(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 6: Vasallos de Morskul, parte segunda.

    Muy buenas a todos. 

    Hoy ya no llueve. el famoso "horno ibérico", ése con el que no paran de amenazarnos, parece que va cogiendo temperatura. Se me va a hacer largo el verano. Me consolaré pensando que trabajo de noche.

    En fin, pasemos a temas más gratificantes. aquí regreso con la siguiente entrega de las andanzas de mi Jasón y sus Argonautas particular. La amenaza desatada sobre el pacífico poblado de Sheket toma forma.


Jasón y los Argonautas a bordo del Argo. Serigrafía de la Escuela Americana 1918


"Desde su puesto de observación, el arquero siguió con la vista al capitán y su grupo. Sheket lo encabezaba, esperando dar con alguien conocido. Enseguida su presencia fue anunciada a los cuatro vientos por los ladridos de los perros. No tardaron en asomar la cabeza los lugareños. Tal y como había dicho Artagus eran en su mayoría mujeres. Los niños, más curiosos y atrevidos, se encaramaban al muro interior mientras los ancianos los regañaban y arrastraban de vuelta a las casas. Ellas en cambio, portaban palos, lanzas y arpones y evaluaban en silencio a los recién llegados, recelosas.


—¡Salve al pescador que regresa! —forzando la voz para hacerse oír por encima de los fuertes ladridos, gritó Sheket agitando ambas manos sobre la cabeza.


En respuesta a sus esfuerzos, dos mujeres se adelantaron. Ambas lucían el peinado típico de los habitantes de aquella tierra. Media melena y flequillo recto. El mismo al que los tenía acostumbrado el mago. La una vestía una luminosa túnica azul, que combinaba con un collar de perlas y lapislázuli. En sus manos morenas, fuertes y firmes empuñaba un aserrado arpón. Su compañera, en cambio, portaba una túnica blanca con bordados de un rojo vivo. Una diadema de oro batido, trabajada para representar las fauces abiertas de un tigre adornaba su frente. Ceñía su cintura una pieza de piel atigrada y de ella pendían dos khopesh. Lo ornamentado de sus empuñaduras no bastaba para desviar la atención de los cincelados músculos expuestos por su dueña.


—¡Hermana! —gritó con júbilo el mago al verlas llegar.

—¿Sheket? ¿Eres tú? ¿De verdad? —bajando la amenazadora punta del arpón, quiso acercarse ella.

—¡No te precipites! —le bloqueó el paso su compañera. 


A esa distancia se apreciaba con toda claridad el estilizado motivo rojo de su túnica: las huellas de un gran depredador, el tigre de las ricas llanuras aluviales de tierra a dentro. No cabía duda, la extraña era una sacerdotisa de Thygra. El elementalista no tenía necesidad de recurrir a sus disciplinas para percibir la naturaleza divergente del poder que canalizaba aquella mujer desconocida.


—¿Qué ha pasado aquí? —la ignoró el joven mago, enfrentando la mirada de sus ojos oscuros con la de su hermana— ¿Y el viejo Garai? ¿Y nuestro hermano Smenkhar? ¿Y los demás hombres del pueblo?

—Has estado fuera largo tiempo, hermano mío —suspiró ella—. Mucho hemos de contarte.

—Y poco bueno —bufó, recelosa como un gato, la sacerdotisa, al tiempo que daba un paso atrás.

—No entendemos nada —movió la cabeza y se encogió de hombros Sheket—. Hemos fondeado en el puerto y lo hemos encontrado todo tirado, abandonado a toda prisa…

—¿A cuánta gente habéis dejado atrás? —lo interrumpió de nuevo, desabrida, mujer.

—A dos docenas de buenos hombres —salió Marduk a su encuentro replicando su tono autoritario—. ¿Acaso corren peligro?


Los rasgos aristocráticos de la mujer se torcieron con una mueca da desagrado. No contaba con recibir trato semejante. En vez de contestar inmediatamente, le dedicó una mirada calculadora a su interlocutor. Su cabello, largo, rubio y ondulado a la altura del cuello, así como los ojos azules denotaban su origen foráneo. La piel bronceada y su cincelada musculatura indicaban una intensa actividad al aire libre. La túnica que vestía no difería en calidad de las de sus acompañantes. Tampoco lucía joyas. Sólo la elaborada empuñadura de su kopis, decorada con bandas de oro y plata, con el pomo modelado para asemejar la cabeza de un pez espada, aportaba alguna pista sobre su estatus.


—No, siempre y cuando se mantengan alerta —respondió la sacerdotisa, cauta ahora, midiendo las palabras.

—Bien —la despachó el medio malvanés—. Zejel, vuelve con Jantaxermes y los demás. Que no se separen y esperen nuestro regreso. Nosotros haremos noche aquí.

—Así se hará, mi capitán —obedeció el enjuto marinero.


Al escuchar el título con que se dirigió a Marduk su subordinado, la sacerdotisa pareció relajarse un poco, pero no lo suficiente para obviar que acababa de imponer su presencia entre los muros de la hacienda. Ya iba a protestar cuando la hermana de Sheket, Ninra, alzó el grueso tablón que arrancaba la entrada al recinto, la traspasó y se fundió con él en un abrazo.


—Acompañarme —les indicó que la siguieran, tomando del brazo a su hermano—. Estaréis un poco apretados pero nos apañaremos.


Magón sonrió divertido ante el gesto de contrariedad con que la sacerdotisa afrontaba el curso de los acontecimientos y la dedicó un saludo conciliador antes de ir tras ellos. Los hermanos se ponían al día entrecruzando preguntas y respuestas, pero evitaban el principal motivo de preocupación. Los achaques de sus mayores y las travesuras de los pequeños ocupaban su charla apresurada. Marduk, en cambio, acompasó sus pasos con los de la arisca espadachina.


—¿Ha mojado la diosa sus garras en el rico fluido arterial? —la interpeló imitando el recargado lenguaje litúrgico aprendido de su madre venagozariana.

—No era presa digna de recuerdo, sólo de castigo… —contesto ella mecánicamente, antes de reparar en lo que decía— ¿Cómo es posible? —abriendo con asombro los ojos marrones delineados con su sombra de khol, exclamó ella.

—Mis pies desnudos revolotearon sobre la arena carmesí del Templo Mayor antes de siquiera nacer —continuó empleando el mismo lenguaje florido.

—Hijo de sacerdotisa, entonces —dedujo ella—. Decidme vuestro nombre, capitán, y os entregaré el mío como corresponde.

—Marduk me llaman mis amigos —se presentó con sencillez. Su nombre había alcanzado ya gran notoriedad, pero estaban lejos de los principales puertos del Mar Interior.

—Khamil me llaman los míos —disipada la hostilidad inicial añadió ella.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —aprovechó él para preguntar.

—Mejor adentro —negó moviendo la cabeza en dirección a la hacienda.


En cuanto alcanzaron el cortil interior la algarabía de niños curiosos y ladridos de perros hizo imposible protestar. Ancianos de gesto adusto mantuvieron alejados con gritos y malas caras a los zagales más atrevidos. Mientras las ovejas ignoraban el alboroto y rumiaban el pasto, o se tumbaban, a la sombra de los limoneros que rodeaban el edificio principal. 

Una vez dentro y cerradas las puertas, el silencio y el frescor de sus altos techos les dió la bienvenida. Con la confianza que da saberse las amas del lugar, sus anfitrionas los guiaron por las escaleras de su derecha. Una vez en el segundo piso, vislumbraron por las ventanas del pasillo un patio interior. Un par de palmeras lo dotaban de sombra, mientras que un circuito de canalones recolectaba el agua de lluvia con destino a una pila central. Sentadas en torno suyo cardaban la lana un grupo de mujeres mayores, los cabellos grises y blancos cubiertos por un velo azafrán, la piel arrugada por los años y bronceada por las jornadas pasadas trabajando al sol. Ninra se detuvo un momento y dejó que su hermano se asomara. Sus ojos se humedecieron cuando susurró:


—Madre…

—Luego —lo apartó con suavidad su hermana del alféizar.

—Mejor, si —a media voz la dejó hacer.


Sus pasos los condujeron a un amplio salón, apartados por las esquinas yacían apilados costosos y mullidos cojines de cachemir. Una colección de mesitas de mármol ocupaba el espacio disponible en medio de ellos. La luz cenital que iluminaba la estancia provenía de una claraboya acristalada. Pesados cortinajes cubrían los accesos al lugar.


—Podéis sentaros —los invitó Khamil, mientras se desataba el cinto de sus armas, lo depositaba en una mesa y se sentaba sobre un montón de cojines.


Los demás la imitaron y se pusieron cómodos, menos Ninra, que se excusó para ir a buscar unas viandas y bebida con que refrescarse.


—Entonces —tras un silencio prolongado, se inclinó Marduk con los torneados brazos posados sobre las rodillas y dijo— ¿Qué ha pasado?

—¿Habéis visto la nueva isla al venir? —mirando al joven mago preguntó ella.

—Sí, donde antes las fuentes termales alimentaban el lecho de coral.

—¿Fondeasteis en ella? —prosiguió su interrogatorio fijando la mirada ahora en su capitán.

—No —contestó—. Aunque me supo mal no hacerlo.


Un par de suaves pisadas los distrajo. Ninra regresaba con una bandeja con frutas y dulces de miel y almendras. La seguía otra mujer con un ánfora de licor y vasos.


—Mejor que no te sepa mal, extranjero —los interrumpió con acritud la recién llegada. Un velo azafrán la tapaba el pelo negro y ensortijado —. Si tu hermano tampoco lo hubiera hecho, cuñado —añadió, respirando con fuerza para contener las lágrimas—, no cubriría el luto mis cabellos.


Dicho esto, depositaron las bandejas al alcance de los reunidos, aunque pocas ganas les quedaban de disfrutarlas y se sentaron una a cada lado de la sacerdotisa.


—Fue hace un par de lunas —tomó ella las riendas de la conversación, mientras Magón correspondía a la hospitalidad recibida sirviéndose un vaso del fragante licor de dátiles.


Interpretación moderna del héroe griego  Jasón. No he encontrado información de su autoría.


***


Un viento cálido del sureste azotó la costa. Pilagros, águilas y gaviotas volaron tierra adentro. La mar rizada arrojó a nuestras playas banco tras banco de atunes, arenques y sardinas muertos. Un día después, Khutmeth, el viejo sacerdote de Istol, recorrió el puerto con los ojos desorbitados, rogando a los hombres que no izasen amarras. Sueños y presagios eran nefastos, gritaba. La muerte cabalgaba a lomos del humo y el fuego, profetizaba. Gigantes de dos cabezas y diez brazos emergían del fondo marino para esclavizar a la aldea, advertía. 

Pero la necesidad de alimentar a sus familias pesó más que las extrañas palabras del anciano. A sus mujeres e hijos prometieron regresar a la mejor señal de peligro, y partieron en dirección a sus caladeros habituales, como sus padres antes que ellos, y los padres de sus padres primero aún. Mas, al contrario que ellos, pasaron días y semanas y no regresaban.

Entre tanto, Khutmeth, preso de una angustia febril, recorría el puerto, trazando runas de salvaguarda sobre muelles y amarres. Autoinfligiéndose profundas heridas en muñecas y antebrazos, de las que manaba profusa la sangre con que reforzar su magia. Nadie logró disuadirlo de su grotesco empeño, ni siquiera su primo Garai. Hasta que con gran pesar, preocupados por lo demacrado que se estaba quedando, lo encerramos en su vivienda. Él, de por sí enjuto, se había reducido a puro hueso y pellejo. Apenas pudo oponer resistencia a nuestros cuidados.

Tres semanas de espera habían pasado, cuando una vela asomó por el horizonte. Con expectación acudimos todos a recibir a los recién llegados. Esperando todos que fueran sus familiares. O al menos que trajesen noticias suyas. Sin embargo, el navío navegaba a merced de las olas, nadie regía su timón y su errático rumbo lo llevó a embarrancar en la playa.

Hacía allí corrimos con el corazón en un puño. Habíamos reconocido a la Ojos Negros, la embarcación de Smenkhar. Apenas subimos a bordo, el olor a pescado podrido nos golpeó la nariz con la fuerza de un puñetazo. La faena había sido excepcional y toda ella se había perdido. En el suelo inconsciente encontramos a tu hermano. Tendido cuán largo era. Su piel, quemada por el sol, ardía de fiebre. Hizo falta traer unas parihuelas del poblado para entre cuatro cargar con él. No por nada era el campeón de entre los pescadores. Una cabeza los aventajaba a todos ellos. Ninguno lanzaba más lejos las redes que él. Ni demostraba tener la fuerza con la que él las recogía. Débil como estaba, no opuso resistencia a su traslado, pero sus labios cuarteados y resecos no dejaban de balbucear palabras ininteligibles.

Al igual que un cortejo fúnebre, silenciosos y acongojados, regresamos a la aldea. En la entrada nos esperaba el viejo Khutmeth. De algún modo había logrado escapar de su encierro. Por un momento temimos que presa de su agitación se volviese contra nosotros. Empero, no fue así. Sembraba sereno y resignado a un destino que sólo él aceptaba. Solamente unas marcadas ojeras delataban la crisis que había superado. Vestía sus hábitos de gala, azules sin tacha, con grecas blancas adornando sus bordes. Los símbolos de la estrella de mar y el delfín, trabajados en oro y plata respectivamente, colgados al cuello. Despacio y con tristeza en los ojos se acercó al doliente. Con suavidad posó la mano de venas abultadas sobre su frente. con delicadeza recorrió su pecho tatuado con los tres soles, y luego elevó una plegaria a su patrón. Todos los presentes movidos por la costumbre repetimos las familiares palabras en busca de consuelo. Un pulso de energía azul brotó del sacerdote y envolvió a los presentes aquietando los espíritus agitados y Smenkhar se sumió en un sueño reparador.

Un día y su noche pasaron tu cuñada y Khutmeth tendidos al lado de un inconsciente Smenkhar. Mientras, sus vecinos iban y venían para interesarse por su evolución y las nuevas que pudiese traer de sus familiares desaparecidos. Al mediodía siguiente tu hermano recuperó la consciencia, pero no el sentido. Con los ojos abiertos mirando al techo yacía, sin dar signos de ver, oír o entender. No reaccionaba a las lágrimas de su esposa. Ni atendía a los ruegos de sus hijos. Los labios aún resecos y cuarteados movía en silencio igual que hacen los peces fuera del agua.

Fue al atardecer de ese día cuando en el horizonte vimos acercarse tres embarcaciones más. Inquietos y temerosos nos congregamos de nuevo en el puerto. Dejamos a los niños vigilando a su padre, con instrucciones de mandar al pequeño Nimruth de seis años corriendo a buscarnos si pasaba algo. En el embarcadero nos agolpábamos con el corazón en un puño, expectantes, viendo aproximarse los barcos de nuestros padres y hermanos. La desazón daba paso a la alegría cuando reconocíamos a este o a aquel ser querido. Aquí y allá se formaban corros. A gritos los llamaban por sus nombres mujeres e hijos. Mas, ¡ay!, pronto se disipó su felicidad.

Los pescadores bogaban sin responder a sus llamadas. Ya se apreciaban sus miradas perdidas, vacías, sin emoción. La angustia atenazó el ánimo de la muchedumbre. Hubo quien saltó al agua y nadó para reunirse con sus deudos. Otros, presos de un temor inesperado, retrocedieron y se alejaron del agua. Entonces lo oímos por vez primera con claridad. Era el profundo sonido de unas caracolas, lento y atávico. Quienes huyeron en ese momento fueron los afortunados. No llegaron a ver a los músicos.

Respondiendo a la cambiante melodía nacarada, los pescadores entraron en una suerte de frenesí, como el de un banco de peces al encontrar comida. Desembarcaron a la carrera igual que animales salvajes. Algunos quedaron paralizados allí donde el viejo sacerdote había trazado sus salvaguardas y derramado su sangre. Pero los más se abalanzaron contra la multitud indefensa, golpeando y arrastrando con ellos a jóvenes y niños. En la confusión vimos llegar corriendo a tu hermano, preso de la misma locura que los demás pescadores. Acarreaba con él a sus hijos que lloraban y oponían resistencia en vano. En el tumulto nos fue imposible salirle al paso.

Khutmeth y Garai en cambio, junto a un grupo de hombres y mujeres, se abrieron paso hasta uno de los barcos. En él estaba su anterior capitán, o más bien su cascarón. Los brazos tatuados que colgaban lacios, sin fuerza, lo identificaban como al sobrino del terrateniente. Sobre su cabeza destacaba el giboso volumen de un calamar. Las mandíbulas aferradas a la cabeza de su presa. Los tentáculos flotando en torno suyo, agitándose como una viscosa melena, movidos por un un viento de ultratumba. Uno de ellos llevaba a los labios de su víctima la blanca caracola con que emitía la perturbadora melodía.

Los ojos animales de la criatura fijaron su mirada inhumana en ellos. Mudos de asombro, varios quedaron paralizados. Una mujer se desmayó allí mismo. Otros emprendieron la huida, sólo para encontrar el paso cortado por la hechizada tripulación que regresaba con más prisioneros. Sólo los más cercanos al sacerdote mantuvieron su presencia de ánimo y plantaron cara. Pero el anciano nunca fue un guerrero, y Garai, que sí lo fue, hacía mucho que dejó atrás sus días de gloria. Rodeados, sin voluntad para dañar a amigos y vecinos, poco podían hacer. La criatura invocó un poder oscuro que refulgía purpúreo por sus venas hinchadas y atacó con saña a Khutmeth. Éste se debatió con coraje mientras los tentáculos lo inmovilizaban y con sus ventosas le drenaban la sangre. Contemplar tal atrocidad antinatural terminó de quebrar la determinación de Garai y quienes aún oponían resistencia. En abierta desbandada saltaron por la borda. Fueron una docena los valientes hombres y mujeres que asaltaron el barco maldito. Solamente cuatro regresaron para contarlo.

Desde entonces, cada tres o cuatro días regresan al puerto, con sus caracolas siempre dirigiendo a los hechizados. Las primeras veces nos enfrentamos a ellos con la esperanza de recuperar a los nuestros. Luego hubo quienes, rotos por la pérdida de sus seres queridos, se dejaron capturar para reunirse con ellos. Otros recogieron sus pertenencias y marcharon tierra adentro allí donde el sonido de las gaviotas no llega para recordarles los horrores vividos. Al marchar prometieron enviar ayuda. Los más nos reunimos aquí, juntamos rebaños y campos y esperamos una ayuda que, tal vez, tal vez, haya llegado por fin.


***


¡Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn!
 «En la Ciudad de R'lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando»
Miniaturas de Mantic Games para su juego Kings of War.


Terminado su relato, la seguidora de Thygra los miró esperanzada. El mismo sentimiento se leía en los ojos de sus compañeras, cuyas manos asía dándose mutuo consuelo.


—Así es —solemne, asintió Marduk—. Os ayudaremos.

—¿Cómo? —con acritud y amargura preguntó la cuñada de Sheket.

—Al venir observamos actividad en esa isla recién emergida. Mañana levaremos anclas y regresaremos a ella.

—¡Entonces zarparé con vosotros! —recuperada su entereza declaró la sacerdotisa.

—No podéis negaros —se anticipó Ninra a sus objeciones—. Contar con una cara amiga os será de ayuda.

—¡Eh! —protestó su hermano divertido— ¿Y yo desde cuándo soy un desconocido?

—Para tus sobrinos lo eres —le espetó su cuñada, congelándole la sonrisa.


Era un jarro de agua fría, pero poco tenía el mago que decir en su defensa. Para él, los años transcurridos desde que abandonó su hogar habían sido una trepidante vorágine de nuevas experiencias y emociones. Sin embargo, para aquellos que dejó atrás, mecidos por el arrullar de las rutinas cotidianas, en especial para los niños, seis años habían sido media vida.


—Y una vez allí —insistió ella, está vez al borde de las lágrimas—. ¿Qué pensáis hacer?

—Si yo fuese mi hermano —en tono ligero para disipar la cargada atmósfera de la sala contestó Marduk—, desembarcar entre la fanfarria de las trompetas, izar mi estandarte, reclamar la isla en mi nombre y arrojar a esas criaturas al fondo del océano de una patada.


Magón se atragantó al reírse de su ocurrencia. Tosió con fuerza y una vez recuperado el resuello dijo:


—No me cabe duda de que lo haría. Ni la más mínima. Pero tu hermanastro tendría de su parte a la flota de Mordack en su totalidad  y nosotros sólo tenemos un barco.

—Por eso mismo, y porque contamos con un prodigioso elementalista —elogió deliberadamente a Sheket delante de sus familiares—, a nosotros no nos verán llegar.

—Creo que sé lo que pretendes —sonrió confiado el aludido.


Esa era la emoción que su capitán quería insuflar en los reunidos. La confianza de los invitados se contagió al fin a sus anfitrionas. Con los espíritus mirando al futuro con ilusión, acordaron levantarse antes del alba para regresar con las primeras luces de Loiv y que así Loviathar, protectora de viajeros, bendijera su misión.

Se oía ya algarabía de niños y jóvenes en la hacienda. Ocasionalmente interrumpida por añosos regaños. Pese al tamaño de la hacienda, las estancias dedicadas al descanso eran compartidas por tíos y primos. Cada grupo repartía las labores del hogar como fuera costumbre en su familia. La comida, en cambio era comunal. Bajo la casa contaban con una pequeña bodega y una gran despensa en la que habían ido acumulando provisiones. En la gran cocina de la casa colaboraban miembros de cada familia y todos juntos, cuando las labores del campo y el cuidado de los rebaños lo permitían, se sentaban a la mesa en el gran salón.

Ninra los acompañó a la que sería su estancia por esa noche mientras sus amigas se excusaban. Dormirían los tres en un altillo donde se acumulaban apilados prácticos y ligeros cestos y muebles de mimbre. A la espera todos ellos de una mano experta que los restaurase. Tal era una de las ocupaciones en que el dueño de la hacienda vertía sus ratos de ocio, e intrigado por su ausencia preguntó Sheket:


—¿Y Garai? ¿Qué es de él?

—En la casa de los pastores, en lo alto —satisfizo ella su curiosidad—. Con los muchachos mayores y gran parte del ganado. 

—Lo habéis pasado mal —se compadeció Magón.

—Sí —con un suspiro que albergaba sollozos reprimidos por la necesidad de aparentar una normalidad inexistente en beneficio de quienes dependían de ella—. Pero aquí estamos a salvo. Nunca pierden de vista la costa.

—Pronto podréis regresar a vuestras vidas —le prometió Marduk.

—Os lo agradezco —obligándose a sonreír cabeceó con cortesía—. Pero ahora debéis descansar. Enseguida os traemos mantas y esteras. Si nos acompañas  —se volvió hacia su hermano con los ojos húmedos—, ahora es buen momento para ver a madre.


Sheket respiró profundamente y asintió con energía. Dejó  a sus compañeros a solas, que durante un largo rato mantuvieron una charla insustancial con el único objetivo de llenar el silencio. Cuando las mujeres y su amigo regresaron, cargando con sábanas y esteras, al joven mago se le notaba acongojado. En su ausencia, los años se habían cobrado el debido tributo en la matrona de la familia. Aún siendo consciente de que tal es la realidad de la vida, comprobarlo de primera mano en un ser querido le había afectado más de lo que creía posible. Sin prestar atención en lo que hacía, ayudó a preparar los lechos a sus anfitrionas y, una vez acomodados, los tres compañeros deliberaron sobre el curso a seguir. Nunca en todos sus viajes habían visto u oído de criaturas semejantes. Pero Ital era mucho más antiguo que los humanos. Y ni tan siquiera elfos y enanos conocían todos sus rincones. El mejor curso de acción, decidieron al fin, sería rodear la isla, evitar el contacto con otras embarcaciones y fondear en algún lugar apartado.


—Nos espera otra caminata entonces —protestó jocoso Magón.

—La infantería de marina malvanesa nunca descansa —adoptando un tono marcial le siguió la broma su capitán.

—Por eso mismo no me enrolé en ella —tronó con su vozarrón antes de carcajearse todos a una.


Tras aquello no tardaron en entregarse al sueño reparador. Era cosa buena saberse en tierra firme, rodeados de gente honesta. Aunque bien sabían que su naturaleza inquieta y aventurera los impulsaría siempre a buscar nuevos horizontes por descubrir, éso no era óbice para disfrutar de momentos como aquél."


Con nubes de tormenta formándose en el horizonte, dejamos por hoy el relato de mi amigo, y espero que también el vuestro, León de Rasaol, médico y viajero.

Como despedida os dejo con otro tema marinero: "Rime of the Ancient Mariner" de Samuel Taylor Colerige interpretado por los "Iron Maiden"




        Gracias por estar ahí. Nos leemos.
    



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