(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.3: En el Corazón del Bosque.

    Hola a todos un día más.

    Aquí regreso con la historia de Tudorache el Negro. En esta ocasión voy a responder a la pregunta: ¿Si tan a gusto estaba desfaciendo entuertos lejos de la civilización, por qué volvió sobre sus pasos? Empecemos pues:


Dejando tras de sí a los jóvenes iniciados, el caballero penitente recogió sus bultos y acomodó sobre su hombro los diezmos recolectados durante su peregrinaje. 

Los años de paz habían permitido un aumento casi explosivo de la población humana. Tierras fértiles que se abandonaron durante los conflictos precedentes volvían a sentir la hoja del arado. No es que se hubiera reforjado espada alguna, pero el trabajo honesto volvía a tener su recompensa.

Tampoco escaseaban los grupos de fugitivos de la derrotada Orden de Sthalos, o de quienes amparados por ellos habían abusado de su posición. Muchos habían rechazado las llamadas a la reconciliación proclamadas por el Rey Samuel de Martogo y preferido la vida del bandido a embarcarse rumbo a Rasaol.

Y sin embargo, había sido un último encargo propuesto por gente honrada y dispuesta al trabajo duro el que le había dejado peor sabor de boca.


***


Fue en los confines de Henarya. A la sombra de las montañas que la separan de Pallanthia. En el lindero de un bosque antiguo y profundo cuya madera llevaban explotando desde tres generaciones atrás. Eran gente recia y pragmática. Resultado de los vaivenes que la fortuna había deparado a los imperios de una y otra costa del Mar Interior. Habían aprendido a valerse por sí mismos y a desconfiar de las supuestas bondades del dominio ajeno. Pero eran extraños en aquel rincón salvaje donde se habían internado y desconocían los poderes que allí habitaban. 

Una manada de bestias atacaba a los leñadores y destruía sus aserraderos. Los astilleros del reino reclamaban más y más madera. Si no satisfacían sus demandas, perderían sus encargos. De ser así, la supervivencia del asentamiento peligraba. Por eso mandaron buscar aventureros y cazadores de monstruos que los protegieran. Varios habían acudido atraídos por la suculenta recompensa. Pero ninguno había regresado para cobrarla. Esas nuevas le llegaron al caballero negro en su peregrinar y hacia allí dirigió sus pasos con el mejor de los propósitos.

No hubo doblez en el trato que le dispensaron y pronto estuvo bajo los árboles centenarios de los que obtenía aquella gente su sustento. Grandes osos pardos merodeaban entre la foresta, pero no era de ellos de quienes había de cuidarse. Con ellos bien sabían lidiar los lugareños y sus hocicos mantenían alejados de donde el hombre moraba.

Decidió pernoctar entre las paredes de madera cubiertas de hiedra de una de las serrerías abandonadas. Sólo el porche y los canales de agua traída de un arroyo cercano estaban dañados. La propia sierra estaba tirada a un lado, cubierta de musgo y oxidada. Los pájaros cantaban al son del agua y los rayos de luz atravesaban aquí y allá las tupidas copas de los árboles. Amarró a Mordiscos a un poste y le dejó pastar, mientras él prendía una fogata a dos pasos del porche. Unas gachas de avena le caldearían el estómago. Las espesaría con pan duro. Estaba masticando despacio una tira de cecina en lo que su frugal cena se calentaba, cuando vio una primera aura verde, cual aurora boreal, deslizarse por entre los árboles.

Mordiscos golpeó el suelo con los cascos y relinchó desafiante. Un coro de barritos, como el de los ciervos en celo le respondió. Inquieto, el caballo retrocedió resoplando, sin dejar de patear.

Las verdes luces se acercaron al arroyo. Entonces los pudo ver con claridad. Eran una manada de ciervos de pelaje verde con manchas de plata los que custodiaban la santidad del bosque. Entre ellos destacaba uno de mayor alzada y porte regio. Eran sus cuernos de madera y de ellos brotaban hojas y flores. Sin dejar de mirar al intruso humano con ojos tibios de animal, posó un casco dorado sobre el cercenado tocón de un roble inundándolo con el verdor de su luz y nuevos brotes emergieron de la torturada madera. 

Al verlo, el paladín errante no pudo evitar sentirse como un intruso. Despacio, retrocedió hacia su caballo murmurando palabras tranquilizadoras. Éste reaccionó haciendo honor a su nombre. Así había sido entrenado. En más de una liz su agresividad había socorrido al caballero negro. Prevenido como estaba, la dentellada no alcanzó a su objetivo y su jinete lo apaciguó cogiendo las riendas sin dejar de hablarle con voz suave.

Para cuando volvió su atención a las mágicas criaturas, éstas se habían desvanecido y las gachas olían a quemado. Torciendo el gesto las retiró de las brasas. Con resignación cortó una gruesa cuña de la hogaza de pan, la troceó con parsimonia, arrojó cada pedazo al puchero y removió el potaje para que se empaparan bien. Se sirvió un cacillo humeante y sopló sobre él. La jornada había sido larga. Las tripas reaccionaron al olor de la comida caliente. Tomó un bocado. El sabor del pan bregado mitigaba el regusto a quemado mientras contemplaba los brotes verdes de lo que momentos antes era un mero tocón al otro lado del arroyo.

Él no era un guardabosques que pudiera cuestionarse su lealtad para con el mundo humano. Mucho menos un druida entregado a la causa de la vida salvaje. Él era un adalid de la humanidad, pero comprendía que, por algún motivo olvidado por sus habitantes, aquella tierra era sagrada para la diosa Silvara y sus afines. Era su deber proteger a la comunidad que había acudido a él en busca de auxilio. Pero en esta ocasión sospechaba que los hombres eran a un tiempo víctimas y verdugos. Debía averiguar más acerca del lugar, meditaba entre cucharada y cucharada. Los defensores del bosque habían tolerado su presencia, así que a la mañana siguiente cruzaría el arroyo.

Con esa idea en mente pasó la noche dormitando en la cabaña. Siempre había tenido el sueño ligero. Confiaba en que Mordiscos lo despertase. Pero aún así no dudó en tender unos finos cables con múltiples campanillas y cascabeles prendidos en el porche y el cercado.

La noche transcurrió sin incidentes remarcables. El ulular de los búhos lo despertó un par de veces y un zorro curioso jugueteó con las campanillas hasta que lo ahuyentó lanzando una tira de cecina. Con las primeras luces de Loiv levantó el campamento y bajo los auspicios de Heid cabalgaba ya al otro lado del arroyo.

No tardó la espesura en tragarse los rayos de los tres soles. Atento a ramas y raíces montaba siguiendo un desvaído sendero. Las zarzas y helechos lo invadían aquí y allá, pero no faltaban postes tallados a la manera de los dancos. El verdín cubría las características espirales con que representaban la danza cósmica de soles y lunas. A media jornada la pendiente aumentó y con ella aparecieron las primeras piedras hincadas, lisas como lajas y profusamente decoradas. No le cabía duda. Estaba hollando tierra consagrada a la diosa de los bosques. Qué había obligado a sus adoradores a abandonar aquel santuario era algo que se le escapaba. Tal vez el Colapso provocado por la destrucción de las Llaves. Pero era tal la antigüedad que exudaban aquellas muestras de devoción que no tenía modo de saberlo. Las verdes auras del Rey de los Bosques y su comitiva parpadeaban por entre los árboles centenarios.

Por puro respeto, el paladín desmontó y continuó el ascenso llevando a Mordiscos de las riendas. En lo alto de la colina lo esperaba un círculo de aguzados menhires y en su centro un roble que empequeñecía a cuántos gigantes lo rodeaban. Una docena de hombres bien formados tomados de la mano no bastaban para abrazarlo. Más aun, la energía contenida en sus vetas palpitaba como un mar verde que bañase y alimentase a la vida vegetal circundante. 



Tudorache el Negro sintió la boca seca en presencia de aquella manifestación de la divinidad. Su propio poder espiritual desfallecía igual que una vela bajo la acometida del viento. Ante sus ojos, la manada de astados defensores de la foresta se congregó en el claro dejando un pasillo libre por el que acercarse al coloso arbóreo. El Rey del Bosque, en cambio, se situó a sus espaldas, cortándole el paso.

No percibió hostilidad alguna por su parte, así que aseguró las riendas en la rama de un roble y aceptó la invitación. Con paso firme y la cabeza descubierta desfiló por el espacio libre. Un viento suave mecía las copas del bosque, sugiriendo una melodía preñada de nostalgia. Para cuando estuvo a la sombra del roble milenario, la manada/rebaño de verde pelaje los rodeaban a ambos. Reverente, el paladín se arrodilló ante el hijo de Silvara. Si bien ambos militaban en la Alianza del Libro, no había amor entre Tormo y la protectora de la naturaleza, pues con frecuencia sus intereses entraban en conflicto.

Consciente de su papel como embajador de los humanos ante el corazón del bosque, el caballero negro cerró los ojos y acompasó sus propios latidos con los de la arbórea presencia y así entrar en comunión con su divinidad. Dicha experiencia no le resultó ni sencilla, ni placentera. Orgulloso de su individualidad, era reacio a rendir su espíritu al mar que inundaba la foresta. Fiero y batallador, la sangre que había derramado a lo largo de una vida de lucha salpicaba su conciencia, y el gentil hijo de Silvara rehuía su contacto. Necesitaban un puente que uniera ambas realidades y lo encontraron en la alargada figura de un pequeño zorro que se relamía recordando la música de unas campanillas y el sabor de la carne ahumada.

A partir de esa conexión, un flujo de imágenes sustituyó al recelo mutuo. Así el paladín presenció la llegada al bosque de los primeros cazadores y recolectores, su paulatino aprendizaje del delicado equilibrio que posibilitaba la pervivencia de aquel privilegiado ecosistema y la fundación de una comunidad druídica. Pudo escuchar sus risas y sus cantos mientras su número aumentaba y enviaban grupos de jóvenes parejas a poblar nuevas tierras, para luego regresar en busca de consejo o solución a lis pleitos que les sobreviniesen. De esta manera incrementaron su influencia pacíficamente. Hasta que el pueblo del roble sufrió la acometida de los pujantes celebtir con sus barcos de velas blancas. De ahí en adelante fueron señores de la guerra embutidos en cuero y cota de malla los que acudieron a los druidas. Ellos buscaban poder para matar a sus enemigos y los druidas ofrecían sanadores para curar a sus heridos. Otras fueron las divinidades que complacieron las demandas de los dancos, como Sariagón el Cazador, de modo que la influencia de Silvara decayó entre ellos. Aún así, los valientes guerreros fueron derrotados y su pueblo se dividió: los unos mezclaron sangre y costumbres con los recién llegados, mientras que los otros cruzaron las montañas y ocuparon la meseta que hoy llamamos Pallanthia. Ya no hubo más danzas en torno al roble milenario, ni risas, ni cantos. Al principio su soledad se veía interrumpida por la visita ocasional de peregrinos llegados del norte, pero una segunda oleada de invasores, ésta vez khenmitas, sometió la región y borró su recuerdo de los hombres.

Imperturbado, el hijo de Silvara se sumió en el letargo. Su prole creció y se propagó. Fauna y flora buscaron cobijo bajo sus ramas. Pero la humanidad regresó. Y con ella trajo hachas. Fue su mordisco el que arrancó del dulce sopor al roble colosal. Siendo su número escaso, y limitándose al aprovechamiento de madera muerta y los ejemplares imprescindibles para levantar su asentamiento, bendijo su llegada. Con sus rebaños de ovejas y piaras de cerdos mantenían limpios sus bordes exteriores, de modo que los incendios ocasionales no se propagaban descontrolados. Así el hombre y el bosque convivieron de nuevo. Aunque con recelo, pues estos nuevos pobladores temían y ahuyentaban a los enviados por el Corazón del Bosque. Percibían de algún modo el antiguo poder que moraba en ella y evitaban adentrarse en lo profundo de la foresta. Hasta que algo les motivó a reducir su ganado y volcarse en la explotación de la madera. Primero en grupos de leñadores, después con serrerías aprovechando los arroyos, hicieron retroceder palmo a palmo la masa boscosa. El equilibrio entre ambos mundos se había alterado y el hijo de Silvara definió un límite que no se debía cruzar. Pero el hombre lo cruzó, de manera que convocó a las criaturas del bosque en su defensa…

Llegado a este punto, las imágenes se interrumpieron y el paladín abrió los ojos. El pequeño zorro, que yacía enroscado sobre sí mismo, levantó su cabecita y sacudió las orejas antes salir corriendo para perderse entre las menguantes sombras de la foresta. La noche se había deslizado silenciosa durante su trance y amanecía de nuevo. Uno tras otro, los miembros de la mágica manada se incorporaron también. Tudorache el Negro los imitó. Tras tanto tiempo inmóvil esperaba sentir las piernas débiles y el cuerpo entumecido, mas no era así. Tampoco lo acuciaba ni el hambre, ni la sed. Había sido bendecido por el Corazón del Bosque y sus fuerzas restablecidas. La manada lo miraba expectante.


—Lo he entendido —rompió el humano la quietud—. El arroyo no debe ser cruzado.


Dicho ésto, la muralla de cuerpos que le cortaba el paso se abrió. Al otro lado lo esperaban el Rey del Bosque, la florida cornamenta alzada con orgullo, y su caballo marrón, que mordisqueaba travieso el verde pelaje de la mágica criatura.

Con premura emprendió el camino de regreso al poblado. Entre el arbolado le pareció ver danzar la rojiza figura de unos zorros. Ahora comprendía la desaparición de los anteriores aventureros. Puede que se amedrentaran en presencia de los poderes del bosque. O puede que desistieran de su misión al comprobar que era una encomienda imposible de solucionar por la mera fuerza de las armas. Bien sabía que en el poblado no aceptarían de buen grado el mensaje del bosque. Pero había aceptado mediar entre ambas partes y no estaba dispuesto a abandonar.


Y hasta aquí llega la entrega de hoy. Como veis, nuestro buen caballero se encuentra atrapado en un dilema propio de Geralt de Rivia. Y ya sabemos como suelen acabar estas cosas. Ahora le toca elegir el mal menor, que diría Joe Abercrombie.

La siguiente entrega está en proceso, pero se me hacía demasiado largo todo junto para este formato. Entre tanto os dejo con los Rhapsody of Fire y su "Lo Spirito della Foresta":



Gracias por estar ahí.

Nos leemos.


Comentarios

Entradas populares