante para sobrepasar su guardia y devolverle el daño recibido. El filo del malvanés le alcanzó el hombro izquierdo. El brazo del exótico escudo colgó lacio. La herida era profunda.
Tras él, el practicante arcano dirigió una última bola de ácido contra el gran elemental que terminó por disgregar su esencia y asintió. Inmediatamente comenzó a canturrear mientras se bamboleaba en trance. Alzó sobre su calva bañada en sudor el orbe de vedrial. Las aristas de cristalinas se clavaban en sus manos. La sangre de las heridas bajaba serpenteando por los brazos del hechicero siguiendo el dibujo de sus tatuajes como si tuviera voluntad propia. Paulatinamente, el khenmita fue elevando la voz.
—Cahorljag —repetía cada vez más alto—. ¡Cahorljag!
Una neblina carmesí cubrió la nave pirata. Pronto, otras voces, entrecortadas y rasposas, corearon la invocación por toda la cubierta. Eran los piratas muertos. No todos. Sólo los que lucían aquellos intrincados tatuajes. Los sanguinolentos vapores emanaban de sus bocas, al tiempo que sus cuerpos se resecaban. Bajo el conjuro arcano, sus fluidos corporales convergían en una sola forma grotesca, tripuda y patizamba.
Elfos y hombres, horrorizados por igual, la vieron erguirse casi el doble de alta que el minotauro. Una boca de dientes amarillos y desiguales se abría en diagonal desde el torso hasta la panza. Con un movimiento de látigo, el demonio golpeó a un guerrero elfo y le hundió su propio escudo en las costillas. El diantari ya estaba muerto antes de estrellarse contra el suelo. La aberración rio con voces robadas. Los rostros de los piratas muertos fluían por su carne.
De repente, un virote de balista impactó en el pecho de la criatura. Otro le siguió al momento. Milet alejada del hedor y horror de la entidad había reaccionado con presteza. Pero reforzada por un impío ritual previo, la encarnación de Carembeth, encontraba sustento en los caídos.
Los piratas de popa, al menos los tatuados, al descubrir cual era el verdadero propósito de las «salvaguardas mágicas» escritas bajo su piel palidecieron. Un par de ellos vomitaron por la borda. Otro sacó un cuchillo de la bota y con manos temblorosas quiso despellejarse el brazo.
Desentendiéndose de todo ello, la mole carnosa les dio la espalda y fue a proteger a su invocador. A cada paso que daba, en torno suyo brotaban pequeñas versiones de ella misma. No tardó ni un respiro el minotauro en ir tras ella alabarda en ristre. Los engendros menores no eran rivales para él. Los cercenaba como al trigo el segador. Pero sus cuerpos tumefactos se trocaban en vapor malsano que regresaba a su progenitor.
Los guerreros diantari lo siguieron sin vacilar en aquella lucha de pesadilla. En cambio, los infantes de marina dudaban, dar muerte a un pirata tatuado significaba alimentar al demonio. De modo que luchaban a la defensiva. En cuanto que sus enemigos, los veteranos de la tripulación, al verlo, luchaban con más atrevimiento. La excepción era Aristo, trabado con el barbudo capitán, antes de que la mole los alcanzase, siguiendo una corazonada, desvió con su escudo una estocada envenenada de la cimitarra y entró a matar. El pirata, con los tendones del brazo izquierdo dañados, intentó retroceder escaleras arriba y tropezó. Incrédulo, vio el noble acero celebtir atravesar su pecho y cayó echando espumarajos por la boca. Aristo giró la hoja y la extrajo con un movimiento fluido. Satisfecho al confirmar su suposición, sonrió antes de rechazar los ataques de un nuevo contendiente. En efecto, al contrario que los otros cadáveres, el del capitán no contribuyó a alimentar al monstruo.
Las tornas volvían a inclinarse a favor de la tripulación del Atrevido. Sin embargo, quedaba por resolver la cuestión del diabolista. Este, extasiado, miraba al vacío con ojos vidriosos mientras se entregaba a la voluntad del espectro entrópico de Aystria. Una espiral de demonios lo protegía. Con desesperación, los malvaneses supervivientes aceptaron que no era un enemigo a su alcance. Sus armas atravesaban las nebulosas formas sin dañarlos. Tan sólo la hoja de Aristo contaba con la magia requerida. Y el khenmita, que había entregado su alma con tal de matarlos a todos, no dejaba de traer más y más demonios a este plano.
No menos desatados estaban el grotesco Cahorljag y su prole. En un momento dado, arrancó un mástil para barrer la cubierta con él. De poco servían allí las espadas encantadas de los elfos. Pero la gargantuesca mole les impedía el paso. Las balistas dispararon de nuevo. Los virotes no erraron el blanco. Mas era tan inútil como clavar mondadientes en un elefante.
Consciente de que la victoria dependía de la magia y no de las armas, Filodiel decidió abandonar su puesto de mando y abordar él mismo el barco pirata. Reuniendo el poder del viento y el rayo, conjuró un torbellino que lo envolviera. El curso seguido por los navíos, trabados el uno con el otro, los había conducido derechos a la tormenta. Una ola providencial arrastró numerosos cuerpos por la borda. Sin detenerse, el elementalista pasó por delante de los piratas que ya se habían rendido. Desarmados y derrengados, más que lobos de mar, ahora parecían ratas mojadas. Varios de sus guerreros los custodiaban sin dejar de lanzar miradas nerviosas en dirección a la lucha.
Identificado al momento como avatar de su polo opuesto por las bestuezuelas menores, estas quisieron abalanzarse contra él. Raudos, los diantari de plateadas armaduras las salieron al paso. Privados de cadáveres que los sustentase, su número menguaba. Una nueva sacudida amenazó la integridad del barco. El mar encrespado y la irresponsable destrucción causada por Cahorljag bien podía proporcionarles a todos una tumba acuática. Era Jato quien lo mantenía clavado en su sitio. El metal de su alabarda brillaba incandescente. A cada lance arrancaba pedazos de carne a la mole demoníaca. Pero el minotauro acusaba el castigo. Él también parecía recién salido de la fragua. Sólo que, en su caso, Jato era el maltratado yunque.
El mago elfo, con ademán de su diestra que conjuró una ráfaga de viento, lanzó por la borda a un demonio menor. A través de la dañada cubierta pudo vislumbrar a los remeros. Aterrorizados, unos lloraban, otros rezaban, algunos tiraban de las cadenas que los retenían en sus puestos y la mayoría gritaba pidiendo ayuda. Entre ellos había tanto hombres como elfos. Estos últimos eran los esclavos más apreciados. Resistentes a las enfermedades tan comunes entre los galeotes, el escorbuto la menor de ellas, debido a las malas condiciones en que los mantenían, su durabilidad, y por ende su rentabilidad, eran mayores. Aún así, la situación de los esclavos encadenados en la oscuridad de las bodegas, obligados a hacerse las necesidades encima era todavía peor.
Endureciendo su corazón, Filodiel pasó de largo. El gran demonio había derribado al maltrecho minotauro y trataba de aplastarlo con el mástil que usaba de descomunal garrote. Jato, el asta de su arma rota, forcejeaba por su vida. Sin dejar de apretar con ambas garras, una de las deformes caras integradas en la carne del demonio se volvió hacia el elfo. Riéndose con malevolencia, dos nuevas extremidades comenzaron a brotar de su espalda. La entrópica naturaleza de la entidad, reforzada por el ritual del khenmita, la permitía eso y más.
Filodiel reprimió el asco que aquella perversión del espectro esotérico le causaba y apuntó con ambas palmas al colosal engendro. Las hebras carmesíes que unían al ente con su invocador resultaban evidentes a su innata visión espiritual. La blanquiazul melena del maestro de magos flotaba al son del viento. La zarpa del monstruo cayó contra el remolino que lo envolvía al mago y se desmenuzó como arcilla mal cocida. El martari cerró sus manos en torno a los hilos de energía de su rival. Una gota de sudor le resbaló de la frente, a la mejilla, para caer a la cubierta desde su afilado mentón.
—Vacío elemental —ordenó con susurró.
No necesitaba más. Suya era la superior maestría en la manipulación de aquel poder. Al momento, abrió los brazos en cruz y se hizo el silencio a bordo. Ni gritos, ni lamentos, ni risas dementes. Nada, ni tan siquiera el oleaje y la tormenta. Y cuando en sonido regresó, toda forma de magia, propia y ajena, había desaparecido como si nunca hubiera existido.
En ese mismo instante, con una última arremetida, Aristo se abrió paso hasta el puente de mando pirata. Allí, envuelto en su roja túnica, flaco como una momia, la piel sobrante colgando flácida, abrazado sin fuerzas al timón, el ensangrentado orbe de vedrial apagado y rodando por el suelo, encontró al diabolista.
—Se lo di todo —graznó con la garganta reseca—. Se lo di todo.
El errático rodar del amuleto se detuvo contra un bulto. Era el cuerpo del timonel, la enjoyada empuñadura de una daga asomaba por su espalda. Pese a los estragos que la magia le había provocado todavía se apreciaban los impíos tatuajes.
El consumido khenmita tenía los ojos hundidos y febriles. Miraba al frente sin ver al infante de marina cernirse sobre él arma en mano
—Se lo di todo —repetía una y otra vez.
—Y no sirvió para nada —le escupió Aristo antes de cortarle el cuello esquelético—. Siempre se lo dais todo y nunca sirve para nada.
La cabeza rebotó con un ruido sordo y fue a parar frente al amuleto bañado en sangre. El malvanés tiró de un empujón el cuerpo decapitado encima de los macabros trofeos y asumió el puesto de timonel. Ante él, hasta los más recalcitrantes enemigos, dejaron caer las armas. Puede que ahora, al saber qué destino los esperaba a cuenta de los glifos que se habían dejado tatuar, la perspectiva de remar en galeras, e incluso de colgar de una soga, ya no les pareciera tan mala.
Escabulléndose entre unos y otros con la agilidad de una ardilla, Aristo acertó a ver al pequeño Sebas. Agotada su munición para honda e inquieto por naturaleza, el mediano, armado con su bastón, había decidido ir detrás de su capitán. Curioso por encima de todas las cosas, atraído por los gritos de auxilio, no tardó en asomarse bajo cubierta. La visión de los remeros, sucios y casi desnudos, sumada al agrio y rancio olor del sudor viejo y los orines le golpearon con una violencia casi física. En corazón le dio un vuelco al comprobar de primera mano lo que ya había intuido tiempo atrás en el puerto de Sagal apenas se acercó al pesada quinquerreme malvanesa. Conteniendo las lágrimas, el bondadoso mediano empezó a hurgar con su daga en la cerradura del remero que más a mano tenía. Un hombre calvo, de barba cana e inculta, la espalda marcada por el látigo, al que no le quedaban más que unos pocos dientes y lo miraba de hito en hito, como si no creyese lo que tenía delante. Un chasquido anunció que los esfuerzos de Sebas habían tenido éxito. El hombre se levantó tembloroso, llorando, se acarició las muñecas libres de grilletes. Pero no se movió de su sitio. Agitado, miraba a un lado y a otro, igual que un animal acorralado. No sabía a dónde ir. El mediano ya estaba manipulando las cadenas de su compañero de bancada, cuando hizo su aparición un grupo mixto de hombres y elfos. Hacía mucho que las armadas de Malvan, Mindol y Sagal habían comprendido los beneficios que reportaba a los liberados tener un congénere en quien volverse en busca de ayuda. Enseguida los fueron conduciendo al exterior. Allí los esperaban Aristo, Milet y otros que habían superado experiencias similares a las suyas.
Mayores atenciones requerirían los transportados en la bodega igual que ganado. Si los horrores invocados por el diabolista no fueron suficientes para apagar el hambre de aventuras del mediano, ver las condiciones en que se encontraban los liberados sí que lo lograron. Para cuando los rescataron a todos, los piratas supervivientes habían reemplazado en bancos y grilletes a los remeros. La intención primera de Filodiel era dividir tripulantes y rescatados entre los dos navíos. Lamentablemente, los destrozos provocados por la lucha le obligaron a remolcar el segundo barco. Eso retrasaría sus planes. A la sazón dirigirse a la base naval de Tahoss. Así las cosas, no le quedó otra que limpiar de cadáveres las cubiertas. Los de los piratas los arrojaron por la borda sin ceremonias. Los de su tripulación fueron amortajados, llevados de vuelta a su barco y preservados con conjuros de frío hasta arribar al puerto señalado. Las bajas habían sido mayores de las esperadas, una docena entre hombres y elfos. Buenos marineros, dispuestos y entregados a su misión. Todos ellos se merecían un final mejor del que obtuvieron. Todavía era pronto para saberlo, pero tal vez sus futuros reemplazos ya estuvieran a bordo. Gran parte del botín encontrado en los camarotes del capitán y su acólito de Carembeth se entregaría a las viudas y huérfanos que dejaban atrás. Luego estaban la veintena de heridos de diversa consideración que ya estaban recibiendo atención médica. Por fortuna, varios de sus diantari habían dedicado una pequeña parte de sus longevas existencias a dicho arte. Era de agradecer que la tormenta se hubiera alejado. Aunque él podía mitigar sus efectos, su mermada y fatigada tripulación se merecía un viaje sin más sobresaltos."
Y hasta aquí llega la entrega de hoy. Os dejo con los Blazon Stone y su "Wavebreakers":
Nos leemos.
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