(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 17: Uriah (Victoria sin Gloria)

    Bueno, no sé como vendrá el mes de diciembre Por lo general es agotador. De modo que he querido asegurarme que terminaba La Batalla de los Marjales. 

    Aviso que esta entrega es el doble de larga que la más larga de todas las anteriores. Bien la podría dividir en dos. Pero me ha parecido mejor así. Me faltan un par de detalles: Llevar a Uriah a su destino, presentar debidamente a Mara y vuelvo con Caethdal y compañía. 

    En lo siguiente planeo retomar el estilo anterior. Eso significa exploración, escaramuzas, algún trauma del pasado (breves como lo eran antes), conflictos entre personajes por la toma de decisiones, combates menores y algún enemigo duro de verdad...

The Manitou Springs Incline. Colorado. Crédito al Autor.
Para nosotros, la escalinata al Trono Nuboso.


Ambrose volteó su mangual y descargó un nuevo golpe. Compensaba el poder espiritual agotado, aprovechando el impulso proporcionado por el vuelo de Acerada. Obligado a encajar el golpe, so pena de caer presa de las garras de Sangraal, el caudillo de ojos rojos paró el golpe con su escudo. El rostro espolvoreado con cinabrio en él dibujado bizqueó y torció el gesto al recibir el golpe.

Un haz de luz blanca atravesó las nubes y se estrelló contra el costado de la sierpe, que se convulsionó dolorida. Estaba rabiosa ante los continuos ataques de que era objeto. Acostumbraba a desatar todo su poder y su furia sobre adversarios más vulnerables y menos atrevidos. Deseaba descender y aterrorizar a la sabrosa carne que se movía bajo ella. Pero el irritante grifo, la molesta águila, y sus insolentes jinetes la mantenían alejada del banquete que ansiaba. Con saña se revolvió contra el cansado paladín, y sus fauces chasquearon en el aire. 

Acerada descendió justo antes de probar su venenosa mordedura. Pero ella también acusaba el cansancio, y todavía estaba planeando, sin remontar el vuelo, cuando la bilis inflamable caía en su dirección. Por pura memoria corporal, Ambrose alzó su escudo, que de poco habría servido, de no ser por el tirabuzón con el que su montura los salvó a ambos de salir escaldados. Pero la arriesgada maniobra había logrado su cometido. 

La pérfida sierpe, concentrada en el que percibía como el rival más débil, no vio a  Sangraal abalanzarse sobre ella. Las garras delanteras del grifo atravesaron las resbaladizas escamas y se hincaron profundamente en la carne correosa. Nada pudo hacer el señor de la horda para liberarla. Bastante tenía con defenderse de los martillazos que el Rey le propinaba. Y mientras, atrapados en abrazo mortal, juntos caían a plomo, con sus zarpas traseras desgarraba Sangraal las alas membranosas de la bestia.

Causado el daño, llegaba el momento de soltar la presa, pero era ahora Ztirca la que con su férrea mordedura mantenía sujeto a Sangraal por una pata delantera, y sin remedio se precipitaban contra el suelo.

Consciente del peligro, Iván cambió de objetivo y dirigió los golpes de su martillo resplandeciente a la cabeza del monstruo. Chispas saltaron, cuando el señor de la horda los bloqueó con la masiva hoja de su desmesurada arma.

Fue Ambrose, siempre voluntarioso y esforzado, quien propinó, en el blando vientre de la sierpe, los dolorosos golpes que la obligaron a soltar al grifo, entre espasmos de dolor. Pero no sin antes escupir su ardiente veneno en el ala izquierda de Sangraal.

A plomo, cayó al fin la sierpe en los embarrados humedales. Su impacto hizo temblar el suelo, retumbó como un alud, levantó olas en todas direcciones, y derribó a cuantos no aplastó con su sinuoso cuerpo. Tamaña vitalidad animaba a aquella criatura, que aún convulsionaba e intentaba serpentear, destrozadas sus extremidades, mientras el malherido grifo, graznando de puro dolor, descendía planeando en círculos. 

Todo esto recordaba Uriah haber visto, en lo que su recién adquirido destrero trotaba de vuelta a la batalla. Dando muestras de la inteligencia por la que eran famosos, el dorado semental avanzaba ligero al comprender que iban a reunirse con sus compañeros de manada.

Una vez recuperados de la conmoción, los aliados estallaron en vítores y cánticos. Se sentían vencedores al fin. Pero, sin embargo, los guerreros tribales del jaburi y la hiena no daban muestras de rendirse. Por el contrario, parecía que un impulso insano había despertado en ellos. Era como si ahora no luchasen para ganar, sino para causar el mayor daño posible antes de morir.

Con denuedo se consagraron a la lucha elfos y humanos. Los enanos, destacados en el otro extremo del campo de batalla, habían sufrido tal cantidad de bajas a manos de los gigantes, los jinetes de jaburi y la tribu del buitre, que como fuerza de combate ya no contaban.

Sangraal aterrizó en el espacio despejado por los espasmos de su rival. Sus propias heridas eran graves, pero todavía podía luchar. Su mera presencia disuadía a los forqzs de aproximarse. A picotazos repelió a los pocos que osaron tal cosa. Cojeando se aproximó al desgarrado cuerpo de Ztirca. La sangre manaba a borbotones humeantes por sus heridas. A cada convulsión vomitaba bilis inflamable mezclada con sangre. Era como si, reventada la glándula que la producía, ardiera por dentro.

Más alejado descendió Ambrose. Consciente del excesivo esfuerzo al que había expuesto a su fiel compañera, descabalgó. Apoyando su redonda cabeza contra la de Acerada, se despidió de ella. Contaba con su silbato de marfil para llamarla. Permitirla abandonar la lucha y descansar era lo mejor.

Ambos, Rey y paladín cruzaron sus miradas y asintieron sombríos, los nudillos blancos apretando con fuerza los mangos de sus armas. Ante ellos se incorporaba, incólume pese a la caída, el Señor de la Horda. 

Hasta ahora, empequeñecido por la comparación con su montura, no se habían dado cuenta cabal de su verdadero tamaño. Sólo de espaldas, ya era más ancho que Ambrose, quién siempre destacaba allá donde iba. Y pese a su postura feral, agresiva, encorvada hacia adelante, era más alto que el más alto de los hombres que conocían: el veterano Maestre Fyodor, quien podía medirse incluso con los aliados diantari de mayor envergadura.

Con paso cauteloso, metiendo el cuello entre los hombros, levantando el escudo a la altura de los ojos, se le acercaron cada uno por un lado. Para su asombro y perplejidad, estaba hablando con la bestia moribunda.


—Mi muchacha —se lamentaba con voz grave y profunda, la manaza posada sobre el cuerpo escamoso de Ztirca—, mi hermoza muchacha. Pero mira qué te han hecho. Ezoz zonrozaoz y zuz polloz…

—Déjate de tonterías —se sumó una voz estridente y molesta—. Desde que te llevé a su nido, sabías que este día llegaría.

—¡Calla demonio! —gruñó estrellando el escudo del emblema carmesí contra una roca solitaria. Casi seguro, un indicador de ruta abandonado— ¡Ztika ha comido de mi mizmo plato dezde que no era máz que una lagartija!

—¡Ahora resulta que Kritho el Mazcazierpez tiene sentimientos! —lo zahirió la aguda vocecilla— ¡No te anduviste con tantos remilgos con la madre!

—¡Maldito zeaz Mal'mbz! —siguió aporreando al escudo contra el miliario, tiñendo a este último de rojo— ¡Nadie ze burla de Kritho y Ztirca!

—Menos yo, botarate estúpido —le replicó en tono suave y condescendiente el deforme rostro pintado en su escudo, el pigmento rojo que lo cubría desprendido a golpes—. ¿O no quieres que te guíe hasta los demás contaminados por Yabaçamur?

—Yabaçamur —babeando igual que si hablasen de un manjar delicioso, murmuró el gigantesco guerrero—. Quiero comer.

—¡Pues delante tuyo lo tienes, so tocho! ¡Come su corazón! ¡Devora la esencia que compartiste con ella!

—Perdóname, Ztirca —susurró entonces Kritho, acariciando otra vez a la criatura—. Ez el hambre. Tú lo entiendez. Ez el hambre —se disculpaba—.  Zeré rápido. Lo prometo. Ez el hambre.


Atónitos ante lo que estaban escuchando, los paladines de Tormo vieron al señor de la horda arrodillarse para introducir ambas manos, dotadas de uñas como las de un depredador, en el pecho de la sierpe, y sacarlas empapadas en fluidos vitales, con su corazón aún palpitante en ellas. Entonces, los espasmos que sacudían el cuerpo de Ztirca cesaron. El extraño fulgor carmesí de sus ojos, y que compartía con los de Kritho, se extinguió. 

Con el goce culpable del adicto, masticaba y engullía el formidable caudillo forqz su macabro manjar. Y con cada bocado, el aire mismo que lo rodeaba trataba de evitar su contacto, y salía repelido. Pues la esencia de Yabaçamur no era de este mundo y al aire, la tierra y el agua les repugnaba su contacto.

Ráfagas de viento cargadas de agua y barro se arremolinaban con Khrito en su centro. Iván y Ambrose, mantenían prudencial distancia. No daban crédito a lo que veían sus ojos. Sangraal, imponiéndose el instinto al adiestramiento, retrocedía sin dejar de graznar y aletear.

La entidad manifestada a través de la, ahora negra, enseña del escudo se carcajeaba demente.

Y en medio del vórtice de energías en conflicto, donde lo natural y lo antinatural se rechazaban mutuamente, aquel que era Khrito el Mazticazierpez, asimilaba un poder anterior al nacimiento de las lunas de Ital. Su cuerpo, de por sí gigantesco, creció aún más. Alas correosas surgieron de su espalda. Su metabolismo se aceleró. Sudaba copiosamente. Y al contacto con el aire, el sudor ardía con un fulgor verde, malsano, sobre su piel enrojecida. 

Sus ojos rojos brillaban con una inteligencia antigua observando el mundo ante ellos. Sonriendo malevolente se encaró con la entidad imbuida en el escudo.


Devorador de almas clásico de Mark Gibbons.
No es lo mismo, pero se acerca a la idea.

—Nos has mentido —no había rastro del ceceo característico de los guorzs, mientras lo sujetaba como si fuera un espejo—. No es un fragmento mío lo que se oculta en este reino.

—¡Es cierto, es cierto! —chillaba a quien llamaban Mal'mbz, gesticulando y forcejeando con su prisión, como un grumo de potaje que quisiera escapar del plato— ¡Pero nos será útil, Yabaçamur!

—Khrito no necesita más poder que el mío —melosa, contestó, deleitándose con el miedo de su rehén.

—¡Aún no es suficiente! ¡Necesita más!

—No. Y ya no te necesitamoz —las voces de uno y otra se entremezclaron. La roja luminiscencia en sus ojos iba y venía—. Nozotros estamoz al mando.


Y tras decir eso, con fuerza sobrehumana dobló al medio el negro escudo y lo partió. Un alarido de muerte rasgó el aire cuando la entidad sobrenatural perdió su asidero en el plano mundano. Aquellos capaces de ver los espectros de la magia pudieron contemplar cómo manaba un surtidor de chisporroteante energía oscura antes de desvanecerse, arrastrada por el viento.

Zanjado lo que para ella era un asunto menor, la criatura que era a un tiempo Khrito y Yabaçamur se volvió hacia los humanos que la confrontaban.


—Tormo —dijo sin dejar de sonreír—. ¿Pretendes reclamar el trono que abandonazte? —preguntó señalando al Trono Nuboso.


Ni Iván, ni Ambrose supieron qué contestar. El primero se concentró en sus plegarias. Un aura blanca y pura lo envolvía. El segundo, fiel a su función de gregario, arriesgaba yendo un paso por delante de su Rey. Tanteaba las reacciones de su desconcertante oponente.


—Sé que me eztás ezcuchando a través de tuz peones —insistió—. Renunciazte al señorío zobre las tormentaz…


En ese momento Ambrose lanzó un golpe con su mangual. De un manotazo lo repelió el señor de la horda. 


—...en este mizmo lugar —continuó, balanceando ocioso su curvo yuntoudao—. Aquí trocaste la Balanza por el Libro… 


Insistió el paladín con sus ataques. Empezaba a comprender que no era rival para la criatura. Pero era su deber conseguir una abertura en sus defensas, una oportunidad para su amigo.


—...La juzticia, por la ley. Esta tierra ya no te pertenece —sentenció.


Acostumbrado a imponerse a sus oponentes en virtud de su mayor fuerza y envergadura, Ambrose atrapó con la cadena del mangual el brazo izquierdo de su enemigo. Éste, abandonando de improviso su relajada actitud, la agarró con su roja manaza y dio un tirón. El barbado paladín no soltó a tiempo el arma y voló por los aires.

Pasó entonces Iván a la ofensiva. No sin que antes la criatura propinase una aterradora patada al derribado Ambrose, sin darle tiempo para levantarse del rico limo aluvial, rompiéndole las costillas, que perforaron sus pulmones. Y el abnegado Ambrose no volvió a ver otro amanecer.



Veloz como una centella descargó golpe tras golpe el joven Rey. Todos ellos detuvo su masivo oponente. El estruendo provocado por el entrechocar de sus armas resonó igual que las fraguas de los gigantes en eras pasadas.


—¡Yabaçamur! ¡Yabaçamur! —bramaban los guerreros forqzs, mientras luchaban enloquecidos, los ojos fuera de sus órbitas, escupiendo saliva— ¡Yabaçamur!


El poder desatado por el elegido de Tormo y su enemigo de otro plano reverberaba lo mismo por el plano espiritual. La Ungida de Aubea lo sentía romper en oleadas contra el suyo propio, amenazando con ahogarla. Cuando dió el visto bueno a aquella empresa, no imaginaba lo que iba a suceder. Oscuras entidades moraban en Ital. Eso lo sabía bien. De la mano de una de ellas había paseado, embelesada, antes de que la Espada la reclamase como suya. Nada podía hacer por cambiar los caminos que los separaron. Pero aún podía luchar por lo que creía justo. Dando un paso atrás, cedió su lugar en el frente de batalla y evaluó la situación.

Fila tras fila de guerreros simiescos la separaba del mal detrás de toda aquella muerte y ruina. Esbirros sacrificables en un tablero mayor. No serían ellos quienes detuviesen a Meldoried de la Casa de Diamante, la Doncella de Lanza. A su lado llamó a sus campeones supervivientes: Laertes el Certero y Orestes el Firme.


—Es la hora —les dijo—. El enemigo final nos ha sido revelado.

—Muchos son los que nos saldrán al paso —objetó el taciturno Laertes.

—Si me fuera posible llegar sin ayuda, lo haría sola.

—La llamada de la Dama nunca es en vano —recitó Orestes.

—El fuego del hogar ha de mantenerse encendido —replicó su camarada.

—Por el sueño de los inocentes velamos —entonaron los tres tomándose de las manos.


La intensa luz dorada que era privativa de la Ungida pasó de ella a sus escogidos. No era necesario que éstos poseyeran poder mágico propio. Eran sus propias destrezas, fruto del entrenamiento y la veteranía, que ya los hacían destacar entre los soldados allí reunidos, las que eran bendecidas a ojos de Aubea la Protectora. No era aquél, un don que pudiera conceder a la ligera. Pocos en verdad eran capaces de gestionar la sobrecarga de estímulos, el incremento de su velocidad, reflejos y fuerza. Menos aún eran los que  lograban sincronizar sus capacidades aumentadas con las de ella y ejecutar en sintonía la Danza de la Cosecha.

Hubo una ocasión, en que hasta seis de éstos individuos singulares pudo reunir. Pero entonces Meldoried empuñaba la Llave de su patrona, y las reservas de energía divina a su alcance estaban en su culmen.


—¡Bailemos entonces! —gritó ella, poniéndose al frente del trío, lanzas y escudos prestos para cobrarse el rojo tributo.

—¡Así sea! —clamaron a dúo sus campeones.


A su señal, la falange les cedió el paso. Los escasos venablos que aún conservaban surcaron el aire, obligando a los enloquecidos guorzs a cubrirse. Pero eran tres, los rayos de oro que atravesaban sus escudos y armaduras. Apretados como todavía estaban en el frente, no podían más que intentar parar unos golpes ahora demasiado poderosos. En el sitio caían atravesados. Sus propios campeones oscuros no resistían más que un breve intercambio de golpes al interponerse en el camino de Tres que luchaban como Uno. 


Desde su posición, Uriah pudo ver cómo tres vertiginosos haces de luz dorada recorrían la distancia que los separaba del lugar donde Iván se enfrentaba al monstruoso caudillo. Sus trayectorias divergían y convergían dejando tras de sí guerreros muertos o mutilados. Esos eran los sangrientos frutos cosechados por su danza.

Él, por su parte, se afanaba lo mismo en superar las defensas de la tribu del jaburi. Luchaba junto a los Halcones Peregrinos. Su llegada había sido celebrada con alegría. Al reconocer su montura, los caballeros elfos alzaron sus armas en marcial saludo. Más luego, una vez identificado, la triste realidad, terca y sombría, se impuso de nuevo. Por un momento habían querido creer que era su camarada caído quién regresaba a la liz. Aún así, le acogieron entre sus filas, y a su lado batallaba. Sus habilidades le hacían allí uno más. No destacaba gracias a ellas, como hubiera sido entre los caballeros del reino. Y se maravillaba de los lances con que Nilvaet y sus segundos despachaban a los forqzs. Más se sorprendió al percatarse de que en torno suyo luchaban lo mismo varones que hembras. Había creído que casos como el de la Dama Meldoried eran excepcionales también entre los elfos. No se le había ocurrido pensar que, perdido su hogar, no era un cúmulo de partidas mercenarias, sino un pueblo en su totalidad, el que vagaba por la faz de Ital. Ahora empezaba a comprender lo que de verdad arriesgaban sus aliados.

Menos perceptivo a las perturbaciones del campo mágico que otros, o mas concentrado en sobrevivir y descartar sus propias dudas que ellos, el paladín no dejaba de acusar las fluctuaciones de energía que sacudían el plano inmaterial. Era su poder, la llama de una vela expuesta a la fuerza de la galerna. Una hoja sin peso arrastrada por el capricho de voluntades superiores.


«Tú no eres Iván.» Aquél pensamiento intrusivo se había convertido en una llaga supurante que minaba la imagen que de sí mismo tenía.


Una angustia como no había conocido le atenazaba el pecho, mientras todos sus esfuerzos por llegar al lado de su Rey, de su amigo, de su ideal, eran frustrados por la barrera de músculos y metal que le bloqueaban el paso. Ni coces, ni mazazos, ni plegarias surtían el efecto que buscaba contra aquellos guerreros que parecían embrujados por la presencia de aquél Yabaçamur a quien se enfrentaba Iván.


La entidad manejaba el desmesurado yuntoudao igual que un maestro de esgrima, su florete. Tal era su fuerza y velocidad, que aún con la bendición de Tormo resplandeciendo en torno suyo, el joven Rey evitaba parar los golpes con su escudo. Éste, lucía incandescente, tanto por las energías en él contenidas, como por las verdes llamaradas que sí había bloqueado. La curva hoja descendió en pos de cabeza y lo fió todo al juego de pues. Se hizo a un lado. En comparación con su rival, parecía un niño, y no un hombre hecho y derecho, el que saltaba, escudo por delante, contra el pecho del caudillo. La carne desnuda chisporroteó. Las piezas de su armadura yacían esparcidas por el légamo fangoso. Tanto había crecido al absorber el poder que residía en Ztirca. Gruñó de dolor y retrocedió un paso. Lo suficiente para que Iván dispusiera de espacio para blandir su martillo consagrado y erizado de relámpagos en dirección a sus expuestos riñones.

La electricidad recorrió el cuerpo del señor de la horda. El olor a ozono y a carne quemada inundó las fosas nasales del Rey. Las cuatro gemas engarzadas en el draconiano casco de Khrito relucían en reacción a la magia que saturaba el ambiente. Pero la hoja asesina no desfallecía. Un golpe lateral buscó cercenar las piernas de Iván. Su martillo descendió contra ella, golpeándola igual que a un yunque. Una zarpa llameante amenazó con abrasarle la cara. Un requiebro lo salvó, pero no sin ver reducidos a cenizas varios mechones de cabello rubio.

Aceptando que el menor tamaño de su enemigo era una ventaja, la criatura cambió de táctica y extendió sus alas membranosas. El joven Rey agradeció el breve respiro que se le ofrecía mientras su rival tomaba altura.

Precavido, volvió un segundo la vista atrás, buscando a Sangraal. Allí estaba, dando cuenta de los forqzs con el atrevimiento de querer interferir en su combate. Estaba sopesando la idoneidad de subirse a lomos del grifo, cuando comenzó a llover fuego del cielo. 

Alzó el escudo y se movió de un lado para otro. El aura de sus plegarias lo protegía en parte, pero no quería exponerse a recibir un impacto directo. Lo peor era que aquel viscoso líquido inflamable flotaba en las aguas pantanosas, constriñendo sus movimientos. Cuando comprendió las intenciones de la entidad, era demasiado tarde. Lo había dejado sin vías de escape. Rugiendo triunfal, el poseído Khrito tomó con ambas manos su espadón imbuido de energía verdinegra y lo arrojó girando sobre sí mismo contra el acorralado Iván.


Soy lo bastante viejo para haber echado mis cinco duros...

El elegido de Tormo recurría a cada ápice de poder divino a su disposición para encajar el impacto, cuando una figura envuelta en luz se cruzó en la trayectoria del letal proyectil. Ni escudo, ni coraza lo frenaron. Perforado y fundido el metal, carne y hueso cedieron también a su paso. Cauterizadas las horribles heridas por el fuego impío, no hubo sangre que salpicara, ni tan siquiera al sentir Iván su ardiente mordedura en los riñones se desperdició gota alguna. Rodilla en tierra sostuvo el cuerpo exánime de su salvador.


—¿Ambrose? —murmuró con los párpados entrecerrados, para evitar que lo cegaran fuegos y auras mágicas.


Yabaçamur contemplaba la triste estampa y, riendo a mandíbula batiente, se refocilaba en el dolor ajeno. Pero no era al firme partidario, que en tantas luchas lo asistió, a quien debía la vida. Su cadáver ensangrentado yacía boca abajo no lejos de allí. El desconocido vestía la elaborada panoplia de los escoltas de la Ungida. El estilo arcaico y los motivos hexagonales así lo atestiguaban. Fue el impetuoso Orestes, quien, a riesgo de abrasarse, había saltado ligero sobre las llamas.

Todavía se carcajeaba el ser primordial que residía en la embrutecida alma de Khrito, mientras se dejaba caer al suelo. Una lanza le perforaba el abultado bíceps y rasgaba el ala izquierda. Miró la herida entre asombrado y divertido, antes de partir el asta y liberar su brazo. Tal era su prodigiosa constitución, que ya apenas quedaban marcas de los golpes anteriores. Después, dirigió el rojo fulgor de sus ojos hacia el desarmado Laertes. Suya era la lanza quebrada. Suya era también la sensación de fracaso. Hubiese hecho blanco un instante primero, su amigo viviría. Los conjuros embebidos por los herreros ologai en el oscuro metal habían obrado su magia y devuelto el pesado yuntoudao a manos de su propietario. Sonriendo malévolo, se aprestaba a lanzarlo de nuevo, cuando un haz de lanzas doradas, raudas como flechas, lo obligaron a defenderse.

Meldoried estaba furiosa. Con un ademán ordenó retroceder a su campeón, quien había recuperado la lanza del caído Orestes y cubría con su escudo al rey herido. No estaba dispuesta a perder a nadie más. Los había visto crecer y alcanzar la madurez. Los había entrenado desde su juventud. Compartido penas y alegrías. Ofició sus bodas. Presentó sus descendientes a la diosa. Y no iba a permitir que fueran el juguete con que aquel ser aliviara su hastío de inmortal. Otrora habría invocado desde el Bastión de Aubea la ayuda de la legendaria Athanasia, la Lanza del Mediodía, pero al obedecer al Concilio y entregar su Llave, había traicionado la confianza en ella depositada, y perdido su favor. De no ser así, nunca habría expuesto a semejante peligro a sus hijos adoptivos.


—Retroceder —impasible ordenó a ambos humanos.

—No en mi Reino —tras sanar su costado herido y ponerse a su vera, se negó el joven Rey.


Por increíble que pareciera, sus reservas espirituales no daban muestras de agotarse. Era cómo si sacase fuerzas del suelo mismo que pisaba. Y mirando a los picos del Trono Nuboso, Meldoried pensó por un momento que bien pudiera ser cierto. Más habituado a obedecer, Laertes dudaba.


—Cubre la retaguardia —le ofreció una salida honrosa—. Que no interfieran —añadió señalando a los guorzs que Sangraal mantenía a raya.


El veterano aspiró profundamente. Sabía que no estaba al nivel de aquel monstruo. Pero era la hora señalada y necesitaba sentirse útil. De modo que aceptó el nuevo papel que se le asignaba y retrocedió a desgana, dedicándole un último saludo a su compañero perdido.


—¿Qué sabéis de seres así? —preguntó Iván, reconociendo su mayor experiencia.

—Poca cosa —mintió lacónica.


Bien sabía que aquella criatura, y otras similares, eran una pesadilla recurrente que asolaban el mundo por capricho. Podía comprender la tentación de imponer a otros su voluntad para asegurarse de que reinase el Orden. Más difícil le era entender la codicia que impulsaba a muchos a empobrecer a quienes les rodeaban. A duras penas asimilaba la envidia que llevaba a algunos a destruir las obras de los demás, en lugar de esforzarse para mejorar las suyas. Pero esos espíritus ácratas, que lo mismo contribuían a ensalzar caudillos, que los destruían, esos titiriteros que jugaban a manipular y encizañar por el puro placer de restañar su ego y sentirse superiores a quienes los rodean, causa primera y última de desorden, la resultaban incomprensibles, a la par que despertaban en ella dolorosos recuerdos de heridas mal cicatrizadas.


—Salvo que no será la suma de muchas heridas lo que lo derrote —al cabo de un rato, tras apartar de su memoria imágenes pasadas, retomó la palabra.

—De eso doy fe —afirmó el joven Rey. En efecto, la herida de lanza se cerraba ante sus ojos.

—Separémonos… —estaba diciendo ella, cuando con un rugido atronador, la entidad los interrumpió.


La Caída de Gondolín. El Daño de Glorfindel.
Crédito para el Autor.

Un nimbo de llamas negras rodeaba al coloso guorz, que saltó contra ellos con toda su masa. Khrito estaba exultante, disfrutaba del poder prestado sin importarle las consecuencias. A cada estocada que lanzaba, más y más fuego verde flotaba a la deriva. Adivinaba en la alta elfa una amenaza mayor que en el pequeño humano. Pero ninguno de esos cobardes se dejaba golpear. Giraban, saltaban y repelían sus ataques con sus armas de luces hirientes. Al menos ya no le molestaba la voz chillona de Mal'mbz. Luego el humano lo distraía con su martillo y sus relámpagos. Había perdido su escudo y no recordaba cómo. La lancera apuntó a su cabeza, y él vio pasar la punta plateada ante sus ojos al esquivarla.

Yabaçamur se había retirado. Aún no estaba completo. Todavía no podía tomar el control de su peón de forma permanente. Desde su refugio en la barriga del caudillo, sentía extinguirse las almas de sus seguidores. El maldito despojo de la luna negra los había querido utilizar en su beneficio. Había poder en ese reino, pero no era el que ella necesitaba. Una descarga recorrió la columna de Khrito. El humano marcado por Tormo. Su perseverancia era irritante. Una punzada ardiente la siguió en el costado. Se revolvió en el interior de su portador. Empezaba a aceptar que no sería ésta la ocasión de su regreso. Pero no se iría sin dejar su marca en esa tierra. Se asomó de nuevo a los ojos de Khrito. El guerrero forqz luchaba bien, pero todavía no había aprendido a utilizar las habilidades recién adquiridas. Sus adversarios sincronizaban sus ataques: ahora el humano arriesgaba, luego la elfa atacaba, después la elfa bloqueaba y era el humano el que golpeaba. Pero eran los ataques de la lancera los que representaban un peligro real. Por dolorosos que fueran, los golpes del paladín se podían encajar. 

Así lo entendió Khrito de una vez, o se lo susurró Yabaçamur a su subconsciente, no importa. El caso es que Iván atacó, y el encallecido guerrero arrojó su arma flamígera contra Meldoried para alejarla. El martillo consagrado no encontró oposición e impactó contra el torso desnudo, quemando músculo y quebrando costillas. Pero el señor de la horda dio la bienvenida al dolor y sonrió. Atrapó al joven Rey entre sus brazos, gruesos como árboles. En vano se debatió el humano, nada podía hacer frente a la fuerza física del poseído. Éste apretó hasta partirle la espalda. Y no contento con ello, estrelló su dura cerviz contra la testa del monarca, una, dos y tres veces, antes de que ni Meldoried, ni nadie pudiese impedirlo, aplastando su cráneo sin remedio. Sólo entonces lo dejó caer, desmadejado, cual muñeco roto, sobre la tierra que había jurado defender.


Entonces llegaron, por fin, los caballeros liderados por Nilvaet a las inmediaciones del combate. Los guorzs de aquel flanco habían tenido que ser eliminados hasta el último de ellos. Sangraal, cubierto de heridas, no distinguía amigos de enemigos y parecía dispuesto a atacarlos. Estaba a la defensiva, protegiendo un cuerpo doliente. Y tal vez se habría consumado también dicha tragedia, de no estar Uriah entre ellos, quien, temiendo lo peor, se hizo cargo de calmarlo. Pero junto al grifo no encontraron lo que él temía, sino a un hoplita malherido. El príncipe dio muestras de reconocerlo y le ofreció una de sus propias pociones. Él la aceptó agradecido, pero antes de beberla, señaló con insistencia hacia un infierno de flotantes llamas verdes y negras del que provenían estruendosas y demenciales carcajadas, interrumpidas por el ocasional gorgoteo de quien se ahoga en su propia sangre.

Una vez dejada su marca y grabado su recuerdo, a Yabaçamur nada le importaba la carne que vestía. Durante su milenaria y caprichosa existencia, se había granjeado la inquina de gran número de entidades de su mismo rango. Frente a ellas, en su presente estado, poco podía hacer. Aquellos insolentes mortales habían forzado su mano, obligado a revelar su presencia antes de estar completa. La lanza sagrada perforó varias veces su vientre hasta salirle por la espalda, y mientras la mayor parte de su esencia se dispersaba con los fluidos derramados, pensó:


«Ha sido divertido. Nunca me cansaré de este juego»


    Y hasta aquí la maratoniana entrega de hoy. Mi más sincera enhorabuena si estas leyendo estas líneas. Ahora a ver si redondeo el final antes de fin de año. Lo importante era terminar de narrar la batalla, que por momentos parecía un arco argumental de "One Piece"
    De colofón os dejo otro clásico. De mi grupo de cabecera: los Blind Guardian. Extraído de su "Nightfall in Middle Earth". No podía ser otro tema que: "Time Stands Still (at the Iron Hills)".


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