(Ital JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.4: El Emisario de la Doble Corona.

        Hola a todos. Felices fiestas lo primero.

        Aquí regreso con una nueva entrega de las aventuras de nuestro caballero penitente. Os adelanto que hoy se va a topar con un antagonista de la peor especie. Uno de esos liantes que nunca tiran la piedra, pero que siempre se la arreglan para complicarle a uno la vida. Algunos ya le conocéis. Fue uno de los primeros PNJs relevantes que utilicé en mis sesiones de rol en el mundo Ital y sigue suelto enredando por un relato u otro.

Forzando el paso una vez abandonada la espesura y cruzado el arroyo, desde donde un pequeño zorro parecía despedirse de él, al atardecer regresó al asentamiento de los leñadores. Había una gran hoguera en la plaza del lugar y se oía música. Una lujosa carroza con un tiro de seis buenos caballos estaba aparcada a un lado del camino. Cuatro soldados armados con arcos, rodelas y sables lo custodiaban. Vestían el uniforme azul y verde del reino. Lo ligero de su armadura y los turbantes a la manera alrusiana los delataban como miembros de la infantería de marina. Sus monturas pastaban en las inmediaciones. El paladín los saludó al pasar. Ellos, adustos, se limitaron en evaluar su rango de amenaza y sopesar lo oportuno, o no, de cortarle el paso, para finalmente desestimar la idea. Tal vez tuviera algo que ver en su decisión un movimiento de cortinas dentro de la carroza, o tal vez no.

El caso es que un personaje de importancia había recalado en el poblado. Si era para bien o para mal, eso estaba por ver. Bordeó la plaza para echar un vistazo. Los vecinos habían sacado tres largas mesas con sus bancos. En largos espetones daban vueltas a pollos y corderos. Las porciones se distribuían en bandejas de madera. De madera eran también los vasos en que se bebía el licor y la cerveza del lugar. Un trío de rabelistas amenizaba la recepción. El alcalde agasajaba a un noble de pelo rubio platino, piel morena y ojos verdes, vestido de terciopelo y armiño al estilo de la corte, que sonreía afable y se sentaba escoltado por otros dos soldados. Apenas comía las jugosas carnes que tenía ante sí. Y cuando se llevaba el cubilete a los labios era un leve sorbo el que llegaba a su garganta.

El paladín se acercó a la posada por la puerta de atrás. Una vez en la cuadra, liberó a Mordiscos de sus arreos que cubrió con su sufrida manta de viaje. Antes de afrontar al concejo y a su elegante invitado, le dejó avena y agua.

Consciente de que su regreso no había pasado desapercibido, dirigió sus pasos de vuelta a la plaza. El primer grupo de comensales que le vio, ya le invitó a sentarse entre ellos. Todos en la localidad esperaban ansiosos noticias suyas. Ya eran varios los aventureros que habían enviado al bosque para no volver y durante su prolongada ausencia fueron varios los que apostaron que no lo volverían a ver.

Con el bullicio de los allí reunidos era complicado entenderse. Familias enteras, abuelos, matrimonios, primos y cuñados se sentaban en las largas mesas, mientras los jóvenes servían la comida y las muchachas las bebidas. Entre el vete y ven aprovechaban para flirtear entre ellos. 

El caballero aceptó la invitación. El olor de las viandas le había recordado a su estómago el tiempo pasado sin ingerir algo sólido y gruñía con desvergüenza. Ante él depositaron una escudilla de alubias con su chorizo y tocino, al momento le siguió un cubilete de licor. Dio cuenta de lo primero con hambre de lobo. Mas en lo segundo, y por no ser descortés, imitó al insigne invitado de la mesa principal y tan solo mojó los labios. Los demás comensales, peones y sus familias, aunque se estuvieran muriendo de ganas por averiguar qué había estado haciendo, permitieron que comiese sin interrumpirle. Él aprovechó para examinar con más calma a los principales del lugar sentados en la mesa central. Eran los dueños de las serrerías desbaratadas y quienes en peor posición se encontraban con todo aquello.

Tal como temía, el ambiente entre ellos era tenso. Las sonrisas forzadas y los gestos de afecto exagerados no lograban ocultar su preocupación. El cortesano en cambio no denotaba preocupación alguna. Parecía más bien un esbelto gato que jugase con un grupo de ratones gordos y lentos. Sus suaves palabras se perdían entre la música, pero el sudor perlaba la calva del alcalde. Al fin, este último llamó a una muchacha y la envió en dirección a los rabelistas. Para dar más fuerza a su mensaje, el noble hizo que la acompañase uno de sus guardaespaldas.

Una vez que la pareja cumplió su cometido, la música cesó. Entre los jóvenes, y los no tan jóvenes, se levantó un coro de protestas. Para acallarlos, el alcalde se levantó moviendo los brazos.


—¡Silencio, mis estimados convecinos! —levantó la voz con autoridad— ¡Silencio!


Un grupo de afines diseminado por entre los comensales se unió a sus esfuerzos. El alcalde esperó de pie a que una suerte de orden se impusiera en la reunión antes de continuar.


—¡Todos sabemos la crisis afronta nuestra comunidad! ¡Bestias feroces nos atacan! ¡Brujerías embotan y oxidan nuestras sierras! —un murmullo de asentimiento secundó su exposición— ¡Una fuerza hostil busca privarnos de nuestra forma de vida y expulsarnos de las tierras de nuestros padres, abuelos y más allá! ¡Hemos enviado a cuánto valiente se ha atrevido a confrontarla! —aquí hizo una pausa dramática antes de terminar— ¡Y ninguno ha regresado!


Llegado a este punto, el hombre hizo una pausa dramática antes de señalar a la mesa del paladín con un ademán de sus brazos musculosos y bronceados, propios de quien ha trabajado mucho y bien a la intemperie.


—¡Hasta ahora! —proclamó— ¡Levántese maese caballero! 


Aplausos y vítores estallaron por toda la plaza. El soldado enviado junto a los músicos, que estaba aprovechando para probar el licor local, se atragantó sorprendido y regresó a su puesto con cara culpable.

Tudorache el Negro apuró su bebida al tiempo que obedeció. Un agradable calor le bajó por la garganta. Llevaba un rato esperando que la atención de los reunidos cayera sobre él. Respondió a los comensales con una educada reverencia. Una vez que se impuso el orden, comenzó a hablar:


—Estimadas gentes, es cierto que me he internado en lo profundo del bosque. Allí he mirado a la cara a sus criaturas. Ellas mismas me han guiado por  senderos olvidados hasta el corazón mismo que alienta la vida en esta región —al contrario que el líder local, él no levantó la voz, obligando así a los oyentes a prestar atención—. Durante generaciones, hombre y bosque se beneficiaron mutuamente el uno del otro. Yo mismo he visto cómo reverdecían los brotes en un tocón recién cortado.


En este punto, un murmullo recorrió las mesas, todos habían oído a sus padres y abuelos historias de afortunados leñadores que volvían a talar el mismo árbol semana tras semana.


—Sin embargo, ese equilibrio se ha roto —continuó sin esperar a que callaran—. El bosque ha menguado. La velocidad a la que cortáis sus árboles ha superado su capacidad para regenerarse. Y el poder que en él reside os ha marcado un límite en el último arroyo. Más allá es tierra consagrada a Silvara.


Sus palabras cayeron como un jarro de agua fría. En especial entre los sentados en la mesa central, junto al alcalde y al noble cortesano. Suyas eran las serrerías. Suyos los contratos pendientes. Suyo el prestigio entre quienes les habían confiado su futuro. Las expresiones de sus rostros oscilaban entre la incredulidad y el enojo. Dejó que sus palabras calasen entre la audiencia. El tono suave que había mantenido tenía como objetivo amansarlos dentro de lo posible. Pronto empezaron los corrillos por las mesas.


—¿No podemos cruzar el Turbulento?

—No, no, no. Los mejores árboles están allí…

—Hay más bosques al este…

—Demasiado lejos del Terrible ¿Cómo vamos a transportar la madera hasta las barcazas?

—¿Más carros?

—Muy lento. Muy caro…


Entonces se levantó el noble invitado a la mesa principal. El tono de su piel delataba una ascendencia alrusiana, pero su estructura ósea y sobre todo su manera de hablar traicionaban un origen celebtir.


—¡Señores míos! —reclamó su atención con aplomo— ¡Señores míos! ¿Se están oyendo ustedes? ¿Acaso al primer contratiempo van a rendirse? ¿A olvidar que de ustedes depende el futuro de las generaciones por venir?


Tudorache observó con detenimiento el impacto que la arenga del noble tenía en aquellas gentes sencillas pero orgullosas. Se miraban unos a otros, inquietos unos, desafiantes otros. Era obvio que el cortesano había tocado una fibra sensible.


—¿Cuánto tardará la estirpe de Karameth, siempre ambiciosa, en volver su mirada a estas tierras que considera suyas? —prosiguió abriendo los brazos como si quisiera abarcar con ellos el mundo entero— ¿O será el destronado linaje de los Ulrichdoun, siempre al acecho en la meseta Pallanthia, quien intente conquistarnos de nuevo? ¿O acaso hemos de esperar a que las velas negras y rojas de los khenmitas y sus vasallos aparezcan en el horizonte para lamentarnos?


La agitación en las mesas crecía con cada peligro enumerado por su invitado. En todos estaba reciente la traición de Martogo y los abusos que habían padecido a manos de sus cómplices.


—¡Nuestro momento es ahora, señores míos! —después de despertar sus miedos, continuó en tono conciliador— Hemos de fortalecer nuestra primera línea de defensa frente a nuestros enemigos: la armada. 


Llegado a este punto les tenía ganados. Desalentado, el caballero negro se mordía el labio. Por todas las mesas se oían comentarios de aprobación.


—Hemos de presentar un frente unido que disuada a nuestros vecinos de alzar su mano contra nosotros. Y para ello, nuestros astilleros e industrias necesitan vuestra madera —concluyó su disertación entre aplausos.

—Está claro que no podemos permitirnos más demoras —intervino el alcalde. En parte se le veía aliviado por haber compartido la responsabilidad de tomar la decisión—. ¿Pero qué consecuencias podemos esperar si seguimos cortando los árboles prohibidos?


Los vítores y exclamaciones se apagaron. Todas las miradas se volvieron al caballero errante. En unas brillaba el desafío. En otras asomaban el miedo y la duda. Tal vez aún fuera posible reconducir la situación y disuadirlos de su empeño.


—Por ahora no han tenido ninguna desgracia que lamentar —contestó con la misma suavidad que antes—. Pero si rechazan los términos del hijo de Silvara —hizo una pausa para tomar aire—... ¡En ese caso —elevó el paladín la voz en tono lúgubre y amenazador—, todo habitante del bosque, grande o pequeño, animal o vegetal, será vuestro enemigo! ¡Hasta los propios árboles desenterrarán sus raíces y marcharán a la guerra que desataréis!


Sus palabras causaron el impacto deseado. Se escucharon protestas y algún gemido de angustia mal reprimido. Vio flaquear la determinación de quienes menos tenían que ganar con todo aquello.


—¿Y cómo vamos a hacer?

—Podemos volver a criar cerdos…

—¿Y si vuelve la peste?

—Con las ovejas sólo no nos llega…


Ya iba Tudorache a seguir hablando cuando el cortesano se le adelantó.


—¿Silvara? —preguntó desdeñoso— ¿Y quién es Silvara? Una diosa menor adorada por ermitaños medio locos, los menguantes elfos y los salvajes dancos en sus montañas —los silenció con su exabrupto—. Si tan poderoso es este vástago suyo ¿Dónde estaba cuando los draktar de Lundune surcaban los cielos y devoraban a los hijos de los hombres?


Los corrillos de las mesas reaccionaron favorablemente a lo dicho por el noble. Habían expulsado a bestias feroces como osos y lobos de sus tierras. ¿Iban a temer ahora a los árboles del bosque?


—¿Y quién es este vagabundo sin lazo alguno que lo ate a este reino para venir y decirnos lo que hemos de hacer? —dijo condescendiente y venenoso— ¿Sabemos siquiera su nombre?

—Soy un paladín penitente de la Orden de Tormo. No tengo nombre hasta cumplir mis juramentos —herido en su orgullo, reprimiendo las brasas de su airado carácter, contestó el aludido.

—¿Penitente? —saboreando con lentitud cada sílaba repitió el cortesano— ¿Penitente? Fallido —escupió burlón—, éso es lo que tenemos aquí: un paladín fracasado. 

—Mucho habláis, mas tampoco yo sé vuestro nombre o cargo.

—Cierto —recobrando la apostura, respondió llevándose una diestra cuajada de anillos al corazón—. Me presento: Dundenis de Shantider, Tesorero de la Armada, fiel servidor de la Doble Corona Henarya y de sus gentes.


El caballero negro entrecerró los ojos, aquel nombre le era conocido, pero no acertaba a ubicarlo. Shantider sí sabía dónde estaba. Era una ciudad venagozariana.


—Shantider queda lejos de aquí —arguyó.

—Así es —asintió relamiéndose—. Mi familia cayó en desgracia y hemos recorrido un largo camino hasta este hospitalario reino. De hecho, es tal la gratitud que siento por sus habitantes, que estoy dispuesto a dejar aquí, hoy mismo —recalcó levantando el brazo derecho con la palma bien abierta—, una mano de mis guardaespaldas para que os asistan. ¡Y tan pronto regrese a la capital, enviaré tres manos más!


Los comensales respondieron golpeando las mesas como muestra de aprobación. Cuatro manos de infantes de marina eran veinte avezados arqueros y luchadores. Más que suficientes pensaron para proteger a las serrerías y a sus trabajadores. Con semejante oferta sobre la mesa, no había marcha atrás posible sin ser tildados de cobardes.


—¿Y vos caballero —trató de mediar el alcalde—, nos asistiréis en esta empresa?


Negando con la cabeza, Tudorache el Negro posó ambas manos sobre la mesa y aceptó su derrota.


—He hecho los votos de socorrer al inocente y asistir al necesitado —dijo con amargura—. No de secundar al insensato.


Pero enfervorecidos en su celebración, pocos lo escucharon ya. Tomó un último trago que le supo a ceniza y se retiró a la posada. Poco esperaba descansar. Tenía mucho en qué pensar.


Y hasta aquí llega la entrada de hoy. Os dejo en compañía de los Celtas Cortos y su "Trágame Tierra":



Gracias por estar ahí.

Nos leemos.




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