(Ital el JDRHM) Caminos Separados 10: Szim y Selid

 

Un homenaje sincero. Que buenas tardes aquellas.


     Navegaban río abajo, aprovechando el envío de mercancía de la villa y el templo para abastecer los siempre hambrientos mercados de la capital. Sería un viaje rápido y tranquilo. Así llegarían descansados para lo que fuera que les esperase. Eso había prometido Madre Cornelia, mientras los guiaba al embarcadero de la villa, donde labriegos independientes y trabajadores del templo llevaban los excedentes para la venta

     Ella les acompañaba, se hospedaría en las dependencias que el representante del templo mantenía en la capital. Era fin de estación y debía pasar a recoger los réditos del duro trabajo de la villa. Estaba hablando con el patrón de la nave. Un veterano marino, fibroso y bronceado, de blancos cabellos y tupido mostacho, que se había destacado con honradez en sus tratos con los ribereños. Gilbert usaba por nombre.

     El contar con pasajeros fue bien recibido por la tripulación. No sólo era un ingreso adicional, si no que, dada la naturaleza de los mismos, proporcionaba una defensa adicional. Pues, al contrario de lo prometido, las noticias que traían río abajo auguraban problemas.

     Se hablaba de nieblas repentinas, de barcas volcadas, de niños perdidos, de restos medio devorados llevados por la corriente, de monstruos en el otrora apacible Sgem.

     Nada de ello parecía ser cierto bajo los soles vespertinos, pero la posibilidad de que fuese cierto, y peor aún, que estuviese relacionado con el truculento trofeo que Caethdal les enseñará a Drinlar y Selid, turbaba el ánimo de los tres pasajeros.

     Selid colocó cuidadosamente la valija de su equipaje sobre la cubierta del barco y se sentó con la espalda apoyada en el mástil. No soportaba permanecer en la bodega, le traía malos recuerdos de su primer viaje por mar. Con dedos ágiles, fue sacando, uno tras otro, los frascos con los ingredientes que había encargado a los boticarios de la Orden. Examinando su contenido con ojo y paladar experto. Con dolor le habían impartido sus lecciones, vendido de niño como esclavo, a un viejo alquimista de la decadente Slateran.

     A su lado, Szim ladeaba a un lado y a otro la cabeza. Intentaba hacerse una imagen completa del intrincado grabado que adornaba ese mismo mástil a la altura de los ojos.

     En él, junto a nudos y espirales, vagamente similares a los tallados en su propio bastón, se representaba un combate entre dos bandos bien diferenciados. De un lado, hombres lampiños con largos cabellos trenzados, vestidos con pieles y cuero, empuñando grandes escudos romboidales y lanzas. Del otro, humanos de largas barbas, vestidos con cotas de malla, empuñando escudos redondos y hachas. En el centro de la talla, dominando la escena, sobre una colina, sobresale la lucha singular de dos campeones, destaca el uno por su cimera, confeccionada, en todo o en parte, con el cráneo astado de un imponente ciervo, saltando con su lanza en alto, el romboidal escudo por delante. En tanto, su adversario, cubierto de la cabeza a los pies por la piel de un enorme lobo, espera agazapado, con el redondo escudo alzado y una espada recta y corta retrasada, esperando el momento de dar la estocada mortal.

     —¿Le gusta maese druida? —Le preguntó uno de los remeros, confundido por la túnica de viaje y el bastón —Fue el pago por un pasaje. —Animado por el leve asentimiento del elfo, continuó, riéndose para sí. —Un tipo peculiar aquél, delgaducho y ojeroso, mal afeitado, con el pelo descuidado del color de la paja. No paraba de andar proa arriba, popa abajo. ¡No podía dormir, le perseguían sus sueños!, decía —Lo que despertó las risas de sus compañeros, parecía que disfrutaban con las anécdotas del locuaz miembro de la tripulación. —Un rabel y un laúd llevaba consigo, con canciones y romances se ganaba el sustento, decía. Nosotros le debimos caer bien, que además nos pagó con algo más tangible. —Terminó su perorata sonriendo orgulloso y señalando la talla.

     —Me quiere recordar una historia que escuché en un poblado humano de Shislaran. —Cabeceó pensativo Szim.

     —Aquél era pallanthio, dijo. —Metió baza otro remero, con el vozarrón ronco de un bebedor. —"La Derrota de Othain y la Victoria del Rey Lobo", dijo que representaba.

     —Curioso… —Absorto en sus pensamientos, acarició con sus largos dedos la figura del que antes le pareciera heroico, y ahora trágico, Othain.

     —¡Silencio, holgazanes! —Bramó el capitán con una feroz sonrisa iluminando su curtido semblante. —¡Os pago por remar, no por parlotear!

     —¡Con romances y canciones, nos pagan! —Riendo estentóreamente, contestó el marino del vozarrón aguardentoso.

      A lo que se sumaron las carcajadas del resto de la tripulación. Era tiempo de paga y se dirigían a una gran ciudad. La promesa de dinero, comida, bebida y mujeres, la recompensa por su trabajo, estaba ahí, a su alcance.

     —¡Callaros os digo, borrachos impíos! —Insistió el patrón, desdeñoso y burlón, yendo del uno al otro. —¡La Madre va a orar por un viaje provechoso!

     A lo que la ruidosa tripulación respondió saludando a la clériga cruzando los brazos sobre el pecho con las palmas de las manos abiertas. Lo que podía interpretarse, lo mismo como el símbolo del Libro, que como el de la gaviota, animal relacionado con Istol, protector de los marinos.

     Mientras tanto, ella, bajando la capucha de su parda capa de viaje, se situó junto al timonel, de frente a los remeros. Entonces, tras respirar profundamente, entornó la mirada, alzó la barbilla y comenzó a cantar. Con suavidad primero, como las olas arrullando una barca al atardecer, para ir después in crescendo, al tiempo que un leve fulgor, blanco y cálido, emanaba de la intérprete y envolvía protectora a la embarcación y a todos aquellos, que en ella contenían, sobrecogidos, la respiración.

    —Buen espectáculo. —Murmuró el curtido venagozariano a su amigo de la piel de reflejos de obsidiana. Ocultando su escéptico comentario con las muestras de gratitud de los entregados marinos.

    —No negarás que tiene buena voz. —Le zahirió, mostrando su blanca sonrisa, Szim.

     —Es que no entiendo todo ese misticismo musical que se marcan los clérigos. —Se encogió de hombros, indiferente. —Todo el día con sus himnos y letanías. —Insistió.

     —Pero la meditación y las rutinas de concentración que Drinlar ejercita a diario. —Razonó el elfo de ébano. —¿Esas si las comprendes?

     —Si, claro. —Asintió, como si lo uno y lo otro no tuvieran relación. —No son tan distintas de los movimientos que me enseñaste.

     —Memoria corporal, control de la respiración y concentración de la mente. —Aleccionador, cabeceó afirmativamente. —Igual que nosotros en combate, que no podemos permitirnos, ni perder el resuello, ni dejar que las emociones guíen nuestros movimientos, ellos tampoco.

     Parecía que Selid todavía iba a objetar, cuando un grito del vigía puso en estado de alerta a la tripulación.

     —¡Barca a la deriva! —Gritaba. —¡Barca a la deriva!

     Incluso aquellos que estaban en su turno de descanso subieron a cubierta. Barco grande o barco chico. Todos eran nómadas en el río. En un momento dado, todos podían necesitar la ayuda de sus congéneres.

     —¡Hombre al agua! —Empezaron a gritar los asomados a cubierta. —¡Hombre al agua!

     Sin esperar más, Szim se despojó de su calzado y de su túnica, y tras otear en la dirección que le señalaban, se zambulló con agilidad en las procelosas aguas.

     Veloz, a brazadas, nadaba como una flecha en dirección al arrastrado por la corriente, cuando algo se aferró a su pierna izquierda y tiró hacia abajo de él.

     El tacto era frío y viscoso. El elfo pataleó y se resistió. La tripulación gritaba, pero no los comprendía. Se revolvió pecho arriba y pudo ver tres brillos, como tres ojos, fijos en él, y dos manos palmeadas agarradas a su pierna… Notando como le empezaban a pitar los oídos, se dejó arrastrar, sorprendió a su captor, y usando la pierna libre, lo golpeó con fuerza entre los brillantes ojos.

     La presa se aflojó. Szim ascendió a la superficie sin detenerse a mirar atrás. El dulce aire de la tarde llenó sus pulmones. La fuerte corriente se había llevado el cuerpo del infortunado barquero, pero la barca resistía su empuje atorada contra unas rocas cercanas a la orilla. Hacia allí nadó con largas brazadas, tratando de alcanzar un terreno, que le fuese más favorable.

     La criatura lo perseguía, pero logró subir por la borda antes de que se lo pudiera impedir.

     Entonces oyó mejor los gritos y el ruido de lucha en el barco.

     —¡Muro de escudos! —Era la voz de Cornelia. —¡Muro de escudos!

     El agua bullía y rebullía de formas vagamente humanoides, con las espaldas y las extremidades recubiertas de escamas verdes y azules.

     Algunas habían hecho pie en cubierta, armadas con lanzas dentadas, como arpones, protegidas en el pecho por petos de cuero amarrados con cintas y hebillas. Habían hecho de los vulnerables remeros su objetivo y los atacaban con saña. El marino de la voz ronca trataba de mantener a raya a dos asaltantes con la única ayuda de un remo tronzado, su locuaz compañero, lívido, se llevaba las manos a la barriga, intentando contener una hemorragia. A un lado y a otro, corría la sangre.

     La tripulación, aunque sorprendida y sobrecogida por la naturaleza de sus asaltantes, había reaccionado con disciplina y temple probados en combate. Recuperados del impacto inicial, se habían armado. Alfanjes, espadas cortas, hachas e incluso picas de abordaje asomaban tras sus cuadrados escudos. Allí con ellos se erguía la clériga, escudo torreón y lanza en ristre, a la derecha de la improvisada formación.

     —¡Arrojemos a las profundidades a estas abominaciones! —Vociferaba escupiendo saliva, rabioso, el capitán Gilbert desde el puente de mando, sable en mano, parando las acometidas de uno de aquellos silenciosos asaltantes, protegiendo al timonel.

     Allí con él estaba Selid, conteniendo a otras dos de aquellas criaturas de ojos de serpiente, buscando la oportunidad de deslizarse entre sus arpones de punta de hueso y atravesar sus cuerpos de olor a limo y algas.

     Estaban en apuros, inconsciente del peligro que corrían, Szim había dejado atrás su bastón. Con los hechizos en él imbuidos, podía amplificar sus habilidades innatas y convocar ayuda. Librado a sus recursos, dependía de qué lugar ocuparan sus asaltantes en el ecosistema fluvial. Si era el suyo un nicho natural, poco había que hacer, si en cambio eran vistos como invasores…

     Entonces pudo ver a su oponente. Le observaba con igual curiosidad, flotando a un par de metros de la barca. La cabeza aplanada sobresalía del agua, su lengua viperina entraba y salía, como saboreando el aire mismo, de una boca armada con los dientes de un depredador. Sus ojos de serpiente delataban una inteligencia superior y sobre la frente huidiza destacaba un apéndice del que colgaba, hinchado y amoratado, un tercer ojo.

     —Parece que te hice daño —Comentó en voz alta. Y fijándose mejor añadió. —Tú eres diferente, ¿O no?

     Sentía a su bestia interior revolverse. Esa parte, por siempre salvaje, de sí mismo quería emerger y acabar con la amenaza que representaba aquella criatura. Muy lejos, en las profundidades de la tierra, había luchado con depredadores que se valían de apéndices luminosos como aquél para atraer a sus víctimas. Le habían hecho daño y ansiaba devolverlo. Mas no era el momento, pensaba su parte racional, eran sus otras habilidades las que necesitaban sus compañeros.

     Respiró profundamente una, dos y tres veces, calmó a la bestia. Y en el agua, la criatura siseó, como si sonriera y avanzó. Alzó la cabeza, sus branquias vibraron y gritó. Gritó como nunca antes había oído gritar Szim. La onda acústica le golpeó con la fuerza de un gigante, le ensordeció, le aturdió y le derribó de espaldas.

     La criatura chapoteó, saltó a la barca, echó su cabeza atrás, triunfante, dispuesta a repetir su ataque y la bestia que compartía cuerpo con Szim se defendió. El esbelto cuerpo del grácil oshran, era ahora puro músculo, sus largas manos, garras crispadas, sus afilados rasgos, las fauces de un felino devorador de hombres. Sólo sus ojos ambarinos recordaban al amable y prudente elfo… pero un brillo asesino los iluminaba. Con un salto, cruzó la distancia que los separaba, atrapó con sus garras los brazos de la criatura, ahora más pequeña que él, y de una dentellada la destrozó la garganta.

     No tuvo tiempo de gritar. La vida se apagó, incrédula, de sus ojos. En pie se sostuvo, hasta que las garras de Szim la soltaron, entonces su carcasa se desplomó sobre la cubierta. Donde todavía unos leves espasmos la sacudieron. Para cuando la bestia devolvió el control de su cuerpo al contrariado elfo, no se movía más.

     —Que estropicio —Se lamentó, moviendo negativamente la cabeza.

     Entre tanto, la lucha a bordo continuaba. Cornelia sangraba, herido el brazo que empuñaba la lanza. Su posición en el muro de escudos dejaba desprotegido su costado derecho. Las criaturas luchaban desordenadas, palmo a palmo, retrocedían.

     —¡Adelante! —Gritaba la clériga, los rizos morenos, pegados a la frente por el sudor. —¡Un empujón más!

     Selid sonreía. Vidas y reputaciones estaban en juego. Había ingerido una de sus pociones. No se podían permitir ni bajas, ni demoras. A sus ojos, todos eran lentos y torpes. La fría eficacia marcial del capitán, el arrollador empuje del muro de escudos liderado por Cornelia, carecían de la velocidad necesaria para seguirle el ritmo. Con dos quiebros le ganó la espalda al par de criaturas. Un golpe certero de su cimitarra y la primera cayó, siseando de dolor, su pierna cercenada a la altura de la rodilla. Intentó la segunda volverse, y con su arpón de hueso, rechazar al torbellino de acero en que el de Venyagozar se había convertido. Pero era aquel un baile agarrado y Selid la había elegido como pareja. No permitió que se despegara de él, y su cuchillo la atravesó, de la blanda garganta, al cerebro.

     Entonces lo oyeron, el batir de alas y el trinar de decenas de pájaros. Martines pescadores, halcones, gavilanes y otros pájaros menores. Acudiendo, todos, en bandada, abalanzándose en tropel contra las criaturas, que, incapaces de hacer frente a hombres y pájaros, huían, saltaban al agua y se sumergían para no volver.

     Era obra de Szim, erguido en la barca, con los brazos en alto, quien los había convocado, y en respuesta a los daños que las criaturas habían causado también a los habitantes naturales del río, éstos habían acudido en su ayuda.


Comentarios

Entradas populares