(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 10: De tracos, seros y vagas. Parte Primera.

    Hola a todos una vez más.

    Aquí os traigo otra historia de esas que se quedó en el tintero hace muchos, muchos años. En este caso se trata del origen de la separación de las tres ramas de medianos que puedes encontrar en el juego de Ital. La idea es simplemente plasmarla en negro sobre blanco para quitármela de la cabeza. Aunque lo cierto es que pensaba que no se alargaría mucho y ya va para cuento, más que para relato. A ver si en dos entregas lo resuelvo. En fin, ahí vamos:

"Saludos, joven amo. En los últimos meses, vengo observando cómo un aumento en tus otras obligaciones te mantiene alejado de mis lecciones. Eso no es algo malo. De hecho, me complace ver cómo tu persona se torna día a día más visible en la vida pública de la ciudad.

En esta ocasión ha sido la visita de la delegación enviada por los medianos de Ursala. En el pasado, protegidos por los elfos de Mindol y Sagal, poco, o nada, se preocuparon por las convulsiones que sacudían al mundo más allá de sus verdes colinas. Es más, de no ser por la Trifulca, como ellos la llaman, entre los hermanos Carapatata, lo más seguro es que nunca se hubiesen alejado de sus bosques de setas abundantes y nosotros ni siquiera sabríamos de su existencia. Pero la destrucción de Mindol a manos de los dragones de hielo, y la precaria situación de Sagal, privada del apoyo tanto de los exiliados diantari, como de los aislacionistas martari, les ha obligado a enfrentarse por sí mismos al basto mundo.  Así y todo, no es de extrañar que hayan sido miembros de la rama vagas los que más destaquen en su historia reciente.

Me consta que a la embajadora Chais de Yandala ya la conocías de otras veces. “Era un pequeño risueño con carita de garbanzo”, fiel a su manera llana y sincera me contó de la primera vez que os vio. El caso es, que como miembro de la afamada Resistencia, en varias ocasiones visitó Rasaol y por los servicios prestados se ganó la confianza de vuestro padre. Personaje singular, la Yaya Mayor, como la llaman los suyos, luce orgullosa en su palmarés el haber conseguido que las diferentes ramas medianas hayan mitigado su secular distanciamiento.

¡Oh sí! Para la gente grande pocas diferencias hay entre seros, tracos y vagas. Pero para ellos el tema es de suma importancia. La cuestión se remonta a los tiempos del Mayor Nico Carapatata. Mediano cabal y respetable, tenía su casa bajo una loma, a la sombra de un fértil manzano. Nunca se alejó más de media jornada de su huerto el apacible y orondo Nico. Alli, entre sus lechugas, cebollas, tomates y, como no, patatas, era feliz. Amaba sentir la tierra bajo sus pies peludos casi tanto como ver atardecer sentado junto a su querida Lara. Sus tartas de manzana no tenían rival. Frecuentes y alegres son las fiestas entre los medianos. Se puede decir que las comidas en comunidad son el eje de su vida social. No hay celebración sin banquete. Y cada casa aporta a la felicidad conjunta lo mejor que puede ofrecer.

Con tres hijos ruidosos y sanos habían bendecido los dioses a la honrada y trabajadora pareja: Toni, el primogénito, era en todo igual a su padre, calmado y hogareño. Nacho, el mediano, desde siempre se miró en el espejo de su padre y de su hermano y se esforzaba hasta el límite de sus fuerzas para igualarlos en todo cuanto hacían. El pequeño Sebas en cambio había heredado el carácter soñador de su madre. Le mandaban por agua o leña y volvía lo mismo con las manos vacías, que con deliciosas setas. Para eso tenía un don, nadie se explicaba cómo cuando los demás eran incapaces de dar con ellas, el menudo y travieso de los Carapatata las encontraba a manos llenas.

Ante tal disparidad de caracteres, no sorprende que la armonía familiar se viera sobresaltada. La autoexigencia que Nacho se imponía a sí mismo era motivo de broma para Sebas. En tanto que la falta de disciplina de Sebas molestaba sobre manera al estricto Nacho. No estaba en el temperamento de Nico reñir. Era la amorosa Lara la que mediaba entre los hermanos. Mientras que Toni, en lo que las aguas volvían a su cauce, se volcaba junto a su padre en las labores del huerto. Así todo, las estaciones se sucedían unas a otras. Toni encontró pareja en la familia de los Cebolleta. Todos en Ursala aprobaron su unión con Clara, la pecosa pelirroja de nariz de conejo y mirada traviesa. La alegría y desenfado de ella complementaban a la perfección la formalidad y entrega de él. Su banquete de bodas, celebrado bajo el manzano de los Carapatata fue un evento memorable.

No pudieron elegir Nacho y Sebas peor momento para tener una de sus discusiones. Nadie recuerda cómo empezó, tampoco importa. Allí, con todo el pueblo presente, en lo que debía ser un día feliz ocurrió lo impensable: una guerra de comida. En efecto, a la hora de los postres, cansado de las reprimendas y sermones de su hermano, Sebas cogió una tarta de nata y frambuesas y ante la incredulidad de la concurrencia se la estampó a Nacho en toda la cara. Antes de que pudieran impedirlo, los más pequeños o traviesos de los convidados se sumaron con entusiasmo al alboroto. Gelatinas, tartas y bizcochos salieron volando de mesa en mesa: Cebolletas contra Jengibres; Perales contra Lechugas; Salchichones contra Puerros; Carapatatas entre sí y todos contra todos. Nunca antes se había visto tal despilfarro de buena y dulce comida. Aún hoy hay quien se escandaliza sólo de pensarlo y quienes opinan que no hay banquete que valga la pena sin una guerra de comida.

Una vez que los recién casados se instalaron en su propia madriguera en una coqueta colina a la sombra de varios avellanos, la ausencia de Toni se hizo notar. Los roces entre Nacho, quien trataba con toda su alma sacar adelante su cuota de trabajo y la de su hermano, y Sebas, quien no veía la necesidad de seguir esforzándose tanto para mantener a menos personas, iban en aumento. Su pobre madre no ganaba para disgustos, mientras que su padre, aunque saludable, veía sus fuerzas menguar.

Así las cosas, un día de otoño, después de una discusión como otra cualquiera, el inquieto Sebas, sin decir nada, quién sabe desde cuando lo llevaba rumiando en su cabeza, preparó un petate con ropa antes de acostarse y durmió por última vez en el hogar de los Cebolleta.

En efecto, sin esperar al canto del gallo se levantó. Su familia todavía dormía en sus lechos de olor a manzana. Tomó de la despensa una cuña de queso curado, un puñado de nueces, una vuelta de chorizo, media docena de huevos cocidos, un buen pedazo de la última hogaza de pan horneada en casa, cuatro zanahorias y un par de manzanas, lo metió todo en su zurrón, entre el chisquero, la honda y otras cosas que siempre llevaba consigo, y  que se echó al hombro. Así cargado, con la capucha de su capa calada sobre los rizos revueltos, su cantimplora al cinto, una lisa vara de avellano como bastón, y el petate de ropa amarrado en su extremo, tras cerrar la puerta del único hogar que había conocido en su vida, sin avisar a nadie, Sebas emprendió el viaje que cambiaría para siempre la historia de los medianos.

¡Oh, sí! Grande fue el revuelo que se organizó a la mañana siguiente. Muchas culpas le llovieron a Nacho. La tristeza se instaló en el corazón de su amorosa madre. Sebas era su pequeño duende soñador. Sus descuidos y ocurrencias llevaban luz y alegría allí donde estaba. Un dejé de melancolía empañó su mirada. Hasta mucho más tarde, a nadie confesó que, desvelada por el ruido de cacharros, fue mudo y secreto testigo de su marcha.

En cuanto a Sebas, sin pensárselo mucho, dejó que sus pasos recorrieresen el viejo camino élfico que lleva a Sagal. Quería ver el mar, del que sólo había oído a sus mayores cuentos sobre ciudades flotantes y monstruos capaces de engullirlas de un bocado. 

Ni estaba, ni está, la frugalidad incluida en el repertorio de virtudes de la gente pequeña. Ni palabra propia tienen para tal concepto. Traída de fuera, entre vagas y tracos es un insulto. De manera que el zurrón de Sebas se aligeró enseguida. Con castañas y miel silvestre fue saliendo del apuro. Por más que las tripas le protestaran, se mantuvo alejado de las granjas y villorrios de gente pequeña, cada vez menos, y grande, su número siempre creciente, que salpicaban el paisaje. No quería dejar pistas allí por donde pasaba. Pero al final, una vez que la última colina habitada por medianos, la de los Potaje, había quedado bien atrás, el hambre y el hartazgo de comida fría le empujó a colarse en los gallineros que encontraba. En una sus primeras incursiones nocturnas “usufructuó” también un cazo para hervir agua o cocer los huevos. No tenía dinero, nunca le había hecho falta entre los medianos, donde las pocas monedas que había eran una rareza, una curiosidad que coleccionaban un par de excéntricos. Aún así, Sebas procuraba hacer el menor daño posible durante sus visitas no deseadas. Nunca le dio un palo a un sabueso diligente. Tampoco le hizo falta, siempre se había llevado bien con ellos. De los gansos no podía decir lo mismo. Ruidosos y territoriales, más de una vez tuvo que salir huyendo con las manos vacías. Con nalgas doloridas, enseguida aprendió a evitar sus criaderos. 

Para cuando divisó la periferia de Sagal, un perro mestizo, de orejas caídas, húmedo hocico, pequeño, peludo, negro y marrón trotaba feliz a su lado y aprendía los trucos que le enseñaba.


—¡A dos patas! ¡Baila, Duende! ¡Rueda!


Y el animalito, adoptado en el camino, sin duda abandonado por un desalmado, raudo obedecía sin despegarse de sus talones, la pequeña lengua sonrosada asomando por la boca.

En la lejanía, las estilizadas torres de blanca caliza, rematadas por columnas y balcones de mármol, se cortaban contra un cielo azul. Era como si los elfos que las habitaban tuvieran la vista y los pensamientos volcados hacia las alturas. A sus pies menudeaban las casas de adobe de los humanos. Con las fachadas encaladas y sus coloridos azulejos trataban de imitar la riqueza de los habitantes originales de la ciudad. Fruto de su maestría, pese a la humildad de los materiales empleados, a ojos de un recién llegado como Sebas, incluso la loza empleada en las cocinas, bajo la luz solar, brillaba dorada.

Limpia y ordenada recibió Sagal al descalzo y sucio mediano. Quien vagabundeó por sus calles maravillado entre el gentío. Hombres y mujeres portaban vendas de vivos colores enrolladas sobre sus cabezas. Ellos peinaban sus barbas con olorosos aceites. Ellas decoraban su piel con intrincados dibujos. Sentado a la sombra de una palmera, junto a una fuente de agua cristalina, los miraba pasar. Una danza multicolor al son de las gaviotas. Algunos le devolvían la mirada, la curiosidad pintada en la cara. Le costaba entender su idioma. La entonación cantarina enturbiaba una base común. Pero dos palabras sí que las comprendía: «niño» y «sucio».

Buscó su reflejo en el agua de la fuente y se llevó una mano a la cara. Un extraño le devolvió la mirada. El polvo del camino oscurecía aún más un rostro tostado por las jornadas a la intemperie y afilado por el hambre. Sus ropas, gastadas y desteñidas, no presentaban mejor aspecto. Avergonzado, se sonrojó, sin dudarlo, se lavó cara, manos y brazos en la fuente misma. Oyó un grito de protesta, se volvió y vio como un hombre fornido lo señalaba y gesticulaba. Agachando la cabeza, sin entender qué había hecho de malo, recogió deprisa sus cosas y abandonó el florido patio de aquella casa. Mucho tenía que aprender de las maneras de la gente grande.

Sin que Duende lo perdiera de vista, refrescado, eso sí, por el agua de la fuente, el inconfundible sonido de comerciantes pregonando la excelencia de su mercancía lo guio a una calle estrecha. Toldos  de los más variados colores, tendidos entre las casas de un lado y de otro, proporcionaban sombra al conglomerado de puestos allí concentrado. Unos instalados en los mismos edificios encalados, otros en carretas y los más sobre mantas en el suelo. Alimentos, ropa, herramientas, perfumes, artesanías… de todo se mezclaba en aquel concurrido bullicio. No menos dispar era la gente grande, pocos eran los buhoneros que pasaban por Ursala, algún enano khavil de barba poblada ruidosas maneras, y un par de recios quanorianos de ojos rasgados y modales amables, así que Sebas no tenía la menor idea de lo extenso que era el mundo, ni de lo diverso de sus gentes. 

Allí, los acicalados habitantes de Sagal se mezclaban lo mismo con quanorianos, que con esbeltos y oscuros artesanos venidos del Khalad, o con pálidos y rubios vendedores de ámbar turánidos llegados desde el extremo norte de Itnor.

Pese a todo, entre tanta novedad y maravilla, un poso de decepción empezaba a aposentarse en su ánimo. En aquel zoco multitudinario no divisaba ningún elfo. A lo lejos le llegaban notas sueltas de flauta y timbales. Ya se disponía a buscar su fuente de origen, cuando un olor delicioso y desconocido le recordó el hambre que tenía. Un chisporroteo venía del mismo lugar. En una casa, con un gran ventanal abierto y un alféizar bien ancho y apuntalado, servían una masa dulce, frita en aceite caliente, acompañada de tazones de espeso chocolate. Era una suerte que las estridentes gaviotas y el incesante griterío de la humanidad allí reunida camuflase los exigentes gruñidos de las tripas de Sebas. Sin embargo, lo abierto de sus ojos y como se relamía mirando a los comensales no pasaron desapercibidos. Sentados en el mostrador, una pareja joven se rio con disimulo.


—Niño ¿Quieres? —le ofrecieron un churro mojado en chocolate.


Asaltado por una timidez inusual, el mediano al principio dudó, pero las protestas de sus tripas y la curiosidad se impusieron. Lo aceptó agradecido y salió corriendo, todavía avergonzado. Atrás dejó las risas y comentarios de la gente grande, antes de pararse y morder el dulce. Nunca había probado nada igual. Lo amargo del chocolate y lo azucarado de la masa aún caliente se complementaban de forma deliciosa. Pero sí antes tenía hambre, ahora tenía todavía más. Y encima Duende gimoteaba. Él también necesitaba comer. 

Pensativo, Sebas dobló un esquina, la calle empedrada desembocó en una plazoleta donde se entrecruzaba con otras dos. En su centro, una troupe de artistas callejeros interpretaban la música que había oído de lejos. Eran un grupo variopinto, una mujer de piel de ébano, túnica verde y naranja, el pelo oscuro recogido en dos moños dejando al descubierto sus orejas adornadas con múltiples aros metálicos, marcaba el ritmo a los timbales. Entre tanto, otro de sus compañeros, la cabeza rapada, el musculado torso desnudo y bronceado como quien ha pasado toda su vida trabajando a la intemperie, tocaba la flauta. Un tercer miembro del grupo, un llamativo pelirrojo de cara pecosa y dientes de conejo hacía malabarismos con un juego de afilados cuchillos. Veloz y certero los pasaba de derecha a izquierda, los arrojaba a lo alto y los volvía a recoger. Primero tres cuchillos con mango de cuerno de toro, luego, cuatro y cinco y así hasta siete hojas brillantes arrancaban destellos bajo la luz solar. Dos integrantes más, los más jóvenes, un niño y una niña mulatos, paseaban entre los espectadores con cestos de mimbre apelando a su generosidad.

Viendo cómo recogían lo mismo dinero, que dulces, o dátiles, Sebas se rascó la barbilla. Duende apoyó las patitas delanteras sobre las rodillas del mediano y ladró meneando la cola. Sebas ladeó la cabeza mirando al perrito, que lo imitó sin dejar de ladrar.


«¿Y si nosotros hacemos lo mismo?» Pensó.


Ni corto, ni perezoso, silbó a Duende para que lo siguiera y eligió una esquina luminosa. Sin reparo alguno, extendió su capa gastada en el suelo. Dejó sobre ella el cazo «usufructuado». Amarró su honda al bastón de caminante, como hacía cuando quería derribar los nidos que no alcanzaba de ninguna otra manera, y empezó a silbar imitando el trinar de los pájaros mientras Duende perseguía la honda que él no dejaba de mover de acá para allá.

Poco a poco fueron llamando la atención de los transeúntes. El perrito marrón y negro ladraba, bailaba sobre sus patitas traseras y daba cabriolas sin cesar. Su desvergonzado amo trinaba como el arrendajo, imitando lo mismo al jilguero, que al grajo. Las pequeñas monedas, cobres de poco valor, repiqueteaban contra el cazo. 

Sebas sonreía encantado, cuando la troupe de artistas callejeros se acercaron a su esquina con mala cara. Asustados los niños. Más serio el flautista. Una sonrisa aviesa pintada en la cara del pelirrojo. Los brazos en jarras negando con la cabeza, la líder del grupo, más alta que cualquiera de sus compañeros. Todos juntos se cernieron amenazadores sobre el mediano. Duende les gruñó, protector, para diversión del pelirrojo que sacó uno de sus cuchillos a relucir. Presintiendo problemas, los espectadores recordaron lo urgente de sus obligaciones y abandonaron la plaza.

La mujer abrió los brazos como si quisiera abarcar el lugar y alzó la barbilla redondeada.


—¡Este es nuestro sitio! ¡Búscate otro! —le exigió.


Sebas le dirigió una mirada confusa. Una vez más, no entendía qué había de malo en lo que hacía.


—¡Y eso también es nuestro! —se envalentonó el pelirrojo agachándose para coger el cazo con su exigua recaudación.


Entonces Sebas reaccionó y le golpeó en la mano con su bastón. Los dos niños sonrieron con simpatía. Duende, sin dejar de ladrar, fue a por las pantorrillas del malabarista, quien retrocedió a toda prisa.

Aún así, la cosa pintaba mal para el mediano, cuando la sombra de unos hombros imposiblemente anchos, rematada por lo que parecía una cabeza cubierta con un casco con cuernos, ocultó la luz de los tres soles para todos ellos.

Fueron el perrito y los niños los primeros en reaccionar. Con un gañido, Duende encogió la cola entre las patas y se refugió detrás de su amo. Al mismo tiempo, el chiquillo mulato tomó de la mano a su hermana y la llevó de vuelta a donde les esperaban los coloridos timbales.


—¿Gusta… amenazar… pequeñajos? —atronó un vozarrón grave y profundo, seguido de un resoplido.


Los artistas callejeros agacharon la cabeza, escondiendo el cuello, mientras se giraban despacio, muy despacio, como quien ya sabe lo que tiene a su espalda, pero no quiere enfrentarse a ello.

Sebas tragó saliva y fue levantando la vista estupefacto. Primero vio unas piernas gruesas como troncos de árbol, calzadas con sandalias atadas con tiras de cuero, él apenas le llegaba a las rodillas. Siguió mirando hacia arriba. Una cintura casi tan ancha como sus brazos abiertos lucía un grueso cinturón con tachones metálicos. Una túnica azul marino cubría el pecho negro y musculoso, dos correas de cuero lo cruzaban sujetando sobre él una pieza redonda de bruñido metal. Unas manazas capaces de abarcar la cabeza de un adulto y exprimirle los sesos crujían los nudillos con calculado descuido. Pero fue lo que vio sobre los hombros, con un cuello inexistente por la hiper desarrollada musculatura, lo que le desencajó la mandíbula. No era un casco con cuernos, no. Era una cornamenta lisa, aguzada y cubierta por más afilado metal integrado en una diadema enjoyada. En medio de la cabeza, un hocico bovino insistía en articular palabras de un idioma que no era para el que estaba diseñado. Con cada intento, enseñaba unos caninos afilados que desmentían toda suposición de una dieta herbívora.



La percusionista levantó las manos con las palmas abiertas pidiendo paz. Era la más alta de todos y sólo le llegaba hasta el pecho del minotauro. Sebas no esperó a escucharla. Viendo su oportunidad, recogió su capa igual que un saco, con cazo y todo envuelto en ella y salió pitando. El pelirrojo quiso interceptarlo, pero un brazo enorme le cogió del cuello y lo levantó sin esfuerzo. Antes de doblar la esquina junto a su perro, el mediano tuvo tiempo de oler a meados y escuchar las risotadas, intercaladas con algún mugido, del coloso astado.

Está vez, Sebas no paró de correr con la cabeza gacha hasta que el empedrado bajó sus pies desnudos dio paso a un enlosado diferente. Al cabo de un rato se detuvo a la sombra de uno de los cedros que jalonaban la avenida. Había llegado al paseo marítimo de Sagal. El olor de la brisa marina le dio la bienvenida. Gaviotas, gente grande y gente bella contemplaban los barcos entrar y salir del puerto élfico. El corazón le dio un vuelco y sonrió alborozado. El mar, azul y espumoso, se abría ante sus ojos. El murmullo de las olas se sincronizaba con los latidos de su propio corazón. Por fin lo había logrado. Tragó saliva, tomó a Duende por las patitas delanteras y bailaron juntos. Entusiasmado, se moría de ganas por embarcarse en cualquiera de aquellos navíos."


Por León de Rasaol, médico, viajero y tutor de príncipes.


Y hasta aquí podemos leer, que decían en aquel famoso concurso televisivo. Os dejo con los Blacksmore`s Night y su "Village on the sand":


Nos leemos.

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