(Fan Ficción) Frostgrave: El Estigma del Herrero.

          Hola a todos un día más.

        El caso es que hay veces que juegas a un wargame o un RPG y te llegan historias o escenas a la imaginación con todo lujo de detalles que no puedes dejar pasar. Éste es el caso del relato que os traigo hoy. Venido a cuento de mi banda de Frostgrave con la que espero jugar una breve campaña a lo largo de los próximos meses. Aunque no he podido resistirme a ambientarlo en la desolada e inhóspita isla de Norespad en Ital.

Ilustración de pizdUrRart en DevianArt
 

Era una noche fresca de finales de invierno. La espesa niebla cubría el bosque sagrado. Los raquíticos abetos se apiñaban en grupos numerosos, buscando la protección del número frente al hostil clima de aquella isla septentrional. 

De suelo rocoso y superficial tierra fértil, poco profundas eran las raíces de la vida en Norespad. La agricultura de rozas practicada por los norcim había dejado su impronta. Duro y desagradecido era el trabajo en las granjas. Azaroso y preñado de peligros, el pastoreo de cabras y ovejas. Las corrientes traicioneras de los fiordos, y lo resbaladizo y empinado de sus acantilados, hacían que la pesca y el marisqueo no gozaran de mayor atractivo.

Sí, aquella isla se resistía a la presencia humana. Lobos famélicos rondaban a hombres y ganado. Osos temibles les disputaban ríos y ensenadas. Grandes cetáceos y crueles tiburones acosaban sus esbeltas embarcaciones de proa curva. Y sin embargo, sus habitantes se aferraban a ella con orgullosa obstinación. Expulsados del continente en un pasado remoto, teñido en su recuerdo de leyendas y gigantes, la defendían con arrojo y tenacidad. Sus muertos yacían bajo sus colinas en salones de piedra pulida y profusamente decorada. Sus hijos se bañaban en aguas termales de origen volcánico. Sus ricos yacimientos suministraban el metal de sus armas.


Ilustración de Kate Maxpaint en DevianArt


Así, la maestría de sus herreros era famosa allende los mares. Al igual que su carácter hosco y reservado. Ése era el caso de Godric, quién aquella noche de luna negra, mientras el frío invierno se resistía a ceder su lugar a una primavera reticente, se enjuagaba el sudor de su frente con un sucio paño.


—Dale al fuelle, muchacha, ¡con brío! —gruñendo, ordenó a la hija de su hermana.


Tenían que mantener el metal en su justa temperatura. Yunque y martillo no daban descanso a su amo. Llevaba el largo cabello negro empapado y apelmazado recogido en una cola de caballo. El abultado vientre, el abundante vello corporal y la barba frondosa e inculta, dotaban al fornido artesano de un cierto aire ursino. La nariz rota y las numerosas cicatrices daban fe de una vida de violencia. Sus ojos del color del frío mar miraban con codicia y orgullo a la obra en curso.

Él en persona, con sus propias manos había arrancado aquel metal de los huesos de la isla. Sobre ese yunque había vertido cada onza de conocimiento sonsacado a los muertos que regían el ultratumba desde sus túmulos llenos de tesoros.

La pecosa muchacha de piel pálida y cabellos cobrizos se afanaba siguiendo las instrucciones de su tío y maestro. Haciendo caso omiso de las chispas, fruncía el ceño tiznado, concentrada en su labor.

Pronto, los barcos de proas decoradas con efigies de feroces criaturas surcarían los mares en dirección sur. Sería la primera incursión de la despierta muchacha. Así se lo había prometido a su hermana. Mantenerla al margen de sus viajes hasta que llegase su primera luna de sangre.

Satisfecho al fin con la forma dada al metal candente, tomó con ambas manos las negras tenazas. Inspeccionó una vez más el nervio central de la hoja y su equilibrio. Asintió para sí, orgulloso de su habilidad, y la introdujo en la alargada tina de cobre que a tal efecto esperaba a dos pasos del horno.

Al instante, la mezcla de aceite y sangre crepitó, inundando las fosas nasales de tío y sobrina con un humo acre y metálico. No estaba aquella espada destinada a ser una más. Los encantamientos imbuidos en el metal necesitaban de sangre humana para fijarse en ella.

La muchacha abrió los ojos marrones con asombro y fascinación cuando Godric extrajo la oscura hoja de su primer baño de sangre. Al igual que su maestro, podía ver las almas marchitas de los ahorcados debatirse tratando en vano de escapar de su nueva prisión.


Ilustración de Lucy Lisett en DevianArt


Aunque sus antepasados habían adorado a una divinidad que impartía justicia desde un sitial en lo alto de las montañas y utilizaba majestuosas águilas para anunciar sus designios. La fe de sus descendientes en aquella bárbara interpretación de Tormo había decaído. Ahora eran otras tres las divinidades mayores adoradas por los encallecidos habitantes de Norespad. Y tres, las verdades que predicaban sus sacerdotes. Reflejos todas ellas de sus sombrías existencias: 


—Nacemos para morir —afirmaba el clero de Morskul, con sus rostros de maquillaje cadavérico.

—La vida es sufrimiento —inculcaban a sus feligreses las seguidoras de Yinella, cubiertas de cicatrices rituales.

—Y la venganza dignifica la existencia —como clavo ardiendo al que aferrarse, daban voz a Tharhelnor sus clérigos embozados en ropas confeccionadas con piel humana.


Tal vez fuese una broma del Cuervo, como allí llamaban al meridional Akasa, que la muchacha heredase el don de su abuelo, en lugar de su primo, Calen hijo de Godric. Pero la llamada de la fragua era fuerte en su sangre. Las señales asomaron desde el día mismo de su nacimiento. Ni un llanto emitió aquel bulto enrojecido y arrugado que a todos miraba con gesto de desagrado mientras apretaba sus puños diminutos. Ya de niña era una criatura esquiva, que no devolvía los abrazos a su madre y evitaba la ruidosa compañía de otros niños. En cambio, observaba silenciosa los quehaceres de los adultos. Tampoco preguntaba los porqués de las cosas. En lugar de ello, intentaba reproducir lo que veía por sus propios medios.

Como aquel día en que ya no se pudo negar lo que su madre más temía. Se acercaba la mentira de Heimad, como allí llamaban al verano y sus falsas promesas. En la granja habían sacrificado a las ovejas que no habían parido esa primavera. Al contrario que otros niños, algunos mayores como Calen, que habían protestado por tener que sujetar a los animales y acabado llenos de barro, heces y sangre. Ella había obedecido sin rechistar y sin asquearse había observado detenidamente cómo los adultos destripaban y desollaban al ganado.

No había pasado una semana, cuando Godric la sorprendió en un claro, sola cómo solía. Los agudos chillidos de un ratón lo condujeron allí.


—¡Muchacha! —la llamó, adusto como era con todos. Nunca tuvo mano con los niños. Ni siquiera con el suyo, por más que las fiebres se llevasen a su esposa tras el parto— ¿Qué te traes entre manos?


Al hacer ella el gesto de ocultar lo que fuese que estaba haciendo y querer correr, él la agarró por el brazo con rudeza.


—¡Enséñame que tienes ahí! —tronó igual que si hablase a un ladrón pillado in fraganti.

Temblorosa pero sin ceder al llanto, la niña abrió la mano manchada de sangre y le mostró al irsuto herrero el despojo sanguinolento de un ratón de campo medio destripado.

—¿Por qué has hecho esto? —torciendo el gesto con una mueca de asco, pero suavizando el tono le preguntó.

—Quería saber si por dentro era igual —contestó sin alzar la mirada. 


En su voz no había muestras de ese regocijo perverso que a otros niños impulsaba a arrancar las patas de los insectos y verlos correr en círculos.

Godric tomó en su mano bronceada y áspera los restos del pobre animal. Observo con detenimiento los dos cortes que presentaba. El uno le cruzaba la garganta de lado a lado. Era un tajo preciso que lo había matado de forma rápida. El segundo le atravesaba el blando vientre de arriba a abajo exponiendo sus vísceras. Éste mostraba evidencias de haber costado más. Algo llamó la atención del herrero, una diminuta esquirla de piedra.


—Muchacha —intrigado, se dirigió a ella casi con dulzura—. ¿Qué has usado para hacer esto?

Ella apartó la mirada y llevó a la espalda su mano derecha. Adivinando su temor, él mantuvo el tono sosegado y casi paternal:

—Tranquila. Sólo quiero verlo. No te lo voy a quitar.


Como prueba de lo que decía la devolvió los restos del ratón. Sólo entonces cedió ella, y mirándolo, todavía desconfiada, con sus grandes ojos infantiles, abrió la palma de su mano, llena de arañazos, y le enseñó una piedra tallada imitando la punta de las lanzas que usaban los adultos de la isla.

El herrero cabeceó en signo de reconocimiento. Ya había visto herramientas como esa antes. En las tumbas colectivas bajo los túmulos más antiguos de su gente.


—¿De dónde la has sacado? —le preguntó sin quitársela. Le preocupaba que hubiera podido perturbar el descanso de los vengativos difuntos y atraer su cólera contra el poblado.

—¡No la he robado! —protestó con indignación infantil al verse acusada injustamente, mirándolo fijamente a los ojos por vez primera— ¡La he hecho yo!


Y como prueba abrió ambas manos para enseñarle los cortes y magulladuras que tenían.


—¿Y quién te ha enseñado a hacerlo?


Ella no contestó, en lugar de ello, negó con la cabeza.


—¿Acaso has encontrado más piedras como ésta?


Esta vez, la niña movió afirmativamente la cabeza.


—¿Bajo los túmulos? —insistió su tío.


En esta ocasión, una sombra de temor asomó a los ojos de la niña y pareció encogerse con un estremecimiento.


—No, no. Allí no. Río abajo —señaló con su cuchillo de piedra en dirección contraria.

—Bien, bien —la tranquilizó su tío—. Si es así no serás castigada. Llévame a ese lugar.


Así lo hizo. Cerca del río vieron pastar a los rebaños de cabras y ovejas, por allí corrían los mozos encargados de su cuidado. No pocos iban acompañados de sus hermanos pequeños.


—Se os perdió un cordero —dijo para sí Godric, no era una pregunta. 


En su mente empezaba a comprender parte de lo ocurrido. Niños pastoreando solos, una, o varias, cabezas de ganado extraviadas. La complicada orografía volcánica y la agresiva erosión daban lugar a múltiples galerías, fumarolas y oquedades inaccesibles para los adultos. En cuestión de minutos la niña le condujo al otro lado de la colina, bajo ellos serpenteaba el cauce del río. De improviso, un argayo dejaba al descubierto a plena luz lo que parecía un pozo. Con cautela, Godric se arrodilló para echar un vistazo. Entre la tierra suelta se apreciaban fragmentos del mismo tipo de roca que su sobrina afirmaba haber tallado. Algunos permanecían incólumes, mientras que otros estaban a medio trabajar, desechados por imperfecciones que él era incapaz de detectar.


—¿Bajaste ahí?


La niña asintió, mortalmente sería, con los brazos cruzados sobre el pecho, cómo desafiándole a llamarla mentirosa.


—Es muy profundo —conciliador prosiguió su tío—. ¿Quién te ayudó a subir?

—Calen. Primero sacamos a Botitas y luego me sacó a mí.


Una punzada de la vieja decepción le alcanzó a escuchar el nombre de su hijo. Fuerte y trabajador, era bueno con la tierra y los animales, no se lo podía negar. Había nacido para ser granjero. La llamada de la fragua era como una pavesa juguetona que saltaba de rama en rama del árbol familiar. Así decían todos los maestros de su arte. Godric apartó de su mente aquél pensamiento incómodo y se volvió de espaldas al desprendimiento. 


«Pero no sin antes guardar unas pocas de esas piedras talladas para… ¿jugar?.» Pensó él para sí, asombrado tanto por la conducta, como por la habilidad de su sobrina.


—Bien hecho —la felicitó al fin tras mirarla largo y tendido—. Pero vuelve con los niños mayores y no te alejes tanto de ellos.

—¿Me lo puedo quedar? —todavía desconfiada, retrocedió dos pasos.

—Hasta que hable con tu madre —contestó, ante lo cual ella hizo un mohín y apretó los puños—. ¿Te gustaría aprender a hacer más cosas, mejores que esa? —cediendo a un antojo, fruto de la curiosidad, dijo él.


Aquella pregunta dejó a la niña boquiabierta. Esperaba que le quitasen su piedra cortante, una regañina e incluso una azotaina. No que la felicitasen y la… ¿Recompensaran? Con sus nueve años, Edris no sabía qué decir.


—Olvida eso último —la despidió el herrero sin dejarla responder—. Primero he de hablar con tus padres.


Dicho esto, la niña corrió de regreso con su primo y sus hermanos. Godric se la quedó mirando, mientras sus trenzas cobrizas saltaban con el viento. Ahora que la buscaba, la veía, tenue, como la llama de una vela, la chispa que, convenientemente alimentada, bien podía convertirse en un incendio.

Convencer a su hermana no fue fácil. La estirpe de los herreros era a la par respetada, sí, pero también temida. En otras tierras le habían contado que se los amaba. Iban de poblado en poblado y eran bienvenidos. Se los veía como portadores de civilización y generadores de riqueza. Forjaban arados y curaban enfermedades. Godric no alcanzaba a entender cómo era eso posible. Entre su gente, se los iba a buscar a sus moradas para que les procurasen instrumentos de muerte y causar la ruina de sus congéneres. Sólo los más ambiciosos y valientes se atrevían a cortejar a la hija de un herrero. Incurrir en la ira de un suegro semejante era arriesgarse a todo tipo de maldiciones.


—¿Quién querrá desposarse con ella? —había protestado Esmeed, su madre.


Bien sabía ella lo que había costado encontrar un mozo lo bastante insensato como para presentarse ante su padre con tamaño atrevimiento.


—Sólo alguien de gran coraje y elevado concepto de sí mismo —admitió el herrero.

—¡Se quedará sola!

—Entonces no arriesgará la vida en el paritorio y sus fiebres —con un quiebro inesperado en la voz la sorprendió Godric.

—Hermano…

—Piénsalo. Sí culmina el aprendizaje la tratarán como a la encarnación de las que eligen a los caídos. Y si tiene numerosa descendencia será como Beomia la Primera Herrera.

—¿Eso le ofreces? —lo rechazó con vehemencia, apoyando ambas manos en la mesa para levantarse— ¿Leyendas embebidas en traiciones y sangre?

—Le ofrezco poder para decidir su propio destino.

—Y tal vez para influir en el de todos los demás clanes —intervino Bryce el Temerario, el padre de la niña y de cuatro vástagos más, esos con su esposa legal, tres vocingleros y peleones mozos y otra niña, tímida y menuda, a la que consentía sin mesura.

—He aquí un hombre con ambición —con una reverencia lo elogió su cuñado—. Un esposo digno de la hija de un herrero.

Ilustración de Lucy Lisett en DevianArt

Ella resopló con desagrado. Era verdad que su esposo tenía una reputación en la isla. Cinco barcos largos comandaba en sus expediciones de saqueo en el continente. Sus lazos matrimoniales con los herreros le habían dado acceso a los medios para armar a los hombres de su familia e imponerse a sus vecinos. Sólo había dos clanes, uno al norte y otro al este de la isla, que lo superasen. Pero cómo esposo y padre tenía un amplio margen de mejora. Ése era el precio a pagar por casarse con un caudillo norcim, se lamentaba ella las largas noches que abandonaba su lecho. 


—Poder para decidir su propio destino, has dicho, hermano mío. Suena bien —entrecerrando sus ojos grises aceptó ella el trato.


Raudos los años habían transcurrido. La niña de las coletas se fue a vivir a la cabaña de su tío. Con él aprendió la tradición oral de su gente, a leer el firmamento nocturno, a recoger hierbas y hacer pociones, a trazar las runas que no debían pronunciarse, los rituales para apaciguar a los muertos bajo los túmulos y obtener su concurso favorable, a identificar vetas minerales, a extraerlos, refinarlos y combinarlos entre ellos. Después llegaron los primeros conjuros verdaderos y ahora, en vísperas de su primera singladura al continente, mientras Godric contempla la negra hoja de rojas runas circundada de almas atormentadas que será su obra maestra, su mirada se desvía hacia la muchacha de nariz respingona, cara pecosa y cabellos cobrizos recogidos en una larga trenza, y en su pecho aflora un cálido sentimiento de orgullo como nunca creyó que podría sentir.

        

    Hasta aquí la presentación de este singular par de magos herreros escrita mientras sonaba de fondo el "Northern Steel" de Antti Martikainen.

        

        Como curiosidad, gran parte de los conceptos culturales sobre la consideración e integración de los herreros antiguos en sus comunidades de origen, tanto los positivos, como los negativos, los he sacado de esta obra:


        Gracias por estar ahí. Nos leemos.

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