(Spoiler Alert) "Circe" de Madeline Miller.

 

Hola a todos.

El otro día os comenté que estaba empezando este libro, pues bien, ya lo terminé, y de paso también “La Canción de Aquiles”. No obstante, de esa otra lectura os hablaré más adelante.

Veamos, Circe, la hechicera de la mitología clásica, nos cuenta su vida en primera persona. Comienza con su solitaria infancia rodeada de titanes. Aquí la autora nos ofrece un relato que me ha recordado a “Titus Groan”, pero cambiando el escenario gótico por el mundo sobrenatural de los mitos griegos.


Circe se nos presenta como uno de esos personajes marca de la casa de Tim Burton o Guillermo del Toro: sensible, ignorado y/o maltratado por quienes la rodean. Las otras divinidades se describen básicamente como egoístas, envidiosas, mezquinas… Se comportan igual que los vampiros de G. R. R. Martin en “El Sueño del Fevre”: exigen y consumen sin agradecer ni aportar. No es de extrañar que Hefesto, el único inmortal con motivación para forjar obras maravillosas debido a su imperfección física, no figure entre los mitos en los qué M. Miller introduce a su Circe: Prometeo, Escila, Minos, Dédalo, Jason… 

Pasada su infancia, cuando la despreciada protagonista descubre el principio de su poder, un temblor subterráneo remueve los cimientos que sostienen el precario equilibrio entre olímpicos y titanes. La más insignificante de los hijos de Helios se convierte en una amenaza y la destierran a su isla. Allí, lejos de sus mezquinos congéneres, será feliz e irá incrementando sus habilidades y conocimientos hasta convertirse en la fascinante figura descrita en la Odisea, algo así como el modelo original de “Ella” de H. R. Haggard.


No sólo de superhéroes vive el hombre. Yermo tiene una selección de publicaciones harto interesantes. Tal vez en este caso hubiera preferido un estilo de dibujo menos... cartoon, pero me ha gustado de todos modos.


Solo que ella no se ve así. M. Miller nos la describe despeinada, manchada de verdín, con tierra en las uñas y rodeada de gatos. Es broma, su gato es una leona y la acompaña una manada de lobos. Llegado un momento, Odiseo viene a decir que es “la diosa que menos disfruta de su divinidad”.

Su solitaria y sosegada existencia, tan sólo interrumpida por las esporádicas visitas de Hermes: de ingenio vivo y malicioso (la serpiente en su paraíso), dará un vuelco cuando empiecen a desembarcar hombres errantes en su isla. Ella, motivada por la soledad y la curiosidad, cumplirá con el deber sagrado de la hospitalidad. Imagino que conozcáis alguna de esas historias frecuentes en el repertorio épico de toda Eurasia en las que el arrogante anfitrión desprecia al viejo peregrino, quien resulta ser Grimnir, Buda o cualquier otra divinidad disfrazada. Me hubiera gustado que la autora insistiera en ese aspecto.

Eso sí, que para que un personaje femenino despierte y tome las riendas de su historia tenga que sufrir una agresión sexual (“Los Pilares de la Tierra”, por ejemplo) me cansa un poco. Sin embargo, la impotencia, la suciedad, la rabia y el regocijo malsano que se siente al desatar la violencia contra todos aquellos que creen que pueden abusar impunemente de ti, son experiencias que no me son ajenas (diez años tenía yo cuando pasé por algo parecido) y considero que aquí la autora los plasma muy bien. Lo mismo puedo decir de experimentar el deseo de Circe por aislarse aún más de un mundo percibido como hostil y de los insensibles tasugos con autoridad en él que miran hacia otro lado, te embarcan sus obligaciones y te imponen compañía no deseada.

Y por fin, llega Odiseo a su isla. Esta es la parte de sobra conocida. Aun así me sorprendió ver al héroe homérico haciendo de Sherezade entreteniendo a la hechicera con sus aventuras. Interesante inversión de papeles la que nos presenta M. Miller aquí. Sobre todo dado que, en cierto modo, en esta ocasión es el mortal el que sana a la divinidad y no al revés.

Una vez que Odiseo reemprende su viaje de vuelta a Ítaca, la novela desarrolla la historia de Telégono, hermanastro de Telémaco. 

Por lo general, gran parte de los mitos griegos tienen finales trágicos. También es frecuente que de cara a la cultura popular nos ahorren dichos finales, o que soslayen los detalles más escabrosos. En cuanto a la historia de Odiseo la suelen dar por terminada con la masacre de los pretendientes, pero hay más.



Así pues, M. Miller nos narra con todo lujo de detalles, y sin una pizca de romanticismo, el embarazo, parto y crianza de Telégono por una madre soltera sin ayuda alguna. La autora no pasa por alto las náuseas matutinas, los dolores, los pañales, la dedicación exclusiva que el cuidado del irascible bebé le exige, lo que parece un amago de depresión postparto… nada de lo que su Circe hace está libre de esfuerzo y sufrimiento. Y para terminar de complicarlo todo, Atenea Promacos acude y le exige que entregue a su hijo “o este le traerá un gran dolor”.

Por supuesto, Circe no es Abraham y se niega. Tampoco la olímpica se molesta en dar detalles. Aquí no es esa figura protectora a la que nos hemos acostumbrado, imagen desarrollada a partir de su disputa con Poseidón a cuenta de la ciudad de Atenas. De hecho, llegado el momento, su patronazgo sobre Odiseo adquiere inquietantes similitudes con el de Arioch sobre Elric: una mascota a la que atormentar para su diversión o una herramienta para incrementar su gloria sobre la de otros dioses. Y aún así Circe admite que “no es la peor de todos ellos”.


Tal y como Circe dice, ahora los dioses tienen algo con lo que hacerla daño: su hijo. De manera que la hechicera fuerza sus poderes al máximo para blindar su isla y aislarla del mundo exterior. Esta sobreprotección se extiende a las historias que cuenta a Telégono sobre su padre, versiones endulzadas de sus verdaderas aventuras. En línea con esas mentiras amables de las que hablaba Gmork en “La historia interminable” de M. Ende. A resultas del lógico deseo de conocer a su progenitor, alimentado por la visión idealizada que Circe ha dado de él, Telégono y Circe entran en conflicto. Criado en un ambiente propio del andamiaje de Vigotsky, el muchacho peca de ingenuo e idealista frente a los realistas miedos de su madre. Sin embargo, a cuenta del rescate de unos marineros y la intromisión de Hermes, el pulso entre madre e hijo se resuelve del lado de él.

Telégono me ha recordado a los chavales de esta película.

No obstante, Circe no deja marchar al fruto de sus entrañas sin dotarlo antes de un arma capaz de inspirar temor en los mismos dioses: el veneno de Trigon. Luego, tal y cómo os estaréis imaginando, todos sus esfuerzos no harán más que precipitar el trágico desenlace profetizado por las Moiras.

Aquí llega la parte que menos solidez me ha transmitido. Por lo general, en los dos libros que he leído de esta autora, las conductas de sus personajes me han parecido coherentes con los patrones psicológicos que conozco. Sin embargo, con su Odiseo retornado y su incapacidad para adaptarse a la vida civil hubiera preferido que incidiera en la problemática de los veteranos de guerra y el síndrome de estrés postraumático. Un autor que sí apostó por ello fue R. A. Salvatore con la historia del descenso a los infiernos de Wulfgar.

Cuando lo leí de chaval no me gustó al no entender por qué había destrozado a mi personaje favorito.


Y después, ver a Penélope pedir refugio en la isla de la “otra” de su marido. Ufff… se masca la tragedia solo de pensarlo. Por el contrario, la personalidad y actos de Telémaco sí que me cuadran. Incluso que se vea atraído por una mujer de mayor relevancia y experiencia que él coincide con lo esperable de un niño que tuvo que suplir a la figura paterna antes de tiempo. 

La figura de la hija del viudo sobre la que recaen las obligaciones de la madre ausente pienso que ha recibido una merecida atención y reconocimiento. La del hijo que es obligado a ocupar el papel del padre, ya no tanto. En el clásico juvenil “Rebeldes” de S. E. Hinton se roza un poco el tema, pero es Seymour Skinner de los Simpsons el personaje que, en mi opinión, mejor representa el enfoque que se le ha dado a esta figura en la cultura popular. Aquí considero que recibe un trato más amable.



Por último, está el viaje de redención que emprenden Circe y Telémaco. Un broche final con el que la autora cierra de forma limpia la historia comenzada por el ascenso a la divinidad de Glauco y la transformación en monstruo de Escila, dando paz a la ninfa y renunciando Circe luego a su divinidad. Un círculo perfecto con el que M. Miller nos transmite la idea de que la vida humana tiene valor precisamente por lo efímero de su duración, por las experiencias que nuestra fragilidad nos permite sentir en su plenitud, por nuestra capacidad para cambiar. En tanto que las divinidades, con su perfección e inmutabilidad inmortal nos envidian. Un concepto cercano al don de la mortalidad, del descanso de las fatigas del mundo, presente en la obra de J. R. R. Tolkien. Un destino que Circe, la diosa que menos disfruta de su divinidad, decide abrazar para poder vivir una vida plena.

Resumiendo, he encontrado esta revisión de los mitos clásicos en clave de género interesante a muchos niveles. Las descripciones físicas de esas divinidades con barbas de espuma y cabellos de algas, o del palacio de obsidiana de Helios (cálido y luminoso en su presencia, frío y oscuro en su ausencia) me han gustado mucho. La sutileza con que trata la psicología de los personajes humanos y divinos (el pesar de Odiseo por haberle arrebatado a su tripulación la oportunidad de madurar con normalidad y haber tenido su propia familia). Esos ecos de “Olvidado Rey Gudú”, el deseo de ser recordado, los primeros amores, aunque las similitudes son mayores en “La canción de Aquiles”, claro está. Lo dicho, ha sido una lectura que me ha llenado.

Esto es todo por hoy. Había muchos temas que se me ocurrían para despedir esta entrada: Iron Maiden, Sabaton, Manowar, Virgin Steel, Simphony X… los temas clásicos perduran a través de los siglos. Al final me he decantado por esta suerte de ópera rock: ”The Ithaca Saga” de Epic:


Nos leemos.



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