(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 6: Englund (Planes de Batalla)

     Señoras y señores, volvemos a lo nuestro. Nueva entrega de "La Ciudad bajo la Ciudad". Planes de batalla, diferencias culturales, choques de egos e imprescindibles entendimientos. Diálogo, mucho diálogo.

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La robusta Anca iba de un fuego al otro, ora retirando un cazo, ahora removiendo el borboteante contenido de un puchero. Mientras, el clérigo enano tomaba con sus largos dedos una generosa porción de bizcocho aún caliente, la partía al medio y aspiraba goloso el olor a mantequilla que emanaba de la miga amarilla. 


—Este bizcocho que me has servido ¿no tendrá pasas, verdad? —preguntó antes de llevárselo a la boca.

—No, no, no, no —se apresuró a contestar ella, moviendo en el aire de un lado para otro un limpio cacillo, como si fuera un bastón de mando—. Los de pasas están en la estantería de arriba, reposando.

—Bien, bien —sonrió con aprobación, antes de dar un mordisco y tomar un sorbo de leche tibia, endulzada con miel.


No le gustaban esos aderezos «tan de los elfos», como él decía, con los que endulzaban sus postres los humanos del lugar. Higos, ciruelas y uvas eran susceptibles de secarse, para así conseguir un sabor intenso que a su paladar resultaba empalagoso. Tradición heredada de los fundadores de la ciudad, sin duda alguna. 


«Elfos, siempre tratando de mantener las distancias con los “nw`cmrs”, con los “nuevos llegados”, cómo nos llaman. Aparentando una frialdad que, la mayoría, están lejos de sentir.» Pensó con un poso de resquemor. «Tanto miedo tienen a sus propias emociones, que prefieren alejar de su lado a aquellos que aman. Cómo aquel espigado y delgaducho elfo, Caethdal se llamaba y su primo el pedante lancero.» Llegado a este punto, se atragantó, un pensamiento incómodo lo había asaltado mientras contemplaba las evoluciones del personal de cocina. «Bueno, al fin y al cabo no son tan distintos de aquellos de mis congéneres, que haciendo gala de su malhumor y bruscos modales, no buscan otra cosa que evitar encariñarse con los efejim.»

Bien recordaba las circunstancias en que conoció al hijo de Meldoried, bajo la amenaza de una invasión en toda regla, en el campamento castrense del Rey Iván.


ººº


La lluvia golpeaba con fuerza la lona de la tienda. Los dos enanos intercambiaban el peso del cuerpo de una pierna a la otra, inquietos. Englund tamborileaba sus dedos contra el colgante de hexagonales monedas de azghurr que adornaba su cuello. A su lado, el más joven de los hermanos Magma, vestido de cota de malla, la oscura barba trenzada y adornada con anillos de oro rojizo, fruncía el ceño con desaprobación. Era la víspera de la batalla, y los allí reunidos no hacían más que presentar excusas y dar rodeos.


El joven rey había trazado un plan sencillo y aparentemente eficaz: reunir las tropas, avanzar por los marjales hasta el promontorio ocupado por el burgo llamado De la Turbera, desplegar con el flanco izquierdo a cubierto por las defensas de la ciudad, presentar un frente de infantería y proyectiles sólido y envolver con la caballería al ejército invasor. 

Con él había acudido a sus principales vasallos, sin los cuales ningún proyecto de ese calibre podría realizarse. Después, a las órdenes de Tormo y Aubea, presentes en Esgembrer, cuyos grandes recursos rivalizaban con los del mayor terrateniente del reino. Y por último, a las cortes de los reinos vecinos Karnol y Shislarán, para, cuando menos, asegurar la paz en las fronteras.

Con su cuidadosa planificación y cálculos realistas, había conseguido su atención, primero, y luego la promesa de colaboración de muchos de ellos. Salvo de Karnol. La desconfianza entre ambos reinos resultó demasiado profunda, pero la embajada no resultó infructuosa. Varias compañías khavil operaban en la comercial capital portuaria del rival de Esgembrer y todas vieron el potencial beneficio que la empresa del Rey Iván propiciaba. Así pusieron el pie por vez primera en el “Martogo Oriental” los Hermanos Magma y Asociados.

Para el buen desarrollo de la campaña era primordial defender el emplazamiento más densamente poblado situado entre las montañas y la capital. Por un lado, para reafirmar la autoridad del monarca sobre aquellas gentes acostumbradas a regirse por sus propias costumbres, y por otro, para evitar la devastación de la fértil llanura aluvial que alimentaba al reino. Según todos los informes recibidos, el nutrido contingente invasor se había internado en las montañas sin máquinas de guerra, ni equipos de asedio. Tampoco lo necesitaban para enfrentarse a las empalizadas que circundaban el alto sobre el que recostaba el burgo. Pero tras ellas tenían todo lo necesario para construirlas: mano de obra, fraguas y combustible. 

Por eso era imperativo llegar a De la Turbera antes de que las huestes guorzs sobrepasaran su posición. Al propio Uriah se le encomendó la misión de alertar a las autoridades locales, poco proclives a consentir la injerencia de extraños en sus asuntos. Debían abandonar las granjas, caseríos y represas de donde extraían la oscura sustancia que daba nombre al lugar,  refugiarse todos tras sus pobres defensas y reforzarlas todo lo posible. Escasa colaboración encontró entre el burgomaestre y los suyos, quienes no daban crédito a las alarmantes noticias que traía consigo. No fue hasta que diversos grupos de avezados peleteros se vieron obligados a abandonar sus campamentos de verano en las montañas, trayendo la confirmación de las malas nuevas, que, a regañadientes, siguieron las órdenes del paladín. A lo que se negaron en redondo, fue a permitir que soldado alguno pusiera un pie en su ciudad.

Y entonces llegaron las lluvias torrenciales. Ríos y regatos se desbordaron, anegando campos y caminos. Los preparativos se retrasaron, muchos fueron los nobles que acudieron con menos efectivos de los prometidos. Peor fue que otros no se presentaron, o anunciaron su partida con tanto retraso que no llegarían a tiempo para la batalla.

Junto al rey, en torno a una mesa sobre la que estaba desplegado el plan de batalla, estaban su leal compañero, el también paladín de Tormo, Uriah, el margrave Daimiel el Viejo, vestido de negro cuero y amarilla sobreveste, calvo y fornido, con un mostacho de acerado gris, una pareja de elfos, regios y distantes, cómo salidos de un mosaico antiguo,  contemplando la escena con ferviente intensidad ella, con cierto desapego él, y el othain de los dancos de Shislarán, de cuerpo fibroso y bronceado, vestido con una túnica verde ceñida a la cintura por un cinturón con hebilla de bronce trabajada para tener la forma de la cabeza de un lobo, dos brazaletes con cabezas de serpientes, uno de plata y otro de oro, adornaban sus musculados antebrazos, un grueso torque de azghurr lucía al cuello tatuado con espirales y un cráneo de ciervo le cubría la cabeza de larga melena castaña.


—Se nos prometió paso franco por el curso del Sengcor —protestaba con vehemencia—. Si mañana no contamos con bastantes de los míos, es por culpa de los suyos —señalaba con un cayado nudoso al margrave.

—No se puede culpar a los pequeños títulos por reaccionar con prudencia al ver cómo los dancos salen armados a centenares de los bosques —gesticulaba, sudoroso Daimiel el Viejo.

—Ya está, ya está —conciliador, buscando una salida al conflicto entre su vasallo y su aliado, los acalló el Rey Iván—. Contamos con un millar de los mejores guerreros de los bosques a este lado de Itnor.

—Y más que irán llegando —con orgullo, aseveró el othain danco.

—Y contamos con un número similar de hostigadores equipados con jabalinas…

—¿Los niños? —ofendido por la asociación, exclamó el danco.

—Los acompañarán también nuestros mejores batidores y tengo entendido que más jóvenes incluso enseñáis a vuestros hijos a vivir de sus recursos. Además, es esencial alejar a las larvas gribzs de nuestras tropas de disparo y conducirlas a este punto. —señaló en el mapa.

—Ya os entiendo. Cuando nos prometisteis que lucharíamos a nuestra manera, en formación abierta, era esto lo que teníais en mente.

—No solo eso, Elugón —añadió el rey mirándole fijamente a los ojos verdes—. También soy consciente de los lazos que os unen con muchos de los habitantes del burgo.

—Esos ya no son uno con los espíritus —desdeñoso torció el gesto el druida—. Tramperos y peleteros, han abandonado el camino del bosque, no cazan por comida, sino por codicia.

—Hombres peligrosos, exactamente el tipo de hombres que quiero entre mis enemigos y yo. En todo caso —insistió Iván, señalando otra vez la posición del burgo en el mapa—, os preferirán a vosotros a sus puertas antes que a mis tropas.


Aquel comentario consiguió que el othain sonriera levemente y asintiera, aceptando al fin el papel que de su gente se esperaba en la refriega.


—¿Con cuantos grandes espaderos podemos contar, margrave Daimiel? —intervino entonces Uriah con gesto de preocupación.

—Muy pocos —bajando la cabeza avergonzado admitió—, demasiado pocos. Sus señores no quieren renunciar a sus escoltas. Y aunque aceptaran, son desconocidos entre sí. No podemos desplegarlos como una fuerza de combate independiente.


Aquella, en cambio, era una eventualidad para la que estaban preparados. Antes de abandonar la capital, entregaron el mando de la mermada guarnición y las llaves de la ciudad al anciano Fyodor de la Torre, mentor del rey, de Uriah y del hijo del margrave. Muchos aspectos clave de la planificación de la campaña se le habían consultado. En la mayoría de los casos, aprobó las decisiones de su alumno más aventajado: Iván. E incluso su experiencia les sirvió para adelantarse a algunos inconvenientes como el que ahora tenían ante sí.


—Pues entonces no lo hagamos —descartó el rey el problema volviendo el gesto hacia su margrave—. Intercalaremos a los espaderos en bloques regimentales entre la falange de hoplitas de Aubea —aquí hizo una pausa y miró inquisitivo a la elfa de la melena del color de la miel y la túnica blanca adornada con motivos geométricos dorados, y tras comprobar que no presentaba objeciones, prosiguió—, y nuestros alabarderos. Reforzaremos sus grupos de mando con los grandes espaderos disponibles y que protejan los flancos de nuestras formaciones más numerosas.

—Entiendo entonces —interrumpió al rey el elfo vestido de plata y oro, alzando su aristocrática nariz con disgusto—, que fiais el éxito de nuestra empresa a los disparos y a las ventajas de una mejor posición.


Era el que hablaba el sobrino de la Dama Meldoried. Nilvaet, antes llamado: el de la Lanza Estelar, ahora más conocido cómo el Príncipe Proscrito. Al contrario de lo que dicta la costumbre de los diantari, llevaba la cabeza rapada. No habría de volver a lucir sus rizos dorados hasta liberar Anquei, había jurado. Una fina diadema de plata élfica, apenas un aro, sin más trabajo que unas delicadas filigranas con motivos de ramas y hojas, ceñía sus sienes.


—En absoluto —toleró el monarca la descortesía ignorándola con sus mejores modales—, cuento con que vuestra caballería y mis exploradores a caballo desplieguen tras la peña del burgo. Así mientras vuestra formación mixta de arqueros y lanceros —continuó señalando el extremo izquierdo de su plan de batalla—, protegen el flanco de los arqueros de Aubea, apantallados tras mis más numerosos jinetes, quiero que toméis la retaguardia guorz y desbaratéis su avance.

—¿Qué sabemos de las fuerzas enemigas? —aprovechó para preguntar Meldoried— ¿Alguna novedad?

—Si —con gesto de contrariedad admitió Iván—. Teníais razón al preocuparos. El caudillo forqz ha conseguido que las bestias del cieno se le unan.

—¿Y de qué estamos hablando? —frunciendo el ceño preguntó el líder de los mercenarios Magma, poco familiarizado con la fauna local y sus nombres.

—De los restos venidos a menos de un linaje de gigantes —respondió la elegida de Aubea—. En eras pasadas habitaban en la ladera del Trono Nuboso.

—Y allí siguen —terció Uriah—, junto a las cascadas que llamamos Escalera del Tronante. Son pequeños grupos familiares, pasan el invierno en los marjales y en verano vuelven a su montaña.

—Conozco el lugar del que habláis —cabeceando afirmativamente apostilló el druida—, presenta unas formaciones muy llamativas, tal que fuera la escalinata a la sala de un trono, pero de dimensiones fuera de escala.

—Son el reemplazo de la élite guorz que nos dijiste que no íbamos a combatir —protestó Khorzam con su ronco vozarrón. 

—En efecto, así es —aceptó la justificada queja el monarca.

—Para las criaturas del enemigo primero, no hay más liturgia que la guerra —resignada, medió entre ellos Meldoried, apartando un mechón rebelde de su frente—. Del mismo modo que los trolls negros no se rebajaron a combatir para un mero caudillo forqz, éste se negó a entrar en batalla campal sin contar con una ventaja similar.

—Afirmaste que nuestras máquinas de guerra no serían necesarias —elevó el enano el tono de la protesta enarcando las pobladas cejas.

—Y no lo serán —prometió Uriah interponiéndose entre su rey y el beligerante mercenario—. Los paladines de Tormo y nuestras águilas daremos cuenta de ellos.

—No serán rival para nuestras fuerzas —desestimó Iván las objeciones presentadas—. Nuestros batidores han contado apenas docena y media.  Además, carecen de las armas, armaduras y la disciplina de los verdaderos ologai.

—Lo suyo no será una batalla —secundó Elugón lo dicho por los esgembreses—, será una cacería de monstruos. Mis campeones competirán entre ellos por sus cabezas.

—Si se atienen a sus costumbres —con un brillo de curiosidad en sus ojos almendrados traicionando su pretendido desapego, intervino Nilvaet—, esas bestias del cieno, como las llamáis, deberían formar una punta de lanza que rompiera nuestras líneas.

—Por eso quiero presentar un frente conjunto con mis nutridos ballesteros y los certeros arcabuceros enanos —mirando ahora a la delegación khavil, escrutando sus reacciones, retomó el rey la palabra—. Quiero desatar una lluvia de muerte de tal envergadura, que no les quede más remedio que reformar sus filas en medio de este terreno pantanoso.

—¿Y a mis alabarderos a donde los quieres mandar? —receloso, pues ya intuía el papel reservado a su resistente infantería, tomó Khorzam la palabra, mientras con sus gruesos dedos se retorcía las trenzas de la barba.

—Al flanco derecho, protegiendo a vuestros camaradas —conciliador, quiso Iván hacer ver al joven capitán enano que no pretendía separar a los khavil—. Lo que nos lleva a la última pieza de nuestro plan. La caballería pesada.

—¿Pretendes cargar por este terreno? —bufó, incrédulo, el enano, sin mostrar de nuevo respeto alguno al rango de su interlocutor.


Sin dar importancia a los exabruptos del capitán mercenario, el monarca hizo una señal a Uriah para que tomara la palabra. Así, el paladín se adelantó y tras carraspear tragando saliva dijo:


—Las vanguardias de exploradores han chocado ya la una contra la otra. Hemos repelido a sus cabalgalobos. De hecho, los hemos dispersado a lomos de nuestras águilas —aquí hizo una pausa y bebió un sorbo de vino, aquella era una pequeña victoria, pero no dejaba de ser motivo de celebración—. Lo que nos deja la incógnita de por dónde atacarán con sus jinetes de jaburies.


Un murmullo de comentarios llenó la tienda. Todos eran conscientes de que, en ausencia de los trolls acorazados, los jaburies eran la mayor amenaza de todo ejército guorz.


—Esperamos que vengan por nuestro flanco derecho. —quiso Uriah acallar a los reunidos.


A lo que Khorzam reaccionó dejando escapar una risa amarga. Era su primer mando independiente, por eso lo acompañaba Englund, con mucha más experiencia en la tediosa e imprescindible logística. Y sería el encargado de contener la devastadora carga de los más feroces de entre sus enemigos.


—Por eso, nuestra caballería, liderada por Daimiel el Joven, desplegará a la derecha de nuestros aliados enanos. —se apresuró a añadir el paladín para atajar nuevas protestas

—He visto los arreos de vuestros caballos —objetó el príncipe elfo con desaprobación—, demasiado pesados.


Esta vez fue el joven rey el que contestó, pues era aquella otra eventualidad que habían previsto.


—Lo sabemos. Por eso hemos ordenado retirar las bardas. Las monturas tan sólo llevarán la placa de armadura frontal.

—Aún así, el terreno está impracticable —se sorprendió a sí mismo el khavil secundando al alto elfo.

—¡Jóvenes alocados! —exclamó entonces el viejo margrave, antes de romper a reír con el rostro enrojecido.


Todos se lo quedaron mirando sin comprender el motivo de tanta hilaridad. Todos los que allí estaban, salvo el rey y su brazo derecho, quienes intercambiaban sonrisas cómplices. Pues los extranjeros nada sabían de las temerarias cabalgatas por los marjales a las que se entregaban los jóvenes del reino en cacerías y festivales. Ni justas, ni combates despertaban tantas pasiones como lo hacían las carreras de caballos por aquellas tierras húmedas y feraces, anegadas tanto por el Sengcor, como por el Telegureh. Con mimo y esmero criaban sus caballos en Esgembrer. En tan alta estima se tenían, que a los jinetes vencedores se les abrían las puertas de la nobleza y por los mejores sementales se pagaban haciendas.


—No os preocupéis por eso —zanjó Iván la cuestión, sonriendo con confianza—. Lo tenemos controlado.

—¿Con qué capacidades mágicas cuenta el enemigo? —empeñado en arrojar un jarro de agua fría tras otro, insistió el enano en arruinar el ambiente de optimismo que tanto se esforzaban en forjar los promotores de la empresa.

—Escasas —desestimó sus inquietudes la Ungida de Aubea, saliendo en ayuda del rey y su proyecto. Pues tanto o más que él arriesgaba en todo aquello—, un cónclave de chamanes que mantiene conjuros de sombras activos en torno al centro de la horda. Nada que los paladines de Tormo y los clérigos de batalla de Aubea congregados no podamos contrarrestar una vez entremos en batalla.

—¿Y sanadores? —recordó Englund que había preguntado, no sin sentir un nudo en el estómago ante la presencia, engrandecida por siglos de relatos, de la legendaria embajadora de los diantari.

—Y cirujanos y quien les ayude. También hemos viajado con ellos. —Asintió ella, serena.

—Contribuiría al provechoso devenir de esta alianza, que dispusiéramos de un lugar común, donde reunir el personal y los recursos de que disponemos, para atender a los heridos —con todo el tacto del que fue capaz propuso él, consciente de que muchos de esos infortunados no serían otros que los sacrificados alabarderos de su compañía.


Complacida, Meldoried sonrió a aquél enano de tan suaves modales, con su jubón azulado, cuero de morsa narval, casi seguro, su ristra de hexagonales monedas al cuello, símbolo de su consagración al patrono de los mercaderes, y esa peculiar manera de cultivar el vello facial, dejando la barbilla respingona al aire.


—¿Y quién se hará cargo de organizarlo todo? —retadora, previendo la respuesta, lo tentó.

—¡Yo mismo, por supuesto! —aceptando la responsabilidad como lo más normal del mundo recordó que había exclamado.


A lo que la dama respondió con un leve asentimiento de aprobación, antes de volverse ambos y dirigir sus miradas al Rey Iván, en busca de su permiso para llevar a cabo dicha iniciativa. Aceptó éste sin dudar, y los liberó de continuar allí reunidos, muchos eran los preparativos que tenían por delante, les dijo. Entonces, ambos se despidieron de los presentes y abandonaron la tienda.


—Bien maese Englund —le dijo ella mientras caminaban por el campamento, buscando un punto elevado desde el cual examinar el entorno y dilucidar cuál era el mejor emplazamiento posible para el puesto de socorro—, enseguida os dejaré a cargo del tesorero de nuestra orden. Él os ayudará en cuanto pueda, su autoridad en nuestra expedición sólo es inferior a la mía.

—¿Y ese tesorero vuestro, que de tamaña autoridad disfruta, responde al nombre de?

—Caethdal. Mi hijo. Puede que hayáis oído hablar de él como “el Brillante”.

—¿El famoso mago diantari? —recordó haber exclamado sorprendido.

—¿Mago? No, ya no —tras una pausa, mirando ensoñadora a la distancia, contestó ella con un deje de pérdida tiñendo su melodiosa voz—. El Colapso…


Pues, aunque en su lucha contra el férreo dominio de los grandes dragones, la Alianza del Libro, a la que pertenecían los exiliados diantari, había conseguido restaurar en parte la magia de Aystria. Las energías liberadas estaban lejos de alcanzar las cotas de poder de antaño, y muchos eran los magos a los que les era imposible contactar con las entidades semiconscientes que regían las cuatro lunas. Éste era el caso de Caethdal de Balembeth, el que fuera el más aventajado mago de la luna blanca, reducido ahora su papel al de secretario y tesorero de la Orden de Aubea.



Y de propina, un capricho musical: de los Manowar, su "Warriors Prayers". Cuéntame una historia, le pidió el niño a su abuelo ;)



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