(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.16: Dendralil

       Hola a todos.

    Aquí regreso con una nueva entrega de "El Caballero Negro y el Corazón del Bosque". Aunque os confieso que lo mismo la cambio de título otra vez y la dejo como "Dendralil".

    Por lo general no me gusta incidir demasiado en "palabras raras" en títulos y sinopsis. Pero por variar, lo mismo rompo con ese hábito y pruebo a ver qué pasa.

    En fin, vamos al lío.


"Antes de volver a la posada dio un paseo por el bosque castigado por el fuego. El poder regenerador del Hijo de Silvara se hacía notar. Aquí y allá se apreciaban nuevos brotes de vida. Entre los tocones quemados destacaban tallos de plantas desconocidas para el paladín. Unos pocos árboles reverdecían sus ramas. Pese a todo, llevaría largos años recuperar el frondoso paisaje que recorrió días antes. Deambulaba sin rumbo cuando se topó con un grupo de cinco lugareños montados en un carro. Eulogio, el bienintencionado sobrino de Quino, estaba entre ellos. 


—¡Saludos, caminantes! —les dio el alto, intrigado.

—¡Saludos, caballero! —le contestaron respetuosos, pero con aire culpable. No esperaban toparse con él.

—¿Qué negocios os traen por estos lares?

—Ha sido cosa del alcalde Pascual —tomó la palabra Eulogio, era un buen muchacho y Tudorache lo escuchó con buena disposición—. Todavía quedan cuerpos por recuperar. Y nos ha encargado que los traigamos de vuelta.

—Lo entiendo y no os lo impediré —aceptó sus explicaciones para alivio de la cuadrilla—. Pero no os lo recomiendo —añadió para su sorpresa—. Yo en vuestro lugar dejaría que nueva vida se alimentase de ellos. Así en el futuro, puede que los hijos y nietos de los difuntos se lo piensen dos veces antes de serrar los árboles crecidos sobre las tumbas de sus antepasados.


Una vez dicho éso, se despidió con cortesía y los dejó allí mismo debatiendo qué debían hacer. A ninguno le parecía buena idea cruzar el Turbulento y arriesgarse a despertar la ira de las criaturas que allí moraban. Pero tampoco se les había ocurrido qué decirle a Pascual y a su nueva mano derecha, Quino. 


—Conrado se habría opuesto —dijo uno de los mozos.


Los demás le dieron la razón. No era la primera vez que escuchaban algo parecido. Todos lo habían pensado más de una vez. De modo que se volvieron. Al oírlos tras él, Tudorache sonrió. No todos sus esfuerzos habían resultado baldíos. 


Pasaba del mediodía cuando llegó a la posada. Caminaba con calma. Hacía un buen rato que desmontó. Mordiscos no cojeaba. Pero no era buena idea forzarlo. Eran pocos los aldeanos con los que se cruzó. La canícula apretaba. Eran horas para dedicarse a labores ligeras o a la sombra. Pese al desenlace, les había cogido cariño a las laboriosas gentes del lugar. Tampoco quería marcharse sin antes presentar sus respetos en la tumba de Conrado. Era consciente de que le debía la vida. Qué motivó al manco, con toda la hostilidad que le dispendió, a sacrificarse de semejante manera era un completo misterio para él. Así se lo confesó a Ramiro después de comer, cuando le pidió indicaciones para llegar al cementerio local. Parco en palabras como solía, el posadero se encogió de hombros mientras le servía una copa de vino y comentó de pasada:


—Siempre tenía que ser suya la última palabra.


En un primer momento, el paladín se atragantó al escuchar semejante ocurrencia. Pero tras pensarlo detenidamente, comprendió que, con su último aliento, el Belloto había dado la vuelta al marcador del particular mano a mano que mantenían entre ellos.


—¡Qué su alma encuentre el sendero luminoso directo al benevolente regazo de Nova! —brindó en su honor antes de apurar la copa.

—Que así sea —murmuró el posadero, poco familiarizado con religiones y rituales.


Fiel a su palabra, Tudorache se dirigió al lugar de eterno descanso de Conrado. No era de extrañar que el camposanto le hubiera pasado desapercibido, pues no había gran cosa que lo señalase salvo un par de añosos acebos de hojas oscuras y pequeños frutos de un rojo vivo en lo alto de la suave colina. Ni muro, ni cerca lo delimitaban. Se trataba tan sólo de un verde prado salpicado de blanquiazules nomeolvides. Junto a las flores se encontraban las tumbas. Sencillas piedras de arenisca apenas desbastadas miraban al cielo para recordar a los difuntos. Muy pocas tenían nombres grabados. Las más tenían símbolos y fechas. Sin embargo era fácil averiguar a qué familia pertenecían los difuntos. Los mismos grabados se repetían en las más cercanas. Así, en la cara oeste de la loma, justo en su base, estaban las de los Bellotos. Las de los Castañas yacían en medio de la cuesta del lado sur. Con tiempo de sobra, satisfizo su curiosidad y buscó las de la familia de Lorena. Imaginaba que estarían marcadas con la silueta de un lechón. Le llevó un buen rato encontrarlas. Al contrario que las otras, resultaron ser poco numerosas y estar casi al pie de los acebos, rodeándolos. Indicio de haber sido gente principal en la comarca.

Después de pensarlo un momento, al paladín le pareció apropiada la elección de esos árboles para marcar el lugar de entierro. A fin de cuentas, era con ellos que los dancos elaboraban infusiones para acortar los sufrimientos de los moribundos. Una vez en la cúspide del promontorio, el paladín aspiró profundamente. El aroma de los árboles y la vegetación purificó su espíritu atribulado. Reconfortado, musitó una breve plegaria, tal y como hizo en la torre abandonada, y contempló el entorno con ojos que percibían lo mismo lo material que lo inmaterial. Así como esperaba, el cementerio rielaba de antiguas bendiciones mitigadas por el paso de los años.  Además, los estragos del Colapso habían borrado cuánta fantasmal presencia pudiera haber permanecido anclada a sus restos mortales.


«Dichoso el pueblo que duerme con las puertas de su cementerio abiertas, pues entre sus muros no habita hechicero alguno.» Rememoró Tudorache la vieja letanía aprendida de su abuelo.


Sin embargo, antes de regresar a la posada y anunciar su marcha, procedió a bendecir el camposanto derramando agua bendita, la misma agua recogida de entre el manantial de piedras azules al que le condujo la sanadora, en todas las direcciones señaladas por la rosa de los vientos. Una vez llevado el ritual a buen término, se dio por satisfecho y descendió de la colina. Ahora sí que había terminado con aquella región.


***


El caballero negro salió de su ensimismamiento. Estaba dentro de la torre élfica en torno a la cual su orden había levantado su fortaleza. Incluso desde dentro, pese a los siglos que llevaba habitada por humanos, se apreciaba la diferente sensibilidad de sus constructores. No era sólo por los suaves y pulidos materiales empleados: lajas de mármol, paneles metálicos, vidrios tintados y gemas redondeadas, sino también por los diferentes motivos de decoración elegidos. Así, frente a las estilizadas y sinuosas escenas de flora y fauna heredados, se oponían los cuadros y tapices con combates y batallas encargados por los sucesivos maestres, siempre con los símbolos de la torre, el águila y el rayo presentes en ellos.

Muchas de aquellas obras de arte habían sido expoliadas durante la Ocupación. La orden las había recuperado gracias a la cooperación del nuevo monarca de Martogo, Samuel el Valeroso. Estaba en lo alto de la sinuosa escalera de caracol que conducía a la primera planta del edificio, cuando se detuvo a contemplar con desdén uno de los estandartes que, cual trofeos, ornaban las paredes de la entrada principal. De negra seda, con hilos de oro y plata manos expertas habían bordado un rayo serpentino en cuyo centro se veía claramente la silueta de una garra de dragón.

El paladín era un niño cuando los seguidores de Sthalos desfilaban bajo tal enseña por las calles de su ciudad y los devotos del Libro debían ocultar sus creencias para sobrevivir. No hubo gestas gloriosas que recordar de aquellos años. La resistencia a los nuevos amos del reino fue sucia y despiadada. Igual que lo fue la represión a la que recurrieron los martogueses. El tío del caballero negro, Ezra Tudorache, se sumó al partido del legítimo heredero. Delatado por un colaborador anónimo, fue capturado mientras pernoctaba en un molino. Su cabeza rodó por el empedrado de la Plaza Mayor. No fue la única. Forzados al destierro, la pista de esa rama del linaje real esgembrés se perdía en las tierras salvajes de Donjou.


«Sangre de Karameth.» Maldijo para sí.


Para muchos, ésa era ahora la ascendencia de la Reina Viuda y sus dos vástagos: la princesa Olaya, la mayor, y el príncipe Martín, el menor. El afecto del pueblo había sido para el difunto Rey Iván. Criado en el seno de una familia de la nobleza menor, de pobres recursos en comparación con los Daimiel, comprometidos con la resistencia a la Orden de Sthalos, su ejemplo había inspirado los sueños e ilusiones de todo un pueblo.


«Nuestro rey. Nuestro ideal. ¡Nos lo arrebataron demasiado pronto!» Se lamentó Tudorache antes de subir al piso siguiente.


Allí la luz multicolor filtrada por las alargadas vidrieras le obligó a protegerse los ojos. El olor a incienso y velas aromáticas lo sorprendió, igual que el rumor de pasos y rezos. Esa planta estaba dedicada desde antiguo a devociones y oficios. Pero durante años, la obligada austeridad había imperado en el culto a Tormo. Al contrario que otras muestras de prosperidad que había visto, ésta no la encontraba placentera. Paladín más que clérigo, soldado antes que sacerdote, le pareció un dispendio superfluo.

La siguiente planta estaba dedicada a los archivos de la orden. La compartían a partes iguales el tesorero y sus contables de un lado, y el rememorador y sus bibliotecarios de otro. Enseguida tendría que hablar con ambos, pero tampoco se entretuvo. Saludó cortésmente a los pocos con quienes se cruzó y siguió subiendo escaleras.

Ahora sí que estaba en las dependencias del Maestre Zacarías. Un par de jóvenes espadas juramentadas custodiaba las puertas de roble endurecido al fuego reforzadas por dos láminas de acero forjado. Un imaginativo artesano las había trabajado para que al cerrarlas formasen la figura de una torre de la que salían dos alas de águila.

Ambos muchachos se cuadraron apenas lo vieron llegar. Armas y armaduras presentaban un aspecto impecable. El blanco tabardo con el sencillo blasón negro de Tormo lucía impoluto. En comparación, el baqueteado equipo del recién llegado aparecía sucio y maltratado, lleno de parches y remiendos.


—¡El Maestre está reunido! —declamaron al unísono ambos guerreros mirando al frente sin pestañear— ¡Su entrevista habrá de esperar, caballero negro!

—Sea pues —le quitó importancia a la demora.


La falta de ceremonias por parte de Tudorache dejó un tanto perplejos a los centinelas, pero guardaron un respetuoso silencio. Caballero negro o no, no importaba. El paladín seguía siendo un miembro del Círculo Interior y su superior. Sin dar muestras de querer irse a ninguna parte, el veterano depositó las pesadas alforjas en el suelo de mosaico y apoyó la espalda contra la pared. 

Estaba con los brazos cruzados sobre el pecho, cuando las jambas de la puerta se abrieron.


—Entonces estamos de acuerdo —escuchó decir a su viejo amigo Zacarías, sonaba satisfecho—. Tan pronto reúna todos los reclamos se los entregaré para que puedan vincularlos a las águilas.

—Será un placer estrechar lazos de nuevo con su orden y ver surcar los cielos otra vez a los heraldos de la justicia —contestó una voz melodiosa, pero cuya entonación traicionaba la falta de fluidez en el uso del idioma empleado.


Aquella era la voz de un elfo. Al oírla, el paladín adoptó una postura menos informal. Sentía curiosidad. Vio al maestre despedirse de su invitado tomándose mutuamente del antebrazo. Éso significaba que lo consideraba su igual. Fijándose mejor, comprobó que se trataba de un yarath, un elfo de los bosques, grácil y menudo, el paladín pelirrojo le sacaba una cabeza. Como muchos de su gente cuando trataban con extraños, vestía ropas holgadas, con grandes hombreras, para así aparentar mayor presencia física. Aún así, sólo un ingenuo desmerecería las habilidades de un oponente semejante. Excelentes arqueros y espadachines, con sus ropas verdes y marrones se fundían silenciosos en su entorno natural sin perder un ápice de fuerza y velocidad en sus ataques. Eran como el aire, omnipresentes, invisibles y capaces de derribarte con un estallido de violencia igual que el viento.

Así pensaba Tudorache mientras lo veía partir. Ya le estaba indicando Zacarías que entrase a su despacho, cuando el elfo de cabellos plateados se detuvo delante suyo. En un primer instante le devolvió la mirada inquisitiva. Lo evaluó del mismo modo que había hecho el paladín. Éste no percibió hostilidad. Fue más bien como verse de nuevo ante Fiodor, su viejo instructor. Luego, sin mediar palabras, una amplia sonrisa iluminó el agraciado rostro almendrado.


—Dendralil —dijo en su idioma, seguido de una gentil reverencia.


Antes de que el caballero negro supiese cómo interpretarlo, el emisario se había despedido amablemente. Apenas tuvo tiempo de responder con torpeza al saludo y ya Zacarías le urgía a que recogiera sus cosas. El Maestre estaba deseando compartir las buenas noticias con su viejo camarada de armas."

    Y hasta aquí llega la entrada de hoy. Os dejo en compañía de los suecos de Hammerfall y su "Between two worlds":


    Nos leemos.


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