(Ital el JDRHM) Caminos Separados 20: Fabián y Selid

 

Imagen de Valentin Saint-Jean en Pixabay

Nualembeth brillaba menguante, se acercaba el fin de la estación. Las estrellas la disputaban la primacía en el firmamento nocturno. Aún débil, con los instrumentos adecuados, se podía intuir la luz creciente de su blanca hermana, pronto comenzaría su reinado. Mas, aún era tiempo de que silfos y ondinas, así como otros elementales menos amables, jugasen en las noches azules. En especial, allí donde tierra y agua convergían y la impronta humana era menor. Allí donde los sauces, perezosos, hundían sus ramas en el río, invitándoles tanto a danzar por ellas, como a refugiarse de las miradas indiscretas de los mortales. Allí donde las olas horadaban la tierra, esculpiendo laberintos donde jugaban a buscarse y perseguirse mutuamente. Vestidos con telas de araña y espuma de mar, engalanados con alhajas de rocío y sal.

Pero esta noche, sus juegos y danzas habían sido interrumpidas por un nutrido grupo de intrusos. Zafios mortales habían invadido sus palacios de roca y salitre. De nada había servido golpear su cascarón de madera muerta con sus ráfagas de viento, ni empujar en su contra las olas. Persistían en su empeño, demasiado obtusos para comprender que no eran bien recibidos en la resguardada cala.


—Una noche desapacible, señores, desapacible de veras, señores —parloteaba sin cesar de gesticular el amanerado Fabián mientras limpiaba sus redondos anteojos—. En verdad, que imaginar otra peor no puedo, señores, no puedo imaginarla. No señores, no.


A lo que sus acompañantes se limitaban a intercambiar sombrías miradas y compartir una petaca de ardiente licor, envuelta en un pañuelo descolorido por las muchas friegas. Su escaso temple puesto a prueba por la espera, el frío y la incontinencia verbal de su empleador.

Entonces oyeron el chirrido de bisagras oxidadas al girar y volvieron los ojos a las resbaladizas escaleras que subían de la costa a la boca de las cloacas. Los ojos miopes del anatomista parpadeaban, intentando enfocar los movimientos que intuía.


—Uno, dos, tres, cuatro, cinco —contaba, con evidente esfuerzo, el más joven de los estibadores en voz alta—. Ahora va a resultar que el larguirucho es toda una estrell…


Un codazo del mayor lo interrumpió. El joven hizo un amago de responder con una agresión mayor. Memoria corporal aprendida en su violento entorno. Pero bastó un gruñido y una mirada para que el rufián se quedara a medio camino y descargara su frustración con un sonoro lapo al suelo. Ajeno a la escena que se desarrollaba a su lado, Fabián salió a campo abierto dando saltos y moviendo los brazos como un molino.


—Ese es idiota —masculló con desprecio otra vez el mismo matón de frente aplanada y rizos grasientos.

—A callar, tocho—contestó su versión canosa, en un tono que dejaba claro la pobre opinión que tenía de él—. Mientras nos paguen, ellos mandan y nosotros callamos.

—Mientras nos paguen…

—Exacto.


Y con una sonrisa animal, de esas que no llegan a iluminar los ojos, ambos dirigieron la mirada a la espalda del hombrecillo que hasta allí los había llevado, y la repasaron de arriba a abajo, como si le estuvieran tomando la medida para su último traje, el de madera.


En ese momento, el viento amainó y dejó de llover. Silfos y ondinas, frenéticos, abandonaron la cala al grito de:  «¡Magia negra! ¡Magia negra!»


Caethdal caminaba al encuentro de su asociado, confiado y desenvuelto, una sonrisa de lobo pintada en el rostro afilado. Drinlar iba tras él, no quería quedarse atrás, como la urgía Adrastos con la mirada. Había reconocido a la pareja de brutos rezagados junto al bote, como lo que eran: criminales de baja estofa. Selid en cambio, que los tenía calados de antes, apretó el paso, protector, para ponerse a la par de la craistari. Sólo el oscuro osrhan pareció no modificar su actitud relajada, pero tampoco lo haría un león que confrontase un par de hienas.


—Bien hallados, dama y caballeros —los saludó el esgembrés, obsequioso, todo sonrisas y reverencias—. Bien hallados, digo.

—Bien hallado y buena noche —contestó el mago con un ligero cabeceó, llevándose la diestra al sombrero—. Veo que has cumplido con tu parte.


El resto del grupo mantuvo silencio. Apenas unas leves inclinaciones como saludo. Al contrario que Caethal, habían conservado las mascarillas puestas.


—Por su puesto, por su puesto —su verborrea incontenible desatada—. ¿A caso lo ha defraudado el buen Fabián alguna vez? ¿Lo ha defraudado acaso? Ahí lo tenemos, un buen bote de remos, con el mástil auxiliar y su vela listos para aparejarlos de ser necesario, un buen bote, si, caballero, un sólido bote, caballero —siguió repitiendo mientras se volvía para señalar a la embarcación.

—Bien hecho Fabián. Podéis iros —le indicó el diantari—. Ya nos ocupamos nosotros.


El anatomista miró fijamente a los acompañantes de su patrón. Por un momento, adoptó una actitud escrutadora, fría, despojada de su estudiado descuido y su sonrisa tornó en rictus. Los evaluó como el matarife a la res que se apresta a despiezar. Por un instante, sus ojos y los de Selid se cruzaron, apreciativos, y ambos se reconocieron como iguales a un nivel primario. Luego, Fabián desvió la mirada y retomó su parloteo.


—Por supuesto, dama y caballeros, por supuesto. Se los ve perfectamente capaces de la labor, perfectamente capaces…

—Muy bien, muy bien —se impacientó el mago—. ¿Qué más quieres? —al ver que no se retiraba, le preguntó.

—Especímenes —sin ambages, restregando la una mano con la otra, mirando a Caethdal por encima de los anteojos, con un brillo febril, contestó.

—En otra ocasión —desechó la idea el mago con un gesto.


El otro tragó saliva, apretó los puños hasta blanquear los nudillos y aceptó la negativa.


—En otra ocasión será —repitió con tirantez—, por su puesto, en otra ocasión, por supuesto.


Ahora sí que se retiró, llevándose consigo a sus matones. Podía haber venido con uno sólo de ellos, pero había contratado a los dos con la esperanza de que su patrón le proporcionara carne fresca para sus investigaciones. Estaba decepcionado.


—Vivisecciones, señores, vivisecciones — murmuraba para sí, mientras se apartaba el pelo mojado de los ojos—, eso es lo que necesitamos para que el conocimiento avance, señores. Eso necesitamos, señores, eso y no más.


Y sus compañeros, crispados, abrieron y cerraron las manos callosas, pusieron los ojos en blanco e intercambiaron miradas de hastío, mientras Fabián daba rienda suelta a su frustración con su soliloquio.


Entre tanto, Selid, Adrastos y Szim arrastraron el bote de vuelta al agua. Una vez a flote, Adrastos armó el mástil, manteniendo plegada la vela triangular. Cuerdas, ancla y remos estaban en perfecto estado. De verdad que era un buen bote, marinero, discreto, ideal para practicar la pesca de bajura, e igualmente práctico para otras labores menos honradas. Una vez satisfecho con su inspección, tomó posesión del asiento de popa, desde donde se regía el timón.


—Bien, bien. Lo admito. Han sabido hacer su parte —dijo al tiempo que se quitaba la mascarilla y llenaba los pulmones del fresco aire de la bahía.

—¿Acaso lo dudabas? —contestó el mago fingiendo consternación.

—Apuesto a que todos aquí lo dudábamos —intervino Drinlar, todavía con la mascarilla subida.

—Son gente peligrosa, esa —añadió Selid, la nariz asomando por encima de la mascarilla—. ¿Es seguro que sepan lo que hacemos?

—Son las herramientas de que dispongo aquí —les quitó Caethdal importancia—. La obsesión de Fabián le hace fácilmente manejable. En cuanto a los otros dos, son prescindibles y los mueve la simple codicia.

—Con qué «herramientas» —repitió el venagozariano, no añadió más, tomó asiento al lado del silencioso Szim, asió un remo y a una señal de Adrastos comenzó a remar.


Al principio, acompasar su ritmo al de los largos brazos de obsidiana de su compañero, no fue fácil. Pero una vez logrado, el rítmico ejercicio fue bienvenido. El desapego con que el diantari se había referido a sus asociados había despertado viejos recuerdos. También él había sido tratado como una «herramienta», usado, descartado, vendido e intercambiado como una mera mercancía.

Todo empezó con la muerte de su madre. Un parto difícil, un bebé perdido y las fiebres. Las terribles fiebres la consumieron a ella, y el dolor de la pérdida quebró a su padre. Se dejó llevar, mal aconsejado, por las promesas de la adormidera y sus dulces sueños. 

         De nada sirvieron los esfuerzos de sus suegros por ayudarlo. El orgullo del hombre que un día fue, le impidió aceptarla. Un día, entre lágrimas se llevó su hermana a la pequeña de la casa, demasiado niña, ella, incapaz de cuidarla, él. Entonces empezaron los gritos y las amenazas a Munir, el hijo mayor, quien se deslomaba en los campos como aparcero para traer a casa un dinero que el padre quemaba persiguiendo recuerdos entre vapores narcóticos. Hasta que un atardecer, Munir no regresó del campo y comenzaron las palizas a Falam y Selid. En ellos volcó el padre el desprecio que sentía por sí mismo. Pérdida la autoestima y la dignidad, devastado cuerpo y mente por la adicción, pasaba de la ira y los golpes, al llanto y las disculpas, de los reproches, a las promesas. Así fueron pasando las semanas y los meses, sometiendo a los pequeños con el miedo y la culpa, encontrando ellos consuelo en su mutua compañía y en la infantil esperanza del regreso de su hermano mayor. 

Pero aquello tampoco duró, una tarde, su padre retornó eufórico a la casa, había conocido a un alfarero de la capital, les contó, había conseguido un puesto de aprendiz para Falam, les dijo, ya era hora de que se ganara el pan por sí mismo, repetía. Así arrancó del lado de Selid a su último hermano, solo le dejó el consuelo de que, lejos de allí, sus hermanos tendrían una vida sin miedo, sin golpes, ni amenazas. 

Tampoco tardaría en descubrir lo falso de sus esperanzas, lo profundo de la traición paterna, lo cruel de la verdad, pues ni Munir había escapado, ni Falam trabajaba de aprendiz. A ambos los había vendido para satisfacer un ansia cada vez más acuciante, exigente, perentoria, para sofocar ese fuego que había devorado cuánto hizo de él un hombre, dejando tras de sí un cascarón poseído por una bestia insaciable. Todo esto descubrió el menudo venagozariano cuando le llegó el turno de ser medido y pesado, intercambiado por un puñado de monedas, como lo fueron sus hermanos.


—Poco te daremos por éste —recordaba escuchar al esclavista decir con desdén a su padre—, apenas tiene carne en los huesos, cada vez me los traes más flacos, Selid.

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