(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.2: Savia Nueva.
Hola a todos, muy buenos días, aquí estoy con una nueva entrada dedicada al proyecto de la serie de novelas cortas "Caminos Separados". Seguimos en compañía del penitente paladín de Tormo. Con él os dejo.
Apartada la incertidumbre, Tudorache el Descarriado espoleó suavemente a su montura. Marchando al paso llegaron ante los gruesos portones reforzados con láminas y tachones de hierro del baluarte. A un antiguo maestre de la orden le debió parecer redundante que el acceso principal estuviese decorado con el símbolo de la torre. De manera que era la silueta de un águila con las alas extendidas el blasón que se dividía entre las jambas ahora abiertas. Los rastrillos estaban levantados. Cuatro jóvenes lanceros de blancos tabardos sobre las cotas de anillos los custodiaban desde la sombra del pasillo abovedado.
Al percatarse de su llegada, dos de ellos le salieron al paso, en tanto que los otros dos adoptaron una postura más respetuosa colocándose a ambos lados con la espalda en la pared. Al menos otros tantos había visto patrullar por parejas la cinta amurallada. Semejante despliegue lo habría anonadado de no ser por los indicios de prosperidad que había presenciado por el camino.
—¡El caballero negro regresa al Nido! —se presentó ante aquellos reclutas que no conocía, al tiempo que sujetaba en alto por su cadena de plata el silbato de marfil que lo identificaba como miembro superviviente del Círculo Interior.
—¡Bienvenido sea el caballero que regresa! —lo saludaron con sincero gozo en la voz— ¡El Maestre Zacarías lo espera!
—Podéis confiarnos vuestra montura y arreos, caballero —añadió el más alto de los dos—. Nosotros nos ocuparemos de ellos.
—Así sea —concedió él descabalgando—. Tened paciencia con Mordiscos —avisó al tiempo que les confiaba su yelmo y sus armas, pero se echaba las pesadas alforjas al hombro—. Ha perdido la costumbre de tener más compañía que la mía.
En ese preciso instante el lancero que había acercado su diestra a las riendas gritó de dolor. El grueso guante de cuero evitó males mayores, pero el susto ya no se lo quitaba nadie. Tudorache el Negro se encaró con su caballo y le acarició el cuello a la vez que posaba la frente sobre la suya y silbaba una alegre tonada campesina.
—Hey, hey —le susurró—. Sosiégate. Estamos entre amigos.
El mismo joven, dispuesto a terminar lo que había empezado, tomó las riendas con la mano sana y, cauteloso, éso sí, acarició con el dorso de la otra al bien llamado Mordiscos.
—¿Lo ves, mala bestia? —silbó de nuevo— Estamos en casa.
El destrero piafó complacido y golpeó el suelo empedrado dos veces, como si fuese uno de esos corceles de los que cantan las leyendas y comprendiese a su amo. En cuanto a su jinete, en verdad que se le veía relajado. Era totalmente cierto lo que había dicho: Estaba en casa.
—Ahora se portará mejor —les aseguró a los muchachos—. ¿Se me sigue reservando la última planta de la tercera torre?
—Por supuesto —se apresuró a responder el más alto.
—Bien —asintió complacido. Aquellas eran las estancias que había compartido con su gemelo—. ¿En dónde está destinado Odverg?
—El castellano Odverg está supervisando las prácticas de los iniciados, mi señor —le informó el otro lancero sin desviar la mirada de Mordiscos.
El paladín se pasó la mano por la descuidada barba de viaje pensativo. El viejo y leal custodio de la puerta había sido ascendido de rango. Muchas cosas habían cambiado para bien durante su ausencia. Estaba intrigado por la identidad de esos iniciados. Pocas vocaciones había atraído la orden en los últimos tiempos. Sonrió satisfecho.
—En el patio de los manzanos, supongo.
—Así es mi señor.
—Bien, bien. Me acercaré un momento. Si el maestre pregunta por mí estaré allí.
Los lanceros asintieron en silencio. Si desaprobaban que el caballero negro hiciese esperar al principal representante de Tormo en el reino, tuvieron el buen juicio de guardarse su opinión y se dirigieron a las cuadras.
Después de las largas horas pasadas a caballo agradeció el volver a estirar las piernas. Estaba deseando darse un baño y vestirse con ropa limpia. Pero no quería desaprovechar la oportunidad que se le ofrecía para evaluar a esos nuevos iniciados de los que acababa de tener noticia. Que el veterano Odverg les instruyera en el manejo de las armas era buena señal. No en vano había destacado en los Marjales, tanto en la primera batalla, como en la larga campaña que la siguió. Tenía sobrada experiencia en combate real para compartir.
Antes de verlos, le llegaron sus gritos y el sonido de los golpes. Metal contra metal, todo indicaba que se tomaban a pecho el entrenamiento.
—¡Estate quieto y verás! —gritaba un mocetón con falta de resuello.
—¡Ni caso chaval! —arengaba un hombre de voz ronca— ¡Tú sigue así! ¡Que trabaje el juego de piernas!
El caballero negro se mantuvo en el perímetro exterior formado un cuadrado de manzanos. Desde su sombra le dedicó un discreto gesto de saludo al canoso instructor y con un suave tintineo metálico posó las alforjas sobre una piedra plana. En el parche de verde salpicado de rocas dos parejas de contendientes ponían a prueba sus habilidades.
De un lado, un voluminoso guerrero con el cuello de un buey y manos grandes como tenazas de herrero, cubierto de pesada armadura, blandía un poderoso martillo a dos manos contra un rival que le superaba en agilidad. Éste, pequeño y fibroso, vestía cota de malla, se protegía con un escudo redondo y amenazaba a su oponente con golpearlo desde todos los ángulos posibles con una maza de cabeza redonda erizada de pinchos.
Del otro, en la otra esquina del patio, eran un guerrero armado de espada larga y escudo de cometa, definitivamente no un iniciado, tal vez una espada jurada, pero sin comunión con el Justiciero, y un iniciado armado con una maza de cabeza cuadrada con cuchillas y un escudo medio los que median sus fuerzas.
Aprovechando que estaban ocupados, el veterano paladín elevó una silenciosa plegaria a su patrón que le permitiese ver el potencial espiritual de los jóvenes. Como suponía, aquél que sobresalía sobre los demás era el pequeño de pies ligeros, mientras que el grandullón era el que menos reservas atesoraba. El tercer iniciado parecía ser el más equilibrado de los tres y entre tanto había conducido a su oponente a una posición incómoda entre las rocas del patio.
La energía espiritual del ágil luchador titilaba con el brillante fulgor de una estrella mientras descargaba una granizada de golpes contra su forzudo contendiente. La suya, por contra, tenía la marca de la misma tierra, resistente y perseverante, encajaba golpe tras golpe inmutable. Así hasta que en su rutina de ataque y retroceso, el esquivo iniciado, tal vez intuyendo el fin de la resistencia del voluminoso guerrero, mantuvo su ofensiva demasiado tiempo. Un barrido a una mano del pesado martillo, pensado para incrementar el alcance de la maniobra lo sorprendió. Saltó hacia atrás, pero no llegó lo bastante lejos. La cabeza del martillo le trabó la pierna derecha y le derribó. Antes de que se pudiese levantar, ya tenía la manaza de su oponente sobre el cuello.
—¡Te pillé! —se reía triunfante el mocetón, si bien el castigado brazo izquierdo le colgaba dolorido.
—¡Casi te tenía otra vez! —se reía también el caído, con los brazos abiertos en señal de edición.
Verlos le provocó una punzada de nostalgia. Casi podía ver ante sí a sus camaradas caídos Ambrose y Adam. Mientras una calidez desacostumbrada caldeaba su pecho, desvió su atención al otro extremo del patio. Allí, los luchadores continuaban su parejo enfrentamiento. El intercambio de golpes no cesaba. El aura del iniciado tenía el relumbre afilado y agresivo de quienes sienten cuestionada su valía y herido el orgullo. Más de una vez lo había reprendido el Maestre Fyodor por esa misma falta de templanza. Con un quiebro repentino, el espada jurada había logrado salir del enredo en el que estaba y era ahora el iniciado quien veía limitada su movilidad. Su energía espiritual flameaba. Ninguno de los tres había hecho uso de sus otras habilidades. Con un grito tanto de guerra, como fruto de la frustración, la iniciada, pues mujer era bajo la armadura, redobló sus esfuerzos, obligando al espadachín a pasar a la defensiva. Asumiendo que el combate iba para largo, el caballero dedicó al instructor una mirada de aprobación, recogió su preciada carga y se despidió en silencio.
Había visto lo que quería y su antiguo compañero Zacarías, ahora su superior, lo estaba esperando. Se iba satisfecho y esperanzado. Savia nueva había rejuvenecido a la orden.
Y hasta aquí podemos leer. Os dejo en compañía de los Iron Maiden y su "The Duelist".
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