(Ital el JDRHM) Caminos Separados 4: Selid y Cornelia






Con los ojos entrecerrados, la espalda combada hacia delante, las rodillas tensas y las manos sujetando con firmeza las riendas, Selid recorría al galope la distancia que separaba la ciudad de Esgembrer de la villa de Sengcor.

El paisaje desaparecía veloz y borrones pardos, azules y verdes se sucedían ante el apresurado jinete. Pastos de forraje y cultivos de cereal, salpicados por avellanos y olivos, procuraban el sustento a los habitantes de la cuenca del río Sgem. 

Antaño, las comunidades ribereñas debían temer las incursiones de saqueadores y piratas fluviales. Fueron aquellos días de miedo y sangre. Hasta que el orden del Libro se impuso. Pocos vestigios quedaban de aquél entonces, y allí, raudo se dirigía el venagozariano, al templo fortaleza de Aubea.

Otrora, primero y principal baluarte de la civilización en aquellas tierras, sus clérigos y paladines entrenaron y comandaron las tropas que impusieron la ley y la paz en lo que ahora son dos reinos rivales.

Hoy, reliquia de un pasado, durante el cual la ciudad del puerto pertenecía a los elfos y se jactaba de sus altas torres, sus delicadas fuentes y sus elegantes estanques, despojado de su poder militar, empero conserva gran parte de su papel económico y de su prestigio como centro de saber.

Los cascos de su montura repiquetearon contra los adoquines del empedrado y Selid puso fin al galope. Ante él estaban las primeras granjas arrendatarias del santuario. Espesos cultivos de lavanda daban un nuevo color a los campos e impregnaba con su perfume el aire, en tanto el zumbido de las abejas desvelaba al recién llegado la industria tras la prosperidad de la comarca.

Pronto, las sólidas murallas de la villa cobijan con su sombra al sudoroso Selid. Un guardia descuidado y perezoso, fruto de tiempos de paz, saluda amistoso al jinete mientras le permite cruzar las puertas. La enjuta y fibrosa figura de Selid es allí de sobra conocida. 

Tanto que, mientras cede las riendas de su montura a un mozo de cuadras, una sutil transformación obra en él. El aire furtivo y cauteloso que parece inherente a su persona se disipa. La urgencia de su embajada permanece en su mirada, pero sus movimientos delatan una naturalidad y relajación nueva. Entre esos muros, con esas gentes, se sabe aceptado y apreciado. Circunstancia infrecuente y preciosa en su azarosa vida, por la que está dispuesto a cualquier sacrificio.

No es mediodía aún, cuando sus pasos le llevan hasta la senda jalonada de columnas y ciruelos que conduce al venerable templo fortificado de la Defensora del Hogar. 

Situado sobre una colina, una segunda muralla se confunde con ella, siendo difícil saber, si son sus cimientos los profundamente enterrados, o la colina la construida artificialmente para enterrarlos. Tal vez una gran magia del pasado fuera la responsable. Puede que la respuesta se encuentre perdida en uno de los millares de volúmenes que alberga su torre central, que con su delicada fábrica de mármol veteado, espigados ventanales de coloreado cristal y tejados de azulada pizarra, pregonaba ser obra de los Craistari. Grande es el contraste con el resto de edificios que la rodean, como la corte a su reina, bajos y masivos, de arenisca labrada y techumbre de roja teja cocida. Edificados pensando en una defensa mundana, carente de las artes con las que, sin duda, contaban los elfos.


El ruido de carreras y gritos de niños jugando a la pelota recibió a Selid. Había llegado al patio que separaba la muralla del recinto monástico propiamente dicho. Allí estaban, bajo la atenta mirada de sus tutores, disfrutando del descanso entre lecciones y labores los expósitos y los internados. Con gesto rápido, buscó entre la algarabía del centenar largo de niños y niñas una cara conocida. Allí estaba, participando en una carrera de relevos, un pillastre moreno, de rodillas sucias, codos afilados, sonrisa pícara y enormes ojos marrones sobre una cara llena de pecas.


—Lucio se ha adaptado bien a su nuevo hogar —Siguiendo su mirada, afable, lo saludó  una fornida mujer de mediana edad, en cuyo recogido cabello moreno se adivinaban ya las primeras canas.


La mujer calzaba las mismas alpargatas de esparto que los allí congregados, vestía un traje de lino natural de una pieza sobre una blusa blanca que dejaba al aire antebrazos y pantorrillas, abultados y tostados por el trabajo en los campos. No habría desentonado junto a los labriegos de la villa de no ser por las blancas cicatrices que lucía en brazo y pierna derechos, que la delataban como guerrera.


—Saludos Madre Cornelia —Con una leve inclinación de cabeza, la saludó el recién llegado —Me alegra ver que ese pequeño granuja que os traje no ha alterado la paz de vuestra casa.

—Yo no he dicho eso —Socarrona lo contradijo ella levantando un dedo pidiendo atención —Trae de cabeza a sus tutores, interrumpe los servicios, trepa a los árboles, espanta al ganado, roba huevos… como la mitad de sus compañeros —Termina riéndose ante el azorado Selid.

—Vuestro regocijo me complace, Madre —Atragantándose con su saliva añade él —pero traigo recado urgente para el huésped de Meldoried.

—¡Oh! —Exclamó Cornelia con gesto serio —Entonces no te entretengas y ven conmigo. 


Con premura, la matrona dirigió sus pasos al cuerpo central del complejo. Selid la seguía con confianza, imaginaba donde estaba su compañero, pero sabía que al ser la Madre Cornelia misma quien lo acompañaba, ningún habitante del santuario, mortal o espiritual, le retrasaría en su embajada.


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