(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.15: Despedida

     Hola a todos.

     ¿Quién me ha robado el mes de abril? ¿Y el de mayo? En fin, ha pasado mucho tiempo desde la última entrada. No llevo bien que me alteren la rutina. Entre el trabajo, la vida social y varios intentos de participar en convocatorias literarias me ha faltado energía para todo. Pero ya está. Aquí regreso con la continuación de "El Caballero Negro y el Corazón del Bosque":


Aún no había abierto los ojos, cuando el trinar de los pájaros le dio la bienvenida al mundo de los vivos. Luego vino la suavidad y el olor a lavanda de las sábanas. Sentía los ojos legañosos. Se los trató de limpiar, pero los brazos se negaron a obedecerlo. Dobló las rodillas con dificultad. Primero la una y luego la otra. Las piernas le pesaban igual que botijos. Giró la cabeza para desviar la vista de la luminosidad que entraba por la ventana y al fin reconoció su habitación de la posada. Estaba desorientado. No sabía cuánto tiempo llevaba postrado. Tenía los músculos agarrotados y protestaban con cada movimiento. Sentía la vejiga llena. Le urgía orinar. Bajo el lecho asomaba una palangana. Pese a los pinchazos que le recorrieron el cuerpo se obligó a sacar las piernas de debajo de las sábanas y a sentarse. Vestía tan sólo una larga camisa de lino que le llegaba por las rodillas. En cuanto se medio incorporó, la habitación le dio vueltas y tuvo que recostarse de nuevo. Así lo encontró Lorena al regresar con una bandeja para el desayuno, destapado y con medio cuerpo fuera de la cama.


—Buenos días —le saludó jovial—. Veo que no quieres estar quieto.

—Muy graciosa —protestó quejumbroso—. ¿Cuánto llevo postrado en la cama?

—Dos días —le respondió la sanadora sin pizca de humor en la voz.

—Dos días —repitió él con un quejido mientras Lorena posaba la bandeja con sopas aguadas sobre una mesita— ¿Y Conrado?


La mujer no contestó a esa última pregunta. Tudorache no insistió. Ella se acercó para incorporarlo.


—¿A dónde querías ir? Tus cosas están en el armario. Nadie las ha tocado —le informó sentada a su lado.

—Intenté alcanzar la bacinilla. Necesito aliviar la vejiga —consciente de su desnudez, dijo en voz baja.


Ella se rio para sí. No quiso agravar la vergüenza que sentía el caballero. A fin de cuentas, era ella quién lo había cuidado mientras estaba convaleciente. No la restaba nada por ver. De modo que le posó una mano sobre la rodilla desnuda y con la otra sacó la palangana de debajo de la cama. Apoyándose en ella, Tudorache se levantó con lentitud. No quería sufrir otro vértigo. La sanadora, para respetar su intimidad, le dio la espalda. La orina, oscura y acendrada, era síntoma de falta de hidratación. Antes de salir a tirarla, Lorena le dejó tomando las sopas de pan y leche. Tampoco convenía forzar al organismo.

Mientras desayunaba, a los oídos del esgembrés llegaron sonidos de sierras y martillos acompañados de voces. La reconstrucción del pueblo había comenzado. Con sumo cuidado, arrastrando la mesita para apoyarse en ella, se acercó a la ventana. Un grupo de vecinos rodeaba al alcalde. Junto a él estaba Quino. La actitud de Pascual lo sorprendió. Éste se mostraba apático e indeciso. Extraño en el lugar, Tudorache no podía saber lo mucho que el difunto Conrado había tenido que ver en el día a día del pueblo. A fuer de ser sincero, tampoco los lugareños habían reconocido la importancia de su labor. Era ahora, en su ausencia, que Pascual se daba cuenta de la falta que le hacía.

Al cabo de un momento oyó ruido de caballos. Le siguieron gritos. Los recién llegados no eran bienvenidos. Desde su ventana pudo ver a la gente reunirse. Asombrado, pudo contar no menos de doce hombres con el uniforme verde y marrón del Rey del Llano. Decidido a averiguar qué pasaba, el paladín recogió sus pantalones de encima de una silla y forcejeó con ellos hasta vestirse. Estaba buscando calzado que ponerse, cuando regresó Lorena.


—¡No vas a salir! —le advirtió tajante, con los brazos en jarras.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —ignoró lo que le decía mientras se ponía una polaina de esparto.

—Son más infantes de marina —le contestó sin moverse de la puerta—. Les habían mandado para proteger a los leñadores. Pero han encontrado ahorcado a uno de los suyos y están furiosos.

—Tengo que bajar, ayúdame —porfió él tras sentarse por otro mareo.

—Tenemos una veintena de soldados del Alguacil Real en el pueblo —se sentó a su lado—. Deja que se encarguen. No lo compliques.

—¿Están ayudando a reconstruir las casas?

—Algunas. Varias familias han abandonado el pueblo. Todavía hay trabajo en el campo… Y están asustados —añadió tras una pausa.

—¿Asustados? ¿De qué?


Ella le cogió de la mano y se mordió el labio antes de contestar. Se tomó su tiempo. Llevó la mano libre al torso del caballero y acarició el silbato de marfil que había preferido no quitarle del cuello.


—Hay quien dice que hemos atraído la atención de un dios colérico. Afirman que la semilla de plantas, animales y hombres no dará buen fruto —se ruborizó, pero permaneció junto a él.

—¡Éso son tonterías!

—Son gente sencilla —defendió a sus paisanos—. Apegada a la tierra y a las necesidades del día a día. Hasta hace un par de semanas nunca habían visto más magia que los trucos de manos con que los feriantes se ganan la vida. Y de golpe y porrazo han visto hacerse realidad lo que creían cuentos de viejas pensados para asustar a los niños.

—¡Por esa misma razón me tienes que ayudar! —ella silenció sus protestas llevando la mano del silbato a los labios del hombre.

—No te escucharán. Te temen. Necesitan tiempo para asimilar lo que han vivido —insistió con paciencia—. Deja que se hagan cargo de los recién llegados. Permite que retomen si quiera una apariencia de control sobre sus vidas.


Ante la sensatez de tal razonamiento, el paladín no pudo menos que admirarse ante la mujer cuyo aliento ansiaba respirar como si fuera suyo.


—Tiempo para que recuperen su autoestima, para que pongan coto a sus temores—así estaba diciendo, pensativo, cuando un miedo inesperado lo asaltó—. Y tú, Lorena. ¿También me tienes miedo?


La sanadora lo miró con ojos húmedos. Esperaba esa pregunta, o una similar. Había dedicado largo rato a pensar una respuesta, a poner orden en los sentimientos que aquel hombre despertaba en ella: amor, esperanza y miedo. Pero el temor que amenazaba con marchitar su esperanza no tenía su origen en la sobrenatural entidad convocada por Tudorache, sino por su entrega a los principios que hacían que lo amase.


—El ser alado que respondió a tu llamada —evadió la pregunta—. ¿Qué era?

—No lo que yo esperaba traer en nuestra ayuda.

—¿Cómo es éso posible?

—Åquel a quien visteis era, ni más ni menos que el primero en tomar el juramento que en mi orden llamamos «del caballero negro» —eshaló un suspiro—. En un pasado apenas recordado, fue el brazo derecho de Tormo, su primera espada. Pero en el seno de su hogar celestial se produjo un cisma. Las causas nos han sido ocultadas a los mortales. Pero sus consecuencias fueron tan graves que no han podido borrarlas. Desafió la voluntad de su señor. Abandonó su lugar entre las otras divinidades. Renunció a su nombre y caminó sobre la faz de Ital combatiendo a los poderes oscuros.


Lorena lo tomó del brazo y recostó la cabeza sobre su hombro. Una sonrisa triste asomó a sus labios. El camino que recorría su amado le resultaba evidente.


—Pero después de todo regresó entre sus iguales —lo interrumpió.

—Sí —admitió Tudorache apretando su mano, pero desviando la mirada—. Su peregrinación bajo los tres soles, al igual que la de muchos de los que le han imitado después, tuvo un final abrupto.

—¿Un final abrupto? —repitió ella tras soltar las manos y pasar su brazo por la cintura del caballero, gesto que él imitó— ¿Qué quieres decir con eso de «un final abrupto»?

—Hay varias versiones. Ninguna cuenta con el respaldo de la orden. La mayoría difiere en los detalles, pero coinciden en que sus actos concitaron la inquina de los enemigos del orden y la concordia, de tal manera que le tendieron una emboscada en la que cayó derrotado…


Llegado a ese punto dudó si continuar. Había una historia que divergía en gran medida con las otras. Una, según la cual, las andanzas del Sin Nombre lo pusieron tras la pista de un lugar prohibido tanto para mortales, como para inmortales. Un valle oculto en el lejano norte donde yace el secreto detrás de la rebelión del ángel caído.


—¿Y ése es el destino que persigues? —dijo ella tocándole la mejilla para obligarlo a mirarla— Dar con tus huesos en una zanja.

—No —se sorprendió a sí mismo al escuchar su respuesta—. Muy pocos han sobrevivido tanto como yo a la carga del juramento.

—¿Y entonces? ¿Qué es lo que pretendes? —un hálito de esperanza la recorrió.

—Tengo que regresar a la sede de mi hermandad —cercenó las ilusiones de ella sin dejarlas florecer—. La intervención del Sin Nombre es un presagio de cambios…


Lorena le clavó las uñas en el costado. Él quiso protestar, pero no le fue posible. Los labios de la mujer buscaron los suyos. No quería que se marchase. Pero tampoco sería el hombre del que se había enamorado si traicionase sus ideales.


—Vente conmigo —entre besos y caricias le dijo Tudorache—. Te alojarás en mi torre del Nido. Vivirás como una dama noble. Vestirás de seda y terciopelo. Muchas te envidiarán…

—No —lo rechazó, rompiendo su abrazo y levantándose. Se arrepentía de su atrevimiento—. Sin tierra que sentir bajo mis pies desnudos, me marchitaré al sol en tu morada de piedra.

—¿Acaso deseas regresar a esas «noches frías» de las que me hablabas? —la tendió su brazo tostado por el sol del camino, invitándole a sentarse de nuevo junto a él.

—¿Y qué haré yo, encerrada en esa jaula de oro, mientras tú arriesgas la vida lejos de mí? —objetó angustiada mientras se abrazaba a sí misma a la defensiva.


Tudorache sentía que no le llegaba el aire a los pulmones. Una opresión en el pecho le privó del uso de la palabra. La miraba igual que quien camina errante por el desierto y de improviso divisa un oasis. La veía tan cerca y al tiempo percibía que se alejaba cuál espejismo. Estaba más que dispuesto a dejar de lado su juramento. Lo sabía más que cumplido. Pero era consciente de que su vida pertenecía a la orden. No podía prometer que sus obligaciones le permitieran envejecer a su lado. Hijo, nieto y bisnieto de paladines de Tormo había crecido viendo a sus mayores tomando las armas para nunca volver. Ésa era la parte que quienes envidiaban su posición preferían obviar. 

Aún así, Tudorache se resistía a aceptar la derrota. Estaba poniendo en orden sus ideas cuando un griterío proveniente del exterior los sobresaltó a ambos. Él porfió en acercarse a la ventana. Entorpecido por su debilidad tropezó sin remedio. La sanadora se anticipó. Estaba a su vera antes de que doblase la rodilla y lo sujetó. Él se agarró a la mujer igual que un náufrago a la tabla de su salvación. Tomados de la mano se asomaron. 

En la plaza del pueblo, los lugareños festejaban a grandes voces la marcha de los refuerzos enviados por Dundenis. Más contenidos, pero igual de ufanos y derechos cómo velas, los soldados contemplaban la ignominiosa retirada de sus rivales. 


—¿Lo ves? —dijo Lorena sin separarse de él— ¿Ves cómo no hace falta que hagas tuyas todas las guerras?

—No te vayas —le rogó él buscando sus labios con los suyos.


Por un momento la tentación pudo más. Ella también ansiaba beber el aliento que le ofrecía. Fueron unos segundos fugaces durante los cuales sus corazones latieron al unísono.


—Quédate tú —entre gemidos le contestó.


Escuchar esas palabras no hizo sino abrir una herida sangrante en el paladín, quien casi dejó de respirar.


—Restaura la torre. Impón tu ley en la comarca —insistió ella con un brillo nuevo en los ojos, sentada a horcajadas sobre él—. Ahora te temen. Nadie se te opondrá. 


Él tragó saliva, excitado ante la oportunidad que se le ofrecía. Tampoco sería el primero en dar ese paso. Lejos de sus superiores. Se los había encontrado en sus peregrinajes. Había combatido contra ellos cuando el nuevo poder a su alcance los corrompió. Ella arqueó la espalda bajo las manos del paladín. Él perdió el juicio entre las curvas de la mujer. No contestó. Lorena le dio un bocado en los labios que lo hizo sangrar. Tampoco éso los detuvo. Una vez satisfechos sus instintos, la mujer se dejó caer lánguida sobre Tudorache. En silencio, abrazados el uno al otro, respiraban a la par compartiendo su calor. Él jugueteaba con los largos cabellos de la sanadora, cuando ella se desperezó para irse.


—Piensa sobre lo que te he dicho —le susurró a guisa de despedida—, Jebediah.


Escuchar su nombre de los labios de la mujer lo sobresaltó. Aunque no tuvo tiempo de preguntar cómo lo había averiguado. Antes Lorena lo besó de nuevo.


—Piensa en ello —insistió mientras se arreglaba la ropa—. Mañana volveré.


Y así lo hizo. Estaba en una encrucijada. Un camino le conducía de regreso a Esgembrer, a una orden que se le antojaba con más pasado que futuro. Otro le ofrecía un futuro que sabía peligroso. En no pocas ocasiones había mostrado su desprecio por aquellos que abandonaron su vocación para abrazar el poder secular. Ésa era una realidad frecuente en Radock la cuna del poder de Tormo en el continente. Algo que descubrió en sus primeros peregrinajes y motivo por el que decidió no pisar otra vez aquel reino.

Además, Lorena sabía su nombre y eso le hacía sentirse incómodo, más que éso, vulnerable. ¿Lo habría revelado él durante su convalecencia? Era lo más probable. ¿Contaba éso cómo quebrantar su voto? No lo sabía con certeza. Detestaba sofismas y dobleces por igual. Durante décadas había recorrido una senda solitaria y preñada de amenazas, pero recta y con un objetivo definido. Nunca las luces del camino lo habían tentado a cambiar de curso. Se creía dueño de un alma de acero bien forjado: flexible a la par que resistente. Pero ésta última etapa de su viaje lo había llevado al límite y encontrado un hueco en su armadura. Estaba obligado a admitir que deber y deseo nunca habían vuelto a entrar en conflicto desde aquel lejano día en tomó su juramento del caballero negro. Y, por más que se había esforzado en compensarlo en años sucesivos, ceder al segundo tan sólo había reportado desgracias y pesares a quienes lo rodeaban. 

Inquieto, no dejaba de dar vueltas por la habitación: de la cama a la silla; de la silla a la ventana; de la ventana a la cama y de nuevo a la silla. Para cuando Amelia se presentó con la cena, el entumecimiento y la rigidez en los músculos había menguado. El olor a puerros del humeante potaje de puré y tocino despertó en el paladín un hambre canina.


—Me alegra ver en pie al caballero —comentó la posadera con inusitada formalidad—. Ninguno sabíamos qué hacer. De no ser por Lorena no sé qué habría sido de usted.

—Parece que no os he traído más que problemas —quiso disculparse, mitigar el distanciamiento que percibía.

—Tampoco diga eso —dijo con amabilidad en lo que posaba la bandeja sobre la mesita—. Mirando hacia atrás, es difícil imaginar qué otra cosa pudo hacer.


Tudorache asintió. Ella se despidió enseguida. Tenía que volver al trabajo. Los soldados, y algunos vecinos a la espera de recuperar sus hogares, se hospedaban bajo su techo.


—Déjeme la bandeja con los platos sucios a la puerta y ya la recogeré —estaba indicando al marchar, cuando, justo antes de cerrar la puerta, añadió—. Lorena es una buena mujer. El primer día se atrancó aquí dentro con usted. Hubo quien propuso terminar con sus sufrimientos sin esperar a que despertase. Sólo unos pocos nos opusimos. Tened cuidado.


Aquello le sentó como un jarro de agua fría. Cierto que la sanadora le había dicho que le temían, pero cómo imaginar que se planteasen cometer tamaña felonía. Los rescoldos de su vieja compañera, la ira, se avivaron. La sabrosa cena se le enfriaba mientras él podía oír en su cabeza al brutal Quino sugiriendo la turbia idea a su primo el alcalde. El ruido de sus tripas le obligó a prestar atención a la comida. Apenas rebañó con pan el potaje de su cuenco de madera, se levantó, y, tras dejar la bandeja en el pasillo, abrió el armario de su habitación. Allí dentro reposaban sus alforjas y su equipo. Recogió de la balda el bruñido martillo de guerra. Sopesó sus fuerzas y su coordinación con una serie de ejercicios. Necesitaba despejar su mente y tonificar su cuerpo. Lo ideal habría sido tener con quien practicar. Lo siguiente mejor, disponer de un maniquí contra el que descargar unos golpes bien dados. A falta de ambas opciones, le quedaban las rutinas de meditación y memoria corporal. Poco tardó en acusar el cansancio en brazos y piernas. No por ello desistió en su empeño. Obstinado, cuanto más insistía en apartar de su cabeza la posibilidad de que dañasen a Lorena por su culpa, con más fuerza arraigaba la idea en su mente. Al final, durante un ejercicio más exigente de lo que estaba en condiciones de ejecutar, un calambre le recorrió la pierna izquierda y, cojeando, se acostó con el pecho agitado. Enseguida se sumió en un confuso duermevela. Vivencias, temores e ilusiones se entremezclaban por igual: esposo, padre, terrateniente, viudo y proscrito. Todo lo lograba y todo lo perdía, siempre bajo la atenta mirada de los mismos brillantes ojos ambarinos que velaban su sueño.

Despertó desasosegado. Una indefinida sensación de pérdida lo acompañaba. Al igual que en otras muchas ocasiones, el recuerdo de lo soñado se evaporó igual que el rocío bajo el sol de la mañana. Vestido con un pantalón y una larga camisa suelta, se acercó a las cocinas. La noche había sido calurosa y quería agua caliente para darse un baño en la tina que tenía en la habitación. Por las escaleras se cruzó con varios desconocidos. Lo saludaron con correcta cortesía, sin dar pie a más conversación. Eran los soldados enviados para auxiliar a los lugareños.

Abajo, los platos vacíos esperaban a que los comensales ocupasen sus puestos asignados. Sirviendo a los más madrugadores estaba una joven del pueblo. Tudorache la reconoció como la novia del infante superviviente, El rumor de las conversaciones cesó al verle asomar por la escalera. Unos pocos no dudaron en observarlo con descaro. La mayoría optó por evitar el contacto visual. Él se limitó a dar los buenos días y seguir su camino.

Si la noche había sido calurosa, la atmósfera en la cocina era sofocante. El contenido de las hoyas borboteaba a la par que el aceite chisporroteaba en las sartenes. Allí estaban trabajando a la par el matrimonio de posaderos, troceando carnes y picando verduras.


—¿Qué se le ofrece al caballero? —preguntó Ramiro dejando a un lado la cuchilla de carnicero.

—No quería molestar —se disculpó el paladín—. Venía a pedir agua caliente para la tina. Pero puedo esperar.

—Mejor que llene unos calderos y luego le subimos el desayuno —propuso su mujer.

—¿Podrá con ellos? —de nuevo se puso de manifiesto la desacostumbrada formalidad— ¿Ya se ha recuperado del todo?


Tudorache asintió. Pensaba que sí. Además, la tarea le serviría para comprobarlo. En un par de viajes tuvo la tina llena. También le proporcionaron un par de amplios paños con qué secarse, una barra de jabón de avena y una áspera esponja. Aunque el agua no tardó en enfriarse, la jornada amenazaba con ser tan bochornosa que el paladín disfrutó largo rato del baño. Todavía holgaba en la tina cuando la prudente Amelia golpeó a su puerta. Traía la muda para el lecho, y de paso preguntó si era tiempo de subir el desayuno. El esgembrés contestó que sí. Estaba distraído pensando en qué iba a hacer a continuación. 

Así, mientras desayunaba, decidió ir dando un paseo hasta la casa de Lorena. Con esa intención se vistió con pulcritud. Fue hasta las cuadras. De los preparativos del hospital de campaña no quedaba ni rastro. En su lugar piafaban una veintena larga de caballos. Buscó sus arreos y enjaezó a Mordiscos. El animal relinchó alegre al ver a su dueño. Uno de los Bellotos lo había atendido con dedicación. Sus heridas sanaban sin dejarle nada más que cicatrices para recordarlas. Todavía era pronto para cabalgar sobre él. Tampoco el paladín las tenía todas consigo. Los vértigos no le habían abandonado del todo. Pero, después de las jornadas transcurridas bajo techo, una caminata al aire libre les haría bien a ambos. De manera que lo tomó de las riendas y salieron del establo con ánimo ligero y paso relajado.

Afuera se oía cacarear a las gallinas y ladrar a los perros. El pueblo pugnaba por recuperar la normalidad. Sierras y martillos se consagraban a tal objetivo. En un par de casonas habían levantado andamios. Niños y mozos corrían de acá para allá cumpliendo encargos para sus mayores. Eran pocas las casas, modestas todas ellas, que languidecían sin nadie que las reconstruyera. Tal y como Lorena le contó, sus moradores se contaban entre aquellos que habían preferido rehacer sus vidas en otros parajes. Del mismo modo, no fueron pocas las caras de circunstancias y los saludos nerviosos con que fue recibido. Los vecinos trataban de ocultar el temor que les inspiraba con mayor o menor fortuna. No así los niños, ellos carecían de tal doblez, que lo mismo salían corriendo nada más verlo, que se lo quedaban mirando con la boca abierta, como si fuera una figura legendaria salida de un cuento. Él los saludaba con amabilidad y cortesía a todos por igual, sin demorarse en su compañía, ni buscar conversación. Lo tenso del ambiente amenazaba con hacer mella en su buena disposición de ánimo. Sabía lo embriagadora que podía ser la capacidad de inspirar miedo en sus congéneres. Lo fácil que era perderse una vez tomada esa senda. La sombra de un ave rapaz lo sobrevoló y una punzada de nostalgia le atravesó el pecho. Añoraba surcar los cielos a lomos de su montura y la camaradería de sus iguales. Para cuando llegó ante la finca de la sanadora estaba convencido de que su estancia en aquella comarca había llegado a su fin.

A la dueña del lugar la encontró fuera de la casa, alimentando a los animales. Pendiente de ellos, no sé percató de su presencia. La piara, atenta a devorar cuánto le daban, tampoco le prestó atención. Por un momento pareció que nada había alterado la vida sencilla de que disfrutaban en aquel apartado rincón. 


«Es lo mejor.» Se repitió Tudorache después de demorarse contemplando la pacífica estampa.


El metálico tintineo de la campana rompió el encanto. Un relinchó de Mordiscos lo siguió. Entonces Lorena miró en su dirección. Se llevó una mano a la frente y apartó un rizo rebelde. El gato pinto corrió hacia la cerca y buscó, mimoso, la mano tendida del caballero. La mujer terminó de repartir el contenido del caldero y caminó a su encuentro.


—¡Me alegra ver recuperáis las fuerzas a buen ritmo! —los saludó de corazón.


Tudorache sintió un vuelco en el pecho. El gato ronroneaba feliz bajo sus caricias. La aceptación y el cariño demostrado compensaron en parte el rechazo experimentado en el pueblo.


—El mérito no es nuestro, sino de quién se desveló por cuidarnos —la halagó.


Ella sonrió complacida y atusó con sus dedos al gato, que, colmado de caricias cerró los ojos feliz.


—¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó con un temblor en la voz producto de la ansiedad.

—Mucho.

—¿Y? —ella también lo había hecho.

—Tenías razón —agachó la cabeza—. Los del pueblo me temen.


Lorena buscó su mirada, pero él la rehuía. Se mordió el labio disgustada. No era éso lo que tenía que suceder.


—Y éso no es lo que quieres —lo veía venir, tensa se preparó para recibir el golpe.

—Así es —admitió el paladín con tristeza—. No es lo que quiero.


Un muro de silencio se interpuso entre ambos. El gato soltó un bufido. Arañó a Tudorache y corrió raudo tras las faldas de la sanadora. El esgembrés retiró la mano y limpió la sangre con un gesto de sorpresa. Había olvidado lo rápido que los animales interpretaban los estados de ánimo de Lorena y lo protectores que eran con ella.


—¿Entonces? —insistió Lorena, necesitaba oírselo decir— ¿Qué has decidido?


El caballero negro se llevó la mano herida a la boca para ganar tiempo. Antes de ir ya sabía lo difícil que iba a resultar.


—Vente conmigo —imploró con voz ahogada.

—No puede ser —apretó los puños mirando al cielo para contener el llanto.

—Marcho, pues —resignado a una nueva derrota suspiró él.

—Sí, márchate. Éso es lo que haces siempre que no puedes resolver las cosas a martillazos—dolida, decepcionada, lo zahirió ella— ¿Me equivoco?

—No estás siendo justa conmigo —protestó con pesar.

—¿O me equivoqué al creer que eras mejor hombre de lo que eres? —lo fulminó con ojos llenos lágrimas de rabia.

—Tal vez me confundiste con la clase de hombre que aspiro a ser —incapaz de defenderse, se despidió desazonado. 


Sin esperar respuesta, montó a lomos de su caballo y se volvió de grupas. Desde que puso la vista en aquella comarca, nada había resultado como debiera. Mientras regresaba a la posada, el borroso recuerdo de unos viejos versos lo acompañaba: «Orgulloso yo, altiva ella; no pudo ser». Así como cantaba el poeta, así pensaba él.


Y hasta aquí llega la entrega de hoy. Os dejo con los Whithin Temptation y su "What have you done":


Nos leemos.

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