(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.1: El Regreso del Caballero Negro.
Hola a todos, muy buenos días, aquí estamos una vez más.
Hoy voy a retomar las historias por entregas ambientadas en Esgembrer. Ya tengo listas unas pocas entradas sobre "La Ciudad bajo la Ciudad". Comenzamos con el regreso del cabeza caliente de los hermanos Tudorache del que nos despedimos en medio de "La Batalla de los Marjales". Con él os dejo.
El sonido irregular y pausado de sus cascos delataba el cansancio compartido entre el caballo y su jinete. Gruesas costras de sangre coagulada y barro daban fe del castigo que ambos habían padecido. La sobreveste blanca con el símbolo de la torre y el rayo lucía sucia y llena de costurones. El escudo de cometa colgado del cuello del fatigado corcel, astillado y descolorido, corroboraba el denuedo desplegado en la lucha.
Con la cimera del casco levantada, el caballero entrecerró los ojos para protegerlos del sol. Apenas encontró resguardo a la sombra de las murallas de Esgembrer, dos alabarderos con el tabardo blanco y rojo de la casa real le salieron al paso.
—¡Nombre y propósito! —exigió el más joven apuntando con su arma al cuello de la montura.
Molesto por el tono arrogante del centinela, el veterano guerrero gruñó mientras se quitaba el abollado yelmo. Había sido un hombre apuesto, pero labores y pesares lo habían envejecido antes de tiempo. Canas y arrugas, sumadas a un gesto severo le otorgaban un aire amenazador. Sin un parpadeo ladeó ligeramente la cabeza para evaluar con detenimiento al soldado. Éste retrocedió acobardado antes de que su compañero, más entrado en años, y para qué negarlo, también en quilos, alzase su alabarda en señal de reconocimiento y franqueara el paso al recién llegado.
—El caballero negro regresa a la Torre de Tormo —enunció con desgana y un deje de desagrado el paladín.
—¡Saludos y respetos al caballero que regresa! —entonó con una agradable voz de barítono el un soldado.
El otro, consciente de haber incurrido en la desaprobación del veterano guerrero, se apresuró a imitar a su compañero. Por supuesto, había oído rumores en los barracones de la guardia. El cazador de monstruos. El azote de guorzs. Tudorache el Negro. Cuál de los hermanos era se había borrado de la memoria de la soldadesca. Algunos lo daban por muerto, pero él insistía en regresar, vapuleado, pero vivo, de sus expediciones. Otros, como el joven alabardero, nunca lo habían visto, y habían llegado a creer que no era más que otra figura legendaria inventada para insuflar algo de idealismo en los rangos inferiores. Un personaje de ficción igual que Baranor el arquero elfo, que Marduk el navegante, que Azor el Ícaro o que Aesthan el mago blanco.
Así las cosas, tenerlo delante en toda su funesta gloria, mirándolo con el ceño fruncido de un inquisidor, era algo para lo que el muchacho no estaba preparado. El que sí estaba acostumbrado a tales recibimientos era el paladín descarriado, como bien sabía que lo llamaban a sus espaldas. Era el precio que pagaba por la pérdida de su montura alada. Todavía le escocía el error de juicio que lo condujo a aquella emboscada. De manera que se caló el yelmo y golpeó suavemente los flancos de su caballo para reanudar la marcha.
Ante sus ojos, la ciudad de Esgembrer se estiraba igual que un gato somnoliento. A un lado y a otro se cruzaba con sus atareados habitantes. El olor del pan recién horneado hizo que sus tripas protestaran por la frugalidad de las jornadas previas. Aquí y allá los viandantes se detenían a mirarlo. Carraspeó incómodo bajo el casco. Éste limitaba su visión pero no olvidaba el ultraje de ser alcanzado por los huevos y tomates lanzados contra él por los golfillos sin ocupación que pululaban por las calles. Éstos malvivían esperando el descuido de los más afortunados para aligerar sus bolsas. Por el rabillo del ojo le pareció ver un grupo de ellos correr alejándose por un callejón sombrío. El dueño de una verdulería salió de ese mismo callejón y le dedicó un saludo respetuoso. El gesto lo conmovió por inesperado. Apenas le dio tiempo a corresponderle antes de dejarle atrás. Estaba cavilando sobre ello, cuando más adelante, al llegar a uno de los numerosos cruces por los que serpenteaba su ascenso a la torre, un par de carreteros le cedieron el paso y se persignó ante sus ojos. No había duda, era el símbolo de la torre el que trazaron sobre su pecho. Les respondió llevándose el puño derecho al corazón en señal de reconocimiento.
No acababa de entender el motivo tras el cambio de actitud de los habitantes de la capital. Aquellos signos de aprecio lo retrotrajeron a un tiempo más luminoso y esperanzador que había quedado enterrado con su rey.
Apartó los recuerdos con un suspiro teñido a partes iguales de nostalgia y culpabilidad al tiempo que chasqueó las riendas. Apretó los dientes con un rescoldo de rabia y aceleró el paso. Bien conocía lo voluble que podía ser el aprecio de sus semejantes. Lo tuvo, lo perdió y se había acostumbrado a caminar entre ellos siendo ignorado, evitado incluso.
Fuera de los muros de fortalezas y ciudades, en aldeas y caseríos, era diferente. Allí, en los lindes del mundo humano, expuestos y vulnerables a poderes y criaturas que les consideran intrusos, la presencia de un paladín del Libro era sinceramente bienvenida. En cada región tenían sus propias normas de etiqueta y rituales por los cuales guiarse sin temor a equívocos. Reelaboraciones del antiguo deber de la hospitalidad. Recuerdo grabado a fuego en la memoria de aquellas comunidades casi aisladas, de los tiempos en que la humanidad daba sus primeros pasos en un mundo lleno por igual tanto de promesas, como de peligros.
No le gustaba el giro que estaban tomando sus pensamientos. Aquellas elucubraciones habían sido propias de su viejo maestro, Fyodor. De repente, una sombra sobrevoló los rojos tejados. Intentó seguirla con la mirada, pero entre el yelmo y lo intrincado del trazado urbano no le fue posible. Su corazón latió acelerado. Necesitado de aire, se quitó el casco y llenó los pulmones. Tras serenarse, se dirigió al puesto más cercano. Un par de mujeres admiraban la labor de costura de la propietaria. En modo alguno parecían alarmadas. Al verlo, le saludaron amistosas. No queriendo dar pie a habladurías, desistió de preguntar y las devolvió el saludo.
Llevaba más de dos años lejos de los principales núcleos de población. Su último peregrinaje lo había llevado desde Esgembrer hasta Henarya y regreso. Con la ayuda esporádica de las milicias locales y de todo tipo de aventureros había contribuido a la seguridad de los pioneros humanos que vivían en el límite con los remanentes de poderes antiguos que no siempre toleraban su presencia. O que eran amenazados por las ambiciones y pecados que habían llevado con ellos. Pocas noticias llegaban por aquellos lares. Aquél era otro de los motivos por los que prefería prestar sus servicios en esas tierras salvajes.
Pero tarde o temprano sus pasos lo traían de regreso al Nido, como fuera conocida la sede de Tormo en Esgembrer por las monturas de sus paladines. Nombre caído en desuso un par de décadas atrás, con la muerte de la última de las águilas gigantes que vivían en sus almenas aterrazadas.
Dejando atrás a las laboriosas gentes del Barrio Medio y sus intrincadas calles, el caballero enfiló la amplia Avenida de los Paladines, flanqueada de robles recios y gruesos. Aquí y allá destacaban los jóvenes reemplazos a los árboles prendidos durante los turbulentos años de la ocupación. Antaño, las mansiones que jalonaban su avance habían sido ocupadas por servidores de Tormo el Justiciero, como su familia. Al pasar junto a la casa donde se crio, evitó mirarla. No contaba con ser bienvenido a la que fuera la heredad de los Tudorache. Los recuerdos de una infancia feliz en compañía de su gemelo lo asaltaron. Podía oír el entrechocar de las espadas de madera mientras jugaba con él bajo los avellanos y cerezos del jardín. Tragó saliva y miró al frente, atento a cualquier indicio que sirviera de explicación a forma alada que había agitado la sombra de la esperanza en su encallecido corazón.
La empinada cuesta arriba culminaba en el baluarte que tan bien conocía. Cinco torres redondas, construidas por manos humanas, rodeaban a la aguja élfica de mármol rosado y tejado de pizarra azul que sobresalía, recta como una flecha, por encima de todas ellas. Una muralla de corazón de granito y cubierta de blanca caliza las comunicaba entre sí. En su entorno abundaban los jóvenes retoños de roble y nogal.
Efectivamente, en dos de las torres secundarias se apreciaba que habían despejado sus terrazas de los tejados con que las habían ido cubriendo tras la batalla de los Marjales.
Al verlo, tiró de las riendas para detener a su montura. Los escasos viandantes lo miraron con extrañeza, pero continuaron su camino sin decir nada. Por sus ropas parecían enriquecidos mercaderes, como su mismo cuñado, o nobles cortesanos. Ninguno parecía prestar servicio en la Orden de Tormo. Él se enderezó sobre la gastada silla de montar. Tras años de declive, éstos eran los primeros signos de recuperación que veían sus cansados ojos. Una mezcla convulsa de emociones, mitad esperanza y mitad recelo, lo sacudió. Aquél estado mental no difería tanto de la incertidumbre que lo embargaba antes de cada combate. Así que lo confrontó tal y como lo habían entrenado: Respiró profundamente. Despejó la cabeza de distracciones. Se concentró en el momento presente. Y avanzó con decisión.
El caballero negro regresaba a la Torre de Tormo.
Y hasta aquí llego por hoy. Pronto compartiré lo que le espera a Tudorache el Negro al otro lado de esa muralla. entre tanto os dejo con los Blackmore´s Night y su "Home Again":
Gracias por estar al otro lado.
Nos leemos.
Comentarios
Publicar un comentario