(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.8: Una Nueva Ilusión.
Hola a todos de nuevo.
Aquí regreso con una nueva entrega de "El Caballero Negro y El Corazón del Bosque". Ésta es larga. Algo más de 4.000 palabras. Me había propuesto limitar la extensión de las entradas para incrementar su frecuencia. No iba del todo mal, pero...
Tampoco estoy muy contento con el tono de la historia. No era lo que pretendía. El resultado está quedando a medio camino entre "Tierras Rojas" y "Aranmanoth". Pero bueno, el veredicto os lo dejo a vosotros. Entre tanto seguiré al teclado.
El resto de la jornada transcurrió entre rastrillos de paja sucia y palas de estiércol. Las pilas a las puertas del establo crecieron a buen ritmo. Para asombro de los curiosos, aquel caballero de porte orgulloso y acento extranjero demostró ser ducho en esos quehaceres. Poco o nada sabían ellos de las muchas obligaciones que recaían en los jóvenes escuderos. Entregados para su aprendizaje a tíos maternos u otros familiares lejanos, el trabajo duro, en el mejor de los casos, o la pura y simple explotación, en el peor, pasaban a formar parte de su vida cotidiana. No obstante, Tudorache había sido de los afortunados. Aquellas faenas le traían los buenos recuerdos vividos con su hermano. También agradecía la satisfacción que le producía el trabajo honesto y el sueño reparador que traía consigo el cansancio. En especial con ese persistente viento sur que azotaba la comarca día y noche.
Por allí rondaba el ocioso Conrado. No escatimaba en malicia. Pero al ver que sus pullas caían en saco roto, pronto dejó de aparecer por allí. Los que sí se acercaron fueron los labriegos del lugar. Era buen abono el que estaba acumulando el caballero. A ellos los envió a hablar con el posadero y al día siguiente acudieron con sus carros para retirarlo. Algunos consideraron oportuno ayudarlo para asegurarse que ningún otro convecino codicioso cargara antes que ellos y les dejase sin nada. Gracias a estos brazos extras empeñados en la labor el establo estuvo limpio para la noche. Uno de ellos se comprometió a suministrar la paja de los lechos.
A la hora de la cena el posadero lo sorprendió ofreciéndole una copa de aromático y oscuro vino. No había visto que ninguno de los parroquianos bebiese otra cosa que el orujo o la cerveza local.
—Antes de la Dominación está era tierra de viñedos —le explicó al ver su extrañeza y se sirvió otra para sí.
Parco en palabras, Ramiro no se explayó más. Tudorache paladeó el caldo con gusto. No era malo, ni mucho menos.
—Buen cuerpo. Asienta bien —lo alabó agradecido por la deferencia.
—Vuesa merced ha lidiado bien con el Belloto —lo felicitó.
El Belloto no podía ser otro que Conrado. De modo que a eso se debía el homenaje recibido.
—Provocaciones del género abundan en mi camino —le quitó importancia—. La mayoría son inofensivas.
—Los Bellotos no son mala gente —defendió a sus paisanos—. Un poco lentos sí que pueden ser. Pero trabajadores como los que más. Los Castañas en cambio… —meneó la cabeza con desaprobación.
El paladín miró a Ramiro de hito en hito. Siempre correcto y cumplidor, nunca le había oído hablar tanto. Pero en ese momento entró el alcalde y se impuso el acostumbrado mutismo.
A Pascual por su parte se le veía malhumorado, razón de más para contener la lengua. El hombre parecía un oso al que las abejas hubieran picado en el culo. En todo caso, Tudorache ya estaba servido y cenado, de manera que apuró la copa, se disculpó y subió a sus aposentos. Al amanecer lo esperaba un día completamente distinto. De eso estaba seguro, y aunque el zumbido del viento contra el tejado no daba tregua, el sueño reparador no le fue esquivo.
Acostumbrado a dormir con un ojo abierto en descampados y soledades, el canto del gallo lo encontró en pie estirando los músculos. Sin prisas se vistió de cuero y cota de malla. Se había comprometido a acompañar a la curandera al bosque por hierbas. No consideraba que fuesen a correr peligro. Pero entendía la conveniencia de aparentar de cara a los lugareños que así era. De modo que decidió portar consigo martillo y escudo. Pese al intenso uso, el arma de su hermano mantenía la cabeza sujeta con firmeza y el mango recio. En cambio, el blanco escudo con el negro símbolo de Tormo presentaba un aspecto lastimoso y pedía a gritos un poco de cariño y una mano de pintura. El paladín comprobó que el cuero del agarre interior resistiera unos buenos tirones y decidió que, en tanto lo funcional se mantuviera, no había de qué preocuparse. Más adelante ya se ocuparía de lo estético.
Así equipado bajó a desayunar. El ruido y el calor de la cocina le dieron la bienvenida. Paciente, se sentó en su mesa habitual, sita en un rincón, con la espalda en la pared y línea de visión directa con la entrada. Sus armas las posó a su lado, en el mismo banco en que se sentaba, bien a mano. Lo hizo así por mera fuerza de la costumbre. Eran hábitos de toda una vida. Enseguida se asomó Amelia y lo saludó, para luego regresar a los fogones. Cuando la volvió a ver llevaba una bandeja en la mano: tazón de leche humeante, gruesas rebanadas de pan recién tostado, queso curado, chorizo, un tarro de miel y cubiertos.
—Dicen que os habéis entendido con la Porquera —gorgojeó alegre como un pajarillo.
Tudorache asintió. No entendía muy bien a qué venía el regocijo que asomaba a los ojos de la posadera. Ella se dio cuenta y añadió:
—Por lo visto ha ido a hablar con Pascual.
—¡Ah! Vale, vale —comprendió al fin de qué iba la historia—. Algo me dijo, sí.
—Y no se lo ha tomado bien.
—Ayer lo vi. Parecía disgustado, sí. ¿Era por eso entonces? —picó un pedazo de queso de oveja con cara inocente.
—Por eso era sí —sonrió pícara.
—Tampoco es para tanto. Si me equivoco y no pasa nada, nada le costará.
—Esperemos que así sea —se puso sería.
—Sería lo mejor para todos —suspiró el paladín.
Ambos intercambiaron una mirada de entendimiento. Poca esperanza albergaban de que fuera a ser así.
—Me vendría bien algo de comida para llevar —cambió él de tema.
—¿Y eso?
—Lorena necesita recolectar hierbas del bosque para sus medicinas y quiere que la acompañe.
—De haberlo sabido habría preparado una buena empanada de carne, con su cebolla dulce y sus pimientos —lo regañó.
—En el momento se me pasó —meneó la cabeza disculpándose.
—Bueno, algo podré hacer. Ahora me pongo a ello —se despidió metiendo la bandeja bajo el brazo para regresar a la labor.
Ya había terminado la colación y tenía sobre la mesa un hatillo con huevos cocidos, cecina, nueces, pan y agua, suficiente para dos personas, todo listo para llevar, cuando oyó los pausados cascos de una montura. Los siguió un relincho de Mordiscos, a quien había dejado a la puerta en lo que la posadera decidía qué comida era mejor para pasar la jornada fuera.
El paladín se asomó por una ventana a tiempo para ver cómo Lorena descabalgaba con agilidad de una vieja yegua pinta. Sobre un vestido marrón y blanco vestía una fina capa verde con capucha. El cabello moreno, recogido en una larga trenza, la pasaba por encima del hombro y colgaba sobre el pecho. Unas gastadas botas de media caña indicaban que en el bosque no dudaría en salirse de los senderos trazados.
Alertada por el alboroto, Amelia se asomó otra vez. Dónde estaba su marido era algo que Tudorache no quiso preguntar. Viendo quien era la recién llegada, la saludó con alegría.
—¡Buenos días! —dijo al verla— ¿Qué tal resultaron las trufas este año?
—¡Excelentes, picarona! ¡Bien lo sabes! —trinó la posadera.
—Me alegro. Tenía mis dudas con Tocinillo, pero ha demostrado ser un gran rastreador —cabeceó complacida.
Parecía evidente que ambas mujeres estaban en buena sintonía. Colgado del hombro la curandera portaba un estuche de cuero suave y gastado por los años, junto a un resistente zurrón de esparto. Viendo los hatillos con la comida se ofreció a guardarlos en él.
—Una vez lleguemos al claro de las hierbas ya lo vaciaremos —dijo, quería dejar claro que sabía perfectamente a dónde lo iba a llevar, para qué y que su amiga también lo supiera.
Era una mujer sola en un pueblo pequeño, y no quería, ni exponerse a riesgos innecesarios, ni dar pie a habladurías. A Tudorache, que las intrigas cortesanas le resultaban tediosas y desagradables, el ver el cuidado que ponía Lorena en todo aquello le resultaba tan irritante, como admirable la prudencia de la mujer. Salieron pues a lomos de sus monturas. Él sentado a horcajadas sobre Mordiscos y ella de medio lado en la yegua prestada. Quiso el azar que se cruzasen con el Belloto. No se le pasó al paladín desapercibida como trocó la expresión burlona por otra de ansia y despecho al ver quien le acompañaba. Ahí era algo más que una cura la que había resultado mal.
Pronto abandonaron el camino principal que llevaba al norte, a las cascadas del Terrible, custodiadas por las guarniciones de ambas Barzas, la de Yuso y la de Suso, para tomar un sendero que se desviaba hacia el oeste, alejándose del arroyo llamado Turbulento.
Allí se apreciaba un bosque abierto. Las encinas y alcornoques que lo componían crecían dispersos. Oloroso matorrales de romero, ortigas y zarzamoras medraban a su sombra. No daba la sensación de ser del todo natural, por el contrario parecía que la mano del hombre intervino en su formación y después lo abandonó. Al percatarse de cómo observaba el lugar su compañero, Lorena condujo su yegua a la vera del caballero y comentó:
—Esta dehesa perteneció a mi familia. Antes nutridos rebaños y piaras pastaban libres y mantenían las veredas despejadas. Ahora en cambio…
—Algo he oído. La peste que trajeron los barcos…
Una risa amarga lo interrumpió. Sorprendido, Tudorache la miró de hito en hito. Ella negó con la cabeza y chasqueó la lengua contra los pequeños y regulares dientes de su boca de piñón.
—Eso dicen, sí —entrecerrando los ojos vivaces lo miraba suspicaz, calculando hasta que punto podía confiar en aquel extraño de paso—. No se cansan de repetirlo —suspiró.
—¿Entonces —tras una pausa la animó a seguir hablando—, qué fue lo que pasó?
El cálido viento mecía las copas del arbolado. Aquella mujer lo intrigaba. Desconfiada e inteligente lo ponía a prueba una y otra vez. Tras morderse el labio inferior un momento, ella se decidió.
—Animales enfermos ha habido siempre. Pero si los crías sueltos los identificas antes de que contagien al resto. Si en cambio los hacinas en tu granja para engordar al mayor número posible y vendérselos a los dominadores…
Los dominadores, con que así era como allí llamaban a los draktars, la progenie humanoide de los dragones, pensó Tudorache. Más pequeños y numerosos. Individualmente menos poderosos. Un azote de igual calibre cuando actuaban en grupo.
—Luego fue su codicia la que causó la propagación de la enfermedad entre los animales —rompió él su mutismo.
Lorena le dedicó una de sus sonrisas de entendimiento que despertó una calidez desacostumbrada en su encallecido corazón. Le agradaba la compañía de la curandera, por más que en ocasiones se mostrase esquiva y recelosa.
—Igual que están haciendo ahora con la madera —apostilló ella con pesar—. Ahora debemos salirnos del sendero —lo avisó sin darle tiempo de contestar—. Las plantas que busco crecen en zonas del bosque más densas.
Dicho ésto, tiró de las riendas y chasqueó la lengua. La vieja yegua obedeció pisando despacio. El manso animal estaba acostumbrado al jinete y al lugar. Mordiscos piafó protestando, pero le siguió. Allí su marcha se ralentizó. Matorrales espinosos los obligaban a zigzaguear. Pero Lorena transmitía la seguridad de quien ha recorrido esos vericuetos mil veces.
—Pronto llegaremos a las ruinas del viejo torreón —le informó al cabo de un buen rato, ya era casi mediodía y los rayos de los tres soles pugnaban con escaso éxito por atravesar el verde manto bajo el que cabalgaban.
—¿Un torreón? —se sorprendió Tudorache. Nadie le había hablado de lugar semejante.
—En efecto. Antes de la Dominación estas tierras eran un señorío nobiliario. Pero el linaje local opuso resistencia…
Tudorache asintió. Durante sus peregrinajes había oído muchas historias similares. Allí era la Dominación. En Enquiol, sede del poder terrenal de Namcor el Señor del Saber, era la Gran Traición. En Arras, con fuertes vínculos de sangre y económicos con Martogo, la Anexión. En Pallanthia, fiera y orgullosa, se llamó la Usurpación. En su patria, Esgembrer, donde se consideró preferible apartar del trono al legítimo heredero y desposar a su hermana con un miembro de la dinastía de Karameth para acogerse a la protección de la Tirana Azul, antes que exponerse a la violencia del Gran Rojo, se recordaba como la Ocupación… El golpeteo de los cascos sobre piedra pulida devolvió al caballero a la realidad.
—Pisamos una calzada de piedra…
—Así es. Lo poco que queda de ella. Durante años los vecinos usaron las ruinas de cantera. Cuidado adelante. Hay una zanja y tendremos que descabalgar.
Apenas lo avisó la tuvieron enfrente. El terreno cubierto de helechos y maleza ponía sobre aviso al ojo experto. Al otro lado surgía una pronunciada elevación. Entre los arbustos asomaban deterioradas piedras de sillería cubiertas de musgo. Lorena bajó de su montura y, llevándola de las riendas, la guio cuesta abajo por un tramo de vegetación menos densa a resultas de pisarla con cierta frecuencia. Tudorache la imitó con sumo cuidado. A sus ojos resultaba evidente que estaban atravesando el foso de una antigua fortaleza. Su suposición se vio confirmada una vez salieron de él. Ante ellos estaban los restos derruidos de un edificio circular. De un piso de altura, se apreciaban todavía algunas alargadas saeteras.
—Acompáñame —dijo la curandera—. Hay algo que te interesará.
Intrigado, el paladín se dejó guiar por el laberinto de ruinas. Debió ser un lugar importante.
—Aquí —señaló al frente—. Uno de los tuyos, supongo.
Ante sí se erguía sobre un pedestal, maltratada por unos u otros, la estatua de un caballero con su armadura, tal vez el señor del lugar. La cabeza, hendida al medio, yacía entre las hierbas. La heráldica esculpida sobre su pecho había sido mutilada, pero aún se adivinaba el contorno de un hacha de doble filo. Tudorache, reverente, acarició con sus dedos encallecidos el símbolo bajo el que luchó aquel guerrero y musitó:
—Thorgan. El dios de los guerreros. Debieron ser gente valerosa.
—De niña me gustaba venir aquí con mi abuela. Ella me contó que el señor y sus aliados mantuvieron a raya al ejército de Martogo durante meses. Hasta que un día, los dominadores desataron una tormenta sin igual. La oscuridad devoró la luz de los tres soles. Anocheció a pleno día. Envueltos en vientos huracanados y relámpagos capaces de pulverizar las rocas decidieron hacer de estas tierras un ejemplo. En enjambre acudió la prole de la dragona azul. Arrasaron con todo y con todos: casas, gente, ganado, vides y olivos. Y para cuando se retiraron, ahítos de sangre y violencia, un páramo desolado es lo que dejaron tras de sí.
El paladín la escuchó embelesado. Había algo en el cantarín habla local que, arropado por el canto de los pájaros y el rumor del agua, dotaba de una cualidad casi mágica a las palabras de la mujer.
Por todo el contorno crecían macizos de coloridas flores y otras olorosas plantas que no Tudorache no supo identificar. Lorena se sentó en un sillar de piedra y sacó las viandas. Un paño con cuadros blancos y azules las envolvía. Otra piedra descartada la sirvió de mesa.
—Aquí es donde recolecto la mayoría de ingredientes para mis medicinas—le explicó mientras daban cuenta de la comida—. El manantial que surge de esas rocas azules ahí delante también tiene fama de salutífero.
—Que conveniente que crezcan todas en un mismo lugar —antes de dar un mordisco a un huevo duro comentó él.
—No es ninguna casualidad —después de tragar un trozo de queso le contestó—. La abuela de mi abuela sirvió a la señora del castillo. Ella plantó este jardín e instruyó a mi antepasada en el uso de toda clase de hierbas útiles y beneficiosas.
Tras decir eso, sacudió las migas de su falda y abrió el pequeño estuche de cuero. De él extrajo un libro de cubiertas gastadas. Debió ser hermoso. Entre los largos dedos de la sanadora se veían los restos del pan de oro que un día lo adornó. Tudorache sintió que el corazón le daba un vuelco mientras ella pasaba las hojas de amarillento pergamino. Cada página contaba con una detallada ilustración de una planta medicinal y un texto escrito con primorosa caligrafía.
—¿Sabes leer el celebtath? —se maravilló el paladín.
—Lo justo para comprender las recetas y sus propiedades. La señora se lo entregó a la abuela de mi abuela y desde entonces ha ido pasando de madre a hija dentro de la familia.
Ella se lo tendió. Un gesto de confianza al que correspondió con gentileza. Viéndolo de cerca pudo apreciar la cruz de Nova, la diosa de la vida, que lucía en la portada. Lo ojeó con curiosidad, en sus batallas había tenido la oportunidad de tomar varias de las pociones allí descritas, lo mismo de curación, que de potenciación.
—Pero yo no tengo a quien llegar mis conocimientos —se lamentó abrazándose las rodillas.
—Todavía estáis a tiempo —la quiso consolar.
La mujer se rio con esa risa amarga que ya la había escuchado antes y negó posando la mejilla en las rodillas para mirarle de lado.
—No lo creo posible —jugueteó con la larga trenza—. Soy la Porquera. Camino sola por el bosque. Tengo contacto con enfermos y moribundos. No le temo ni a la soledad ni a la sangre. Soy peligrosa y los hombres me rehúyen… —recitó con la voz preñada a partes iguales de orgullo, tristeza y desafío.
—No entiendo —dijo él entre dientes, reprimiendo el impulso de abrazarla. Aquella mujer se le estaba metiendo bajo la piel.
—Así cantan las niñas de la comarca jugando a la comba.
—Los niños pueden ser crueles —admitió él.
—Los niños son como el arrendajo —entrecerró los ojos y se mordió el labio—. Repiten lo que oyen e imitan lo que ven.
Ahí estaba de nuevo aquel gesto pensativo. Aquella mirada calculadora, propia de quién ha sido herido en lo más hondo. Terminaron de comer en silencio y se repartieron las tareas. El paladín atendió a ambas monturas mientras ella recolectaba sus preciadas hierbas. A media tarde lo tenían todo dispuesto. Estaban a tiempo de regresar antes del anochecer. La jornada había sido seca y calurosa. Kazelrus seguía sin amainar. Podía seguir soplando toda la semana y no le sorprendería a nadie. En algún momento de la tarde Lorena había deshecho su larga coleta. El cabello negro y ondulado bailaba al racheado son del viento del delirio.
—Antes de irnos me gustaría echar un último vistazo a las ruinas de la torre y elevar una plegaria por los valientes que en ella lucharon —dijo el paladín.
—Me parece correcto —se encogió de hombros sin darle importancia.
Tomando de las riendas a sus monturas se acercaron al lienzo con forma de herradura que resistía al paso del tiempo y al uso como cantera que le habían dado los habitantes de la comarca. Él caminó hasta lo que debió ser el mismo centro de la torre. Lorena en cambio se abstuvo de seguirlo. Cruzando los brazos y posando ambas palmas sobre el pecho, Tudorache estableció un canal con el plano divino. En efecto, aquel lugar había sido el escenario de una gran violencia, pero no había espíritus inquietos atrapados en él. Sus defensores habían abrazado su destino sin remordimientos.
Sin embargo, ya se disponía el paladín a abandonar el lugar, cuando una piedra redondeada le llamó la atención. Se agachó para recogerla y su tacto le reveló su auténtica naturaleza: era un hueso. Al darse cuenta del descubrimiento de su compañero, Lorena se acercó.
—Esos restos son más recientes.
—¿Cómo de recientes?
—Es lo que queda de la piara de mi padre.
—¿Enfermaron y los sacrificasteis aquí? —había enojo en su voz. Aquello era una falta de respeto a todo lo que representaba ese lugar.
—Te lo he dicho, los animales de mi familia no enfermaron —negó ella en igual tono.
—¿Y entonces? —recogió una costilla del suelo para inspeccionarla.
—Alguien del pueblo decidió igualar las cosas —le temblaba la voz de rabia y tristeza por igual—. Condujeron a la piara hasta aquí. Bloquearon la salida y los apedrearon hasta matarlos.
—¿Alguien? —Tudorache se aferró a ese punto— ¿Nunca averiguasteis quién fue?
—En el pueblo cerraron filas. Los Porqueros y los Carreteros no somos de los suyos —dijo reprimiendo el viejo dolor y las lágrimas—. Por eso mis hermanos y los hijos de Amelia se marcharon.
—¿Y los alguaciles del rey?
—Esos sólo bajan de las Barzas para cobrar los tributos en las ferias.
—Pero tú sigues aquí —dijo mirándola a los ojos tristes—, velando por su salud.
—Aprendí a hacerme necesaria —contestó desviando la mirada al enrojecido horizonte—. Además, amo esta tierra. Aquí antes fui feliz. Crecí libre recorriendo sus bosques y brañas. Conozco cada bardal. Me he arañado las piernas atravesándolos todos y cada uno de ellos ¿Qué pinto yo atrapada entre muros y callejones con mis hermanos en la capital?
Tudorache asintió en silencio. Acababa de describir sentimientos harto conocidos por el caballero negro. Acostumbrado a la libertad que le proporcionaban sus peregrinajes, sus breves estancias en el Nido, allá en Esgembrer, se le antojaban eternas. Allí se sentía como una fiera enjaulada.
—¿Y tú? —ya no guardaban ninguno de los dos las fórmulas de cortesía— ¿Por qué no te has ido?
La pregunta no le pilló desprevenido. Él mismo había hecho examen de conciencia al respecto. Pero antes de que contestara, ella se acercó sin dejar de hablar y le puso la mano sobre el pecho. A su contacto se le erizó el vello de la piel.
—Veo tu aura. Es brillante y violenta —nunca habían estado tan cerca el uno del otro. Podía oler el sudor de la mujer entremezclado con la fragancia del tomillo, el romero y las otras hierbas que llevaba en el zurrón—. Has sido criado por y para la guerra. La agresividad que corre por tus venas clama por liberarse. Aquí no tienes contra qué descargarla. Tampoco puedes proteger a la gente del pueblo de sí mismos.
—Me he quedado porque de lo contrario no sería mejor que ellos —con la mirada fija en su boca respondió—. Por qué no quiero ser solamente ese hombre violento que me describes.
—Entonces, es por orgullo que obras en contra de tu naturaleza —estaba tan cerca que podía sentir su aliento en la cara.
—Ceder a nuestros impulsos es un error —protestó.
—Todos yerran y nadie los culpa —sus brazos rodeaban ahora su cuello— ¿Por qué tenemos que ser nosotros distintos?
Él no contestó. Sus manos estaban en la cintura de la sanadora. Tal vez fuese su primera intención alejarla de sí, pero ya no. Sus labios se encontraron, húmedos y salados. Ella guio las manos de Tudorache bajo su falda. No hubo más pruebas ni debates, sólo un hombre y una mujer poniendo remedio a la soledad.
La laxitud que sobreviene al rapto pasional los encontró desnudos y enredados bajo sus ropas arrugadas. Ella recorrió con sus largos dedos las cicatrices que surcaban el torso del guerrero hasta tropezar con el silbato de marfil que colgaba de su cuello.
—Esto no es lo correcto —suspiró él al sentir de nuevo el roce de la cadena plateada.
—¿Tan malo es aceptar nuestros sentimientos? ¿Acaso prohíbe tu orden enamorarse? —le besó el cuello cerrando el puño en torno al reclamo.
—No, pero la vida que llevo…
—Cámbiala ¿No has recorrido suficientes caminos solitarios?
—Hice un juramento.
—Deshazlo —se apretó contra él.
—No lo entiendes.
—Pues explícamelo.
Tudorache cerró los ojos. No quería tener esa conversación. Por un instante volvió a estar en los Marjales. A sentir el viento en su rostro. Los alaridos de los guorzs resonaban con total nitidez en su cabeza. Respiró profundamente. A fuer de justicia debía corresponder la confianza en él depositada. Apartó el ayer y sin explayarse se sinceró con Lorena.
—Hace años mi hermano y yo acudimos a la llamada de la orden. Nuestro rey nos necesitaba —parco en palabras la ahorró los detalles propios de bardos—. Hubo una gran batalla. Mi hermano cayó y yo abandoné a mi rey para perseguir a su asesino. En mi ausencia la batalla se ganó, pero el rey murió. Caí en desgracia a ojos del reino y de la orden —juntó su mano sobre el puño de ella—. Pero sobre todo a los míos.
—¿Y por eso crees que te mereces una vida de peligros y noches frías?
Tudorache no contestó. Sabía que ella tenía razón. Ya había pagado con creces su error. El Maestre Zacarías se lo repetía cada vez que regresaba al Nido. Lo que le faltaba era perdonarse a sí mismo. Encontrar un motivo, una ilusión, para dejar de atormentarse y volver a vivir. Giró la cabeza para mirarla. Un mechón de pelo cruzaba el rostro agraciado de Lorena, se lo apartó con torpe delicadeza. Tal vez tenía delante esa nueva vida.
—Pensaré en lo que me has dicho —dijo, y la besó de nuevo.
Entre tanto, unos ojos tibios de animal los observaban desde los matorrales. Una humana emoción los animaba. Eran los celos. Con sigilo, un cuerpo alargado y cubierto de vello rojizo dio la espalda a los amantes. El bosque lo abrazó mientras se alejaba a todo correr. Casi parecía que el zorro de larga cola roja estaba llorando.
Y hasta aquí podemos leer. Por ahora me despido. Os dejo con "El Último de la fila" y su "Sara":
Nos leemos.
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