(Ital el JDRHM) Caminos Separados 12: Cornelia y Szim
Nueva entrega de las andanzas de nuestros aventureros en Itnor Oriental. Hoy atisbamos el mal que florece a plena vista.
Mercado de Esclavos en Argel 1650. Estampa similar a lo imaginado para Shagir y otras ciudades de Alrus |
La mirada de perplejidad del veterano capitán incitó a Cornelia a continuar. Mantener en secreto la silenciosa, hasta entonces, invasión de aquellos seres, sólo contribuía a poner en peligro a los habitantes de la cuenca del Sgem.
—Hay que alertar a las poblaciones ribereñas —decidió la clériga, rotunda, rascándose las vendas de su brazo derecho.
—Pero entre nosotros y Esgembrer no queda ninguna población —objetó Gilbert, resoplando.
—Y no vamos a enviar a nadie río arriba, expuestos a las represalias de esas criaturas —se cruzó de brazos Szim, entrecerrando sus ojos almendrados para alzar la mirada a los soles vespertinos.
Un silencio incómodo se instauró en el corrillo que formaban. La tripulación, una vez liberada la tensión de la lucha y el dolor por los compañeros caídos, se había volcado en su trabajo. Los remeros bogaban con ahínco, ansiaban más que nunca terminar la travesía. Los heridos no corrían peligro, podían contar con Selid y sus ungüentos y pociones, y en caso de urgencia, con Cornelia y sus plegarias. Pero todos ellos necesitaban dejar atrás lo sucedido.
—Lo mejor será —rompió el silencio Cornelia—, que la tripulación cuente lo ocurrido a sus amigos y conocidos en el puerto.
—¿Y las autoridades? —inquirió Gilbert dubitativo.
—Demasiado lentas —desestimó la clériga su objeción—. Ya acudiremos a ellas luego. Lo primero es avisar a la gente del peligro…
—¡Barco a la vista! —gritó entonces el vigía a pleno pulmón, haciendo bocina con las manos— ¡Barco a la vista!
—Tal vez sea éste un encuentro favorable. —esperanzado, dijo Szim, para asomarse luego por la borda y buscar con la mirada la todavía lejana nave.
Al fin la vislumbró, avanzando a golpe de remo, a contracorriente, lenta y pesada. De casco redondo y madera oscura, el viento hinchaba sus velas cuadradas.
—¡Es la Oronda Insatisfecha! —anunció desde lo alto el vigía— ¡La Oronda Insatisfecha!
Anuncio ante el cual, varios marineros torcieron el gesto, llegando algunos a escupir al río con desprecio. Lo que no pasó inadvertido para los pasajeros.
—Mala gente, maese —meneó la cabeza el aludido—, gente sin corazón, esa.
—¿Y eso por...? —insistió aún más intrigado.
—Esclavistas, maese. —arrastrando las palabras, como si le mancharan la boca, se obligó a contestar al cabo de una larga pausa.
Tras escuchar su respuesta, Selid enmudeció, endureció la mirada, apretó los dientes y tensó los músculos, tal que fuera a recibir el beso del látigo una vez más. Por un momento, pudo sentir de nuevo el escozor y el hedor de las supurantes heridas. Heridas que le dejaron la indeleble marca de la esclavitud, bajo la forma de las blancas y finas cicatrices que surcaban su espalda morena, al tiempo que forjaron en él una voluntad férrea. Y después de eso, ante la mirada entre asombrada y apreciativa del timonel, él también escupió por la borda.
Entre tanto, ajeno a la escena que se desarrollaba a su espalda, Gilbert ordenó al vigía que usase los banderines de comunicaciones y alertara a la Oronda de la presencia de hostiles.
—Pero eso no es suficiente. —acariciándose el afilado mentón objetó Szim.
—Tampoco el malnacido de su capitán nos va servir de ayuda —encogiéndose de hombros, desestimó su protesta el veterano marino—. Con su padre, el viejo Mircea, podríamos contar sin lugar a dudas. Pero con el joven Mircea —hizo una pausa para escupir por la borda—, definitivamente, no.
—¿Pues qué problema hay? —curioso como un gato insistió el elfo.
—A ese muchacho le falta algo para estar entero —negó Gilbert con la cabeza y suspiró—. Te escuchará con toda la cortesía que imaginarte puedas. Te mirará a los ojos. Te sonreirá. Te abrazará. Te estrechará la mano. Te besará las mejillas, incluso —gesticuló, efusivo y exagerado, hasta con un deje burlón, abriendo los brazos todo lo largos que eran—. Y cuando te quieras dar cuenta, estarás ahogado en deudas, en grilletes y a bordo de uno de sus barcos cargado de esclavos.
—¿Esclavos? —se sobresaltó el elfo— Pensaba que los humanos de Itnor no consentían la trata de esclavos.
—No todos, no todos —se lamentó ahora Cornelia—. El buen Rey Iván quiso terminar con su uso, muy extendido en los dominios de la nobleza rural, pero nos fue arrebatado demasiado pronto...
—¡Malditos guorzs y su negra sangre! —juró el capitán, al tiempo que saludaba a su homónimo en la cubierta de la Oronda Insatisfecha.
En la lejanía se adivinaba su figura, robusta, redonda y pesada, como una extensión de su navío. Vestía casaca y pantalones del color de la sangre coagulada, rojo oscuro, casi negro. Negro era su sombrero, al igual que sus cabellos rizados y su aceitada barba, una extravagante y multicolor pluma de faisán lo coronaba. De vivos colores eran también los estampados que adornaban, tanto al lujoso fajín de seda que ceñía su gruesa cintura, como al sedoso pañuelo que llevaba anudado del cuello y destacaba sobre su blanca camisa.
Por un momento, las dos embarcaciones estuvieron a la par, y Szim pudo ver a lo que se refería el veterano marino. El saludo cortés, descubriendo la cabeza. La exquisita inclinación, sombrero en mano. La sonrisa amistosa, del viejo conocido. Y la mirada muerta de unos ojos carentes de emoción, fríos y calculadores...
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del oshran. Conocía de sobra a personas como aquella. Persuasivos y amistosos cuando los convenías. Crueles y despiadados cuando los estorbabas. Abundaban en su antigua patria, en las entrañas de Ital. Allí prosperaban, bajo el patrocinio de Aloth y Veniarión, sus pálidos primos sin alma.
Y alzando sus ojos al cielo de nuevo, agradeció una vez más a Heimad el don de su piel oscura. La recompensa al éxodo de los suyos, gracias a la cual, habían podido escapar de la herencia maldita de Lundune.
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