(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 6: Vasallos de Morskul, parte tercera.

     Hola a todos. seguimos en la brecha pese al calor y ya que el bochorno no me deja dormir, asprovecharé para avanzaros un poco más de las aventuras de Marduk.

    Cuando empecé este relato pensé que me daría de sí para unas 4.000 o 5.000 palabras... y voy más de 10.000, puede que sobrepase las 14.000. Así que me falta una entrega más, además de ésta y luego para terminar las reglas de las criaturas para el juego de rol.

    Admito que a medio camino temía que el final llegase de forma demasiado precipitada y supiese a poco para tanto desarrollo previo. Ahora mismo tengo confianza en que no me ocurrirá. Así, sin más os dejo con un pedazo del material que me ha servido de inspiración: https://japonpedia.com/ruinas-yonaguni/

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"Breves se les antojaron las horas de descanso, cuando unos golpes llamaron a su puerta. Estirándose igual que los galgos en día de caza se incorporaron. Un tenue olor a pescado acompañaba a las recién llegadas. Era el aceite de lámpara con el que alumbraban sus pasos. El cielo estaba encapotado. La luz de estrellas y lunas no lograba atravesar la barrera nubosa que las cubría. Una suave brisa refrescaba la noche.

Tan temprano era, que en la gran cocina los fogones aún no estaban prendidos. Juntos los seis se sentaron a la mesa y desayunaron en frío. Sopas de pan con leche, empanada de bonito con cebolla, naranjas y cremoso queso de oveja. Apartados a un lado estaban listos un par de costales de mimbre de la altura de un niño crecido. Con ellos a la espalda llevarían al barco provisiones no perecederas para su singladura, las cuales añadir a las que su tripulación hubiera encontrado en el poblado y sus huertas.

Comieron rápido y en silencio. La mente ocupada en los peligros que iban a afrontar. Magón y Sheket se repartieron los costales. Los hermanos se despidieron con un largo abrazo. Su cuñada, con la cabeza siempre cubierta con la estola azafrán, se mantenía a cierta distancia, el un brazo cruzado sobre el pecho, sujetando el codo contrario, arrepentida por su comportamiento, sin saber cómo disculparse. Marduk la miró a los ojos una última vez desde el quicio de la puerta y la prometió:


—Volveremos con tu esposo y con tus hijos.


Tal era la serenidad y convicción que transmitían sus palabras, que la mujer cedió por vez primera en semanas a sus verdaderos sentimientos y rompió a llorar en el hombro de su sorprendida cuñada, quién la trató de consolar.


A paso ligero dejaron atrás la hacienda. Enfilaron el sendero por donde habían venido con el firme propósito de ayudar a aquella gente y castigar a quienes les habían procurado tanto pesar. Estaban llegando al venerable olivo, cuando un movimiento inesperado los alertó. Rápidas como centellas aparecieron sendas hojas en manos de la sacerdotisa. En su camino se interpuso Marduk con el brazo extendido y la palma abierta.


—¡Artagus! —alzó la voz— ¡Bajar los arcos!

—¡Maldita sea, capitán, qué hace poniéndose en medio! —respondió el experimentado arquero, mientras les salía al encuentro flanqueado por otros dos hombres más jóvenes.

—Manías suyas —bromeó Magón, al tiempo que descolgaba la carga de su espalda y se la encomendaba a uno de los jóvenes.

—¡Quién fue a hablar! —bufó con sorna— El que no sabe mantener la posición y siempre acaba rodeado de enemigos.


El intercambio de pullas entre los tripulantes veteranos continuó ante la perpleja mirada de Khamil. Para el viaje había elegido una larga túnica blanca sin mangas ni bordados. Una media capa con capucha carmesí abotonada a la altura del cuello la cubría la cabeza y sus brazos desnudos. De su primer encuentro solo conservaba el cinto atigrado de sus armas. Sheket la miraba divertido mientras proseguían sendero abajo y el primer sol emergía de las aguas tiñéndolas con su dorado fulgor. Ella fruncía el ceño concentrada en seguir la conversación. La tripulación de Marduk provenía de una docena de puertos distintos y a fuerza de convivir a bordo habían ido tomando palabras y expresiones prestadas de la lengua de unos y otros. Aunque la base fuera el celebtah difundido gracias a la expansión de la talasocracia malvanesa, no era fácil comprender para un recién llegado la jerigonza con la que se comunicaban entre ellos. Tampoco podía pasar por alto la deliberada omisión de aquel grupo de vigilancia en las instrucciones que el capitán había dado a su mensajero. Podía parecer que era un jefe permisivo, pero se había rodeado de hombres capaces y con iniciativa.

Pronto llegaron al puerto. Su barco fondeaba alejado de la costa, a resguardo en la cala, pero listo para abandonarla de ser necesario. El tal Jantaxermes había tomado buena nota del aviso recibido.


—Artagus —llamó el rubio capitán—, te toca.

—Estoy en ello —contestó el aludido, mientras extraía un trapo aceitado de las curiosas vasijas que llevaba al cinto y lo amarraba al extremo de una flecha roma.


Después cogió yesca y pedernal. Las chispas prendieron el aceite y el fuego crepitó en la penumbra del encapotado amanecer. Con seguridad armó el brazo, tensó el arco y disparó alto. La bengala ascendió trazando una elegante parábola antes de caer al mar cerca del navío.

El joven mago posó el costal y se inclinó apoyando ambos brazos sobre él. Parecía justo, tras cargar con él durante todo el trayecto, que sostuviese ahora su peso.

Momentos después un sonoro chapuzón llegó a sus oídos. El diligente Janta les enviaba un bote. Impulsado por diestros remeros, su trasporte no tardó en alcanzar la costa. A bordo iba aquél al que llamaban Zejel, quien enseguida puso a su capitán al corriente de las reparaciones y el estado de las bodegas. Por lo que Khamil pudo entender no habían tenido una travesía fácil.

Una vez a bordo del navío, un hombre canoso y entrado en años los esperaba. Inevitablemente, la recién llegada atrajo las miradas apreciativas de los hombres de mar. Su capitán la presentó al tal Jantaxermes y tan pronto repararon en su condición de mujer sagrada, y en las armas prendidas de su estrecha cintura, volvieron a concentrarse en su trabajo. Khamil, por su parte, no pudo menos que apreciar los detalles propios de la tradición marinera venagozariana en ese barco malvanés. Desde los nudos del velamen, a la disposición de los remos, todo evocaba en ella recuerdos de su niñez como hija de próspero marino mercante.


—Queda pendiente el pago a estas gentes por sus provisiones —escuchó decir al segundo oficial.

—De eso nos vamos a encargar ahora —le contestó Marduk.


Allí mismo le puso al corriente de la situación y de sus planes. De modo que el resto de la tripulación escuchase lo que se proponía de sus propios labios. Así no habría equívocos sobre lo que su capitán esperaba de ellos. Levaban anclas de inmediato. Regresaban a la Isla Nueva, como, a falta de un nombre mejor, habían empezado a llamarla. Así, con objetivo claro en sus mentes y un propósito elevado en sus corazones, emprendieron viaje de nuevo.

La travesía trascurrió sin incidentes. En una ocasión divisaron velas en el horizonte, pero su curso las alejaba de ellos. Tal y como habían calculado el capitán y su segundo, aún era de noche cuando a lo lejos divisaron el rojizo resplandor del volcán. Dos coladas de lava se deslizaban por su ladera norte. Éstas se precipitaban sobre el agua salada, que siseaba y se retiraba como un animal herido al evaporarse, dejando tras de sí más terreno ganado al mar. La costa este parecía despejada, no se apreciaba actividad, igual que habían visto durante su primer viaje de la zona sur Eso dejaba el lado oeste como posible fondeadero de los barcos y marineros secuestrados.

Juntos sobre la cubierta estaban ya preparados los hombres elegidos para acompañar a su capitán en la misión de infiltración y rescate. Serían una docena y media, diestros todos ellos en combate abierto, cómo Magón con su lanza pesada y Zejel con sus cuchillos. También Artagus el arquero iría con ellos, escoltado por Diodoro el duelista, el escudo de su elección. En medio de todos ellos estaban Khamil y Sheket. Él lucía un par de elaborados brazaletes con forma de serpiente. El uno de oro, con gemas rojas tal que sangre coagulada por ojos. De plata el otro, sus ojos joyas negras sin reflejo. Al verlas, el menudo Zejel torció el gesto. Había reconocido el origen de aquellas primorosas piezas de orfebrería. Rasaoliano como era, no necesitaba leer los finísimos ideogramas trazados sobre las cabezas de ambas serpientes para identificar su origen khenmita. Su experiencia no alcanzaba todavía para comprender que no todos al sur de su ciudad adoraban a los poderes de la Espada.

Al percatarse de su reacción, el elementalista sonrió para sí. Su compañero no podía saber de la poderosa magia protectora imbuida en aquellas joyas. Ni lo gentil que era el corazón de quien se las entregó en la Isla de Cristal una vez que superó las pruebas de los Maestros de las Cuatro Lunas.

A una señal de Marduk, el joven mago se dirigió al castillo de popa, Khamil lo siguió. Allí, al timón, se encontraba Janta. A su lado, vestido para el combate, con armadura de cuero que no le restase velocidad en la lucha, kopis al cinto y escudo redondo a la espalda, estaba su capitán.


—Tu turno —le dijo sin más.


Sheket se limitó a asentir y volver su mirada al mar que con su afilada proa rasgaba el Delfín. En la mano izquierda sostenía su báculo, un prisma trasparente lo coronaba. A través de sus facetas cristalinas se veía removerse la azulada energía contenida en él. Igual que si de un líquido misterioso en su redoma se tratara. Al tiempo que trazaba en el aire sinuosos signos arcanos con la diestra, una lenta y sibilante salmodia brotó de sus labios.

En respuesta a su invocación, alargadas figuras sólo vagamente humanas se enroscaron en los palos e hincharon sus velas. En tanto que alegres chapoteos resonaron a ambos costados del barco. El segundo oficial carraspeó incómodo. Era un hombre curtido y orgulloso. Aquellas intromisiones en su trabajo no le complacían en absoluto. Era ése un sentimiento compartido por otros miembros de la tripulación. Pero la voluntad de Marduk era la ley a bordo. Y ninguno podía negar la utilidad de tener a un mago de su parte. De manera que silfos y ondinas los escoltaban ahora envueltos en niebla. Ellos los mantuvieron a resguardo de perniciosas miradas y a salvo de afilados arrecifes. Acunados por su magia rodearon la isla, hasta fondear en la cala donde, días antes, creyeron ver una escalinata propia de gigantes salir del mar.


—¡Es la hora! —alzó la voz su capitán, calándose el yelmo malvanés con su lustroso penacho de crin de caballo— ¡Recordar nuestras prioridades!

—¡Rescatar a los cautivos! —coreó la tripulación como uno solo— ¡Eliminar a los hechiceros!


Esas eran las instrucciones que les había dado. Las misteriosas criaturas que con sus caracolas comandaban a los hechizados pescadores no podían ser numerosas. Acabar con ellas liberaría a sus marionetas sin causar mayor daño. Llegado el caso, se dividirían en tres grupos de seis. Uno liderado por Marduk, otro por Artagus y el último por Magón.

A una señal del medio malvanés, la tripulación bajó la rampa y se despidió de sus camaradas. A ellos les correspondía esperar una jornada hasta su regreso. Y de no producirse, rodear la isla para averiguar lo que hubiera podido ser de ellos.

Con esta idea en mente pusieron pie en aquella tierra robada al mar. Apenas desembarcó, una náusea sacudió el vientre de la sacerdotisa, cuyo hermoso rostro se descompuso con una mueca de disgusto al sentir los jugos gástricos llegar a la boca. Solicito, se le acercó Magón para prestarla su fuerte brazo. En tanto que varios de los presentes sonreían condescendientes, achacando en su ignorancia la imprevista debilidad de Khamil a la falta de hábitos marineros. Inquieto, el joven mago se les acercó.


—Pisamos tierra impía —murmuró ella en voz baja, para que sólo la oyesen Magón y Sheket, mientras descansaba una rodilla morena sobre la húmeda arena—. Una divinidad hostil a mi patrona ha reclamado este lugar como suyo.

—Con razón entonces el campo mágico que la cubre está perturbado —bajando la voz contestó el mago, tomándola del brazo libre, fingiendo que la ayudaba a incorporarse, igual que hacía el arponero—. Percibo que el equilibrio está alterado. El tumulto impera entre los elementales.

—Será peor conforme nos acerquemos a la fuente del mal —vaticinó la sacerdotisa.


Desde el frente de la formación, Marduk los miraba sin comprender su retraso. No contaba entre sus virtudes las propias de los dotados para la magia.


—¿Qué queréis que le diga? —se ofreció Magón— ¿Desistimos? Estamos a tiempo.

—No —sin un atisbo de duda o debilidad enfrentó Khamil su mirada, sujetándolo con firmeza de la muñeca—. No ha sido más que un mal paso ¿Entendido?


El barbudo fortachón asintió en silencio y se desasió de las manos femeninas con cierta reluctancia. Le atraía aquella mujer. En belleza y coraje destacaba a la par. Su cercanía hacía que se avivaran sus sentidos. Inclinado a aceptar todo desafío, Magón intuía el mayor de todos agazapado tras los ojos maquillados con khol de aquella tigresa. Aspirando antes su perfume de lavanda y jazmín, se volvió en dirección a su capitán y los dejó atrás.

Así la columna emprendió la marcha. Avanzaron en zigzag por las escalonadas terrazas de piedra gris. Aquí y allá se apreciaban grandes bloques de coral. Pequeños cangrejos huían a su paso y se cobijaban a su sombra. Restos de algas resbaladizas, asi como abundante guano, entorpecían su ascenso. Grandes bandadas de gaviotas sobrevolaban la isla. En su recién formada superficie tenían comida de sobra.

Al cabo de una hora, alcanzaron el monolito, una pátina verde recubría aquí y allá el oscuro material en el que artistas desconocidos habían esbozado sus formas bizarras. En medio de una oquedad todavía llena de agua salobre proyectaba su sombra. Su base tallada representaba un cuerpo menudo y sedente de piernas cortas y brazos largos, en tanto que toda su parte superior asemejaba a una desmesurada cabeza bulbosa de calamar con dos pares entrecerrados de grandes ojos redondos. Los tentáculos, colgando lacios hasta tocar el suelo. A sus pies, bajo la superficie del estanque, se veía un montículo de caracolas nacaradas. Nadie propuso parar bajo su sombra. Mucho menos sumergirse en aquellas aguas verdosas y estancadas. Proseguían con su marcha fatigosa por la empinada ladera cuando un temblor sacudió la isla y los ensordeció. Trapos de gris ceniza llovieron sobre sus cabezas.

Autor Diosezno. Encontrada en DevientArt.

—Han sido los elementales de fuego —en voz baja compartió el joven mago su inquietud con Khamil—. Ellos han quebrado el equilibrio.

—Puede —aceptó ella—, pero hay un poder aún más oscuro activo en este lugar.

—Ha de ser así —concedió Sheket, pasándose un paño por la frente sudorosa—, cuando tierra, agua y aire se les oponen y mantienen su presa sobre lo que antes compartían.


Los grandes fragmentos de lo que hasta hace no mucho fue un amplio lecho de coral, prodigio de la naturaleza, roca viva que hacía posible la coexistencia de una miríada de otras formas de vida, rodeaban a Marduk y los suyos. Si su destrucción había sido deliberada, el egoísmo de su autor sólo podía rivalizar con su arrogancia. Avanzaban con cautela bajo su sombra y la de otras grandes rocas que ningún marinero era capaz de identificar, y que parecían haber sido arrojadas contra el suelo por gigantes coléricos de cómo estaban incrustadas en los corales.

Una nueva sacudida les dió la bienvenida cuando terminaron de rodear el volcán.


—¿No dijiste que te negabas a anunciar tu llegada con fanfarria de trompetas? —levantó Magón la voz para hacerse oír por encima de la actividad volcánica.


Marduk ignoró su chanza y le indicó con un gesto que avanzara. Extrañado, el fornido guerrero obedeció. Ante ellos se desplegaba la costa este. En una ensenada natural, iluminada por la lengua de lava que fluía pastosa al norte, se divisaban una veintena de embarcaciones de distinto tamaño. La mayoría eran pequeñas barcas de pesca con un único mástil. Pero entre ellas destacaban tres estilizadas liburnas con sus bancos para los remeros y dos barcos mercantes redondos y panzones con sus tres mástiles.

Hileras de porteadores estaban descargando las mercancías de los dos últimos. Sus pasos los conducían a la entrada de una cueva que parecía esculpida en la base del volcán. En la distancia parecían hormigas almacenando comida en su hormiguero. A los costados se veían figuras aisladas, capataces o centinelas. Otro grupo más numeroso de individuos se afanaba en arrancar fragmentos de coral y rocas, que  después apilaban igual que si estuvieran acumulando material de construcción.

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—Aquí hay mucha gente, capitán —abriendo mucho los ojos asombrado recalcó lo evidente Artagus que se les había unido.

—Si todos esos barcos tenían tripulación —asintió Marduk rascándose pensativo el mentón con el pulgar—, más de trescientos.

—Tampoco serán tantos —rezongó el arponero, el ánimo guasón evaporado por completo—. Sabemos que han robado barcos.

—Y secuestrado aldeanos —agorero, insistió el radockiano, cruzando los brazos sobre él pecho.

—¿Dónde están Sheket y Khamil? —dijo Marduk— Tienen que ver esto.

—Se han rezagado —torciendo el gesto disgustado le informó el arquero.

—Me acerco a buscarlos —propuso Magón.


Su capitán aceptó su ofrecimiento y lo despidió con un gesto. El voluntarioso enmhaimita se volvió presuroso. No le gustaba ocultar información. Mucho menos mentir. Pero tampoco disfrutaba dejando en mal lugar a nadie. Si el aire de la isla tenía algo que perjudicaba a esos dos, eran ellos quienes debían dar la cara. No tardó en encontrarlos. Estaban descansando a la sombra de una de aquellas extrañas rocas.


—Es el volcán —estaba explicando el joven a la sacerdotisa que lo escuchaba con suma atención—. Durante sus erupciones, no sólo expele lava, humo y cenizas, sino también rocas del vientre de la tierra.

—¡Eh! —los interrumpió aliviado al verlos a sus anchas— ¡El capitán reclama vuestra presencia!


Eso último se le escapó en un tono más duro de lo que pretendía. La pareja lo miró sorprendida. Una punzada de culpa le llevó a carraspear, incómodo, y bajó la vista para evitar enfrentarse a la mirada inquisitiva de la mujer.


—Venga, vamos —añadió en tono de disculpa—. Hay algo que debéis ver."


Hasta aquí la actualización del relato por hoy. La continuación está en marcha. Permitirme que me despida con uno de los temas que estoy poniendo de fondo mientras escribo. De los "Therion", su "Lemuria". ¿Qué puede haber mejor para inspirarse en civilizaciones perdidas y ciudades sumergidas?



        Gracias por aguantarme ;)
        Nos leemos.


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