(Ital el JDRHM) Caminos Separados 13: Szim y Cornelia

 


     El trayecto transcurría ahora sin contratiempos. Los bancos de arena, conforme se aproximaban a la desembocadura del río, se iban haciendo cada vez más frecuentes, consecuencia del perpetuo tira y afloja entre el volumen del caudal y la fuerza de las mareas. Pero el conocimiento del timonel de aquellas aguas era fruto de la experiencia y del orgullo por su trabajo. No podían estar en mejores manos.

     También iban en aumento los pequeños asentamientos. Cabañas de madera y adobe, apiñadas unas junto a otras, en torno a una granja mayor con una primera planta de piedra, si el lugar prosperaba. En los de mayor tamaño, podían ver los molinos, con sus aspas empujadas por la corriente. Algunos, si la disposición del terreno era propicia, contaban con un torreón de piedra dominando el paisaje desde lo alto de una colina.

     Ninguno contaba con empalizada o muralla. Para su construcción era imprescindible conseguir el permiso de la Reina Viuda, y ninguno había concedido por más de dos décadas.

     —Esto no es bueno. —comentó consternada Cornelia a media voz. Mientras jugueteaba con la pulsera que la regalase el joven remero.

     —¿El qué Madre? —la miró el capitán enarcando las cejas— Todo está en calma.

     —Cada vez es mayor el número de personas que vive alejada de la ciudad. —alzando el mentón con disgusto, contestó ella.

     —El reino prospera —se encogió de hombros él—. El Barrio Medio se desbordó. Qué decir del Bajo. Se cultivan tierras que se abandonaron tras la Batalla de los Marjales. ¿Qué hay de malo en ello?

     —Los nuevos asentamientos carecen de medios para prosperar —se explicó ella con pesadumbre, moviendo negativamente la cabeza—, o para protegerse a sí mismos.

     —Entiendo… —atusándose el gris mostacho asintió Gilbert.

     —No hay escuelas, ni sanadores, ni patrullas de las tropas reales, ni presencia de alguaciles. La orden de jueces de Tormo no se recuperó de sus pérdidas en los Marjales. No hay empalizadas, mucho menos murallas —paró Cornelia para tomar aire y resopló con disgusto para continuar—. No hay organización, ni previsión. En vez de fortalecer Esgembrer, Zhora se ha dedicado a debilitar a todos aquellos que considera rivales.

     —Tiene el apoyo de los grandes terratenientes… —empezó él.

     —A los que les preocupa tanto el bienestar de aquellos que los sirven —lo interrumpió ella con un suspiro de fastidio—, que compran esclavos para trabajar sus tierras.

   Llegados a ese punto, Szim dejó de escucharlos. Conocía de sobra el contencioso que la Orden de Aubea mantenía con la regente, y la mención de los esclavos, le había devuelto a la mente al capitán Mircea, con sus exquisitos modales y su falta de humanidad. Tan similar a sus primos los elfos de marfil. Bajando la mirada, contempló su brazos oscuros como la obsidiana pulida, y respirando profundamente, se permitió sumergirse en sus recuerdos.

    Parecía que estaba todavía allí, en el Mundo sin Soles ni Estrellas, silencioso, en la oscuridad, caminando por entre las caprichosas aglomeraciones de estalactitas y estalagmitas.

     Su forma interior le había granjeado la atención de las Ancianas. Le habían contado que era una muestra del favor de Thygra la Apasionada.

     Entre poco y nada significaba aquella deidad para él, tercera generación de nacidos tras el Engaño, primera de nacidos durante la Peregrinación.

     Ese nombre pertenecía a un mundo que le resultaba tan lejano, tan ajeno, que era casi inconcebible. Pero Irdia y Beriel no desfallecían en su empeño de mantener viva la memoria y la esperanza de alcanzar ese mundo verde y luminoso. Allí donde, decían, los esperaban deidades bondadosas como aquella Thygra cuya marca llevaba, cuyo don había recibido, y con ella, la obligación de explorar por delante de la Peregrinación D'Raspg.

     Su comunidad era una de las muchas partidas formadas durante el éxodo de su pueblo. Nómadas en el cambiante laberinto subterráneo bajo la faz de Ital, donde luz y calor significaban lo mismo vida, que muerte. Muchas eran las criaturas que competían por ellos. Por eso era vital su labor de rastreo y avanzadilla.

     El disfrutaba de aquellos momentos de quietud y esparcimiento. Se perdía jornadas enteras siguiendo los cambiantes túneles. Se maravillaba con los reflejos de los musgos luminiscentes. Contemplando las brillantes esporas de los hongos flotar. Persiguiendo las corrientes de aire que le conducían a fuentes termales y lagos de magma. En unas ocasiones, florecientes en medio de ruinas abandonadas, habitados y fieramente protegidos en otras..

      Era, por supuesto, una tarea peligrosa, sus caminos se habían cruzado con los de criaturas de todo rango: barbudos y rencorosos enanos cubiertos de metal, enfrentados con todos y entre ellos, colmilludos y bestiales guorzs de toda casta y pelaje, equipados hasta los dientes con armas y armaduras saqueadas, brutales y degenerados bolgvos con el cuerpo tatuado y protegido con caparazones quitinosos, gusanos tuneladores, babosas ácidas, escarabajos incendiarios, mantis escupidoras… pero nunca había sentido esa urgente necesidad que impelía a sus mayores a abandonar ese mundo de ecos y contrastes, en el cual, él se desenvolvía con total soltura.

      Le habían hablado de ellos, claro que sí, de su arte y belleza, de sus suaves maneras, de su perfidia y crueldad, de sus laberínticas y barrocas ciudades, con sus altas y caprichosas torres y sus profundas mazmorras, de su inconmensurable riqueza y de su insaciable codicia.

     Era la anciana Beriel, la que más se explayaba sobre ellos, en los relatos después de la jornada. Portaba con orgullo las cicatrices que con retorcido arte la cruzaban el brazo, la mejilla y el ojo derechos.

     —Huir de las campanillas de plata —los repetía al final de cada relato, girando el rostro para mirarlos uno a uno con su único ojo—. Huir sin que os vean.

     En tanto que la anciana Irdia callaba. Según ella, lo importante era la meta, la esperanza en el mañana. Recobrar la libertad bajo ese cielo azul y esas estrellas que sólo ellas dos recordaban.

     Pues, Szim, al igual que muchos de su generación, nunca habían visto a sus despiadados primos, los elfos de marfil. Así había sido hasta aquel lejano día.

     Exploraba solo, como era su costumbre, viajaba ligero, su forma interior se lo permitía, las almohadillas de sus patas le indicaban cómo la temperatura de la piedra iba en aumento. Signo inequívoco de la proximidad de una zona geológica activa. Y con ella, de recursos para el peregrinaje.

     De manera que, cauto, manteniendo la redonda testuz gacha, enhiestas las orejas, avanzaba con lentitud por los túneles. Al poco rato, el silencio fue roto, primero por un agudo grito de dolor, seguido luego de un golpe sordo, como el de un fardo al caer.

     Szim se detuvo incrédulo e indeciso por un instante. No podía ser un grito femenino. Entre los suyos, ellas eran el enlace con el pasado y esperanza de futuro. No se las ponía en riesgo salvo en casos de extrema necesidad. Las rígidas normas de supervivencia del grupo giraban todas en torno a esa idea, hasta el punto que no quedaba un solo varón D'Raspg anciano. Superado su desconcierto inicial, apresuró el paso.

     —¿Acaso una partida de peregrinaje ha colapsado? —pensó.

      No sería la primera vez, ni la última, que reducido su número al mínimo viable para sobrevivir, los miembros de una partida se uniesen a otra mayor. Ese fue el destino del peregrinaje original de los padres de Szim.

     Distorsionados por la compleja acústica del subsuelo, le llegaban ahora sonidos de lucha. Metal contra piedra, golpe errado, gruñidos de esfuerzo, el chirriante raspar del filo contra algo resistente, un golpe sordo, contundente, seguido de un quejido de dolor, apenas contenido, un gutural bramido de triunfo, abruptamente interrumpido... Szim corría ahora, abandonada la cautela, ante sí veía ascender la dorada luminosidad de los líquenes aferrados a las paredes y el techo. Su túnel desembocaba en una empinada terraza.

     A sus pies se abría una caverna en la cual palpitaba, rojo y oscuro, un estanque de magma. De las estalactitas goteaba el agua, nutriente esencial. Esta caía sobre el magma, produciendo el vapor que humedecía la atmósfera. Luz, agua y calor, vida insospechada, regalo de la naturaleza. Y en torno a aquel edén inesperado, perturbando su quietud y belleza, seres que se consideraban inteligentes, desataban su insensata violencia.

    Ahora las podía oír, las argénteas campanillas, frenéticas, enmascaradas primero por la ruidosa cacofonía del combate. Un instante de duda fue derrotado por la innata curiosidad del joven Szim y, recostando su oscuro y rayado cuerpo de felino cuán largo era sobre la húmeda terraza de pizarra, se asomó.

     Desde esa privilegiada posición, el intrigado osrhan observó detenidamente a los contendientes. Media docena de corpulentos bolgvos con feroces tatuajes del ojo con colmillos, representación de su colérica divinidad: Bolvaugh, protegidos con escudos y armaduras fabricadas con los caparazones de grandes cangrejos y armados con porras y mazas de madera lítica, los más, y con espadas de hueso y garras de mantis escupidoras, los menos, confiando en su número, habían entablado combate con un trío de ithilithan, los temidos elfos de marfil, sus primos.

     A ojos de Szim, parecían vestidos para una fiesta, alardeando de su riqueza, sedas de un púrpura intenso, fino cuero repujado con filigranas de plata y de oro, centelleantes cotas de malla, refulgentes cimitarras de azulado metal y como colofón, las tintineantes campanillas de plata atadas a muñecas y tobillos, incongruentes y burlonas, repicando a cada movimiento, a cada lance y a cada golpe.

    Esparcidos por el suelo, yacían los vencidos. Tres bolgvos mutilados se desangraban indefensos, amputados brazos o piernas con precisión quirúrgica. Caído en un rincón se adivinaba un cuarto cuerpo, vestido de seda y cota de malla, boca abajo, con un brazo doblado de forma contraria a natura.

     Dos elfos vestidos como príncipes hacían frente a tres pesados guerreros bolgvos. Estos habían perdido el ímpetu de su asalto inicial y se defendían, espalda contra espalda, confiando en su escudo y el de sus compañeros. Mientras la muerte danzaba al son de las campanillas y el metal reflejaba la sanguinolenta luz del magma. Los bolgvos no perdían de vista las acrobáticas evoluciones de los elfos que los circundaban. Desviando estocadas que les llovían desde todo ángulo imaginable con sus armas y escudos .

     Entre tanto, Szim, que se bebía con los ojos el despliegue ofrecido por unos y otros, estaba dividido en su fuero interno. ¿Qué era mejor para su gente? ¿La victoria de los bolgvos, o la de los elfos? Su bestia interior parecía dispuesta a saltar al combate, pero él no sabía de qué lado. Los trogloditas humanos eran más numerosos y estaban más cerca de sus territorios ¿Era preferible que sus primos vencieran? Pero entonces, ¿Qué habían ido a buscar los ithilithan tan lejos de sus plazas fuertes? ¿No sería mejor seguir la recomendación de Beriel y huir? Dar la espalda a ambos enemigos, dejar atrás las campanillas de plata.

    Los latidos de su corazón se aceleraban siguiendo su ritmo enloquecido. Algo en su sangre compartida respondía a la argentina llamada. Algo en el entrecruzar de aceros de los elfos tiraba de él. Szim contenía la respiración, su cuerpo en tensión, listo para intervenir en la lucha, su mente absorta. Hasta que el que parecía más joven de los elfos, incluso más joven que él, rompió el hechizo, perdió el ritmo marcado por el más veterano y casi sin intercambiar una mirada, dos adversarios le salieron al paso. Rota la formación, la cimitarra del joven encontró su camino a la musculosa carne tatuada y allí quedó alojada, otro cuerpo alfombró la caverna. Desarmado, un rictus de dolor cruzó su rostro aún antes de recibir el golpe fatal, ya estaba herido, una costilla rota, eso le había impedido sostener su ataque combinado. La garra de mantis tampoco falló, cortó el hermoso cuero y el pálido cuello, una cabeza rodó y una existencia casi inmortal se extinguió.

     Con semblante compungido se volvió el primitivo humano en socorro de su compañero superviviente. Tal vez juntos pudieran derrotar al último de aquellos aterradores invasores. Pero no llegó a tiempo.

     Librado a sus recursos, enfrentado a tamaño desafío, su hermano de sangre no era rival para el implacable duelista que bailaba a su alrededor. Sus golpes, lentos y desesperados, iban al vacío. Los del otro, sonriente y despectivo, cortaban sus músculos dejando un patrón singular, tejiendo una sanguinolenta red. Los ojos desorbitados por el miedo a la muerte del humano contrastaban con la ferocidad del ojo tatuado en su frente. Se sabía derrotado.

     No, su compañero de armas no llegó a tiempo, arrojó su escudo contra el elfo, que lo esquivó con desgana, sin cesar de golpear a su ya indefenso rival. Intentó desviar la atención del grácil asesino. Rugió como si los cortes se los estuvieran haciendo a él, mientras corría a socorrerlo. Pero no pudo impedir la muerte del otro guerrero, ahogado en su sangre, traspasada la garganta, cayó al estanque de magma. Y en medio de todo aquello, mientras el olor de la carne abrasada inundaba la caverna, el ithilithan superviviente reía a carcajadas. Justo de espaldas al gran felino con el que Szim compartía su existencia.

    Con el tiempo, un adulto osrhan, justificará sus actos de aquella jornada diciendo que la bestia decidió por él. Pero lo cierto es que, en ese momento, ambos, elfo y felino querían matar al espadachín. Más de doscientos kilos de músculo e instinto asesino cayeron sobre la espalda del victorioso ithilithan, desgarrando con sus zarpas seda, cuero, malla y carne. Quebrando los huesos de su cabeza con las fauces sedientas. Reduciendo a carroña al que momentos antes pareciera un príncipe de entre los suyos.

     Aún quedaba un guerrero bolgvo, en la diestra sostenía su espada de hueso y garra. Su escudo yacía allí donde lo arrojó contra el despiadado asesino vestido de seda. Retrocedía con la mano desnuda levantada ante él, la mirada fija en el rayado felino, que a su vez se relamía el morro ensangrentado, y con ojos ambarinos seguía sus movimientos. No quedaba lucha en él, de modo que tras alejarse y ver que la bestia atigrada no lo seguía, se retiró por un túnel lateral.

     A Szim no le cabía la menor duda de que volvería con ayuda para recuperar a sus caídos. Y lo dejó hacer, le parecía bien. Luego, sintiéndose seguro, se permitió recuperar su forma bípeda. Desnudo se sentía vulnerable, todavía no controlaba el cambio lo suficiente como para mantener una forma intermedia entre sus dos naturalezas.

     Examinó los cuerpos de los derrotados, buscando algo que pudiera justificar aquel desatino.

     Los bolgvos no tenían nada que mereciera la pena, collares de hueso, ropas de piel cruda y maloliente, sus armas y armaduras, toscas y pesadas, no tenían sentido para nómadas como él, acostumbrados a lo mínimo.

    Sus primos, eran harina de otro costal. Todo en ellos hablaba de riqueza y poder. Con temor supersticioso observó sus manos, delicados anillos con estilizadas runas pregonaban su servidumbre a Aloth la Embustera, prefirió dejarlos en sus muertas manos. Le hubiera gustado quitarles las cotas de malla, pero no tenía manera de que su bestia aceptara cargar con ellas. Tanteó su predisposición a llevar al cuello las exquisitas cimitarras en sus vainas, pero un sordo gruñido en su pecho lo hizo desistir. Iba a dejarlo todo tras de sí cuando dio con las provisiones de la partida, un zurrón con bandolera que portaba el más joven, tres viales de alcohólico cordial, energético y reconstituyente, varias raciones de carne de champiñón y bizcochos de harina de hongo molido. No era mucho, pareciera que contaban con algún puesto avanzado cerca. Esta vez la sensación de disgusto pareció menor. Entonces recordó que los emboscados eran tres.

     Despreocupado, se dirigió a registrar el tercer cuerpo al otro lado del estanque de magma. Lo cogió para darlo la vuelta y no pudo evitar dar un respingo a verlo.

     Era una hembra, apenas mayor que él. Sus formas disimuladas por las ropas y el equipo que compartía con sus compañeros. Todo igual salvo por el arma que blandía. Un látigo caído unos metros más allá. Un golpe atroz la había alcanzado en plena cara, el pelo, largo y albino, estaba apelmazado por su sangre, pero todavía respiraba.

    Ante él, el joven Szim tenía lo que las Ancianas le habían enseñado que era la encarnación del mal. Y sin embargo, él sólo veía una joven indefensa e inconsciente. Ella gimió de dolor, y a él le dio un vuelco el corazón al ver sus labios entreabiertos y su pecho latir. Si no hubiera intervenido, su guardaespaldas habría despachado al guerrero restante y ella estaría a salvo.

     Culpable, se sentía culpable. No dejaba de ser una mujer, y le habían educado para anteponer su seguridad ante todo.

     Era absurdo, tal vez, pero el joven sentía que ahora, su vulnerable enemiga, era su responsabilidad. No tenía estómago para abandonarla allí, no en ese estado.

    La muchacha tenía consigo un zurrón más pequeño. Nervioso, lo abrió, revolviendo su contenido, hasta que dio con lo que esperaba encontrar, vendas, ungüentos que le eran conocidos y frascos que no supo identificar. Afortunadamente, los emplastos cicatrizantes de una y otra familia de elfos empleaban los mismos líquenes y musgos, de modo que con exquisito cuidado aplicó la fragante pasta por la fea herida de la cara, y por la que se había hecho en la cabeza, fuera al golpearse con la pared o con el suelo, y la vendó.

   Quiso recostarla contra una formación de estalagmitas, en un rincón resguardado, y ella emitió un quejido lastimero, el brazo la colgaba dislocado. No había mejor momento para recolocarlo, que mientras no recuperara la conciencia, y así lo hizo Szim. Luego la tendió a resguardo, y tras pensarlo un momento, metió en su zurrón de medicinas parte de las provisiones tomadas de los muertos. Se lo dejó a su derecha, junto a su látigo un arma de aspecto sedoso, untuoso y maligno. Después, le dio la espalda, adoptó su forma felina y volvió sobre sus pasos, de vuelta con los suyos.

    Nunca supo qué intuición le hizo mirar atrás, pero al girarse, tal vez por deseo de despedirse, tal vez por deseo de quedarse, vio que ella había recuperado la consciencia y lo miraba fijamente, con un odio tan marcado en su ojo malva, el otro se lo había vendado él, que lo golpeó con intensidad casi física. Su bestia interior rugió como respuesta y las argénteas campanillas tintinearon de nuevo, sus ecos llenando los túneles, interponiéndose entre ellos como una sentencia divina.

     Esta vez, el joven Szim no se entretuvo más, volvió grupas y corrió. Tras él, las campanillas sonaban, desafiantes y burlonas, y una muchacha pagaba sus cuidados con maldiciones.

    —Así pues —seguían charlando la clériga y el capitán—, la tripulación tiene entrenamiento militar.

     Era una afirmación, no una pregunta. La travesía llegaba a su fin. Los agudos sentidos del elfo le permitían oler la concentración de humanidad y desperdicios que los esperaba delante de ellos. Oscurecía, llegaban tarde.

    —Hago lo que puedo por mantenerlos vivos y en forma. —concedió Gilbert.

    —¿Y vos, servisteis en el ejército real?

    —Algo así.

    —¿Algo así? —lo animó ella a seguir hablando.

    —Algo así —con desgana siguió él—. Estuve en los Marjales.

    —Eso os honra —extrañada por su actitud lo reconfortó ella—. Algunos la llaman «la última batalla del mundo antiguo». Yo también estuve allí.

    —¿Vos, Madre? —exclamó él, mirándola de hito en hito— Mucho más joven que yo aparentáis, ruego disculpe mi atrevimiento.

    —Daros por disculpado —le quitó ella importancia con un ademán—. No era más que una niña, una novicia encargada de lavar vendas y calentar agua ¿Y vos?

     —Forrajeadores, los reclutadores reales fueron buscando honderos a un pueblo de pescadores —se rio para si— ¿Te acuerdas Román —gritando, preguntó al hombrón de voz rasposa, que incansable, estaba otra vez a los remos—, la primera vez que regresamos al campamento con víveres?

     —¡Como no! —con un guiño feroz, replicó— ¡Aquellos oficiales casi vomitan, verdes se les quedaron las caras!

     La tripulación, que sin duda había escuchado cien veces y más la historia, sonreían entre ellos, pero sin lograr disipar el pesar que arrastraban por sus amigos muertos.

     —¿Pues qué les llevabais? —les siguió la broma Selid.

    —¡Ranas! —gritó Román, exultante.

    —¡Verdes ranas! —añadieron un par de remeros veteranos.

   —¡Sabrosas ranas! —remató el capitán la anécdota, jocoso— Como si abundara otra cosa en esos humedales a parte de ranas.

    —Y así bautizaron a nuestra unidad: «los feroces comerranas» —con orgullo y sonrisas añadieron los veteranos con el puño en el pecho.

   —Si tira a amarillo, dispara y aguanta —empezaron a corear, ahora hasta los más jóvenes se unieron, sin dejar de remar—. Si tira a verde, dispara y corre. Si tira a marrón, corre y dispara. Si es negro, corre, corre y no pares. Si tira a amarillo, dispara y aguanta. Si tira a verde, dispara y...

    Maravillado por su exhibición de camaradería, Szim sonreía de oreja a oreja. En su dirección se acercó un también sonriente Selid, movía la cabeza de un lado para otro, incrédulo.

    —Hostigadores, Szim, estamos con los críos que plantaron cara a las castas guorzs hace casi treinta años.

    —Ahora tiene sentido.

    —¿El qué?

    —El nombre de la nave: La Rana Saltarina

    —Pero qué cabrones —se rio, dándole una palmada amistosa al elfo.


Comentarios

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias. Me alegro de que te haya gustado. Escribir sobre el mundo subterráneo de Ital era algo que quería hacer hace ya tiempo, y dado que el viaje por el río empezaba a ralentizar el ritmo del relato, recurrir a los recuerdos de Szim para meter algo de acción me ha permitido darme ese capricho y darle variedad a la ambientación.

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