(Spoiler Alert) “La Canción de Aquiles” por Madeline Miller.
Hola a todos.
Tal y como avancé en la entrada anterior aquí comparto con todos vosotros mis impresiones sobre “La Canción de Aquiles” escrita por M. Miller.
Al igual que en su “Circe” la autora nos propone una revisión de los mitos clásicos escrita en primera persona por uno de sus protagonistas. Si con “Circe” le da un repaso a la “Odisea”, está vez le toca el turno a la “Ilíada”.
Ahora bien, que el título no os lleve a equívocos, en esta ocasión nuestro cicerone será Patroclo, el amado de Aquiles. Así pues, la autora comienza con Patroclo contándonos su infancia e introduciendo desde bien pronto a su personaje en momentos clave del ciclo homérico tal que la pedida de mano de la argiva Helena por los príncipes griegos. Del mismo modo, nos relata un primer encuentro entre Patroclo y el pelida Aquiles, el de los pies ligeros. Escena en la que Patroclo y su padre tienen un momento tipo Denethor/Faramir que define perfectamente su relación paternofilial.
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| Con los años, el actor John Noble ha acumulado unos cuantos papeles de mal padre. En "Fringe" y "The Boys" también lo borda. |
En efecto, esta versión de Patroclo parte de una infancia desdichada al igual a la de su Circe. Si bien está vez me resulta más escabrosa y difícil de creer. En especial la figura de la madre de Patroclo. Supongo que aquí la autora buscó el juego de los espejos inversos. Ya que la madre de Aquiles es una divinidad, la debió parecer buena idea que la madre de Patroclo fuese una disminuida psíquica. Pues bien, a mí no me pareció buena idea. Y tampoco me convence la manera en que lo enfoca. Al padre de Patroclo, famoso por su codicia, lo engañaron con una buena dote. Eso me puede valer, pero lo demás carece de explicación: si es de nacimiento, raro se me hace que sobreviviera cuando un labio leporino de podía condenar a un infanticidio por negligencia; pudo ser más adelante a causa de unas fiebres (meningitis) explicadas a guisa de castigo divino, me habría sido más fácil de digerir… pero la autora no profundiza en el tema. Por mi parte, opino que en esto M. Miller no ha estado fina.
El caso es que la madre no está en condiciones de ejercer como tal, y Menecio parece que ve a su hijo como un recordatorio de su mal juicio y lo considera una perenne decepción. No es de extrañar que el joven Patroclo se convierta en objetivo de los abusones locales. Aquí observo un paralelismo con las ninfas que le endosan a Circe en su isla y tratan de despojarle de su posición y otros episodios similares: la oveja de pace sola. Nada sé de la vida de la autora, pero no me sorprendería descubrir que ella misma fue víctima de acoso en algún momento.
Sin embargo, hasta el perro más pequeño te enseñará los dientes si le arrinconas. Un abusón confiado, un empujón, una mala caída y una cabeza rota dan como resultado la muerte del hijo de un noble a manos de un niño Patroclo, quien, demasiado ingenuo para mentir, lo confiesa todo. De esta manera a Menecio no le queda otra que condenar al exilio a su hijo. En cuanto a este recurso de la caída en desgracia y destierro del protagonista para encaminarlo en dirección a su verdadero destino, es una tradición cultural europea que cuenta con múltiples ejemplos (Cú Chulainn, Erik el Rojo, el Cid, Turín Turambar…) y aquí me parece bien empleado. No obstante, no sé si un lector casual contemporáneo alcanzará a comprender el alcance de la condena. Es cierto que M. Miller menciona varias veces la situación a la que su Patroclo se ha visto reducido: es un proscrito y un mendigo dependiente de la generosidad de Peleo. Pero en ningún momento la lectura me transmitió lo que un Oliver Twist o un Darrow de Lico.
A ver si me explico. Los seres humanos somos seres gregarios. En gran medida, nuestra conducta con los demás orbita en torno a tres categorías: manada, comida o amenaza. Además, en esta época, ser expulsado de la manada, de la gens, del clan, de la tribu o de la polis, era sinónimo de verse despojado de su condición humana. Es decir, cualquiera podía prenderlo, esclavizarlo o matarlo con total impunidad. Así, este traumatizado Patroclo ve a quienes lo rodean como amenazas en potencia y trata de aislarse, pero al no terminar de materializarse nuevas agresiones su situación pierde fuerza narrativa.
Por otra parte, a su llegada, el Patroclo narrador reflexiona sobre el acierto de Peleo al acoger y entrenar en el uso de las armas a tantos jóvenes. Aquí pensé que veríamos desarrollar el concepto de los mirmidones y que la autora pondría cara, nombre y personalidad a algunos de ellos, pero, para mí decepción, no fue así. En cambio, su Patroclo no tarda en pegarse como una lapa a su Aquiles.
Un Aquiles al que ya consideran el mayor guerrero de su tiempo sin haber luchado jamás contra nadie, ni tan siquiera entrenando. Vale, es un semidiós, pero hasta en los cómics de superhéroes, de vez en cuando, tienen en cuenta la necesidad de un periodo de aprendizaje o de entrenamiento para dominar sus habilidades.
Sin embargo, este no es el caso. Pues la naturaleza profunda de esta novela no responde a temas “masculinos” de este tipo. A lo que más se parece de lo que he leído es a “Memorias de Adriano” de M. Yourcenar, con la variación de que es el punto de vista de Patroclo/Antinoo el que se nos ofrece.
Un Patroclo para el que Aquiles es todo su mundo. Lo cual es comprensible teniendo en cuenta la situación de absoluta carencia afectiva y material de la que parte. Aquí tengo en cuenta lo que los antropólogos anglosajones llaman las “cuatro efes fundamentales”: food, foster, fellowship and fucking. No obstante, de salida la percibo como una relación totalmente asimétrica. Eso sí, una vez que sus caminos se unen, Patroclo no dejará que los separen. Se escapará para estudiar con él junto al centauro Quirón, rogará a Peleo por los medios para ir en su busca cuando Tetis lo oculte de Odiseo y acudirá a Troya a su lado pese a carecer de toda actitud y aptitud para la lucha.
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| Hay momentos en que este Patroclo parece un Millhouse Van Houten. |
Pues en efecto, a este Patroclo solo le falta tener asma para evitar el adiestramiento físico. “Podrás ser un luchador competente, pero no serás recordado por tus hazañas guerreras” le viene a decir Quirón, maestro de héroes, y él rechaza la oportunidad que se le ofrece. Para lo que sí muestra interés, además de por los pies de Aquiles (el epíteto homérico, de tanto insistir, aquí se convierte en el meme de un fetichismo), es por las artes médicas y su instrumental. Otro juego de espejos entre ambos: el asesino y el sanador. Sin embargo, tampoco lo desarrolla. Lo menciona, pero no lo muestra. No estamos ante un “Sinuhé el egipcio”.
Y por fin, pese a los intentos de Tetis por evitarlo, ambos arriban a las costas de Troya. Antes de seguir, permitidme que os comente el papel de Tetis en esta novela. Tradicionalmente se nos presenta como la amorosa madre que sumerge a su hijo agarrado por el talón para dotarlo de su legendaria invulnerabilidad. Pues bien, por un lado, en esta versión, eso no ocurre. Este Aquiles se aleja de otros héroes como Balder o Sigfrido y carece de tal poder. Aquí son unas asombrosas velocidad y coordinación las que lo elevan sobre los mortales. Y por otro, al ser Patroclo quien cuenta la historia, nos presenta a Tetis como una suegra hostil a la pareja elegida por su hijo. Por ejemplo, para alejarlos el uno del otro, en su fase de “renuncia de la aventura” le busca a Aquiles una esposa que le dé un nieto. Además se comporta como una obsesiva madre helicóptero decidida a obtener gracias a su hijo la compensación debida por haber sido dejada a merced de un mortal para que la fuerce.
Aquí entran en juego las Moiras y sus crípticas, o no tanto, profecías. El hijo de Tetis iba a tener un gran poder, de modo que esos dioses de M. Miller, que todo lo tienen y tanto les aterra la posibilidad de perderlo, maniobraron para debilitar a su retoño mezclándolo con el linaje mortal de Peleo.
Según avanza la novela, irán surgiendo nuevos detalles de la susodicha profecía: como que Aquiles morirá en Troya, pero que antes deberá morir Héctor. De modo que el campeón de los aqueos se dedicará a masacrar troyanos gracias a su celeridad sobrehumana evitando luchar contra el campeón de sus enemigos. Esta argucia le permitirá prolongar su vida durante los famosos diez años de sitio, pero le granjeará la animadversión de quienes no comprender su proceder. Y el más importante de todos ellos es Agamenón, rey de todos los aqueos. De nuevo, aquí me habría gustado que profundizase en la truculenta historia de la casa de Atreo.
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| La casa Atreides del primer libro de Dune VS la casa de Atreo clásica. |
Desde un buen principio el joven león y el maduro rey mantienen un pulso entre ellos. Ya en la competición por la mano de Helena, el Patroclo narrador reflexiona sobre la belicosidad de sus paisanos. Desde el punto de vista de la psicología es lógico: primogénitos criados sabiendo que su destino es gobernar sobre otros teniendo que convivir juntos y obedecer a un tercero. No todos son tan flexibles como Odiseo. Los celos y el síndrome de príncipe destronado explican bastante el choque de egos, pero sumándole la historia familiar de Agamenón habría quedado redondo.
No obstante, ahora es cuando el personaje de Patroclo encuentra terreno fértil para desarrollarse y ejerce lo mismo de conciencia, que de diplomático para Aquiles, incluso a sus espaldas. Llegado un momento, se nos ofrece la imagen que Briseida tiene de Patroclo. Una imagen positiva que contrasta radicalmente con el pésimo autoconcepto que él insiste en mostrarnos. Esta evolución de Patroclo se pone de relieve con su labor como médico (esta vez sí que nos lo muestra manchándose las manos) tratando las heridas de sus compatriotas (de nuevo el juego de opuestos) lo que paulatinamente aumentará su implicación emocional con los demás sitiadores y su popularidad entre ellos. Al contrario que Aquiles, aislado de aquellos a los que debiera liderar, tan sólo pendiente de sus proezas marciales y de la gloria que le han prometido. Esta dualidad funciona muy bien dentro del relato entretejido por M. Miller. Vuelvo a la psicología: como dinámica de pareja, Aquiles es Peter Pan y Patroclo, Wendy.
Sin embargo, Aquiles, Patroclo y los mirmidones dejaron una profunda huella en el imaginario grecolatino. Fueron el modelo en el que se fijaron Alejandro, Hefestión y sus compañeros. Un eco de su leyenda se adivina incluso en el mito artúrico. Y nada de eso percibo aquí. Vale, está su auriga y el anciano consejero Fénix, pero no me parece suficiente.
Algo parecido me ocurre con Héctor. De primeras admitiré que para mí es el verdadero héroe de la “Ilíada”. Ejemplo perfecto de hijo, hermano, esposo, padre, guerrero, líder… Un mero mortal, con las Moiras en su contra, haciendo frente a un semidiós y al mayor ejército de su época. Pero su participación en esta novela se me antoja descafeinada. Tiene su momento cuando prende fuego a las naves griegas y ya. Pienso que la narración no está a la altura que esperaba, ni cuando mata a Patroclo, ni cuando muere a manos de Aquiles. Todo lo contrario que la lucha del pelida contra el río Escamandro, ahí sí que M. Miller logró transmitirme la sensación de estar leyendo algo épico.
Especialmente decepcionante me resultó cuando Patroclo toma las armas de Aquiles para rechazar a los troyanos. Debería haber sido el momento cumbre del personaje, pero el Patroclo narrador insiste en dar excusas que le quitan toda la intensidad al episodio. Algo en la línea de la borrachera de poder de su Circe cuando convierte en cerdos a tripulación tras tripulación habría sido bienvenido. Tras años de menosprecios, subirse al carro de Aquiles, liderar a los mirmidones, ver a los troyanos huir delante suyo, segar sus vidas como mieses del campo, ignorar a su auriga (recuerda que sólo eres un hombre, casi le dice), venirse arriba, desafiar a las Moiras y asaltar las mismísimas murallas de Troya… los dioses ciegan a quien quieren perder y todo aquello. Pero no, el Patroclo narrador de M. Miller gimotea sin parar “lo hice por Aquiles, para que pensaran que era él, yo no quería”. Una pena.
A partir de este momento, la autora recurre a la creencia de los espíritus errantes de los muertos insepultos para mantener al Patroclo narrador. En mi opinión, todo un acierto por su parte. Muy bien resuelta esa cuestión.
Ahora Tetis le conseguirá una armadura nueva a su hijo (olvidaos de todo aquello de Hefesto y del famoso escudo con demasiadas escenas decorándolo. Lo repito otra vez: el herrero cojo no encaja en la imagen que la autora quiere dar de los olímpicos). Aquiles dará muerte a Héctor, arrastrará su cuerpo y se conmoverá por las palabras de Príamo (esto último narrado con la debida emotividad).
Después se enfrentará a la amazona Pentesilea y a cuántos se atrevan a cruzarse en su camino, hasta que una flecha y su deseo de morir pongan fin a su existencia.
Obedeciendo su última voluntad, los griegos incineran a la pareja y mezclan sus cenizas. Todo ello para disgusto de Tetis y de su nieto Pirro. Un niño al que ha criado su divina abuela y parece existir solamente para demostrar que Aquiles tenía razón cuando defendía que Patroclo lo hacía más humano y, por lo tanto, mejor. Ya en su “Circe”, Odiseo nos adelantaba “las cosas horribles” que hacía Pirro. No las voy a desgranar aquí, bastará con deciros que una de sus “hazañas” inspiró lo que la Montaña le hace al bebé Targaryen. Justo lo contrario que su padre hizo con el menor de los hermanos de Andrómaca. Todo ello mientras le niegan hasta el final su merecido descanso a la sombra de Patroclo. Hasta que ya, una vez muerto también Pirro (y las esperanzas de su abuela con él), amaina la furia que la consume y el corazón de Tetis se ablanda.
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| Sarcófago de Polixena. Museo de Troya. Turquía. |
Resumiendo, en líneas generales me ha parecido una novela menos redonda que su “Circe”. Se nota el trabajo detrás de ella, en todo el entramado de opuestos (Aquiles/Patroclo y Pirro/Aquiles) y en detalles como los sacrificios humanos con que empieza y termina la expedición griega, por ejemplo. Estoy convencido de que podía haber sido un gran libro, pero siento que se ha quedado a medias.
Estos Aquiles y Patroclo me han parecido muy niños. Entre tanta profecía, M. Miller podría haber dejado constancia de la que anunció que el primer griego que pisase la playa de Troya moriría en ese mismo instante, en vez de esa escena tan extraña que escribe. Lo mismo que la intervención divina durante el duelo entre Menelao y Paris y la confusa desaparición del troyano. También he echado en falta el brote psicótico de Áyax atacando las reses y su vergüenza posterior...
Aún así, tiene momentos memorables: la pedida de mano de Helena, la calma chicha que retiene la flota, la peste que asola el campamento griego, y el orgullo herido de Aquiles son episodios que me gustó mucho la manera en que están narrados. Sin duda, quienes disfrutaron leyendo “Memorias de Adriano” y “Olvidado Rey Gudú” tienen en esta novela una lectura casi obligada.
Y ya puestos, si tenéis curiosidad por averiguar qué les pasó a otros héroes homéricos después de Troya, podéis echarle un ojo a “La conjura de las reinas” de Manfredi.
Esto es todo por hoy. Os dejo con Led Zeppelin y su "Achilles Last Stand":
Nos leemos.









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